Velázquez frente a Vermeer
 
 

Manuel Durán

Yale University





El parecido entre "Las Meninas", la obra maestra de Velázquez, y la "Alegoría de la Fama", de Vermeer, salta inmediatamente a la vista si colocamos dos buenas reproducciones de estos lienzos una al lado de la otra. En ambas obras el detalle más prominente y más revelador es que el artista se ha incluído a sí mismo en su cuadro, y se pinta en el acto de pintar.

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Es un hecho poco frecuente, incluso extraordinario. Los grandes creadores medievales ni siquiera firmaban sus obras. No sabemos quién o quiénes trazaron los planos de la catedral de Chartres o diseñaron sus vitrales. Más tarde, en la época renacentista, los artistas afirman su individualidad y dan sus nombres a los objetos creados. La inclusión de su representación física, su cuerpo, su figura, en la obra de arte que crean, es algo excepcional. Miguel Angel, tímidamente, modestamente, se retrata, casi invisible, en su busto de Moisés, y en la Capilla Sixtina, como piel desollada, casi irreconocible.

Pero Velázquez y Vermeer, casi al mismo tiempo, y sin conocerse ni conocer sus obras, pintan cuadros fundamentales en la historia del arte en las cuales se incluyen a sí mismos, como artistas en el acto de pintar un lienzo.

En ambos casos el que contempla los cuadros, o sus reproducciones,se siente embargado por emociones contradictorias. Admiración, sin duda, la admiración que provoca el contemplar una obra maestra. Pero también cierta inquietud, cierta desazón: estos cuadros, cada uno a su manera, parecen proponernos mensajes que no acabamos de descifrar. Y pronto comprendemos que estos mensajes parecen avanzar en direcciones divergentes.

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Es curioso --y significativo-- que el título de ambos cuadros haya cambiado en los catálogos a lo largo del tiempo. "Las Meninas" únicamente aparece con este título a partir del catálogo del Prado de 1843. Un inventario previo le da en 1666 el título "Su Alteza la Emperatriz con sus damas de compañía y una enana" y el inventario de 1734 lo clasifica como "Familia del Rey Felipe IV". El lienzo de Vermeer ha sido conocido primero como "El artista en su taller" y más tarde rebautizado "Alegoría de la Fama". Es importante en este caso señalar el cambio de título, adoptado por muchos críticos modernos, ya que el nuevo título, al resaltar la importancia de la Fama, revela totalmente una dimensión, un significado, de este cuadro que antes los críticos no veían con claridad. (No vale la pena señalar que el título, "El artista en su taller", bien podría también aplicarse al cuadro de Velázquez).

En ambos casos la atención de quien contempla el cuadro se concentra casi inmediatamente en la figura del artista que se ha incluído en su obra de arte. Como señala Marcia Welles en Arachne’s Tapestry,

Velázquez executed a painting in 1656 in which neither gods nor kings are central to the action of the composition. It is the painter, Velázquez himself, who usurps that central function in the work that has become known as Las Meninas... A description of a version of the painting, written before 1696 by Félix da Costa, reveals the disconcerting effect of this displacement of focus: the author states that "The picture seems more like a portrait of Velázquez than of the empress." (Welles, 131). Es decir: ya en el siglo XVII el cuadro de Velázquez podía ser visto como una obra cuyo objetivo principal podía ser dignificar al artista, colocarlo en su trabajo en un aposento del palacio real, con las espectrales figuras de Felipe IV y su esposa, Mariana de Austria, reflejadas vagamente en un espejo al fondo, en el muro más alejado del primer plano. Velázquez ostenta orgullosamente en su traje la cruz bermeja que lo señala como Caballero de la Orden de Santiago, y por tanto miembro de la nobleza.

Vale la pena comparar los dos cuadros en cuanto al ropaje de cada artista. Vermeer, más modesto o menos ambicioso que Velázquez, no nos muestra su rostro. Y cubre su cuerpo con un chaleco de flecos negros y unos pantalones abombados que parecen ambos desechables (y se protege los cabellos con una gorra, ya que también los cabellos podían mancharse). Todo el que haya practicado, o visto practicar, el arte de la pintura al óleo llegará a la conclusión de que Vermeer es más prudente en este caso: hay que proteger el traje con una blusa o bata que sea fácil de lavar o pueda descartarse, ya que el peligro de manchar la ropa con los colores de la paleta es constante. Velázquez prefiere ostentar su cruz de caballero de la Orden de Santiago. (Según una vieja tradición, fue el propio rey, Felipe IV, quien pintó la cruz en el traje de Velázquez; el hecho concreto es que el pintor recibió la Orden tres años después de completar el cuadro en 1656, y debe haber hecho él mismo la adición de la cruz a su autorretrato; señalemos, por otra parte, que Velázquez era ya Chambelán y Aposentador de Palacio, en el fondo otro título nobiliario.)

Varios de los más conocidos críticos que se han ocupado de Las Meninas, como José Ortega y Gasset y Jonathan Brown, han señalado que al emprender su obra maestra Velázquez tenía un objetivo concreto: ennoblecer y exaltar el arte de la pintura, haciéndolo pasar de arte mecánica, o artesanía, a arte liberal, que abarcaba conocimientos tanto teóricos como prácticos. Claro está que el objetivo era doble: al ennoblecer el arte de la pintura los que lo practicaban quedaban también ennoblecidos. Como señala Jonathan Brown,

Las Meninas is not only an abstract claim for the nobility of painting, it is also a personal claim for the nobility of Velázquez himself... He meant to demonstrate once and for all that painting was a liberal and noble art that did not merely copy, but could re-create and even surpass nature. Painting was a legitimate form of knowledge, forever beyond the realm of craft, and therefore was a liberal art. Its lofty status was proved conclusively by the monarchs who visited the atelier to watch the painter work his special magic, and who remained there as perpetual guarantors of his claims. (Brown, 109)
Importa señalar que Velázquez era hombre muy culto. Poseía una biblioteca con todo tipo de obras teóricas y técnicas relacionadas con el arte y la estética. (Sánchez Cantón, 379-406). Los años de aprendizaje con Francisco Pacheco en Sevilla le habían puesto en contacto con intelectuales y poetas como Fernando de Herrera, Francisco de la Medina, y Pablo de Céspedes. Conoció a Góngora y a Quevedo, y pintó retratos de ambos. Uno de sus más famosos lienzos, "La rendición de Breda", conocido más popularmente como "Las Lanzas", parece inspirado en una obra de Calderón. Muy poco se sabe de la vida de Vermeer, que murió pobre, dejando en la miseria a su esposa y ocho hijos, para caer en el olvido durante dos siglos.

Ortega, entre otros muchos comentarios interesantes e incitantes a la vida y la obra de Velázquez, nos ayuda a precisar el título moderno de la obra maestra:

Las Meninas" es un vocablo portugués: Por aquellos años existía un cierto bilingüismo castellano-portugués en los círculos aristocráticos y literarios, especialmente en Palacio. Portugal perteneció a la corona de España hasta pocos años antes de pintarse este cuadro. De aquí que se le llamase también "Las Meninas" --hoy diríamos "las señoritas", sean nobles o de la burguesía. (Ortega, 219)
De gran interés igualmente son las observaciones de Ortega en cuanto a la creación de la ilusión del espacio. Velázquez la crea merced a planos discontinuos: "No obtiene la dimensión profunda mediante una continuidad, como Tintoretto o Rubens, sino al revés, merced a planos discontinuos. En general, emplea tres: el primero y el último luminosos, sobre todo este último, buscando pretextos para ‘rompientes’ de luz. Entre ambos intercala un tercer plano oscuro, hecho con siluetas sombrías... En "Las Meninas" representan esta función de ensombrecer la dueña y el guarda-damas, y el ritmo de luces y muros ciegos. Está, pues, obtenido el espacio en profundidad mediante una serie de bastidores como en el escenario de un teatro." (Ortega, 221).

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Entre las interpretacioes modernas del cuadro de Velázquez destaca la de Michel Foucault en Les mots et les Choses , de 1966, en el cap. I, "Las Meninas". La descripción es larga, detallada, minuciosa, a la vez reveladora y abstracta, casi opaca. Me recuerda las descripciones de espacios en las novelas de Alain Robbe-Grillet. La interpretación de Foucault, en el fondo, es un ejemplo, o quizá una prueba, del profundo cambio en la visión del mundo --de las cosas, de las palabras que las designan y explican-- a partir del siglo XVII, propuesto por el ensayista francés. La descripción analítica de Foucault se extiende por numerosas páginas, y se organiza en torno a posibles puntos de vista y dimensiones espaciales. Velázquez aparece, mirando, escudriñando el espacio desde detrás del lienzo y el caballete que lo sostiene. ¿A quién mira el artista? Al principio creemos que nos mira a nosotros, que estamos ahora contemplando el cuadro en el Museo del Prado. Y puede que así sea. Al hacerlo, su mirada nos atrae hacia el interior del cuadro. Pero el rey y la reina se reflejan en un espejo, al fondo. Por la ventana, a la derecha, una intensa luz penetra la habitación, y envuelve las figuras centrales, la infanta y los otros miembros de la Corte. Más atrás se abre una puerta, y un mayordomo proyecta su silueta; no sabemos si entra o sale, o si simplemente está contemplando la escena. El pintor Pacheco, maestro de Velázquez, parece haberle dicho en cierta ocasión que "la imagen debe salir fuera del marco". Foucault, que cita a Pacheco, parece creer, al contrario, que el cuadro de Velázquez tiende a absorber el espacio a su alrededor, y por tanto es una aplicación literal, aunque invertida, del consejo de Pacheco.

Muchos lienzos del siglo XVII crean la impresión de una fuerza interior casi incontenible que empuja fuera del marco algunas líneas de tensión. No olvidemos, por ejemplo, el más famoso ejemplo: "La Ronda Nocturna", de Rembrandt, donde uno de los improvisados soldados parece amenazarnos con una espada o daga que, diríase, está a punto de salirse del lienzo.

Sin diferir totalmente de Foucault, creo que la sensación principal creada por el cuadro de Velázquez es doble: hay un movimiento que tiende a crear espacios en torno al cuadro, y otro movimiento que nos obliga a "entrar" en el cuadro. Una línea se proyecta desde la mirada de Velázquez, escudado en su lienzo, hacia el espacio que ocupa el espectador. A su vez el espectador responde, mira a Velázquez, ve al fondo el espejo en que se reflejan el rey y la reina, se da cuenta de que quizá el rey y la reina son los modelos que el artista está pintando (no sabemos en absoluto cuál es el tema del cuadro que está pintando Velázquez), y sentimos cierto malestar, cierta tensión, al pensar que quizá a nuestro lado están el rey y la reina. ¿Y qué hacemos nosotros ahora en este espacio? ¿No estaremos molestando, ocupando un espacio que no nos pertenece, no habrá desacato en ni siquiera saludar en reverente homenaje al rey y a la reina?

Empezamos a comprender que las otras figuras del cuadro, vivamente iluminadas, la infanta Margarita, la sirvienta enana, el perro, están atentas a una presencia que nos era, hasta ahora, desconocida. Quizá están contemplando al rey y la reina, que visitan el taller del artista o, más probablemente, se preparan a posar para Velázquez. Al fondo, el criado o mayordomo aparece de pronto, sorprendido, atraído por el espectáculo. ¿No nos estarán mirando todos a nosotros, los espectadores en el Museo del Prado, a punto de pedir que nos apartemos, que dejemos trabajar a Velázquez? Hay en el lienzo una corriente magnética que nos lleva hacia su interior. Avanzamos en silencio,de puntillas, contemplamos una escena entrecruzada por relaciones personales, una intimidad en la que muy pronto nos sentiremos visitantes inoportunos. Una corriente nos lleva hacia adentro del cuadro, otra nos advierte que no es éste el lugar adecuado para permanecer demasiado tiempo, y que, después de unos momentos de admiración, deberíamos salir, en silencio, de puntillas, dejar que los personajes continúen interactuando, sin testigos, igual que antes de nuestra llegada. Pero ya en nuestras mentes podemos recrear lo que hemos visto.

Una escena cotidiana, unos personajes que están en su casa, "en familia", un pintor atento a su trabajo, se transforman ante nuestra mirada. La sala del palacio que sirve de taller para Velázquez se ensancha, adquiere vastas dimensiones, nos atrae hacia su interior, y nos revela a la vez la belleza de la joven infanta, aureolada de luz, y uno de los vicios semi-secretos de la corte española: su interés por lo monstruoso, por los enanos y las enanas, por los débiles mentales (recordemos el Bobo de Coria), para hacerlos servir de contraste con la belleza, la elegancia, y posiblemente la inteligencia de los personajes reales y aristocráticos.

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Empezamos a comprender que el cuadro de Vermeer se centra en la relación artista - modelo - mapa de Holanda, con la modelo preparándose a atravesar el espacio con el claro y penetrante sonido de su trompeta, creando así una serie de ondas concéntricas musicales que deberán difundir su sonido, y su mensaje, a través del espacio y del tiempo. Pero ¿qué va a anunciar, a exaltar, a glorificar, esta trompeta? No estamos seguros. De momento reina el silencio. Como en otros cuadros de Vermeer, parece que vemos el silencio, la paz, la tranquilidad, la armonía. Poco a poco entrevemos un mensaje alegórico. La Fama se prepara para anunciarnos algo; no estamos todavía en posesión de su mensaje.

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Dejando aparte el principio unificador de que todos los artistas y arquitectos del barroco tienden a la teatralidad, es preciso preguntarnos ahora cómo funciona el cuadro de Vermeer. El ambiente de teatro está creado en forma más directa, casi diríamos más ingenua: a la izquierda del lienzo aparece una gran cortina. Es como el telón de un pequeño teatro, y proyecta profundidad al resto del lienzo. Estamos en el taller del pintor. Quizá la cortina lo separa del resto de la modesta casa en una modesta calle de Delft para asegurar un mínimo de intimidad y silencio en un hogar con numerosos niños de corta edad y situado junto a un mercado.

Aunque el cuadro no es pequeño (52 pulgadas de alto por 43 de ancho, es decir, 132 cm. por 109 cm.), Vermeer nos ofrece una impresión de intimidad, una intimidad serena. (Quisiera agradecer ahora la observación que me hacen el arquitecto Odón Durán Gili y su esposa Alicia con respecto a los dos cuadros que son el tema de este ensayo: frente a las dimensiones del cuadro de Velázquez el de Vermeer resulta muy pequeño; recordemos que el de Velázquez, imponente, ocupa toda una sala del Museo del Prado; el mensaje de Velázquez es un poderoso toque de atención, en voz alta; el de Vermeer es casi un suave susurro.)

Se puede afirmar que el tema de casi todos los cuadros de Vermeer es el mismo. Si Velázquez, como el Ticiano, ennoblece todo lo que pinta, y sabe escudriñar en la profundidad psicológica de sus personajes, Vermeer, en cambio, nos ofrece interiores en los que reina la paz, la serenidad, incluso el amor, objetos minuciosamente, cariñosamente detallados, bañados en una luz plateada y uniforme, todo pintado con extremo cuidado y mostrando un sentido geométrico del orden, usando una paleta limitada en la que predominan el gris perla, azules suaves, amarillos discretos. Se diría que el ambiente y los objetos ayudan a entender la psicología de los personajes; la serenidad, la vida familiar placentera, el cariño, la amistad, penetran cada centímetro cuadrado de sus lienzos y nos permiten vislumbrar la vida ordenada y feliz de los personajes. Las sombras nunca parecen exageradas; Vermeer rompe así con la tradición tenebrista que a partir de Caravaggio parece apoderarse de la pintura occidental y que influye poderosamente en Rembrandt. Vale la pena señalar que tanto Velázquez como Vermeer fueron admirados y exaltados por los impresionistas, cuya principal reocupación iba a ser la descripción pictórica de la luz y del ambiente; así, pues, ambos pintores, cada uno a su modo, son los dos grandes precursores de la pintura moderna. Manet, como sabemos, admiraba a Velázquez. Y acerca de Vermeer otro gran pintor holandés, Van Gogh, en una época en que muy pocos todavía conocían la obra de Vermeer, comenta, asombrado ante la selección de colores: "La paleta de este extraño pintor se compone de azules, amarillo limón, gris perla, negro, y blanco." (Koningsberger, 160). Los impresionistas rehabilitan a Vermeer; a partir del triunfo del impresionismo el arte de Vermeer se ha colocado, junto al de Rembrandt, en la cima de la pintura holandesa clásica.

En lugar de contrastes violentos y la sugestión de movimientos bruscos, Vermeer nos ofrece un pequeño universo tan sereno, tan acogedor, que parece invitarnos a pasar adentro, a visitarlo; casi creeríamos haber vivido siempre cerca de su casa como vecinos, y haber visitado repetidas veces esas pulcras habitaciones con sus finos muebles, sus alfombras orientales, los cuadros en las paredes. Por una puerta entreabierta hemos divisado a una mujer, la esposa del pintor, que pesaba perlas. Del joyero en la mesita se habían desparramado joyas y collares. En la pared un cuadro, cuyo tema era el Juicio Final, parecía subrayar la vanidad de los tesoros mundanos y la importancia de sopesar todos nuestros actos; quizá una lección de moral envuelta discretamente en un mensaje estético. En otra sala una mujer joven, seguramente enamorada, leía con atención una carta enviada por su novio. Un Cupido sonreía desde otro cuadro, al fondo. En la cocina una sirvienta con blusa arremangada vertía leche en una vasija, y en su actitud serena, atenta a la faena, podíamos comprender que hasta los más pequeños detalles de la vida cotidiana tienen sentido y son fuente de belleza y armonía. Vermeer es el pintor de la felicidad, una felicidad hecha de amor, serenidad, atención a cada detalle de nuestras vidas, felicidad quizá limitada y burguesa, pero alcanzable, y producto en gran parte de la personalidad de los seres humanos y la belleza de los objetos que han reunido en torno a sus vidas; hombres y mujeres que, además, se saben miembros de una sociedad burguesa cada vez más próspera, en un país pequeño pero glorioso, victorioso, tolerante, posiblemente el más tolerante, progresista, y moderno, de aquel siglo.

Sigamos avanzando: nos hallamos frente una puerta abierta, parcialmente tapada por una cortina.

En todo caso, la cortina desvía nuestra atención hacia el artista, sentado en un taburete frente al lienzo en que ha comenzado a trabajar, a su izquierda la modelo, una joven hermosa, serena e inocente, coronada de laureles, que sostiene un libro con la mano izquierda y una larga trompeta con la derecha. Es la Fama, pero no toca la trompeta, como pudiéramos esperar. Pasiva, casi sonriente, parece aguardar las instrucciones del artista, como una actriz aguardaría la señal del director de escena.

Más allá, en la pared, al fondo, un gran mapa de Holanda, adornado con el escudo heráldico nacional, y en la parte superior barcos y más barcos, los buques holandeses que estaban creando un vasto imperio en el Oriente, un imperio más extenso y rico que el de los españoles y portugueses en aquella región: abarcaba las codiciadas islas de las especias, las Molucas, las Célebes, Java, Sumatra, Bali, y se extendía ya hacia Nagasaki y el comercio con el Japón. Es Holanda, no la obra del artista, la que merece los sonidos de la trompeta de la Fama. Vermeer no exalta el arte de la pintura, como lo hace Velázquez en "Las Meninas", y tampoco cree que la trompeta deba sonar para exaltar su propio renombre. Quiere subrayar, a su manera, desde su modesto taller, las victorias y la gloria (y la riqueza) de su propio país. Y su joven modelo lleva apretado bajo el brazo izquierdo un grueso libro, símbolo, sin duda, de otros triunfos de Holanda en el campo de las letras, las artes, las ciencias. Allí, en ese libro, bien pueden figurar los ensayos --claros, irónicos, devastadores-- de Erasmo de Rotterdam, las composiciones musicales de los grandes organistas holandeses que más tarde inspirarían a Juan Sebastián Bach, la descripción de los primeros telescopios fabricados en Holanda, y del microscopio inventado por van Leeuwenhoek y perfeccionado por Christiaan Huygens, instrumentos que abrieron el camino hacia lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño: los dibujos de Rembrandt, los paisajes retratos y bodegones de la brillante escuela holandesa del siglo XVI.

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Es preciso señalar que tanto el lienzo de Velázquez como el de Vermeer son creados hacia el final de la carrera artística de estos artistas, y representan una síntesis de las experiencias creativas qe los han precedido; en ambos casos la cultura nacional es enriquecida con una obra maestra, y también en ambos casos esta cultura, y las energías políticas, sociales, y económicas, que la sostienen, están a punto de disminuir notablemente, casi de agotarse. El declinar del Imperio español, visible desde fines del siglo XVI, se acelera a mediados del siglo XVII y resultará más visible durante el reinado de Carlos II y el final del siglo. En cuanto a Holanda, su prosperidad suscitaba la envidia de los países vecinos: Luis XIV la invadió en 1672, el comercio declinó, la armada inglesa comenzó a arrebatarle las colonias, el gobierno extremó los impuestos para hacer frente a tantas calamidades, y finalmente el mercado de pinturas, con más ofertas que demandas, se desplomó, llevando a la ruina a muchos artistas, entre ellos a Vermeer, cuyos ingresos dependían en gran parte de la compra-venta de cuadros de otros pintores (Vermeer pintaba muy lentamente; su escasa producción no sobrepasa una treintena y pico de lienzos, y es muy posible que no vendiera ni un solo cuadro durante toda su vida.)

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Una obra maestra siempre lanza destellos en todas direcciones y es susceptible de interpretaciones muy diversas. El crítico debe proceder con rigor y objetividad, sopesar factores históricos y psicológicos con todo cuidado, colocar la obra en el ambiente que le dio vida, y compararla con otras obras del mismo artista,con otros ambientes, con obras de artistas afines o diferentes. Pero en último término va precisándose en el ánimo del crítico una impresión subjetiva, personal, y sin embargo no por esto desdeñable. Con alguna reticencia, incluso con cierto temor, me atrevo a ofrecer ahora lo que he visto, o entrevisto, como mensaje "subliminal" en el cuadro de Velázquez. Y quizá lo que ahora veo en este cuadro no lo explicaría Velázquez de la misma manera, quizá no estaría "oficialmente" de acuerdo con esta interpretación de su lienzo. No importa: al quedar terminado el cuadro, el poema, la novela, pasa a manos del lector, el espectador, el crítico, y vive una segunda vida en ellos.

Para mí, en"Las Meninas" Velázquez nos invita a pasar unos instantes en la intimidad de la familia real. Las figuras se han quedado quietas en posiciones espontáneas, normales; es como si estuvieran conversando, o preparándose a jugar algún juego de salón.Pero hay intrusiones: un pintor, un gran artista, está al lado de estas figuras, y ello asegura que quizá lo que hacen va a quedar detallado en algún dibujo, algún cuadro. Hoy en día, la presencia de una cámara fotográfica, o de video o de cine en nuestra intimidad puede inhibirnos y perturbar nuestra intimidad. No es así en el cuadro. La actitud reposada, serena, de los personajes nos muestra que han aceptado a Velázquez como miembro de "la Familia". El artista ha sido ennoblecido, o va a serlo muy pronto, y puede visitar a los miembros de la familia real y ser visitado por ellos. A través de esta relación, los artistas como Velázquez merecen ser incluidos en el rango de la nobleza. (Un proyecto que tardaría mucho en llevarse a cabo, que todavía estaba pendiente en tiempos de Mozart y de Beethoven, y que únicamente la revolución ideológica del romanticismo y la revolución económica y política de la burguesía a lo largo del siglo XIX consiguieron completar; hoy en día, la adoración del público y la prensa con respecto a todo tipo de artistas, estrellitas de cine, cantantes de rock, incluso mediocres o menos que mediocres, nos ha hecho olvidar la realidad de los siglos pasados.)

Sí, Velázquez proclama el triunfo del arte y de los artistas, y al mismo tiempo hace estallar los límites espaciales del salón-taller en que trabaja, hace caer el cuarto muro de este salón, o, si queremos, hace levantar el telón.

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Vemos, ahora, varias realidades complejas. Por una parte, el rey y la reina aparecen borrosos, diluídos, fantasmales. Por otra, la "Familia Real" incluye bufones y enanas deformes. Velázquez parece decirnos: quizá lo más hermoso y auténtico de esta intimidad que estoy revelando es que un artista como yo haya sido admitido en su seno. Quizá el impacto de un artista como yo, y de escritores y poetas como Quevedo, Góngora, Calderón, resultará más fuerte y duradero que la borrosa e incierta presencia en la Historia de Felipe IV y su esposa Mariana de Austria.

Y si este era, en realidad, el mensaje subliminal de Velázquez al pintar "Las Meninas", creo que la Historia le ha dado la razón.
 
 

Obras citadas

Brown, Jonathan. "On the Meaning of Las Meninas," en Images and Ideas in Seventeenth-Century Spanish Painting. Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1978, p. 109.

Foucault, Michel. Les mots et les Choses. Cap. I, "Las Meninas." París: Gallimard, 1966.

Koninsberger, Hans. The World of Vermeer, 1632-1675.Nueva York: Time-Life Books, 1967.

Sánchez Cantón, Francisco J. "La librería de Velázquez", en Homenaje a Menéndez Pidal. Madrid: Hernando, 1925, III, pp. 379-406. Cit. por Marcia Welles, p. 132.

Ortega y Gasset, José. Velázquez. Madrid: Espasa-Calpe, 1962, p. 219.

Welles, Marcia L. Arachne’s Tapestry. The Transformation of Myth in Seventeenth-Century Spain. San Antonio, Texas: Trinity University Press, 1986.