Fotos que perturban: la inquietante irrupción del pasado en

“El rey de bastos” de Ignacio Martínez de Pisón

 

 

Vilma Navarro-Daniels

Washington State University

 

 

La foto es literalmente una emanación del referente.

....la Fotografía tiene el poder ....de mirarme directamente a los ojos.

Roland Barthes, La cámara lúcida


Se nos informa que la ciudadanía se constituye en el mercado y, en consecuencia,

los shoppings pueden ser vistos como los monumentos de un nuevo civismo . . .

Beatriz Sarlo, “El Centro comercial”

 

 

Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) es uno de los escritores que ven la luz pública durante la década de los ochenta, momento en que, según Ramón Acín, se genera una suerte de súbito florecimiento de la narrativa española (107) con la nueva generación de novelistas, en la cual Robert C. Spires incluye a Alejandro Gándara, Lourdes Ortiz, José María Guelbenzu, José María Merino, Juan José Millás, Eduardo Mendoza, Beatriz Pottecher, Jesús Ferrero, Cristina Fernández Cubas, Adelaida García Morales, Julián Ríos, Antonio Muñoz Molina, Soledad Puértolas entre muchos más (25). Con todo, sería inadecuado catalogar a Ignacio Martínez de Pisón únicamente como novelista. Parte fundamental de su obra la constituye su narrativa breve, la cual ha sido publicada separadamente en diversos tipos de medios, en antologías que reúnen relatos de varios escritores, y también en colecciones de cuentos exclusivamente del autor. “El rey de bastos”, uno de los mejores ejemplos de su narrativa breve, es el foco del presente estudio. Como lo ha entendido Spires, la apuesta escritural de Martínez de Pisón se enmarca en una estética posmoderna, básicamente, por dos características: Martínez de Pisón yuxtapone formas literarias que no guardan relación entre sí y rompe con los límites de lo racional a tal punto,

 

[que] nos mete en un mundo que es a la vez conocido y desconocido, donde la razón compite de igual a igual con la sinrazón. Se vale conscienzudamente de las convenciones del pasado y de la cultura popular de masas. Pero no imita tales convenciones sino que las viola. Mezcla y yuxtapone lo popular con lo culto, lo realista con lo fantástico, logrando así proyectar una voz “nueva,” una sensibilidad acorde con la moda ya mundial de rechazar la estructuración compleja pero siempre con base racional al llamado modernismo europeo. (26-7)

 

Ramón Acín, entre las múltiples características que destaca en la narrativa de Martínez de Pisón, subraya la presencia de “[l]a intensidad psicológica y la perversión mental centradas en unas relaciones establecidas sobre la dominación donde asoma la perspectiva agria del sadismo . . .” (108), lo que se aprecia de manera profunda en “El rey de bastos”. Esta crueldad se vincula con la inhumanidad y desprecio hacia quienes son considerados inferiores en términos sociales y económicos, cuestionando un individualismo extremo que incita a cortar nexos con problemas que van más allá del sujeto considerado aisladamente. La dominación es presentada como una “dialéctica del amo y el esclavo, del vencedor y el humillado . . .” (Acín 125), explotando posibles variantes sobre las relaciones humanas que hacen que unos sujetos se sometan a otros. No sería desatinado suponer que la dialéctica amo-esclavo pudiera aludir indirectamente a resabios de la experiencia dictatorial vivida en España, ya que, al reproducir el esquema autoritario, pone de relieve en qué medida la lógica de dominación impuesta por décadas caló hondo y ha permanecido en la psicología del país, aun cuando la figura del dictador haya desaparecido. 

Por otra parte, la pérdida de referentes colectivos que singulariza a los personajes de Martínez de Pisón los conduce a una suerte de absurdo, a una existencia que no parece tener propósito, en la cual las fronteras entre la realidad y la fantasía comienzan a volverse borrosas. Esta nota distintiva de la narrativa del autor ha sido vista por la crítica como un signo de elementos fantásticos (Acín; Spires). Sin embargo, en este estudio se verá que, sin negar lo sostenido por los críticos, ese aire ilusorio que envuelve la ficción creada por Martínez de Pisón guarda una estrecha relación con la atomización del individuo y la reducción de sus roles sociales a aquellos relacionados con la producción y el consumo. Es así como en “El rey de bastos”, el autor introduce al lector en la mente de un sujeto que bien puede representar un prototipo del exitismo económico vivido en España durante la transición a la democracia.

A lo dicho debe sumarse el especial tratamiento que nuestro autor hace de la dimensión temporal; como Acín afirma, Martínez de Pisón emplea “el uso temático del paso del tiempo como motor y explicación de un nuevo estado vital que conforma y define al protagonista o protagonistas de sus obras” (110), valorando la importancia de la historia y del pasado, y la imposibilidad de aniquilarlos. Lo anterior puede materializarse, en el caso de “El rey de Bastos”, en el reencuentro con un ex-compañero de escuela o la búsqueda de una vieja fotografía ya olvidada. Este aspecto fundamental de la narrativa de Martínez de Pisón la convierte en una suerte de contradiscurso de la sistemática negación de la memoria histórica promovida durante los años de los gobiernos de Felipe González --lo que se ha dado en llamar “el pacto de olvido”.

Para añadir todavía más complejidad, cabe destacar que muchos de los personajes diseñados por el escritor suelen realizar una serie de juegos de actuación que los lleva a encubrir, aparentar y también a revelar identidades. Como señala Ramón Acín, cada uno de los personajes creados por Martínez de Pisón se inventa “su propia máscara” (110), a través de la cual intentará forjar su propia identidad o moldear la de los otros, lo cual le infunde un carácter marcadamente metadrámatico a las obras. En el cuento elegido para este estudio, el autor se vale precisamente de un juego de máscaras, representaciones y fingimientos no sólo para crear una atmósfera de irrealidad, sino, fundamentalmente, para poner en evidencia lo absurda e inconexa que puede llegar a ser la existencia humana cuando se rinde ante lo que Jean Baudrillard ha denominado “la huelga de los acontecimientos”, es decir la no ocurrencia de eventos o hechos singulares y diversos que, por lo mismo, sean distinguibles unos de otros y que no se disuelvan en una masa indiferenciada (La ilusión del fin 155). En “El rey de bastos”, encontramos personajes que representan papeles, así como dos fotografías que, descritas por el personaje principal, bien pueden considerarse como un intertexto con el cual él tendrá que enfrentarse para encarar su propia realidad.

“El rey de bastos”, publicado en Foto de familia (1998), es uno de los relatos más breves de Ignacio Martínez de Pisón. Su personaje principal  --un narrador en primera persona que nos interpela directamente y que nunca nos revela su nombre-- nos refiere un hecho acaecido un año antes, durante la época navideña, en un centro comercial atestado de gente. En este entorno, el narrador descubre que el hombre bajo el disfraz del rey mago que posa con los niños para la tradicional foto de Navidad, no es otro que Bastos, un ex-compañero de escuela y su mejor amigo durante la infancia. El narrador disfruta destacando los signos que hacen aparecer a Bastos como inferior a él en términos económicos: el trabajo de temporada y los zapatos gastados que asoman bajo el disfraz delatan, sin lugar a dudas, el fracaso de Bastos en una sociedad donde el éxito económico parece ser, si no la única, al menos una de las metas fundamentales. Una vez en casa, el narrador busca y destruye una foto de sus tiempos escolares, queriendo eliminar un pasado en el que se percibe a sí mismo como mediocre. Sin embargo, una semana después, la llegada de la foto de su hijo con el rey mago le confirma su sentimiento de inferioridad reflejada en la mirada temerosa del niño, mientras Bastos posa con aire confiado.

Aunque el cuento es muy sucinto, el autor perfila de manera contundente al personaje principal. El narrador se autodefine como una persona ligada de manera casi obsesiva al mundo del trabajo, tanto que detesta todo lo que pueda alejarlo de sus deberes laborales. La narración se inicia con esta declaración de principios: “Odio los días festivos porque me alejan del despacho” (129). Llama la atención que el narrador utilice permanentemente un vocabulario que busca mostrarlo desinteresado por las actividades relativas al consumo y a la apariencia, lo que es puesto en entredicho dada la atención que presta a los zapatos ajados de Bastos. Se presenta como forzado a ir de compras, mirar escaparates, probarse ropa, señalando constantemente que su esposa lo obliga a hacerlo, o que ha sido persuadido por ella sobre la necesidad de comprar regalos navideños. No escatima esfuerzos a la hora de pormenorizar sus propias manifestaciones de agobio con las que, supuestamente, protesta para expresar su inconformidad con el rito anual del consumo: “Tendrían que ver en esas ocasiones mi cara de disgusto. Me pruebo con desgana las prendas que mi mujer escoge, expreso a regañadientes las opiniones que me solicita, empiezo a soltar bufidos en cuanto la veo indecisa” (130). Muchas veces, busca pretextos para esperar en la calle, siendo éste el contexto en que reseña lo ocurrido un año antes.

El escenario es uno de los grandes almacenes que se atiborra de gente en la época previa a la Navidad. Para evitar la aglomeración, el narrador utiliza como excusa sus deseos de que su hijo se tome una foto con el rey mago que está a la entrada del centro comercial, iniciativa que su esposa aprueba. De este modo, el narrador y su hijo Santi se ponen en la fila de los que esperan turno para sacarse la foto. El narrador describe el traje del rey mago en todo su esplendor:

 

Aquel rey mago llevaba puesta una gran corona dorada que, en su parte superior, se cerraba en una especie de acerico de terciopelo. Su melena y sus barbas tenían la longitud y el color reglamentarios: largas y blanquísimas. El resto de su indumentaria estaba compuesto por una capa de raso azul celeste, una amplia túnica roja y un cordón trenzado en torno a la cintura. (130)

 

Sin embargo, es el propio narrador quien se encarga de rebajar la figura del personaje que acaba de trazar: “En contradicción con todo ello, unos mocasines más bien gastados asomaban por el extremo de la túnica y desmentían el ilusorio esplendor del personaje” (130). El detalle de los zapatos da cuenta a lo menos de dos cosas: el paso del tiempo y la diferencia de clases sociales, ambos aspectos relevantes en el desarrollo de esta historia.

Por otro lado, el narrador anota que el rey mago hacía a los niños una serie de preguntas previsibles, indiferentes, evidenciando que el hombre bajo esos ropajes representa un papel. Con todo, no se trata de un actor, sino probablemente de una persona con una situación económica precaria, que aprovecha este tipo de trabajos temporales, tan inestables como su situación misma. Provisto del difraz, en él se opera un doble movimiento: por una parte, se incorpora al sistema de consumo al hacerse parte de una mercancía (la foto), pero, por otra, es precisamente el producto del cual hace parte lo que pone en evidencia su estatus de marginal. La fotografía para la cual posa lo coloca, sin lugar a equívocos, entre los que no han logrado treparse a los hombros de la modernidad económica del país.  

En La cámara lúcida, Roland Barthes alude a la foto en su calidad de objeto de compra y venta, distinguiendo la foto mercantil de aquella que induce a pensar. En la primera, el sentido de la foto debe ser claro y distinto, justamente por su naturaleza comercial. Las otras, en cambio, son aquellas fotos que hablan demasiado, que hacen reflexionar o sugieren un sentido diverso de lo directamente observado en la foto. Este tipo de fotografía, catalogado por Barthes como subversiva, no lo es porque asuste, transtorne o estigmatice, sino porque es “pensativa” (81). Y es éste el tipo de foto que es desterrado del centro comercial, lo que, como se verá más adelante, ayuda a denotar el centro comercial como un lugar de escapismo. 

Repentinamente, bajo el disfraz del rey mago, el narrador reconoce a Bastos, a pesar de que han transcurrido treinta años desde la última vez que se vieron. Aunque el narrador menciona muy al paso la emoción del pequeño Santi ante la perspectiva de posar sentado en las rodillas del regio personaje, toda su atención se concentra en Bastos y en los recuerdos e impresiones que este encuentro le suscita, haciéndonos partícipes de su resentimiento. Por un lado, asevera que Bastos fue su mejor amigo en el colegio, agregando que el muchacho era “el mejor en todo, el que mejor jugaba al fútbol, el que mejor tocaba la guitarra, el más gamberro y más brillante” (131). El narrador se compara a su amigo y reconoce que, por el contrario, él no presentaba ninguna de estas características, viendo en ello una explicación de por qué él recuerda y reconoce a Bastos mientras que éste último no hace lo propio: “Mi amistad no debió de ser memorable . . .” (131). Sin embargo, no tarda en hacer una nueva comparación, no ya en tiempo pretérito, sino en relación al presente:

 

Una breve punzada en el estómago precedió a una secreta pero intensa satisfacción. Yo era un segundón entonces, pero cómo había cambiado todo. Si nos hubiéramos conocido más tarde, habría sido al revés: yo me habría olvidado de él, y él me seguiría recordando. Pensé: «Tengo doce empleados en mi despacho. El oficial, los auxiliares, las secretarias, el notificador. Él ni siquiera tendría un sitio en mi jerarquía. Detrás del último, ahí está él, con sus zapatos gastados y su barba postiza». Me devolvió Bastos a mi hijo, nuevamente sin reconocerme. «Sí, Bastos, eras el rey y lo sigues siendo», bromeé para mis adentros, y una sensación de bienestar recorrió todo mi cuerpo. (131-2)

 

El narrador se mueve en un mundo de apariencias y, por lo mismo, observa a Bastos evaluándolo, buscando restringirlo a su mero aspecto visible. La imagen del rey mago intenta atrapar la mirada de posibles clientes y, para ello, debe desaparecer la persona que soporta el disfraz. Como Jean Baudrillard sostiene, “[l]a superficie y la apariencia son el espacio de la seducción. Al poder como dominio del universo del sentido se opone la seducción como dominio de las apariencias” (El otro por sí mismo 53). Sin embargo, como se verá, Bastos no se deja reducir a simple fachada.

Es justo después de este episodio cuando el narrador comenta: “Volvimos a casa cargados de paquetes” (132), como si, de pronto, se acoplara al consumismo que él se ha empeñado en imputar exclusivamente a su esposa. En el informe La sociedad española 1994-95, Amando de Miguel afirma que “[e]l estilo de vida se manifiesta a través del ‘consumo de ostentación’, esto es, el que se despliega para que los demás lo perciban y secretamente lo envidien” (363). En el mismo reporte, se sostiene que el sentimiento de integración del español se ha reducido básicamente al consumo. Las encuestas revelan que, en 1995, el 68% de los españoles cree que “la gente que le rodea se mueve fundamentalmente por dinero” (de Miguel 608) y, consecuentemente, atribuye a otros su propio materialismo. Es así como el personaje del cuento que aquí se discute extiende sus propias motivaciones a Bastos. De otro modo, no podría entenderse la satisfacción que le produce ser testigo de la inmensa distancia económica que lo separa de su viejo compañero de escuela. Si el móvil fundamental de todo ser humano es el dinero, entonces, de acuerdo con el sistema de valores del narrador, Bastos no puede evitar envidiarlo. 

La inquietud causada por haber visto a su antiguo camarada lo lleva a buscar una foto de la infancia donde precisamente aparecen los dos amigos. El narrador especifica que busca en la caja de fotos hasta dar con aquella que desea --o quizás teme-- volver a ver, aquella que se halla relegada al fondo, al final, como si guardase un secreto sólo revelable ante sus ojos. Busca una foto que, de acuerdo con la terminología elaborada por Roland Barthes, significa para él “una herida” (58), algo que está ante nosotros no sólo para ser visto, sino que también provoca sentimientos y pensamientos en quien la mira. Para Barthes, algunas fotos poseen algo que sale de ellas “como una flecha” que nos lacera (64), algo que el crítico ha denominado punctum, un elemento que nos perturba, que nos punza (65). Es precisamente el punctum lo que nos lleva a distinguir una fotografía en particular de entre muchas otras, es lo que nos hace experimentar el goce o el dolor ante lo contemplado. Barthes llama “foto unaria” a aquella que, pudiendo atraer poderosamente nuestro interés, no posee para el que la mira ese punctum que lo cautive o lo lastime. La fotografía unaria es aquella que no hace vacilar la realidad, puesto que no implica “ninguna disturbancia” (85); es una foto que no nos transtorna porque no nos hiere (86).

De acuerdo con Barthes, “el punctum tiene . . . una fuerza de expansión. Esta fuerza es a menudo metonímica” (90), es decir, lo que vemos en la foto es dilatado a través de nuestro pensamiento; la foto suscita en quien la observa unas emociones, sentimientos y pensamientos que desbordan el objeto fotografiado. Además de la dispersión metonímica, Barthes también señala la expansión paradójica del punctum, en el sentido de que “permaneciendo como ‘detalle’, llena toda la fotografía” (93). Ese detalle, como nos explica Barthes, impregna nuestra interpretación de la foto en su totalidad; se trata de un pequeño elemento, que podría pasar inadvertido ante los ojos de otra persona, pero que, para quien lo percibe, hace que esa foto no sea una más entre otras (96). El efecto que produce en quien la mira “recala en una zona incierta” de uno mismo (103). Lo interesante es que Barthes sostiene que el punctum es algo que nosotros, como observadores, le agregamos a la foto, pero que, a pesar de eso, ya estaba contenido en ella (105). Gracias a su efecto expansivo, el punctum de una fotografía “arrastra al espectador fuera de su marco . . . es entonces una especie de sutil más-allá-del-campo, como si la imagen lanzase el deseo más allá de lo que ella misma muestra . . .”, lo cual conlleva un juego por medio del cual fotografía y observador se alientan recíprocamente, se estimulan a ir más allá del encuadre de la imagen reproducida (109).

La foto que el narrador finalmente rescata es una de sus tiempos de escuela, un tipo de fotografía que estandariza a los fotografiados. Como Marianne Hirsch explica, “Formal portrait photographs . . . equalize their objects, attenuate singular traits in favor of promoting, through similar pose, dress, and expression, what must have been considered a comforting resemblance --a generational and class belonging that erases particularity and self” (262).

El narrador da una reseña detallada de la foto:

 

Treinta niños y un cura en las escaleras de entrada al colegio. En la fila de en medio estábamos nosotros dos, Bastos y yo. Yo llevaba el flequillo igualado a la altura de las cejas y miraba hacia la cámara con expresión temerosa. Bastos, en cambio tenía la cabeza ladeada y observaba con indiferencia algún objeto o persona situado a la derecha del fotógrafo. Había algo en nuestras respectivas actitudes que revelaba con nitidez cuál de los dos era superior y cuál inferior. (132)

 

El breve comentario que el narrador añade al final de su descripción permite apreciar su concepción jerárquica de la vida y deja al descubierto lo que para él constituye el punctum de la foto, aquello que lo atrae hacia ella y lo impulsa a buscarla, aquello que es capaz de sacarla de la indiferencia a la que podría haberla relegado su cualidad de fotografía homogeneizante. En un gesto que busca anular ese pasado de supuesto perdedor, el narrador destruye la foto: “Sin pensarlo dos veces, rompí la foto. Eso me hizo sentir mejor, como si todo lo mediocre de mi pasado hubiera sido abolido limpia y definitivamente” (132). Este arrebato puede considerarse la manifestación física de la violencia que al narrador le produce saber que no puede modificar lo que ve en la foto: “La Fotografía es violenta no porque muestre violencias, sino porque cada vez llena a la fuerza la vista, y porque en ella nada puede ser rechazado ni transformado . . .” (Barthes 159).

En efecto, el narrador trata inútilmente de eliminar una imagen de sí, pero las fotos le gritan su propia verdad. Hirsch ha aseverado que “[t]he still picture freezes one moment and enshrines it as a timeless icon with determinative definitional power” (260). Y el poder específico de la vieja foto consiste en mostrarle al personaje central lo que él todavía es. Él no ha cambiado, y un signo inequívoco de su inmadurez es ese dejarse llevar y hacer cualquier cosa, sin tomar sus propias decisiones. Cree ser exitoso, pero hay evidentes signos de fracaso en su vida, como su aseveración de que entre su esposa y él hay muy poco en común. Lo único que parece motivarlo es su trabajo, aun cuando no lo describe en términos de las tareas que realiza sino más bien en cuanto al número de empleados que tiene a su disposición, revelando su tendencia a enmarcar las relaciones interpersonales en la dialéctica amo-esclavo. Finalmente, cuando alude a las festividades y las actividades a ellas relacionadas, todo se concentra en las compras que su esposa hace. El consumismo se erige así en el único pasatiempo mencionado en el cuento.

A lo dicho cabe agregar que su encuentro casual con Bastos ocurre en un centro comercial, sitio que, de acuerdo a la terminología elaborada por Marc Augé, podríamos catalogar entre los “no lugares”, es decir, espacios que “crean la contractualidad solitaria . . .” (98), donde, a pesar de las multitudes, los sujetos se esquivan unos a otros: “Solo, pero semejante a los otros, el usuario del no lugar está con ellos (o con los poderes que lo gobiernan) en una relación contractual” (105). Beatriz Sarlo, por su parte, sostiene que todos y cada uno de los grandes centros comerciales han sido planeados en oposición al paisaje del centro de las ciudades, ya que en ellos impera la estética del mercado. De allí que todos los centros comerciales, en cualquier lugar del mundo, sean básicamente lo mismo: “La constancia de las marcas internacionales y de las mercancías se suman a la uniformidad de un espacio sin cualidades: un vuelo interplanetario a Cacharel, Stephanel, Fiorucci, Kenzo, Guess y McDonalds, en una nave fletada bajo la insignia de los colores unidos de las etiquetas del mundo” (15). Todo en ellos está controlado: el aire, la temperatura, la luminosidad que evita la amenaza de cualquier conflicto entre luz y sombra, y siempre bajo la vigilancia de circuitos cerrados de televisión. “Como en una nave espacial, es posible realizar todas las actividades reproductivas de la vida: se come, se bebe, se descansa, se consumen símbolos y mercancías según instrucciones no escritas pero absolutamente claras” (15-16). En un centro comercial, el sentido de orientación se pierde fácilmente, pues todo luce similar. En todo caso, en estos sitios deja de ser importante saber dónde se está:

 

El shopping, si es un buen shopping, responde a un ordenamiento total pero, al mismo tiempo, debe dar una idea de libre recorrido: se trata de la ordenada deriva del mercado. . . . Como una nave espacial, el shopping tiene una relación indiferente con la ciudad que lo rodea: esa ciudad siempre es el espacio exterior, bajo la forma de autopista con villa miseria al lado, gran avenida, barrio suburbano o peatonal. . . . En el shopping no sólo se anula el sentido de orientación interna sino que desaparece por completo la geografía urbana. A diferencia de las cápsulas espaciales, los shoppings cierran sus muros a las perspectivas exteriores. . . el día y la noche no se diferencian: el tiempo no pasa o el tiempo que pasa es también un tiempo sin cualidades. (16-17)

 

Este cierre ante el mundo exterior encuentra su máxima expresión, según Sarlo, en el hecho de que el centro comercial se propone a sí mismo como una ciudad alternativa, una “ciudad de servicios miniaturizada, que se independiza soberanamente de las tradiciones y de su entorno”, una ciudad que se alza en oposición a las verdaderas ciudades buscando reemplazarlas. La ciudad en miniatura tiene como característica fundamental la ahistoricidad, en el sentido de que ha sido construida tan a prisa que “no ha conocido vacilaciones, marchas y contramarchas, correcciones, destrucciones, influencias de proyectos más amplios”. La única presencia histórica es meramente decorativa, como el “preservacionismo fetichista de algunos muros como cáscaras”. Si se deja la historia de lado, entonces la memoria también desaparece; de allí que Sarlo sentencie: “Evacuada la historia como ‘detalle’, el shopping sufre una amnesia necesaria a la buena marcha de sus negocios . . .” (18-19).

En “El rey de bastos”, éste es el tipo de lugar que el narrador mayoritariamente frecuenta durante sus ratos de ocio. Su existencia se halla repartida entre el trabajo y el consumo, es decir, actividades donde lo económico es el centro gravitacional, quedando excluidas las manifestaciones humanas no emparentadas con este aspecto. El narrador no hace referencias a celebraciones familiares, ni a momentos de felicidad compartida con amigos, colegas, ni siquiera con su pequeño hijo. La ausencia del plano afectivo se extiende también hacia su pasado, pues, al contemplar la foto de sus tiempos escolares no rememora nada excepto su complejo de inferioridad.

Además de la incapacidad afectiva que parece marcar al personaje, también es apreciable una fuerte indiferencia social. Como se desprende de la citas de Augé y Sarlo, el centro comercial es el sitio del individualismo y la evasión por excelencia, puesto que allí parecen haberse anulado todas las contradicciones sociales y donde toda posibilidad de disenso queda excluida. Aunque la opinión pública celebró la modernización experimentada en la España post-franquista, no se trató de un reconocimiento exento de crítica. Al esplendor vivido entre 1987 y 1991 le sigue un empeoramiento de la situación económica doméstica, comenzando en 1993 (del Campo 124). Para José Carlos Mainer, en materia de ética social, en España “se ha producido . . . una impúdica exhibición de nuevos valores como la ambición del dinero, el éxito personal, la desatentada búsqueda de juventud, que encandilan a amplios sectores del país y que asientan, como ninguna otra cosa, un horizonte moral de insolidaridad e individualismo que da de bofetadas con cualquier voluntad de Estado” (17-18).

La falta de cuestionamiento y conflicto que Sarlo advierte en el centro comercial permite homologar este sitio con el narrador de nuestro relato, ya que ambos involucran la cancelación del pensamiento crítico. Bastos, a la entrada del mall, disfrazado de rey mago, es un llamado de atención sobre las fuertes desigualdades sociales. El detalle de los mocasines gastados que para el narrador se ofrece como el elemento revelador del fracaso económico de Bastos y, por ende, la base de su sensación triunfalista, no lo lleva a interrogarse por qué su ex-compañero debe desempeñarse en semejante clase de trabajos. Lo que ve no lo mueve a una reflexión de corte social ni a preguntarse por las causas que hacen que en un mismo espacio haya unos que pueden disfrutar de los beneficios del modelo económico neoliberal mientras otros deben ocultar su pobreza debajo de una máscara --única manera, por lo demás, de que un marginado económico pueda entrar a uno de estos centros: disimulando su condición real.

No obstante, Bastos se hace significativo cuando cubre su identidad con los majestuosos ropajes del personaje que representa: todos lo miran, pues ha dejado de ser Bastos para ser el rey. Gracias al disfraz, Bastos atrae las miradas de la gente y, específicamente, la del narrador. Esto le confiere una cierta superioridad, invirtiéndose así, irónicamente, las posiciones del hombre de éxito y del fracasado. Bastos sabe perfectamente quién es quién, y esto lo convierte en un peligro que inquieta al narrador. De allí que éste busque eliminar la mirada de Bastos, la que lo interpela desde el pasado forzándolo a verse a sí mismo. Esto puede entenderse desde lo que W. J. T. Mitchell ha llamado “Medussa effect” (78-80), en el sentido de que, así como sucedía con el personaje mitológico que convertía en piedra a quien miraba, el narrador de este cuento experimenta repulsión y atracción, disgusto y fascinación por la mirada de Bastos, lo que lo impele a ir detrás del objeto que lo intimida a fin de suprimirlo.

La fotografía escolar encarna un fragmento, una pieza de la vida del narrador: los recuerdos de su infancia provocados por la foto. Sin embargo, lo único que rememora es su animadversión. Si Bastos era su mejor amigo, entonces resulta extraño que el personaje no nos diga qué hacían juntos, cuáles eran sus juegos y pasatiempos favoritos, ni que refiera alguna anécdota que haga comprensible en qué radicaba su amistad.

El narrador contempla la foto como si ella contuviera una verdad que aguarda ser confirmada. Como Barthes señala, el fotógrafo actúa como “el mediador de una verdad” (125), y la foto de sus tiempos de escuela representa para el personaje principal aquella que, en términos barthianos, reúne “todos los predicados posibles que constituyen la esencia . . .” del observador; se trata de una foto “perfectamente esencial . . . ”, ya que rubrica “la ciencia imposible del ser único” (126), ya sea el ser único de Bastos como del narrador, aquello que probablemente sólo él percibe como sus rasgos definitorios. Barthes asegura que “[t]oda fotografía es un certificado de presencia” (151). El casual encuentro del narrador con Bastos abre la puerta a un tiempo lejano que queda “certificado” en la foto escolar. Volver a mirar la fotografía de la infancia no reconcilia al narrador con su historia personal, pues todo lo que desea es confirmar su éxito presente. El narrador define lo que él es en contra de Bastos. Sea en el pasado como en el presente, contempla su identidad en términos comparativos con él. Lo que la fotografía escolar exhibe ante sus ojos fascinados y, a la vez, temerosos no es sino lo que Ronald Barthes ha denominado el “aire” de una cara, definido como “esa cosa exorbitante que hace inducir el alma bajo el cuerpo . . .” (183), “la expresión de la verdad . . .”, pero no de cualquier verdad, sino aquella que atañe al sujeto retratado. Cuando una foto es capaz de mostrar el aire de alguien significa que ha sido capaz de mostrar su alma, sin máscaras, y exponer así lo que es “consustancial a su rostro, cada día de su larga vida”, aquello que lo define moralmente y que concurre para añadir a los rasgos físicos una impronta ética y un carácter; el aire en una fotografía nos permite reconocer la coincidencia entre el retratado y su identidad más genuina (184-5). 

Aunque el narrador es un hombre muy activo en lo tocante a su trabajo, se muestra atrapado en una suerte de indolencia. En él prepondera un carácter pasivo, lo que puede percibirse en todas las disculpas que ofrece en cuanto a que siempre son otros quienes le exigen hacer cosas que no desea, perfilándose como un juguete en manos de su esposa que lo requiere para llevar a cabo todas las actividades consumistas que parecen marcar su vida. Lo que se advierte en la foto no es la “imagen pública” que el narrador ha creado de sí, y él debe impedir que esa imagen exista o sea vista por otros. De este modo, establece la línea de demarcación entre lo que puede y no puede ser visto.

Sin embargo, parece imposible borrar la propia historia. La llegada de una nueva fotografía una semana después --aquella tomada en el centro comercial-- obliga al narrador a mirar cara a cara lo insoslayable: “Era la foto del niño en las rodillas del rey mago. Con aquella mirada temerosa, mi hijo no podía sino recordarme a mí mismo, al niño que yo era a su misma edad. El rey mago observaba a alguien situado a su izquierda, casi fuera de la foto. Ese alguien era yo, y en aquella mirada brillaba un desprecio antiguo y burlón que no me resultaba desconocido” (132).

La foto que el narrador recibe desmiente la imagen que él quiere proyectar de sí mismo como triunfador, actuando así como un contradiscurso de la idea del éxito entendido como mero ascenso económico. Aunque en ese contexto Bastos es un fracasado, la foto cuestiona la supuesta solidez del mundo creado por el narrador. Como Hirsch asevera, “Photographs are perhaps best suited to demonstrating the ways in which we want to turn away from negativity and to convince ourselves of our plenitude --the photo is, of course, literally developed from a negative” (265). Y esta negatividad queda expuesta en lo que el narrador quiere tachar en la primera foto.

La mirada de Bastos tras el disfraz da cuenta de su resistencia a dejarse reducir a simple apariencia. Podemos preguntarnos qué representa mejor la actitud de Bastos ante la vida, sus zapatos viejos o el traje de rey mago. Evidentemente, lo que atrae las miradas sobre él en el centro comercial y lo convierte en un producto vendible es su imagen grandiosa de rey. Como Baudrillard advierte, “Toda la estrategia de la seducción consiste en llevar las cosas a la apariencia pura, en hacerlas brillar y vaciarse en el juego de la apariencia . . .” (El otro por sí mismo 53). Sin embargo, Bastos no se vacía de sí mismo.

Cuando el narrador ve directamente a Bastos, indiscutiblemente los zapatos raídos son para él definitorios. Pero al contemplarlo mediatizado por la foto, no puede sino ver la actitud señorial de su ex-compañero de escuela, coincidiendo con Barthes cuando asevera que “algunas veces la Fotografía hace aparecer lo que nunca se percibe de un rostro real . . .” (177). De este modo, el vestuario de rey mago funciona como una sinécdoque de Bastos, ya que pueden perfectamente tomarse los ropajes de rey como signo de lo que Bastos es: una persona que se sabe meritoria y digna de respeto, y que no requiere de una constante ratificación de su identidad, aunque sea un ser insignificante dentro del esquema de los vencedores dentro del sistema económico. 

Cabe notar que nosotros, como lectores, no vemos ninguna de las dos fotografías. Lo que tenemos son las referencias impregnadas de la subjetividad del narrador, lo que acentúa que lo importante no son las fotos en sí, sino los comentarios que el personaje central hace de las mismas. No puede sostenerse que el narrador trace una descripción objetiva de las fotos, no sólo porque carecemos del material con el cual podríamos contrastar lo que él dice, sino por toda la carga afectiva que él imprime en su interpretación y por el intento de destruir lo que él afirma vislumbrar en ellas. Como Marianne Hirsch ha postulado, “A picture described verbally is the same whether it ‘exists’ or not: the referent of the picture itself seems more solid, but the referent of the description is more or less so according to what the narrator tells us” (264). La mirada que él extiende hacia su pasado se fundamenta en la identidad que él se ha forjado. Así, con estas fotografías ocurre lo que Annette Kuhn afirma sobre las fotografías familiares, las cuales “may affect to show us our past, but what we do with them --how we use them-- is really about today, not yesterday” (citado en Hirsch 249).

En efecto, lo relevante es que el narrador construye en su presente un discurso de jerarquías que proyecta en las fotos, discurso a partir del cual busca auto-definirse. Marianne Hirsch sostiene que las fotos pueden ser “manipulated, transformed, mishandled, destroyed, and reinvented, so as to reveal what alternate stories may lie beneath their surfaces or beyond frames” (254). Cambiar una fotografía es, ciertamente, una estrategia de intervención. El narrador quisiera transformar la foto, pero, como no puede, la rompe, con la esperanza de eliminar su pasado. Su acto busca negar una identidad que lo incomoda, para confirmar otra con la que se siente a gusto. Como Barthes sostiene, “en la Fotografía el poder de autentificación prima sobre el poder de representación” (155), es decir constata algo, y, en el caso de “El rey de bastos”, lo que la foto acredita es el complejo de inferioridad que el narrador no ha logrado vencer, punzando nuevamente su herida.

Como conclusión podemos decir que el narrador de “El rey de bastos” trata de mediar entre su presente y su pasado a fin de reescribir sus recuerdos en favor de representaciones que calcen mejor con la nueva vida que tiene y que desea preservar. Construye su identidad actual como contestación a la percepción que tiene de su propia niñez. Re-enmarca la foto de la infancia a la luz de su reencuentro con Bastos. Revisita su historia buscando confirmar su cómoda y acrítica posición del presente. No obstante, lo único que logra es descubrir que su ex-compañero no necesita de signos externos que confirmen su valía, mientras que él, atado a las normas dictadas por el mercado, no puede liberarse de sus roles de productor y consumidor. Aunque las fotos pudieran marcar la relación del narrador con su pasado y con un futuro, no se trata de un porvenir que él quiera escoger, pues para ello tendría que tomar su vida en sus propias manos y auto-construirse lúcidamente, más allá de los juegos de apariencias y de una concepción jerárquica de la vida.     

En “El rey de bastos”, Ignacio Martínez de Pisón se concentra en un personaje que ha roto lazos con un entorno político y social. De este modo, el aire ilusorio que los críticos han percibido en la narrativa del autor bien podría deberse, según la interpretación que en este estudio se realiza, al absurdo al que pueden llegar quienes se han deshecho de referentes colectivos. El narrador de esta historia queda reducido a una suerte de reclusión individualista, que lo conduce a la pérdida de un sentido de comunidad, no pudiendo abrirse a un cuestionamiento social que lo vincule solidariamente con los otros. El pasado, representado por la foto que él tiene el cuidado de mantener fuera de su vista, se impone, poniendo de manifiesto que aunque la pérdida de los referentes históricos sea sistemáticamente buscada, los fantasmas del pasado, tarde o temprano, se manifiestan, perturbando la tranquilidad del presente. En “El rey de bastos”, Martínez de Pisón logra magistralmente crear una alegoría que desborda lo escueto del relato para, desde su concisión, erguirse como un espejo donde la sociedad española pueda mirarse a sí misma, de igual manera que el personaje de la narración se contempla en la foto de su pasado, y así, al percibir “la herida” de la imagen vislumbrada, al observar esa “emanación del referente”, se deje mirar “directamente a los ojos”.     

                                                         

 Obras citadas


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Barthes, Roland. La cámara lúcida. Notas sobre fotografía. Trad. Joaquim Sala-Sanahuja. Barcelona: Paidós, 2002.

 

Baudrillard, Jean. La ilusión del fin. La huelga de los acontecimientos. Trad. Thomas Kauf. Barcelona: Anagrama, 1997.

 

---.       El otro por sí mismo. Trad. Joaquín Jordá. Barcelona: Anagrama, 2001.

 

Campo, Salustiano del. “Los valores de los españoles”. De la Guerra Civil a la Transición: memoria histórica, cambio de valores y conciencia colectiva. Ed. Walther L. Bernecker. Augsburg: Institut für Spanien und Lateinamerikastudien (ISLA), 1997. 115-41.

 

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Literatura  Española Contemporánea 12.1-2 (1988): 25-35.