Fotos
que perturban: la inquietante irrupción del pasado en
“El
rey de bastos” de Ignacio Martínez de Pisón
Washington State University
La foto es
literalmente una emanación del referente.
....la
Fotografía tiene el poder ....de mirarme directamente
a los ojos.
Roland Barthes,
La cámara lúcida
Se nos informa
que la ciudadanía se constituye en el
mercado y, en consecuencia,
los shoppings
pueden ser vistos como los monumentos de
un nuevo civismo . . .
Beatriz Sarlo,
“El Centro comercial”
Ignacio
Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) es uno de los
escritores que ven la luz pública durante la década de
los
ochenta, momento en que, según Ramón Acín, se
genera una
suerte de súbito florecimiento de la narrativa española
(107) con
la nueva generación de novelistas, en la cual Robert C. Spires
incluye a
Alejandro Gándara, Lourdes Ortiz, José María
Guelbenzu,
José María Merino, Juan José Millás,
Eduardo
Mendoza, Beatriz Pottecher, Jesús Ferrero, Cristina
Fernández
Cubas, Adelaida García Morales, Julián Ríos,
Antonio
Muñoz Molina, Soledad Puértolas entre muchos más
(25). Con
todo, sería inadecuado catalogar a Ignacio Martínez de
Pisón únicamente como novelista. Parte fundamental de su
obra la
constituye su narrativa breve, la cual ha sido publicada separadamente
en
diversos tipos de medios, en antologías que reúnen
relatos de
varios escritores, y también en colecciones de cuentos
exclusivamente
del autor. “El rey de bastos”, uno de los mejores ejemplos de su
narrativa breve, es el foco del presente estudio. Como lo ha entendido
Spires,
la apuesta escritural de Martínez de Pisón se enmarca en
una
estética posmoderna, básicamente, por dos
características:
Martínez de Pisón yuxtapone formas literarias que no
guardan
relación entre sí y rompe con los límites de lo
racional a
tal punto,
[que] nos mete en un mundo que es a la vez conocido y
desconocido, donde
la razón compite de igual a igual con la sinrazón. Se
vale
conscienzudamente de las convenciones del pasado y de la cultura
popular de
masas. Pero no imita tales convenciones sino que las viola. Mezcla y
yuxtapone
lo popular con lo culto, lo realista con lo fantástico, logrando
así proyectar una voz “nueva,” una sensibilidad acorde con
la moda ya mundial de rechazar la estructuración compleja pero
siempre
con base racional al llamado modernismo europeo. (26-7)
Ramón Acín, entre las múltiples
características que destaca en la narrativa de Martínez
de
Pisón, subraya la presencia de “[l]a intensidad
psicológica
y la perversión mental centradas en unas relaciones establecidas
sobre
la dominación donde asoma la perspectiva agria del sadismo . .
.”
(108), lo que se aprecia de manera profunda en “El rey de bastos”.
Esta crueldad se vincula con la inhumanidad y desprecio hacia quienes
son
considerados inferiores en términos sociales y
económicos,
cuestionando un individualismo extremo que incita a cortar nexos con
problemas
que van más allá del sujeto considerado aisladamente. La
dominación es presentada como una “dialéctica del amo y
el
esclavo, del vencedor y el humillado . . .” (Acín 125),
explotando
posibles variantes sobre las relaciones humanas que hacen que unos
sujetos se
sometan a otros. No sería desatinado suponer que la
dialéctica
amo-esclavo pudiera aludir indirectamente a resabios de la experiencia
dictatorial vivida en España, ya que, al reproducir el esquema
autoritario, pone de relieve en qué medida la lógica de
dominación impuesta por décadas caló hondo y ha
permanecido en la psicología del país, aun cuando la
figura del
dictador haya desaparecido.
Por otra parte, la pérdida de referentes colectivos
que
singulariza a los personajes de Martínez de Pisón los
conduce a
una suerte de absurdo, a una existencia que no parece tener
propósito,
en la cual las fronteras entre la realidad y la fantasía
comienzan a
volverse borrosas. Esta nota distintiva de la narrativa del autor ha
sido vista
por la crítica como un signo de elementos fantásticos
(Acín; Spires). Sin embargo, en este estudio se verá que,
sin
negar lo sostenido por los críticos, ese aire ilusorio que
envuelve la
ficción creada por Martínez de Pisón guarda una
estrecha
relación con la atomización del individuo y la
reducción
de sus roles sociales a aquellos relacionados con la producción
y el
consumo. Es así como en “El rey de bastos”, el autor
introduce al lector en la mente de un sujeto que bien puede representar
un
prototipo del exitismo económico vivido en España durante
la
transición a la democracia.
A lo dicho debe sumarse el especial tratamiento que nuestro
autor hace
de la dimensión temporal; como Acín afirma,
Martínez de
Pisón emplea “el uso temático del paso del tiempo como
motor y explicación de un nuevo estado vital que conforma y
define al
protagonista o protagonistas de sus obras” (110), valorando la
importancia de la historia y del pasado, y la imposibilidad de
aniquilarlos. Lo
anterior puede materializarse, en el caso de “El rey de Bastos”, en
el reencuentro con un ex-compañero de escuela o la
búsqueda de
una vieja fotografía ya olvidada. Este aspecto fundamental de la
narrativa
de Martínez de Pisón la convierte en una suerte de
contradiscurso
de la sistemática negación de la memoria histórica
promovida durante los años de los gobiernos de Felipe
González
--lo que se ha dado en llamar “el pacto de olvido”.
Para añadir todavía más complejidad,
cabe destacar
que muchos de los personajes diseñados por el escritor suelen
realizar
una serie de juegos de actuación que los lleva a encubrir,
aparentar y
también a revelar identidades. Como señala Ramón
Acín, cada uno de los personajes creados por Martínez de
Pisón se inventa “su propia máscara” (110), a
través de la cual intentará forjar su propia identidad o
moldear
la de los otros, lo cual le infunde un carácter marcadamente
metadrámatico a las obras. En el cuento elegido para este
estudio, el
autor se vale precisamente de un juego de máscaras,
representaciones y
fingimientos no sólo para crear una atmósfera de
irrealidad,
sino, fundamentalmente, para poner en evidencia lo absurda e inconexa
que puede
llegar a ser la existencia humana cuando se rinde ante lo que Jean
Baudrillard
ha denominado “la huelga de los acontecimientos”, es decir la no
ocurrencia de eventos o hechos singulares y diversos que, por lo mismo,
sean
distinguibles unos de otros y que no se disuelvan en una masa
indiferenciada (La ilusión del fin 155). En
“El rey de bastos”, encontramos personajes que representan papeles,
así como dos fotografías que, descritas por el personaje
principal, bien pueden considerarse como un intertexto con el cual
él
tendrá que enfrentarse para encarar su propia realidad.
“El rey de bastos”,
publicado en Foto de familia (1998),
es uno de los relatos más breves de Ignacio Martínez de
Pisón. Su personaje principal
--un narrador en primera persona que nos interpela directamente
y que nunca
nos revela su nombre-- nos refiere un hecho acaecido un año
antes,
durante la época navideña, en un centro comercial
atestado de
gente. En este entorno, el narrador descubre que el hombre bajo el
disfraz del
rey mago que posa con los niños para la tradicional foto de
Navidad, no
es otro que Bastos, un ex-compañero de escuela y su mejor amigo
durante
la infancia. El narrador disfruta destacando los signos que hacen
aparecer a
Bastos como inferior a él en términos económicos:
el
trabajo de temporada y los zapatos gastados que asoman bajo el disfraz
delatan,
sin lugar a dudas, el fracaso de Bastos en una sociedad donde el
éxito
económico parece ser, si no la única, al menos una de las
metas
fundamentales. Una vez en casa, el narrador busca y destruye una foto
de sus
tiempos escolares, queriendo eliminar un pasado en el que se percibe a
sí mismo como mediocre. Sin
embargo, una semana después, la llegada de la foto de su hijo
con el rey
mago le confirma su sentimiento de inferioridad reflejada en la mirada
temerosa
del niño, mientras Bastos posa con aire confiado.
Aunque el cuento es muy
sucinto, el
autor perfila de manera contundente al personaje principal. El narrador
se
autodefine
El
escenario es uno de los grandes almacenes que se atiborra de gente en
la
época previa a la Navidad. Para evitar la
aglomeración, el
narrador utiliza como excusa sus deseos de que su hijo se tome una foto
con el
rey mago que está a la entrada del centro comercial, iniciativa
que su
esposa aprueba. De este modo, el narrador y su hijo Santi se ponen en
la fila
de los que esperan turno para sacarse la foto. El narrador describe el
traje
del rey mago en todo su esplendor:
Aquel rey mago llevaba puesta una gran corona dorada que, en su parte superior, se cerraba en una especie de acerico de terciopelo. Su melena y sus barbas tenían la longitud y el color reglamentarios: largas y blanquísimas. El resto de su indumentaria estaba compuesto por una capa de raso azul celeste, una amplia túnica roja y un cordón trenzado en torno a la cintura. (130)
Sin embargo, es el propio narrador quien se encarga de rebajar la figura del personaje que acaba de trazar: “En contradicción con todo ello, unos mocasines más bien gastados asomaban por el extremo de la túnica y desmentían el ilusorio esplendor del personaje” (130). El detalle de los zapatos da cuenta a lo menos de dos cosas: el paso del tiempo y la diferencia de clases sociales, ambos aspectos relevantes en el desarrollo de esta historia.
Por otro lado, el narrador anota que el rey mago hacía a los niños una serie de preguntas previsibles, indiferentes, evidenciando que el hombre bajo esos ropajes representa un papel. Con todo, no se trata de un actor, sino probablemente de una persona con una situación económica precaria, que aprovecha este tipo de trabajos temporales, tan inestables como su situación misma. Provisto del difraz, en él se opera un doble movimiento: por una parte, se incorpora al sistema de consumo al hacerse parte de una mercancía (la foto), pero, por otra, es precisamente el producto del cual hace parte lo que pone en evidencia su estatus de marginal. La fotografía para la cual posa lo coloca, sin lugar a equívocos, entre los que no han logrado treparse a los hombros de la modernidad económica del país.
En La cámara lúcida, Roland Barthes alude a la foto en su calidad de objeto de compra y venta, distinguiendo la foto mercantil de aquella que induce a pensar. En la primera, el sentido de la foto debe ser claro y distinto, justamente por su naturaleza comercial. Las otras, en cambio, son aquellas fotos que hablan demasiado, que hacen reflexionar o sugieren un sentido diverso de lo directamente observado en la foto. Este tipo de fotografía, catalogado por Barthes como subversiva, no lo es porque asuste, transtorne o estigmatice, sino porque es “pensativa” (81). Y es éste el tipo de foto que es desterrado del centro comercial, lo que, como se verá más adelante, ayuda a denotar el centro comercial como un lugar de escapismo.
Repentinamente, bajo el disfraz del rey mago, el narrador reconoce a Bastos, a pesar de que han transcurrido treinta años desde la última vez que se vieron. Aunque el narrador menciona muy al paso la emoción del pequeño Santi ante la perspectiva de posar sentado en las rodillas del regio personaje, toda su atención se concentra en Bastos y en los recuerdos e impresiones que este encuentro le suscita, haciéndonos partícipes de su resentimiento. Por un lado, asevera que Bastos fue su mejor amigo en el colegio, agregando que el muchacho era “el mejor en todo, el que mejor jugaba al fútbol, el que mejor tocaba la guitarra, el más gamberro y más brillante” (131). El narrador se compara a su amigo y reconoce que, por el contrario, él no presentaba ninguna de estas características, viendo en ello una explicación de por qué él recuerda y reconoce a Bastos mientras que éste último no hace lo propio: “Mi amistad no debió de ser memorable . . .” (131). Sin embargo, no tarda en hacer una nueva comparación, no ya en tiempo pretérito, sino en relación al presente:
Una breve punzada en el estómago precedió a una
secreta
pero intensa satisfacción. Yo era un segundón entonces,
pero
cómo había cambiado todo. Si nos hubiéramos
conocido
más tarde, habría sido al revés: yo me
habría
olvidado de él, y él me seguiría recordando.
Pensé:
«Tengo doce empleados en mi despacho. El oficial, los auxiliares,
las
secretarias, el notificador. Él ni siquiera tendría un
sitio en
mi jerarquía. Detrás del último, ahí
está
él, con sus zapatos gastados y su barba postiza». Me
devolvió Bastos a mi hijo, nuevamente sin reconocerme.
«Sí,
Bastos, eras el rey y lo sigues siendo», bromeé para mis
adentros,
y una sensación de bienestar recorrió todo mi cuerpo.
(131-2)
El narrador se mueve en un mundo de apariencias y, por lo
mismo, observa
a Bastos evaluándolo, buscando restringirlo a su mero aspecto
visible.
La imagen del rey mago intenta atrapar la mirada de posibles clientes
y, para
ello, debe desaparecer la persona que soporta el disfraz. Como Jean
Baudrillard
sostiene, “[l]a superficie y la apariencia son el espacio de la
seducción. Al poder como dominio del universo del sentido se
opone la
seducción como dominio de las apariencias” (El otro
por sí mismo 53). Sin embargo, como se verá,
Bastos no se deja reducir a simple fachada.
Es justo después de este episodio cuando el narrador
comenta:
“Volvimos a casa cargados de paquetes” (132), como si, de pronto,
se acoplara al consumismo que él se ha empeñado en
imputar
exclusivamente a su esposa. En el informe La
sociedad española 1994-95, Amando de Miguel afirma que “[e]l
estilo de vida se manifiesta a través del ‘consumo de
ostentación’, esto es, el que se despliega para que los
demás lo perciban y secretamente lo envidien” (363). En el mismo
reporte, se sostiene que el sentimiento de integración del
español se ha reducido básicamente al consumo. Las
encuestas
revelan que, en 1995, el 68% de los españoles cree que “la gente
que le rodea se mueve fundamentalmente por dinero” (de Miguel 608) y,
consecuentemente, atribuye a otros su propio materialismo. Es
así como
el personaje del cuento que aquí se discute extiende sus propias
motivaciones a Bastos. De otro modo, no podría entenderse la
satisfacción que le produce ser testigo de la inmensa distancia
económica que lo separa de su viejo compañero de escuela.
Si el
móvil fundamental de todo ser humano es el dinero, entonces, de
acuerdo
con el sistema de valores del narrador, Bastos no puede evitar
envidiarlo.
La inquietud causada por haber visto a su antiguo camarada lo
lleva a
buscar una foto de la infancia donde precisamente aparecen los dos
amigos. El
narrador especifica que busca en la caja de fotos hasta dar con aquella
que
desea --o quizás teme-- volver a ver, aquella que se halla
relegada al
fondo, al final, como si guardase un secreto sólo revelable ante
sus
ojos. Busca una foto que, de acuerdo con la terminología
elaborada por
Roland Barthes, significa para él “una herida” (58), algo
que está ante nosotros no sólo para ser visto, sino que
también provoca sentimientos y pensamientos en quien la mira.
Para
Barthes, algunas fotos poseen algo que sale de ellas “como una
flecha” que nos lacera (64), algo que el crítico ha denominado punctum,
un elemento que nos perturba, que nos punza (65). Es precisamente el punctum
lo que nos lleva a distinguir una fotografía en particular de
entre
muchas otras, es lo que nos hace experimentar el goce o el dolor ante
lo
contemplado. Barthes llama “foto unaria” a aquella que, pudiendo
atraer poderosamente nuestro interés, no posee para el que la
mira ese punctum
que lo cautive o lo lastime. La fotografía unaria es aquella que
no hace
vacilar la realidad, puesto que no implica “ninguna disturbancia”
(85); es una foto que no nos transtorna porque no nos hiere (86).
De acuerdo con Barthes, “el punctum tiene . . . una
fuerza
de expansión. Esta fuerza es a menudo metonímica” (90),
es
decir, lo que vemos en la foto es dilatado a través de nuestro
pensamiento; la foto suscita en quien la observa unas emociones,
sentimientos y
pensamientos que desbordan el objeto fotografiado. Además de la
dispersión
metonímica, Barthes también señala la
expansión
paradójica del punctum, en el sentido de que
“permaneciendo
como ‘detalle’, llena toda la fotografía” (93). Ese
detalle, como nos explica Barthes, impregna nuestra
interpretación de la
foto en su totalidad; se trata de un pequeño elemento, que
podría
pasar inadvertido ante los ojos de otra persona, pero que, para quien
lo
percibe, hace que esa foto no sea una más entre otras (96). El
efecto
que produce en quien la mira “recala en una zona incierta” de uno
mismo (103). Lo interesante es que Barthes sostiene que el punctum
es
algo que nosotros, como observadores, le agregamos a la foto, pero que,
a pesar
de eso, ya estaba contenido en ella (105). Gracias a su efecto
expansivo, el punctum
de una fotografía “arrastra al espectador fuera de su marco . .
.
es entonces una especie de sutil más-allá-del-campo, como
si la
imagen lanzase el deseo más allá de lo que ella misma
muestra . .
.”, lo cual conlleva un juego por medio del cual fotografía y
observador se alientan recíprocamente, se estimulan a ir
más
allá del encuadre de la imagen reproducida (109).
La foto que el narrador finalmente rescata es una de sus
tiempos de
escuela, un tipo de fotografía que estandariza a los
fotografiados. Como
Marianne Hirsch explica, “Formal portrait photographs . . . equalize
their objects, attenuate singular traits in favor of promoting, through
similar
pose, dress, and expression, what must have been considered a
comforting
resemblance --a generational and class belonging that erases
particularity and
self” (262).
El narrador da una reseña detallada de la foto:
Treinta niños y un cura en las escaleras de entrada al
colegio.
En la fila de en medio estábamos nosotros dos, Bastos y yo. Yo
llevaba
el flequillo igualado a la altura de las cejas y miraba hacia la
cámara
con expresión temerosa. Bastos, en cambio tenía la cabeza
ladeada
y observaba con indiferencia algún objeto o persona situado a la
derecha
del fotógrafo. Había algo en nuestras respectivas
actitudes que
revelaba con nitidez cuál de los dos era superior y cuál
inferior. (132)
El breve comentario que el narrador añade al final de
su
descripción permite apreciar su concepción
jerárquica de
la vida y deja al descubierto lo que para él constituye el punctum
de la foto, aquello que lo atrae hacia ella y lo impulsa a buscarla,
aquello
que es capaz de sacarla de la indiferencia a la que podría
haberla
relegado su cualidad de fotografía homogeneizante. En un gesto
que busca
anular ese pasado de supuesto perdedor, el narrador destruye la foto:
“Sin pensarlo dos veces, rompí la foto. Eso me hizo sentir
mejor,
como si todo lo mediocre de mi pasado hubiera sido abolido limpia y
definitivamente” (132). Este arrebato puede considerarse la
manifestación física de la violencia que al narrador le
produce
saber que no puede modificar lo que ve en la foto: “La
Fotografía
es violenta no porque muestre violencias, sino porque cada vez llena
a la
fuerza la vista, y porque en ella nada puede ser rechazado ni
transformado
. . .” (Barthes 159).
En efecto, el narrador trata inútilmente de eliminar
una imagen
de sí, pero las fotos le gritan su propia verdad. Hirsch
ha
aseverado que “[t]he still picture freezes one moment and enshrines it
as
a timeless icon with determinative definitional power” (260). Y el poder específico de la
vieja foto consiste en mostrarle al personaje central lo que él
todavía es. É
A lo dicho cabe agregar que su encuentro casual con Bastos
ocurre en un
centro comercial, sitio que, de acuerdo a la terminología
elaborada por Marc
Augé, podríamos catalogar entre los “no lugares”, es
decir, espacios que “crean la contractualidad solitaria . . .”
(98), donde, a pesar de las multitudes, los sujetos se esquivan unos a
otros:
“Solo, pero semejante a los otros, el usuario del no lugar está
con ellos (o con los poderes que lo gobiernan) en una relación
contractual” (105). Beatriz Sarlo, por su parte, sostiene que todos y
cada uno de los grandes centros comerciales han sido planeados en
oposición al paisaje del centro de las ciudades, ya que en ellos
impera
la estética del mercado. De allí que todos los centros
comerciales, en cualquier lugar del mundo, sean básicamente lo
mismo:
“La constancia de las marcas internacionales y de las mercancías
se suman a la uniformidad de un espacio sin cualidades: un vuelo
interplanetario a Cacharel, Stephanel, Fiorucci, Kenzo, Guess y
McDonalds, en
una nave fletada bajo la insignia de los colores unidos de las
etiquetas del
mundo” (15). Todo en ellos está controlado: el aire, la
temperatura,
la luminosidad que evita la amenaza de cualquier conflicto entre luz y
sombra,
y siempre bajo la vigilancia de circuitos cerrados de
televisión.
“Como en una nave espacial, es posible realizar todas las actividades
reproductivas de la vida: se come, se bebe, se descansa, se consumen
símbolos y mercancías según instrucciones no
escritas pero
absolutamente claras” (15-16). En un centro comercial, el sentido de
orientación se pierde fácilmente, pues todo luce similar.
En todo
caso, en estos sitios deja de ser importante saber dónde se
está:
El shopping, si es un buen shopping, responde a un
ordenamiento total
pero, al mismo tiempo, debe dar una idea de libre recorrido: se trata
de la
ordenada deriva del mercado. . . . Como una nave espacial, el shopping
tiene
una relación indiferente con la ciudad que lo rodea: esa
ciudad
siempre es el espacio exterior, bajo la forma de autopista con villa
miseria al
lado, gran avenida, barrio suburbano o peatonal. . . . En el shopping
no
sólo se anula el sentido de orientación interna sino que
desaparece por completo la geografía urbana. A diferencia de las
cápsulas espaciales, los shoppings cierran sus muros a las
perspectivas
exteriores. . . el día y la noche no se diferencian: el tiempo
no pasa o
el tiempo que pasa es también un tiempo sin cualidades. (16-17)
Este cierre ante el mundo exterior encuentra su máxima
expresión, según Sarlo, en el hecho de que el centro
comercial se
propone a sí mismo como una ciudad alternativa, una “ciudad de
servicios miniaturizada, que se independiza soberanamente de las
tradiciones y
de su entorno”, una ciudad que se alza en oposición a las
verdaderas ciudades buscando reemplazarlas. La ciudad en miniatura
tiene como
característica fundamental la ahistoricidad, en el sentido de
que ha
sido construida tan a prisa que “no ha conocido vacilaciones, marchas y
contramarchas, correcciones, destrucciones, influencias de proyectos
más
amplios”. La única presencia histórica es meramente
decorativa, como el “preservacionismo fetichista de algunos muros como
cáscaras”. Si se deja la historia de lado, entonces la memoria
también desaparece; de allí que Sarlo sentencie:
“Evacuada
la historia como ‘detalle’, el shopping sufre una amnesia necesaria
a la buena marcha de sus negocios . . .” (18-19).
En “El rey de bastos”, éste es el tipo de lugar que
el narrador mayoritariamente frecuenta durante sus ratos de ocio. Su
existencia
se halla repartida entre el trabajo y el consumo, es decir, actividades
donde
lo económico es el centro gravitacional, quedando excluidas las
manifestaciones
humanas no emparentadas con este aspecto. El narrador no hace
referencias a
celebraciones familiares, ni a momentos de felicidad compartida con
amigos,
colegas, ni siquiera con su pequeño hijo. La ausencia del plano
afectivo
se extiende también hacia su pasado, pues, al contemplar la foto
de sus
tiempos escolares no rememora nada excepto su complejo de inferioridad.
Además de la incapacidad afectiva que parece marcar al
personaje,
también es apreciable una fuerte indiferencia social. Como se
desprende
de la citas de Augé y Sarlo, el centro comercial es el sitio del
individualismo y la evasión por excelencia, puesto que
allí
parecen haberse anulado todas las contradicciones sociales y donde toda
posibilidad de disenso queda excluida. Aunque la opinión
pública
celebró la modernización experimentada en la
España
post-franquista, no se trató de un reconocimiento exento de
crítica. Al esplendor vivido entre 1987 y 1991 le sigue un
empeoramiento
de la situación económica doméstica, comenzando en
1993
(del Campo 124). Para José Carlos Mainer, en materia de
ética
social, en España “se ha producido . . . una impúdica
exhibición de nuevos valores como la ambición del dinero,
el
éxito personal, la desatentada búsqueda de juventud, que
encandilan a amplios sectores del país y que asientan, como
ninguna otra
cosa, un horizonte moral de insolidaridad e individualismo que da de
bofetadas
con cualquier voluntad de Estado” (17-18).
La falta de cuestionamiento y conflicto que Sarlo advierte en
el centro
comercial permite homologar este sitio con el narrador de nuestro
relato, ya
que ambos involucran la cancelación del pensamiento
crítico.
Bastos, a la entrada del mall, disfrazado de rey mago, es un
llamado de
atención sobre las fuertes desigualdades sociales. El detalle de
los
mocasines gastados que para el narrador se ofrece como el elemento
revelador
del fracaso económico de Bastos y, por ende, la base de su
sensación triunfalista, no lo lleva a interrogarse por
qué su
ex-compañero debe desempeñarse en semejante clase de
trabajos. Lo
que ve no lo mueve a una reflexión de corte social ni a
preguntarse por
las causas que hacen que en un mismo espacio haya unos que pueden
disfrutar de
los beneficios del modelo económico neoliberal mientras otros
deben
ocultar su pobreza debajo de una máscara --única manera,
por lo
demás, de que un marginado económico pueda entrar a uno
de estos
centros: disimulando su condición real.
No obstante, Bastos se hace significativo cuando cubre su
identidad con
los majestuosos ropajes del personaje que representa: todos lo miran,
pues ha
dejado de ser Bastos para ser el rey. Gracias al disfraz, Bastos atrae
las
miradas de la gente y, específicamente, la del narrador. Esto le
confiere una cierta superioridad, invirtiéndose así,
irónicamente, las posiciones del hombre de éxito y del
fracasado.
Bastos sabe perfectamente quién es quién, y esto lo
convierte en
un peligro que inquieta al narrador. De allí que éste
busque
eliminar la mirada de Bastos, la que lo interpela desde el pasado
forzándolo a verse a sí mismo. Esto puede entenderse
desde lo que
W. J. T. Mitchell ha llamado “Medussa effect” (78-80), en el
sentido de que, así como sucedía con el personaje
mitológico que convertía en piedra a quien miraba, el
narrador de
este cuento experimenta repulsión y atracción, disgusto y
fascinación por la mirada de Bastos, lo que lo impele a ir
detrás
del objeto que lo intimida a fin de suprimirlo.
La fotografía escolar encarna un fragmento, una pieza
de la vida
del narrador: los recuerdos de su infancia provocados por la foto. Sin
embargo,
lo único que rememora es su animadversión. Si Bastos era
su mejor
amigo, entonces resulta extraño que el personaje no nos diga
qué
hacían juntos, cuáles eran sus juegos y pasatiempos
favoritos, ni
que refiera alguna anécdota que haga comprensible en qué
radicaba
su amistad.
El narrador contempla la foto como si ella contuviera una
verdad que
aguarda ser confirmada. Como Barthes señala, el fotógrafo
actúa como “el mediador de una verdad” (125), y la foto de
sus tiempos de escuela representa para el personaje principal aquella
que, en
términos barthianos, reúne “todos los predicados posibles
que constituyen la esencia . . .” del observador; se trata de una foto
“perfectamente esencial . . . ”, ya que rubrica “la ciencia
imposible del ser único” (126), ya sea el ser único
de
Bastos como del narrador, aquello que probablemente sólo
él
percibe como sus rasgos definitorios. Barthes asegura que “[t]oda
fotografía es un certificado de presencia” (151). El casual
encuentro del narrador con Bastos abre la puerta a un tiempo lejano que
queda
“certificado” en la foto escolar. Volver a mirar la
fotografía de la infancia no reconcilia al narrador con su
historia
personal, pues todo lo que desea es confirmar su éxito presente.
El narrador
define lo que él es en contra de Bastos. Sea en el pasado como
en el
presente, contempla su identidad en términos comparativos con
él.
Lo que la fotografía escolar exhibe ante sus ojos fascinados y,
a la
vez, temerosos no es sino lo que Ronald Barthes ha denominado el
“aire” de una cara, definido como “esa cosa exorbitante que
hace inducir el alma bajo el cuerpo . . .” (183), “la
expresión de la verdad . . .”, pero no de cualquier verdad, sino
aquella que atañe al sujeto retratado. Cuando una foto es capaz
de
mostrar el aire de alguien significa que ha sido capaz de mostrar su
alma, sin
máscaras, y exponer así lo que es “consustancial a su
rostro, cada día de su larga vida”, aquello que lo define
moralmente y que concurre para añadir a los rasgos
físicos una
impronta ética y un carácter; el aire en una
fotografía
nos permite reconocer la coincidencia entre el retratado y su identidad
más genuina (184-5).
Aunque el narrador es un hombre muy activo en lo tocante a su
trabajo,
se muestra atrapado en una suerte de indolencia. En él
prepondera un
carácter pasivo, lo que puede percibirse en todas las disculpas
que
ofrece en cuanto a que siempre son otros quienes le exigen hacer cosas
que no
desea, perfilándose como un juguete en manos de su esposa que lo
requiere para llevar a cabo todas las actividades consumistas que
parecen
marcar su vida. Lo que se advierte en la foto no es la “imagen
pública” que el narrador ha creado de sí, y él
debe
impedir que esa imagen exista o sea vista por otros. De este modo,
establece la
línea de demarcación entre lo que puede y no puede ser
visto.
Sin embargo, parece imposible borrar la propia historia. La
llegada de
una nueva fotografía una semana después --aquella tomada
en el
centro comercial-- obliga al narrador a mirar cara a cara lo
insoslayable:
“Era la foto del niño en las rodillas del rey mago. Con aquella
mirada temerosa, mi hijo no podía sino recordarme a mí
mismo, al
niño que yo era a su misma edad. El rey mago observaba a alguien
situado
a su izquierda, casi fuera de la foto. Ese alguien era yo, y en aquella
mirada
brillaba un desprecio antiguo y burlón que no me resultaba
desconocido” (132).
La foto que el narrador recibe desmiente la imagen que
él quiere
proyectar de sí mismo como triunfador, actuando así como
un
contradiscurso de la idea del éxito entendido como mero ascenso
económico. Aunque en ese contexto Bastos es un fracasado, la
foto
cuestiona la supuesta solidez del mundo creado por el narrador. Como
Hirsch asevera, “Photographs are perhaps best suited to demonstrating
the
ways in which we want to turn away from negativity and to convince
ourselves of
our plenitude --the photo is, of course, literally developed from a
negative” (265). Y esta
negatividad queda expuesta en lo que el narrador quiere tachar en la
primera
foto.
La mirada de Bastos tras el disfraz da cuenta de su
resistencia a
dejarse reducir a simple apariencia. Podemos preguntarnos qué
representa
mejor la actitud de Bastos ante la vida, sus zapatos viejos o el traje
de rey
mago. Evidentemente, lo que atrae las miradas sobre él en el
centro
comercial y lo convierte en un producto vendible es su imagen grandiosa
de rey.
Como Baudrillard advierte, “Toda la estrategia de la seducción
consiste en llevar las cosas a la apariencia pura, en hacerlas brillar
y
vaciarse en el juego de la apariencia . . .” (El otro por
sí mismo 53). Sin embargo, Bastos no se
vacía de sí mismo.
Cuando el narrador ve directamente a Bastos,
indiscutiblemente los
zapatos raídos son para él definitorios. Pero al
contemplarlo
mediatizado por la foto, no puede sino ver la actitud señorial
de su
ex-compañero de escuela, coincidiendo con Barthes cuando asevera
que
“algunas veces la Fotografía hace aparecer lo que nunca se
percibe
de un rostro real . . .” (177). De este modo, el vestuario de rey mago
funciona como una sinécdoque de Bastos, ya que pueden
perfectamente
tomarse los ropajes de rey como signo de lo que Bastos es: una persona
que se
sabe meritoria y digna de respeto, y que no requiere de una constante
ratificación
de su identidad, aunque sea un ser insignificante dentro del esquema de
los
vencedores dentro del sistema económico.
Cabe notar que nosotros, como lectores, no vemos ninguna de
las dos
fotografías. Lo que tenemos son las referencias impregnadas de
la subjetividad
del narrador, lo que acentúa que lo importante no son las fotos
en
sí, sino los comentarios que el personaje central hace de las
mismas. No
puede sostenerse que el narrador trace una descripción objetiva
de las
fotos, no sólo porque carecemos del material con el cual
podríamos contrastar lo que él dice, sino por toda la
carga
afectiva que él imprime en su interpretación y por el
intento de
destruir lo que él afirma vislumbrar en ellas. Como Marianne
Hirsch ha
postulado, “A picture described verbally is the same whether it
‘exists’ or not: the referent of the picture itself seems more
solid, but the referent of the description is more or less so according
to what
the narrator tells us” (264). La mirada
que él extiende hacia su pasado se fundamenta en la
identidad que él se ha forjado. Así, con estas
fotografías ocurre lo que Annette Kuhn afirma sobre las
fotografías familiares, las cuales “may affect to show us our
past, but what we do with them --how we use them-- is really about
today, not
yesterday” (citado en Hirsch 249).
En efecto, lo relevante es que el narrador construye en su
presente un
discurso de jerarquías que proyecta en las fotos, discurso a
partir del
cual busca auto-definirse. Marianne Hirsch sostiene que las
fotos pueden
ser “manipulated, transformed, mishandled, destroyed, and reinvented,
so
as to reveal what alternate stories may lie beneath their surfaces or
beyond
frames” (254). Cambiar
una fotografía es, ciertamente, una estrategia de
intervención.
El narrador quisiera transformar la foto, pero, como no puede, la
rompe, con la
esperanza de eliminar su pasado. Su acto busca negar una identidad que
lo
incomoda, para confirmar otra con la que se siente a gusto. Como
Barthes
sostiene, “en la Fotografía el poder de autentificación
prima sobre el poder de representación” (155), es decir constata
algo, y, en el caso de “El rey de bastos”, lo que la foto acredita
es el complejo de inferioridad que el narrador no ha logrado vencer,
punzando
nuevamente su herida.
Como conclusión podemos decir que el narrador de “El rey de bastos”
trata de mediar entre su presente y su pasado a fin de reescribir sus
recuerdos
en favor de representaciones que calcen mejor con la nueva vida que
tiene y que
desea preservar. Construye su identidad actual como contestación
a la
percepción que tiene de su propia niñez. Re-enmarca la
foto de la
infancia a la luz de su reencuentro con Bastos. Revisita su historia buscando confirmar su
cómoda y acrítica posición del presente. No
obstante, lo
único que logra es descubrir que su ex-compañero no
necesita de
signos externos que confirmen su valía, mientras que él,
atado a
las normas dictadas por el mercado, no puede liberarse de sus roles de
productor y consumidor. Aunque las fotos pudieran marcar la
relación del
narrador con su pasado y con un futuro, no se trata de un porvenir que
él quiera escoger, pues para ello tendría que tomar su
vida en
sus propias manos y auto-construirse lúcidamente, más
allá
de los juegos de apariencias y de una concepción
jerárquica de la
vida.
En “El rey de bastos”, Ignacio Martínez de
Pisón se concentra en un personaje que ha roto lazos con un
entorno
político y social. De este modo, el aire ilusorio que los
críticos han percibido en la narrativa del autor bien
podría
deberse, según la interpretación que en este estudio se
realiza,
al absurdo al que pueden llegar quienes se han deshecho de referentes
colectivos. El narrador de esta historia queda reducido a una suerte de
reclusión individualista, que lo conduce a la pérdida de
un
sentido de comunidad, no pudiendo abrirse a un cuestionamiento social
que lo
vincule solidariamente con los otros. El pasado, representado por la
foto que
él tiene el cuidado de mantener fuera de su vista, se impone,
poniendo
de manifiesto que aunque la pérdida de los referentes
históricos
sea sistemáticamente buscada, los fantasmas del pasado, tarde o
temprano, se manifiestan, perturbando la tranquilidad del presente. En
“El rey de bastos”, Martínez de Pisón logra
magistralmente crear una alegoría que desborda lo escueto del
relato
para, desde su concisión, erguirse como un espejo donde la
sociedad
española pueda mirarse a sí misma, de igual manera que el
personaje de la narración se contempla en la foto de su pasado,
y
así, al percibir “la herida” de la imagen vislumbrada, al
observar esa “emanación del referente”, se deje mirar
“directamente a los ojos”.
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