El encanto de El desencanto.
Cine,
literatura e identidad
en la Transición Española
Universidad de Salamanca
El adoraba Bajo el
volcán. En una de nuestras últimas violentas
discusiones, yo
le eché en cara: «Lo peor de todo es que te matará
una mala
novela». Siempre bebía solo. Al principio bebía con
amigos.
Empezó haciéndolo así. Luego solo. Siempre solo.
En los
tres últimos años dejó de salir de casa, y
bebía
allí. Casi siempre whisky. Periódicamente cambiaba el
whisky unas
veces por tequila, o vermut, o ron o vodka. Al principio, cada vez que
cambiaba, era como si estuviese con una amante nueva. Luego se cansaba
de ella,
como de todas las demás, y volvía al whisky, al que le
fue de
alguna manera fiel toda la vida. En su código del honor
jamás
entraron a formar parte ni los anisados ni los licores. Al igual que
otros
muchos de los que beben, terminaba haciendo esa rueda, y se entregaba
al nuevo
descubrimiento con alegría, advirtiendo en ellas propiedades y
virtudes
que echaba en falta en el whisky. Luego no tardaba en volver la
desilusión y el tedio (252-3).
El texto pertenece al cuarto volumen de los
diarios de
Andrés Trapiello. Escrito en 1990, contextualiza la muerte de su
amigo
V. a partir de sus recuerdos más inmediatos. Aquí, V. se
nos
presenta como una persona autodestructiva, inscrita en un ciclo
perverso de
experimentación con alcoholes de naturaleza literaria. La
prolongada
lectura de la novela de Malcom Lowry se presenta como centro
explicativo de una
insostenible vida a imitación de la del cónsul Firmin,
obsesionados ambos por encontrar una suerte de autenticidad
través a de
las sendas del exceso.
Se trata, en apariencia, de un episodio banal.
Una
semblanza autobiográfica en la que un escritor recuerda
fragmentos de la
existencia de una persona querida. Entre ésta y el texto existen
diversos grados de mediación: del amigo a la memoria y de
ésta a
la escritura. Conviven tiempos distintos. El último de ellos nos
refiere
una temporalidad literaria en la cual la experiencia del amigo se
estetiza, y
su persona es reescrita en los términos de un personaje
literario: sus
adicciones se erotizan y el alcohol pasa a funcionar como un flujo de
amantes y
mujeres en un complejo discurso de lealtades, honores y fidelidades que
trata,
en última instancia, de enmascarar el tedio.
Pero hay otra mediación, de tipo
metaliterario, en
la cual se le concede a la literatura un valor explicativo en la
desgraciada
conducta vital del amigo-personaje. Movido por un mito de
destrucción
parejo a los de Hemingway o Boris Vian, Trapiello construye una idea de
culpa
en la persecución de una existencia literaria,
pretendiéndola
presentar como errada pero acabando por juzgarla en clave
estética: lo
peor no es la destrucción, moralmente estúpida, sino que
venga
inspirada en una mala novela, es
decir, insostenible además desde un punto de vista
estético. Y,
no obstante, el texto presenta un bucle enunciativo. La literatura
sirve para
construir aquella imagen literaria, lo literario se ofrece entonces
como causa
de lo vital pero todo ello se propone justamente desde una perspectiva
estética: resulta imposible reconstruir la primacía de
experiencia, imitación o escritura en el relato.
Insisto. En sí mismo estaríamos
ante una
escena banal, un momento intrascendente estetizado por dos veces en dos
giros
discursivos. Y sin embargo existe una conexión epocal, una
repercusión histórica y social para esta anécdota,
vínculo que le va a conceder un significado segundo que desde
ahora anticipamos.
Un lugar donde la destrucción de V. se proyecta en un cuadro
más
complejo, de naturaleza generacional, escrito en los contornos del
tiempo
transicional, cuyos perfiles manifiestan y proclaman un determinante
influjo de
la letra a la hora de condicionar las existencias de sus protagonistas
y
derivarlas hacia un fracaso que las desprovee de sentido:
Cuando se pasa una cierta edad ni siquiera hay tragedia. Lo que queda es a unos el alcohol, a otros la droga o la rutina. Y me ha salido todo muy mal porque somos una generación a la que le ha salido todo muy mal en general. Porque se me han muerto muchísimos amigos, de verdad, muchísimos amigos de mi generación, y se han muerto muy mal. Amigos y amigas que han tenido unas muertes muy trágicas. Hay gente que se ha suicidado desesperada, se ha tirado de un puente o se ha puesto encima de una vía. (Franco 39’15’’)
Son las palabras que le sirven a Michi Panero en Después de tantos años, para hacer un negativo balance sobre su personal historia y la de su generación. «Las cosas han salido muy mal» es la expresión que define una serie de tránsitos erráticos, muertes, suicidios y debacles que rodean y resumen su experiencia del tiempo y de la madurez. Declaraciones en 1994 impregnadas de fatalismo niegan, ahora sí, la existencia de una tragedia en términos mayúsculos, es decir, de un destino expresable en una máquina narrativa de naturaleza organizada que construye una causa inalcanzable, impensable, menor pero omnipresente, una suerte de expresión de un concepto de entropía. Todo se dirige hacia su disolución y no hay mayor motivación en ello que una ley general de la existencia.
El fracaso del individuo del primer ejemplo se convierte en el fracaso de la generación en el segundo, y lo que gana en importancia histórica y en significación lo pierde en legibilidad. El movimiento que sirve para llamar la atención sobre la trascendencia de la primera anécdota le resta la posibilidad de que su estetización le confiera una carga de sentido en una perspectiva absoluta. Fuera del discurso, de la escritura, la destrucción literaria, pierde esa naturaleza para leerse como destrucción a secas. No es sino otra trampa: las palabras del menor de los Panero se inscriben en un discurso fílmico que, además, dialoga con otro mito literario de la época: la saga del Desencanto, que se construye como imagen profunda de la generación que allí se evoca. La aparente verdad de este sujeto se diluye en la veracidad de su personaje y nos devuelve a la misma arquitectura de bucles y de espejos que va a definir, posibilitar y limitar el trayecto que estas páginas pretenden.
En el fondo, diciendo esto no se hace sino explicitar el problema teórico que aquí se abordará, que señala justamente el cruce, siempre conflictivo, entre un concepto de literatura y uno de realidad, presentados como dos absolutos: la literatura como construcción que implica y produce consecuencias en el orden de lo real, en la forma de fenómenos empíricos, pero también como procesamiento posterior de los hechos, en la manera de su narración, de su lenguaje explicativo. Y ello, alejados de una perspectiva idealista, que especule con la idea de grandes seres producto de un temperamento especial, capacitados para una existencia densa, en la manera presuntuosa del letraherido, pero también distantes de una sociología de la literatura de tipo referencial, en la que se le conceda a un texto priorizado un lugar de reflejo o actuación en un contexto histórico determinado.
La perspectiva que aquí se desea adoptar a la hora de enfrentar la dimensión de lo escrito y de lo vital, responde más a una hermenéutica de raíz biopolítica, un lugar de lectura del discurso literario que reclama datos y fenómenos inscritos en una economía del yo de tipo individual, anecdótica si se quiere, que sólo en su cuantificación puede obtener un lugar histórico explicativo y una importancia que haga necesario su análisis. Es decir, se busca interrogar lo literario como discurso que fuerza al desarrollo de acciones vitales concretas en una forma determinada, como lugar donde se construye el sujeto y desde el cual desempeña una praxis, como espacio útil a la hora de definirse, explicarse o enfrentarse en un lugar más amplio de interacciones como nombres, discursos e identidades situadas en un espacio social.
A
pesar de que
es posible que este tipo de abordaje no sea el más frecuente
desde el
ámbito de la filología, otras disciplinas que se han
encargado de
pensar el discurso literario han llegado a aproximaciones semejantes.
Se alude
en particular a la filosofía
y al lugar desde el cual, a raíz del llamado «giro
lingüístico», ha comenzado a concebir la literatura
como
aparato operador de realidades que le otorga una utilidad, un
rendimiento
social de tipo heurístico:
En una perspectiva nietzscheana, que excluye la distinción entre realidad y apariencia, modificar la forma de hablar es modificar lo que, para nuestros propósitos, somos. Decir, con Nietzsche, que Dios ha muerto, es decir que no servimos a propósitos más elevados. La sustitución nietzscheana del descubrimiento por la creación de sí equivale al reemplazo de la imagen de generaciones hambrientas que se pisotean las unas a las otras por la imagen de una humanidad que se aproxima cada vez más a la luz. Una cultura en la que las metáforas nietzscheanas fuesen expresiones literales sería una cultura en la que se daría por sentado que los problemas filosóficos son tan transitorios como los problemas poéticos, que no hay problemas que vinculen a las generaciones reuniéndolas en una única especie natural llamada «humanidad». Una percepción de la historia humana como la historia de metáforas sucesivas nos permitiría concebir al poeta, en el sentido genérico de hacedor de nuevas palabras, como el formador de nuevos lenguajes, como la vanguardia de la especie. (40)
Tal es la opinión de Richard Rorty, quien en su libro Contingencia, ironía y solidaridad, trata de construir un lugar antiidealista, nominal e histórico para lo literario, donde, en compañía de una filosofía redefinida por su habilidad para la metáfora, vendría a articular cada vez mejores sistemas explicativos de la realidad, cada vez más capacitados para describirla en una dinámica de rentabilidad hermenéutica y mejora social. Es decir, desprovista de una capacidad para aludir a la Verdad, la literatura sirve a la construcción de léxicos comunes, es decir, grandes campos metafóricos de los que los individuos y las sociedades se valen para hablar del mundo y funcionar en él. Los distintos momentos históricos de lo literario en la Modernidad vienen a procurar un tiempo de optimización de las metáforas. La letra, capitaneada con valor por los «poetas vigorosos», sirve para iluminar la marcha de esa «humanidad que se aproxima cada vez más a la luz» (40) y se recubre de una semántica positiva, al generar horizontes sociales de mayor justicia y felicidad o, al menos, al generar la posibilidad de los mismos, o su hope, su esperanza.
Afirmar que en términos sociales o históricos la literatura no siempre valida ese potencial positivo que se le sospecha es algo evidente. Sin embargo, si consideramos casos tan tristes como los del sujeto V., nos enfrentamos a la evidencia de que la literatura tampoco en términos biopolíticos resulta siempre beneficiosa para los sujetos que alcanzan a decirse a través de sus metáforas. Y es que hay toda una tradición de pensamiento y escritura que se ha encargado en demostrar cómo lo literario posee una carga tóxica, peligrosa que lleva con cierta facilidad a la equivocación, al error, a la alienación o al desastre (R. de la Flor 1997). Todo ello habría configurado su propio panteón de figuras de la conciencia desdichada, cuyas máximas deidades serían don Quijote y Mme. Bovary, construcciones emblemáticas de la capacidad de la letra para sugerir desarreglos respecto al mundo y disfunciones problemáticas con la estructura de la realidad. Construcciones que no en vano han tenido un amplio desarrollo en la bibliografía psicoanalítica y psicopatológica.
Por mucho que Rorty insista en la evidencia de que «el mundo no nos proporciona un criterio para elegir entre metáforas alternativas» y «que lo único que podemos hacer es comparar lenguajes o metáforas entre sí, y no con algo situado más allá del lenguaje y llamado hecho» (40) (1), la corrección filosófica del enunciado palidece con la evidencia del error o acierto de determinados lenguajes, tal vez no en términos de verdad pero sí en términos de adecuación o de uso, con algo que en efecto sigue estando situado más allá del lenguaje y que, a falta de término mejor, habrá que seguir llamando hecho. Es decir, que intuitivamente se verifica el acierto o el error que supone utilizar determinados lenguajes para comprender el mundo y que, en ciertos casos, la sobreinterpretación literaria de las cosas conduce a lugares existenciales desastrosos para sus sujetos.
Don Quijote, en esta perspectiva, no debe pensarse como una forma atemporal, una cristalización de una verdad sobre la existencia, sino como una estructura narrativa móvil, útil para expresar la distancia entre realidad y discurso, que se verifica en una forma discursiva diferente según el contexto histórico donde se manifiesta. Es decir, que habría momentos donde los grandes emblemas de la alienación literaria emergen con especial visibilidad o con una estadística más densa, llamando a producir una modulación de sentido sobre el lugar histórico-social al que aluden. No parece excesivamente forzado sugerir que la forma Don Quijote resulta especialmente rentable en los tiempos de transformación social, en los momentos epocales, aquellos en los que el lenguaje compartido para describir el mundo se vuelve rápidamente inservible y que, por tanto, reclaman mayor necesidad de generar y utilizar discursos nuevos. Aquellos con mayor necesidad de entender lo que está pasando y, al tiempo, los de mayor facilidad de equivocarse a la hora de hacerlo.
De esta forma, los tiempos de emergencia revolucionaria, tal y como los describía Marx, se presentan como instantes necesitados de lenguajes, temporalidades muy exigentes con los sujetos, obligándoles a la adquisición de léxicos de una manera presta que facilita el error a la hora de leer la realidad. Tiempos donde lo cómodo, y en ocasiones lo único posible, resulta importar lenguajes anacrónicos con la esperanza de que aquello que una vez sirvió para entender el mundo pueda volver a hacerlo.
Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal. Así, Lutero se disfrazó de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el ropaje de la República Romana y del Imperio Romano, y la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición revolucionaria de 1793 a 1795. Es como el principiante al aprender un idioma nuevo lo traduce mentalmente a su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu del nuevo idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lengua natal. (409-10)
Es decir, la posibilidad de leer la realidad y por tanto las posibilidades, los límites, de lo que puede ser hecho depende del lenguaje disponible para conducirse, es decir, los límites de lo que puede ser dicho. Y, en determinadas coyunturas, estos lenguajes se manifiestan necesariamente incompletos, equivocados o anacrónicos, justamente allí donde se pretende generar con ellos cosas nuevas. Estas temporalidades asimilan el concepto de performancia en el mismo momento en que adquirir ese lenguaje anterior, en lugar de generar uno propio, significa asumir las limitaciones, disposiciones y conductas que ese lenguaje, en tanto que máquina enunciativa entraña. Es un tiempo por tanto de sujetos dichos, cuyo conflicto supone justamente la imposibilidad de decir el lenguaje que adoptan, que acaban por ser adoptados por él, produciendo figuraciones anacrónicas, espectrales en un tiempo que ya no les pertenece. Esta sería la forma biopolítica del Quijote.
En nuestras coordenadas, el último de estos tiempos donde los vivos se dedicaron «a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto» es sin duda el de la Transición Española, último momento de actualización de don Quijote entre nosotros, en múltiples formas desde luego pero, en el espacio que nos interesa, sobre todo, en la forma anacrónica del héroe romántico, el poeta maldito o decadente, el intoxicado de literatura.
Y es que la Transición supone un lugar de quiebra donde toda la estructura del espacio anterior se desmorona y donde los sujetos (y las instituciones) se ven obligados a definirse frente a la situación nueva, al tiempo que necesitan liberarse de los lenguajes y de las estructuras anteriores (2). En un sistema simbólico como el franquismo, basado en complejas relaciones de culpa y deuda entre el individuo y las figuraciones sociales, el ejercicio de redefinición tiene por fuerza que tener un carácter de deconstrucción compleja de un orden anterior al tiempo que dé rápida adquisición de uno nuevo, lo que, como principiantes en una lengua nueva, genera necesariamente formas agramaticales.
Esta sintomatología se comprueba en formas muy parecidas en dos niveles. En primer lugar, a nivel de la acción política, donde el tiempo transformativo obliga a complicadas operaciones de nomenclatura y acuñación de lenguajes capacitadas para complejas tareas de la ingeniería política transicional, tiempo donde solo los grandes hombres filológicos y poliédricos de la política pudieron encontrar una praxis adecuada a dichas circunstancias. No es éste el lugar de contar cómo se producen estos fenómenos, pero sí se puede mencionar que el humor gráfico, la historieta, la sátira política y otros géneros especializados en la gestión simbólica del presente produjeron en su momento suficiente material crítico destinado a burlar el baile de máscaras con que los políticos transicionales pretendieron «representar otra escena de la Historia Universal». Sí nos interesa más rastrear algunos de los episodios de este carnaval a otro nivel, en el de la acción biopolítica de la ciudadanía, y en especial, en los jóvenes de 1975 (Sánchez León 2003).
Allí, la generación de una identidad nueva se configura como una exigencia histórica y generacional y las maniobras destinadas a la consecución de tal objetivo en un primer momento adoptan todo tipo de formas (3). Se trata de un instante de devaluación de la realidad, lo que implica una gran disposición la hora de construirse un diseño proyectivo de la misma. Momento libre, no regido, en el que se perfila una utopía nietzscheana, aquella de la absoluta libertad del sujeto a la hora de representarse: en un tiempo en el que no se sabe lo que va a ocurrir es posible pensar que pueda ocurrir cualquier cosa.
Esta utopía implica formas muy imaginativas de pensarse, de actuar, de representarse, que, sin embargo, adquieren un innegable problema de verificación en su inevitable choque con «algo situado más allá del lenguaje y llamado hecho», es decir, que la saludable fantasía con que la vanguardia de la juventud de 1975 se redefinía se enfrentaba de un modo problemático con la gris realidad de un mundo anterior fracasado. De esta manera, ese esfuerzo de redefinición era también y simultáneamente un esfuerzo de estetización, allí donde el imperativo de redecirse era también producto de elevar la anécdota a una categoría significativa (Vilarós 1998). O dicho de otro modo, el proceso de demoler el pasado para construir otro nuevo, para así transformarse y transformar el mundo, era el proceso de producir un relato explicativo de lo que se desmoronaba tal que le diese un sentido a la miseria y a la insatisfacción del presente, insatisfacción que, obvio es decirlo, estaba justamente en la base de ese proceso.
Era necesario asignar algún significado a tanto Desencanto (1976). Y en efecto, tal es la operación que produce Chavarri en su famosa cinta y tales son las razones de su éxito. Dicha película es el ejemplo y el emblema más perfecto de lo expuesto, que genera una narrativa social y personal mucho más amplia, que construye los personajes de sus actores más allá de su límite, y que de alguna forma ejemplifica el trayecto que pretendemos recorrer. Cuando casi veinte años después, los hermanos reflexionan sobre dicha cinta, ahora es Ricardo Franco (Después de tantos años, 1994) quien concede a la cinta primera ese valor explicativo y estetizante que referíamos, al convertir una familia gris del franquismo en la familia del franquismo e, incluso, en La Familia.
Demoler La Familia y la propia familia, con lo que eso quiere decir respecto a un sistema que, como el franquismo se edifica en términos paternalistas, significa al tiempo una reescritura del pasado, una dotación de memoria que provee al espacio anterior de una totalidad negativa mientras sueña órdenes de coherencia y paraísos (el “éramos tan felices” que articula constantemente Felicidad Blanc). Demoler la historia familiar, para poder reescribirse, pero también reinventar la propia historia para darle una forma no menos literaria al pasado, forma que lo introduzca en un espacio de significación estética, «una especie de novela rusa» cuya falsedad aparece en el curso de los años:
Eso suele pasar cuando uno empieza a ser viejo, cuando ya no se cree montones de historias y sobre todo cuando no se cree la historia literaria. “Éramos muy felices antes de la guerra y los bombardeos” y realmente yo a mi padre no lo conocí. Yo tenía diez años cuando se murió y me he criado en esa especie de novela rusa que en parte se inventó mi madre. Pero es que mis hermanos siempre están pensando en la literatura. ¡Que mi padre que conste no estaba todo el rato recitando un poema por los pasillos de casa! Que hay una búsqueda no de la ruina, sino de la autodestrucción sí, yo creo que sí (Franco 14’50’’).
Ambos procesos están relacionados. De un lado la construcción de historias y, sobre todo, la construcción de historias literarias, o la construcción de la historia desde una experiencia literaria, desde una educación sentimental, que sirve a la lectura melancólica que demuele pero archiva la temporalidad finalizada. Pero, al tiempo, ese gesto de derruir es también un gesto fundante, que inaugura una identidad en términos de literatura, que en este caso se genera en un lugar autodestructivo, en la construcción retórica del «fin de raza», en cuya articulación concreta en el caso de los Panero presumo una educación sentimental en la novela realista decimonónica.
A la debacle de las antiguas familias del régimen les asisten los espíritus de los antiguos relatos de decadencia de las élites peninsulares. Pero sus hijos se dan entonces ese horizonte como lugar para inventarse una identidad, un lugar de discurso para explicar no ya su pasado sino su programa de actuación para el futuro. Allí, la novela del diecinueve se mezcla con la tragedia griega, con la literatura romántica y finisecular y con otros discursos que analizan la decadencia, en la articulación de un quijote maldito que proviene del linaje letrado de Iocasta: «Mis hermanos juegan al fin de raza» (Chavarri 1976: 13’06’’), «mis hermanos hace veinte años que se empeñaban en que [nuestra familia] era una tragedia griega» (Franco 1994: 14’28’’). Al paso de los años esas operaciones se revelan como lo que fueron, operaciones, construcciones, reescrituras literarias.
A la hora de entender estos hábitos, cabe insistir en la naturaleza aprendida de los mismos. Al cabo este entendimiento del valor de lo literario en la gestión simbólica de la propia vida significa un aprendizaje concreto, una educación sentimental enlazada con determinados hábitos lectores, que resulta verificable sobre todo en los hijos de las familias de la burguesía y clase media urbana del régimen. Allí, en determinados miembros de esa generación, y de la anterior (la llamada del 68), la experiencia de la lectura posibilita una práctica individualizadora conectada en la infancia con iniciaciones solitarias y mundos evasivos (4). Ya allí, al menos en determinados sujetos (voire los Panero), es posible registrar un exceso de literatura que funciona construyendo mundos de ficción proteccionistas o alternativos a una realidad funesta, lugar donde la novela de aventuras tiene una funcionalidad evidente. Este tipo de prácticas adquieren aún más importancia en un espacio adolescente, donde la disfunción subjetiva respecto al medio acelera esa experiencia de individuación a través de un sobreexceso de lecturas, literarias y políticas, que luego generará sus conflictos en el enfrentamiento juvenil con el mundo, de los cuales Últimas tardes con Teresa puede ser una elocuente crónica (Vilarós 60-84).
La negatividad de esas operaciones, a pesar de estar latente en su misma articulación, se hará evidente con el paso del tiempo. Pero antes de analizar ese momento de conciencia crítica respecto a la «historia literaria», es necesario afirmar la ocurrencia de un momento de fervor literario, de una articulación febril y entusiasta de ese proyecto de reinventar la vida por vía de implementarla mediante lecturas. De ese entusiasmo necesario para afrontar las circunstancias biopolíticas del tránsito a la democracia dan buena cuenta los datos estadísticos disponibles de la generación de 1975 que, frente al estereotipo, nos la presentan como una hornada de jóvenes lectores, con unos hábitos de producción y consumo de cultura muy superiores a los de sus padres o hermanos mayores (Sánchez León 170).
En la reconstrucción epocal de ese espacio, hay que mencionar la importancia del proyecto psicodélico en lo que tiene de crítica a la realidad como una dimensión preexistente e inmóvil. En efecto, el pensamiento y las prácticas culturales que rodearon el movimiento hippie en los finales de la década de los sesenta y principios de los setenta en España articularon y difundieron la idea de que la realidad no era sino una forma subjetiva en cuya definición el sujeto podía y debía implicarse. Este pensamiento cobra una dimensión teórica y política en determinados grupos, de los cuales la Comuna Antinacionalista Zamorana, en torno a García Calvo, es uno de los ejemplos más destacables (1981). «La realidad no existe» es el mantra básico que resume el pensamiento de estos colectivos, axioma que, en el caso del filósofo zamorano habría de seguirse repitiendo, en contextos muy distintos, hasta la actualidad.
Si la realidad no existe, es decir, si el individuo concibe la posibilidad de generar libremente la realidad a través de su representación en ella, entonces existe la posibilidad de ser cualquier vida, con el evidente objetivo de ser la propia vida, es decir, configurarse una identidad propia, diferente a la del resto de los otros. La Transición, en determinado nivel biopolítico de su juventud al cabo es eso, el esfuerzo de una generación por ser colectivamente y por separado individuos diferentes. Pero lo irónico del caso es que ese esfuerzo de individuación se construye justamente a través de un modelo ejemplar, es decir, la posibilidad de ser cualquier vida pero sobre todo la posibilidad de ser otras vidas, y en este sentido la proyección de la propia existencia en modelos epocales prestigiosos, de los que las publicaciones del ámbito de la «literatura del rollo» dan muy buena cuenta (5).
Poetas malditos, ídolos beat, músicos famosos, estrellas rocker y, en menor medida, líderes y activistas políticos, personajes literarios del pasado, o idealizaciones de determinados tipos sociales son algunas de las mitologías que influyen en este proceso. Artaud, Burroughs, Morrison, Lenon, Genet, Johnny Rotten, el Conde Drackula, Peter Pan, Edipo, Óscar Wilde... La evidente carga disolutiva de estas vidas ejemplares no se les escapaba a sus fascinados seguidores, sin embargo, en ese momento de euforia discursiva, lejos de pensarse en clave negativa parece venir a servir todavía de mejor forma al proyecto biopolítico. Se trata de aquello que afirmaba Leopoldo María Panero en El Desencanto: «Todo goce empieza en la autodestrucción. Pero lo que yo entiendo se corresponde con una cita de Artaud que dice yo me destruyo para saber que soy yo y no todos ellos» (34’20’’).
Lo interesante del caso es que este proceso no se va a detener en la década siguiente, es decir, que a pesar de la evidente transformación de la estructura socio-política, el afán por definirse libremente negando los determinismos que el medio produce sobre los sujetos y, por ende, la propia entidad de lo real, va a continuar hasta finales de la década de los ochenta. Allí, esta aventura encuentra una curiosa sintonía con el paradigma teórico de la posmodernidad y la ausencia de debate crítico que caracteriza su implantación en España: de pronto, a inicios de los 80 la idea de la libertad del sujeto y la ausencia de una morfología definida de lo real se extiende en medio de una celebración acrítica con la evidente satisfacción de un poder político que subvenciona y trata de integrar ese tipo de pensamiento (Subirats 1993, 2002). Tal vez la mejor expresión de este momento festivo de las élites intelectuales se puede encontrar en las palabras de un filósofo como Eugenio Trías: «Hoy día podemos seriamente pensar que es falso el dicho popular de que sólo se vive una vez. Si queremos, si nos lo proponemos podemos vivir, tres, trece, numerosas vidas. Pero el precio de esa decisión es obvio: acabar con todas las instituciones que nos exigen una monotonía o un aburrimiento» (Trías, 1984: 26).
Acabar con las instituciones, fuente de toda monotonía, de un aburrimiento que mata la libertad, que acaba con las ansias de los sujetos de representarse libres. Acabar por tanto con toda cristalización, con todo pensamiento que una al sujeto con condicionantes externos, cargas, preocupaciones, estructuras, responsabilidades o deberes. Descomprometerse con el mundo en definitiva. «Partir de viaje», abandonar la realidad, para así poder «vivir otras vidas», «probarse otros nombres», «meterse en la piel de todos los hombres que nunca» se será (6). Introducirse de esta forma en un vértigo de identidades, de personalidades, en una espiral huidiza de representaciones imposibles en la medida en que toda representación acaba por crear vínculos con ese «algo exterior al lenguaje» que todos llamamos hecho.
Viejo verde en Sodoma, deportado en Siberia,
sultán en un harén.
¿Policía? ni en broma,
triunfador de la feria, gitanito en Jerez.
Tahúr en Montecarlo, cigarrillo en tu
boca, taxista en Nueva York.
El más chulo del barrio, tiro porque
me toca, suspenso en religión.
Confesor de la reina, banderillero en
Cádiz, tabernero en Dublín.
Billarista a tres bandas, insumiso en el
cielo, dueño de un cabaret.
Arañazo en tu espalda, tenor en
Rigoletto, pianista de un burdel.
Bongosero en la Habana, Casanova en Venecia,
anciano en Shangri La.
Polizón en tu cama, vocalista de
orquesta, mejor tiempo en Le Mans.
Cronista de sucesos, detective en apuros,
conservado en alcohol.
Violador en tus sueños, suicida en el
viaducto, guapo en un culebrón.
Morfinómano en China, desertor en la
guerra, boxeador en Detroit.
Cazador en la India, marinero en Marsella,
fotógrafo en Play Boy. (Sabina 1992)
El texto de Sabina («La del pirata cojo») dialoga muy cercanamente con la famosa Canción del pirata de Espronceda. Aquí la intertextualidad, para nuestro propósito, no es en absoluto fortuita, genera lazos que nos dirigen hacia la propia entidad del proyecto que está en juego. Tal y como nos han enseñado los estudios sobre la recepción social de la poesía romántica, ha llegado a entenderse que el aparente potencial subversivo de las representaciones heroicas del Romanticismo no produce ninguna acción eficaz sobre lo real, sino que sus fantasías construyen mundos solipsistas, descomprometidos, impracticables en sus contextos. Mundos que lejos de dirigir a los sujetos hacia ningún horizonte de liberación los introducen en un espacio compensatorio que a la larga acaba por generar frustraciones en la medida en que tales lugares utópicos no pueden manifestarse positivamente en una acción sobre lo real. Demasiada literatura que genera infelicidad, infidelidad y fracaso vital tal y como lo supieron narrar los novelistas peninsulares de la época realista-naturalista, síndromes pues de Bovary que parecen actualizarse en nuestra reciente historia democrática (7).
Porque esa posibilidad de redefinición podía articularse en una forma satisfactoria en los tiempos acelerados de 1976-1981, pero una vez reestablecido un orden social y coordinadas sus políticas de vigilancia y control, dichos proyectos pierden su utilidad y su posible rendimiento. La temporalidad cristalizada de la democracia no permite gestionar la propia vida en esos términos descomprometidos salvo a través de operaciones cínicas y allí la juventud transicional se comporta como los personajes de la novela artúrica en el tiempo de su ciclo en prosa, es decir, sujetos anacrónicos que tratan de efectuar pasajes con discursos y éticas caducas en un tiempo que se ha transformado en su estructura profunda (Köhler 1991). Con el paso de los años, la mortalidad, la enfermedad, la vejez y la miseria que afecta a una gran parte de esta generación viene a señalar la falsedad de las doctrinas antideterministas y acaba por reconocer la realidad como una verdad innegable:
Leopoldo [María Panero] siempre está con las frases, ¡mala literatura! Lo peor que se puede ser en este mundo es coñazo, y mis dos hermanos son unos coñazos que me han torturado toda la santísima vida con la historia de la literatura y con sus personajes literarios. ¡Que me dejen en paz!
No te puedes poner literario, porque cuando estás en una cama de hospital y te dicen que te vas a quedar paralítico, por mucha literatura que le eches te vas a quedar paralítico. Yo he estado dos veces enfermo, en una me dieron la extremaunción, me estaba muriendo y eso ya no son fantasías morunas ni literatura. Y, claro, ya las cosas no empezaron a ser tan graciosas. (Franco 52’20’’)
Ante la evidencia de esa «mala suerte generacional» que veíamos antes, el menor de los hermanos Panero enfrenta la ficción de esas existencias construidas en torno a la letra con la verdad existencial de las experiencias del dolor y de la muerte. El gesto de la parálisis, el signo de la catástrofe corporal aparece en la década de los 90 como una manifestación absoluta y verdadera de lo real, un emblema alegórico que denuncia la vanidad del proyecto generacional y lo clausura en términos barrocos de desengaño. Al cabo se hace evidente la inviabilidad de esas vidas y la literatura aparece como el primero y más inmediato culpable:
Mis hermanos viven desgraciadísimos viviendo lo que han elegido, que es la literatura. Que a Leopoldo le ha devorado el personaje Leopoldo Panero es evidente pero es que el personaje Leopoldo María Panero incluye unas historias, que son incomodidades feroces como son los manicomios, que al personaje Michi Panero no le apetecen lo más mínimo, ni cárceles, ni manicomios, ni nada, como mucho matrimonios desgraciados y violentos. Mis hermanos lo toman como una profesión, es decir, “yo quiero ser loco y poeta maldito”, pues full-time y toda la vida el ser loco y poeta maldito. (Franco 38:44)
Podemos argumentar la complicación del bucle que aquí se nos propone, en este extraño diálogo entre literatura, memoria y realidad. Ahora un personaje se escribe como persona para hablar de otro personaje al que describe como personaje para construirlo como persona. En efecto, en la maldición de la literatura se traslada a este texto que muestra cómo el potencial explicativo de la letra colapsa su propio discurso: causa y consecuencia, hecho y explicación, lo literario rellena aquello mismo que pretende vaciar y el esfuerzo de demoler la literatura es al tiempo su última victoria.
Razón no falta en las palabras de Michi Panero, y más si acudimos a otros ejemplos perturbadores de las décadas transicionales, en los cuales no nos faltan presencias de personas y personajes destruidos por un vértigo vital de naturaleza libresca. Sujetos que en el esfuerzo de ser «más libres fueron más libros» (Serra 2003). El turbio suicidio del poeta Hervás el día antes de la publicación de sus poemas, que pensaba que «para que hablase su obra tenía que morir él primero» y que al final sólo logró la segunda parte de su idea, es otro caso ilustrativo. Y de la misma manera se documentan multitud de casos de músicos, escritores, poetas y simples lectores de la bohemia transicional consumidos de un mismo modo por el valor perturbador que ciertas lecturas parecen haber tenido sobre sus vidas.
El vivir desgraciado que
tiene por base la elección de la literatura se conjuga con el
aburrimiento que este exceso de literatura genera. Mal está que
estos
sujetos se destruyan, pero está aún peor que sean
«unos
coñazos». Algo así como la crítica que
Trapiello
hacía a su amigo V., de que lo peor es que fuese a morir por una
«mala novela». En la crítica a estas trayectorias
vitales
acaba por resplandecer un hartazgo ante tanta mala literatura, ante
tanto
exceso de sobreinterpretación, de estética, ante unas
vidas
implementadas a través de una cultura que se acaba por sentir
como patológica.
Demasiado todo, demasiados escritores, demasiados poetas. Puede ser
ilustrativo
citar aquí la poética con que José
Luis Jover fue incluido en la nómina de la joven poesía
española, eso sí, después de haberle
substraído
veinte o treinta nombres:
Joaquín Benito de Lucas, Rafael Alberti, Concha Zardoya, J. J. Armas Marcelo y Leonardo de Arrizabalaga y Prado. Dámaso Alonso y José Luis Alegre. Pureza Canelo, Félix de Azúa, José Elías, Juan Gil-Albert y Justo Guedeja Marrón. Francisco Garfias. Leopoldo de Luis, Carlos Oroza, José Mascaraque Díaz-Mingo y Carlos Piera. Carlos de la Rica, José María Valverde, Claudio Rodríguez, José Luis Prado Nogueira, Francisca Aguirre y Jorge Guillén. Elena Andrés, Vicente Aleixandre y José Luis Castillejo. Ernestina de Champourcin y Enrique Badosa. José García Nieto, Francisco Ferrer Lerín, Antonio Hernández y Alfonso Canales. Joaquín Caro Romero y José Batlló. Raimundo Escribano Castillo. Carlos Pinto Grote, Jesús Hilario Tuyndidor, José Luis Jover y Luis Feria. Generoso García Castrillo, Ángel Guinda Casales, Joaquín Jiménez Arnau, Concha Lagos y Carlos Murciano. Antonio Murciano. Blas de Otero y Fernando Quiñones. Carlos Edmundo de Ory, José María Merino y Carlos Sahagún. Concha de Marco. José Hierro, Carlos Bousoño, José Luis Cano, Lorenzo Gomis, María Elvira Lacaci, Victoriano Crémer y José Infante. Mario Hernández, Carlos Álvarez, Gonzalo Armero y Alicia Cid. Aquilino Duque. Hugo Lindo. Javier Lostalé y José Lupiáñez. José Jurado Morales, Vicente Molina Foix, Francisco Pino y Apuleyo Soto, Acacia Uceta, Jenaro Talens, José Miguel Ullán, Genaro Vicario y Francisco Toledano [...] Ramón Nieto, Jaime Gil de Biedma, Luis Alberto de Cuenca, Antonio Colinas y Julia Castillo. Félix Grande, Justo Jorge Padrón y Pilar Paz Pasamar. Ángel García López. Rosario Pascuel Lira. Antonio Gamoneda, Salvador Pérez Valiente, Ana María Moix y Jesús Munárriz. Eladio Cabañero, Antonio Carvajal, Pablo García Baena y José Gerardo Manrique de Lara. Aníbal Núñez. José Luis Martín Descalzo, Alfonso López Gradolí y José Antonio Gabriel y Galán. Senén Guillermo Molleda Valdés. Juan Luis Panaro. Mario Ángel Marrodán... Una sola cosa es cierta. Que somos demasiados. (Jover 1993: 290-1)
Demasiados sí, y sin embargo no dejaba de crecer
en la
época este «ejército de poetas» por retomar
la feliz
expresión de Mandelstam (27-35). Entre ellos, desde luego, una
gran
mayoría de jóvenes transicionales donde reconocemos a
muchos de
nuestros quijotes. Y es que hay algo de mal
d’époque en todo este proceso, algo de afectación
insana en la manera en la cual esta generación se entrega a
fantasías y mundos evasivos, un excesivo y poco saludable gusto
decadente, un malditismo de salón, a pesar (o justamente por
eso) de las
trágicas consecuencias que tiene. En este reproche de la pesadez
que
Michi Panero dedica a sus hermanos acabamos por ver un cierre final del
proceso, donde las figuras de esas vidas literalizadas acaban por
resultar
insufribles, como si al cabo se tratase de una enfermedad cuya
curación
se encuentra en una reificación de la vida, del cuerpo, de la
alimentación o el sexo:
El conocimiento, aunque
sólo sea superficial, del círculo de los escritores de
poesía nos conduce a un mundo morboso y patológico, a un
mundo de
excéntricos, de personas cuyos resortes volitivos e
intelectuales
están oxidados, de fracasados totales que son incapaces de
adaptarse a
la lucha por la vida [...]
Después de nuestros
difíciles años de transición, aumentó mucho
el
número de poetas. [...] La coincidencia de los años de
hambruna, del
racionamiento y de las privaciones físicas con el punto
máximo en
la producción masiva de poesía no es una causalidad.
Durante esos
años, en los que florecían cafés como el
Dominó, el
Café de los Poetas y las distintas Cuadras, la generación
más joven, sobre todo en las capitales, se vio desprovista
forzosamente
de un trabajo normal y de una formación profesional.
Traen poesía en lugar de
dinero, de ropa interior, de referencias, como un medio de anudar
relaciones,
como un medio de conquistar la vida. Un niño llora, porque
respira y
vive. [...] El decoro social sofoca este llanto. La poesía es a
menudo
este mismo llanto, el llanto atávico e incesante de un
niño. Las
palabras son lo de menos. Este llanto es eterno: vivo, quiero, estoy
enfermo
(28-34).
Las palabras de Mandelstam sobre la Rusia de principios del siglo parecen funcionar iluminando, al menos desde una óptica, los fenómenos ocurridos en nuestra Transición. Como si en el fondo no fuese más que un problema de soluciones biopolíticas a una atmósfera dada, soluciones erróneas que serían de fácil corrección a través de recetas higienistas. El exceso de sobreinterpretación se curaría, para un Mandelstam que parece hablar por la boca del Ama cervantina, con un donoso escrutinio hecho a tiempo, y después sol, aire libre, ejercicio, ocupación es la línea de actuación con que se pretende devolver a la realidad a unos sujetos que se han alejado demasiado de ella (33-5).
Sucedida la catástrofe es necesario organizarla, explicarla, darle un sentido. En el fondo resulta difícil una vez allí atribuir responsabilidades, encontrar un sujeto responsable de esa deriva. Como si en el fondo se tratase de un límite banal, de una ocurrencia, de un simple enfrentamiento entre los discursos disponibles para interpretar una realidad exigente y los límites que dicha realidad establece en el desarrollo biopolítico de los sujetos. Los mismos poetas que afirmaban en 1977 la existencia de responsables históricos objetivos para sus desgracias, para sus «tristezas de niños insatisfechos» (Villán 27) acaban por entender quince años después una suerte de azar imprevisible que intervino destructivamente sobre sus existencias. Tal es el caso de Leopoldo María Panero, en un célebre poema que es el centro de la reflexión profunda de Después de tantos años:
El loco mirando desde la puerta del jardín
Hombre normal que por un momento
cruzas tu vida con la del esperpento
has de saber que no fue por matar al pelícano
sino por nada por lo que yazgo aquí entre otros sepulcros
y que a nada sino al azar y a ninguna voluntad sagrada
de demonio o de dios debo mi ruina. (1992: 356)
Y es que no hay ninguna causa profunda, ninguna lógica trascendente que explique esa (auto)destrucción generacional. Afirmación que viene a negar el proyecto de tragedia edípica y de final de raza con el que este movimiento se inauguraba. Y sin embargo, en esta explicación, una vez más, se encuentra un exceso de literatura, una sobredimensión de elementos estéticos, de metáforas que, en el esfuerzo de afirmar la banalidad del proyecto quijotista acaban por volver a edificarlo, justificándolo otra vez de modo indirecto. Resulta imposible salir de este círculo perverso de la letra para estos sujetos demasiado construidos en el lenguaje que, como en una tela de araña, se enredan más y más cada vez que pretenden liberarse.
Existe todavía otro ejemplo más claro de este deseo de imposible explicación y de sus límites literarios. Se trata de Bodas de sangre, una canción del grupo Pata Negra perteneciente a su álbum Blues de la frontera (1987) que no es sino la versión musical de unos versos lorquianos de la obra homónima. En ellos reconocemos un parecido propósito, el del proceso por el cual el sujeto se exime de responsabilidad respecto a un suceso que desconocemos invocando para ello la influencia de factores externos, circunstanciales, inevitables. Algo climático e ineludible, biológico conduce a los sujetos en sus comportamientos que acaban por convertirles tan sólo en «briznas de hierba» expuestas a vientos pasionales y/o históricos que los conducen. Obvio es que en este caso la pasión que debe priorizar la lectura es la amorosa.
Que yo no tengo la culpa,
que la culpa es de la tierra
y de ese olor que te sale
de los pechos y las trenzas.
¡Ay
que sinrazón! No quiero
contigo
cama ni cena,
y
no hay minuto del día
que
estar contigo no quiera,
porque
me arrastras y voy,
y
me dices que me vuelva
y
te sigo por el aire
como
una brizna de hierba.
Pájaros
de la mañana
por
los árboles se quiebran.
La
noche se está muriendo
en
el filo de la piedra.
Vamos
al rincón oscuro,
donde
yo siempre te quiera,
que
no me importa la gente,
ni el veneno que nos echa.
Que yo no tengo la culpa,
que la culpa es de la tierra
y de ese olor que te sale
de los pechos y las trenzas.
El problema es que lo que
realidad parece una simple versión musical de un texto anterior,
dista
mucho de serlo. Es decir, que sí es innegable que las palabras
de Lorca
son las mismas en 1933 que en 1987, sin embargo distan mucho de querer
decir lo
mismo. Las metáforas, los significados han cambiado y el mensaje
que
construye no tiene ya la misma lectura socio-histórica ni
biopolítica. No tener la culpa en
Lorca significa implícitamente negarse a asumir una determinada
estructura social, echarle la culpa a la biología significa la
crítica de la norma se que opone a la propia voluntad,
deconstruir el
discurso moral público para proponer una moral individual. Es
decir,
este no tener la culpa implica
afirmar la propia responsabilidad pero defendiéndola como
legítima.
Sin
embargo, en
1986 este lenguaje se ha resemantizado. El veneno de la maledicencia se
ha
convertido en un emblema que alude a las prácticas
farmacológicas
de la generación de 1975 (8).
El sujeto amoroso y la norma social significa, cosas diferentes
en 1986, cosas que aluden a un conjunto de prácticas
identitarias y a un
pensamiento colectivo en términos de representación
generacional.
Y aquí, sin embargo, la aseveración funciona en primer
grado: no tener la culpa quiere decir no
ser responsable de la personal
circunstancia, es decir, que la responsabilidad es exterior al
sujeto.
Las
palabras del
pasado simplemente significan otra cosa. Las metáforas, el
lenguaje
legado por la tradición no es válido para explicar las
nuevas
emergencias de la historia. El texto en esta transliteración
viene a
significar perlocutivamente la problemática que enuncia: la
generación de 1975 fracasa en su proyecto de entender el mundo
con el
lenguaje de las generaciones pasadas y nadie
tiene la culpa de que el lenguaje de 1933 no signifique lo mismo en
1986.
Son cosas que ocurren.
Una
vez
más, ya la última, estamos ante la incapacidad narrativa
del
discurso literario, la imposibilidad de explicar la culpa sin volver a
cometer
el error que la produce. El círculo vicioso de la locura
literaria
obliga a emplear el lenguaje de la literatura para explicar los
desastres que
dicho lenguaje crea, con la sospecha razonable de que además
podría ser al revés, es decir que el uso metaliterario
sea en
realidad el que crea el uso literario y que finalmente tal culpa no sea
causa
sino, insisto, consecuencia. No hay manera de verificar la
dirección de
la escritura y de los hechos para estos sujetos que no pueden salir ni
representarse fuera del lenguaje literario. Prisioneros de la
metáfora,
fracasan una y otra vez a la hora de asumir o negar su propia culpa.
En
esta
cárcel lingüística las respuestas que pueden hallar
son
siempre de naturaleza interna, es decir que su propio lenguaje les
incapacita
para construir una causa exterior, de naturaleza socio-política,
incluso
de índole histórica, con lo que la literatura que una vez
les
sirvió para articular sus líneas de fuga epocales les
impide
ahora edificar ningún proyecto de entendimiento útil de
las
cosas. Incapaces de entenderlas son por tanto incapaces de superarlas,
su
imposibilidad de articular correctamente la culpa les impide salir de
ella, se
produce lo que en términos deleuzianos definiríamos como
reterritorialización psicótica del sujeto, un modo de
colapso enunciativo
(Deleuze y Guattari 1975).
Lo que a estos sujetos no les sirve como lenguaje útil sí puede servirnos a nosotros como reflexión sobre los límites de lo literario, es decir, como pregunta sobre los servicios, concesiones y alcances de la lectura al servicio de la acción biopolítica. ¿Cuánto permite, cuánto concede esta literatura? ¿Dónde la encontramos al servicio de un proyecto positivo de identidad, de individualización, de construcción en la diferencia, en una lógica proyectiva de transformación del sujeto y de su realidad? ¿Cuándo se elabora como discurso que colapsa los tránsitos de los sujetos impidiéndoles sobrevivir, adaptarse, entender el mundo y explicarse a si mismos? En este tránsito, al menos, se verifica que la literatura libera y condena en un mismo e inseparable esfuerzo.
Me encuentro con toda la cara demacrada, encima el culpable de mi hígado destruido no es tanto el alcohol como el veneno, y el veneno por la causa más tonta del mundo. ¡Y si fuera la juventud por una causa digna de ser vivida..! Pero es todo por el nombre maldito de Jesucristo, he perdido la vida por ese sueño absurdo. Viejo es poco, me creo Matusalén: me miro al espejo y me da miedo... Mi miedo, mi violencia y en definitiva mi verdad. La verdad es siempre una forma de violencia (Leopoldo María Panero en Franco 63’00’’).
Incapaz de definirse ni de afrontar la propia mirada, se instala una última sospecha. La evidencia violenta de la catástrofe corporal genera en el individuo un deseo de autoengaño, una imposibilidad de aceptar las verdaderas causas de la misma o un deseo de evitar interrogarse por ella. Este cuerdo confesar el propio engaño en una nueva articulación ultrarretórica cuestiona la entidad de dicho engaño pero también la sinceridad de la confesión. Estos juegos de veladura y desvelamiento, de mentira y desengaño, apuntan sobre la verdadera influencia del mal de lo literario, haciendo imposible discernir con claridad sobre el estado mental del personaje-sujeto que de tal manera se define. Juegos de locura y de cordura que por otra parte están en la misma base, en la articulación psicológica del Quijote, como cuadro clínico, como personaje, pero también como forma discursiva histórica.
Notas
(1). En realidad, tal crítica no va dirigida a plantear una refutación filosófica de las afirmaciones rortianas, sino a demostrar su escasa rentabilidad para operar sobre ciertos contextos concretos. En el espacio que reconstruimos, esta problematización nominalista del concepto de la realidad resulta muy poco útil en términos biopolíticos, e incluso, tal y como se entenderá en mi exposición, participa de una manera cómplice con las causas mismas del problema.
(2). La dialéctica representación-historia us identidad-presente es la que guía los juegos de poética y de performance que estas páginas describen, animada en la tensión que radica en la imposibilidad de encontrar el lenguaje justo para comprender el tiempo histórico al que se asiste. La emergencia por tanto de las formas anacrónicas cada vez que dicha sincronía a la que se aspira se desplaza un poco hacia atrás o hacia adelante va a marcar todo este tránsito como una verificación inevitable.
(3). La bibliografía sobre este punto es abundante e imprecisa. Para una experiencia directa de estas prácticas remitimos a la documentación epocal, en especial a las revistas transicionales que proporcionan una mirada directa y eficaz sobre este mundo (vg. Hermano Lobo, Por favor, El papus, Star, Ajoblanco...)
(4). Esta experiencia constituye un leit-motiv en muchas narrativas artísticas del periodo. El Sur de Adelaida García Morales o Arrebato de Iván Zulueta, entre otras muchas, la simbolizan, como también, a su manera puede hacerlo Nueve cartas a Berta de Basilio Martín Patino.
(5). Nuevamente, sobre este punto es recomendable acudir a las fuentes primarias. En este sentido, la editorial Las Ediciones de La Piqueta proporciona un material imprescindible. En especial, recomendamos Jesús Ordovás. De qué va el rollo? (1977), texto que produce una primera sistematización de este mundo. Otro tipo de materiales útiles en esta labor son los textos de la colección Los Juglares, de la editorial Júcar, a través de la cual se filtraba toda la información referida a los iconos musicales de los sesenta y los setenta.
(6). Aludimos a la letra de la canción de Joaquín Sabina La del pirata cojo perteneciente al álbum Física y química (1992).
(7). Tal es la crítica que se hace desde Clarín a Eça de Queiros a la mala educación sentimental del ultrarromanticismo y tales problemáticas aparecen ensayadas en múltiples personajes de sus novelas, La Regenta, Su único hijo, Os maias. En un sentido más plenamente quijotesco debemos referir A cidade e as serras. Me resulta útil sobre este punto las reflexiones de Pedro Serra (2003).
(8). No se trata de una lectura
fortuita, estamos hablando de
códigos semánticos muy concretos de la poesía
transicional. Sobre este punto remito a mi libro en prensa Letras
arrebatas. Poesía y química en la
transición española.
Bibliografía.
CAZ. Manifiesto de la comuna antinacionalista zamorana. Madrid: La Banda de Moebius, 1981.
Chavarri, Jaime. El Desencanto. 1976.
Deleuze, Gilles y Felix Guattari. Kafka pour une littérature mineure. Paris : Éditions de Minuit, 1975.
Fernández, Benito. El contorno del
abismo. Vida y leyenda de Leopoldo María Panero.
Barcelona: Tusquets, 1999.
---. Eduardo Haro Ibars. Los pasos del caído. Barcelona: Anagrama, 2005.
Franco, Ricardo. Después de tantos años. 1994.
Jover, José Luís. «Poética». En Concepción G. Moral y Rosa María Pereda (eds.) Joven poesía española. Madrid: Cátedra, 1993. 290-291.
Köhler, Eric. La aventura caballeresca. Barcelona : Simio, 1991.
Hervás, Eduardo. Obra poética. Valencia: Edicions Alfons El Magnànim: 1994.
Mandelstam, Ossip. «Un ejército de poetas». En Sobre la naturaleza de la palabra y otros ensayos. Madrid: Árdora, 2005. 27-35.
Marx, Carl. El dieciocho brumario de Luis
Bonaparte. En C. Marx y F. Engels. Obras
escogidas en tres tomos. Vol. I. Moscú:
Editorial Progreso, 1981. 404-498.
Ordovás, Jesús. De qué va el rollo? Madrid: Las Ediciones La Piqueta, 1977.
Panero, Leopoldo María. Poemas del manicomio de Mondragón. En Túa Blesa (ed.). Poesía completa. Madrid: Visor, 2001.
R. de la Flor, Fernando. Biblioclasmo. Por una práctica crítica de la lecto-escritura. Salamanca: JCyL, 1997.
Rorty, Richard. Ironía, contingencia y solidaridad. Barcelona, Paidós, 1991.
Sabina, Joaquín. Física y química. LP. 1992.
Pablo Sánchez León. “Estigma y memoria de los jóvenes de la transición”. En Silva, E., et al. La memoria de los olvidados. Un debate sobre el silencio de la represión franquista. Valladolid: Ámbito/Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, 2003. 163-179.
Serra, Pedro. «Gute Nachbarschaft». En Tropelías, nº 12-14 (2001-2003). 501-524.
Subirats, Eduardo. Después de la lluvia. Madrid: Temas de Hoy, 1993.
---. (ed). Intransiciones. Crítica de la cultura española. Madrid: Biblioteca Nueva, 2002.
Trapiello, Andrés. Salón de pasos perdidos. 4. Las nubes por dentro. Barcelona: Destino, 2000.
Trías, Eugenio. Filosofía y carnaval. Barcelona: Anagrama: 1984.
Vilarós, Teresa. El mono del desencanto. Una crítica cultural de la Transición Española (1973–1993). Madrid: Siglo XXI, 1998.
Villán, Javier. El rostro en el espejo (poema 1976-1977). Madrid: Colectivo 24 de enero, 1978.