El
texto breve de tres narradores hispanoamericanos como fuente
para
la intervención dramática
Universidad
Autónoma de Baja California, México
A Carmen Molina
En la obra corta de tres narradores de Hispanoamérica:
Julio
Cortázar (La noche boca arriba),
Carlos Fuentes (Chac Mool)
y Elena Garro (La culpa es de los
tlaxcaltecas) es evidente la
recuperación de facetas del mito prehispánico bajo
ciertos
matices que otorga la literatura fantástica. En los tres textos
referidos, la noción de “extrañamiento” y la puesta
en crisis de los personajes protagónicos que se enfrentan a las
coordenadas de tiempos o espacios paralelos, los hacen sucumbir ante la
solidez
de su propio mundo construido. Se trata –en los tres casos- del triunfo
de lo sobrenatural jalonado desde tiempos precolombinos, que gana la
partida
renunciando a la envoltura mortal a la que estamos aferrados y que
aparecen en
estas referencias narrativas con la persecución agobiante y el
alcance
del mítico universo americano.
En los tres relatos se hace alusión al sentido de
traslación o “viaje” que se expresa definitorio en la
trayectoria de los personajes: En Fuentes, el protagonista ha realizado
un
desplazamiento de la ciudad de México al puerto de Acapulco,
destino de
playa otrora por excelencia antes de que otros complejos
turísticos
hicieran su aparición triunfante. Allí Filiberto emprende
la
huída sin pretendido regreso como se advierte con la compra de
un
sólo pasaje de ida, acción con la que intenta librarse de
la
auténtica pesadilla que ha llevado hasta los sótanos de
su casa.
Sin embargo, la empresa infructuosa lo hará regresar a su propio
domicilio convertido en cadáver.
En el texto de Elena Garro, la señora Laurita hace un
recuento
ante la servidumbre de los que llama “accidentes” sucedidos en el
determinante viaje por automóvil a Guanajuato, en cuyo trayecto
se
encuentra con el hombre de ojos brillantes (su primo marido) con quien
emprende
un recorrido por la ciudad incendiada, y las rutas periféricas
convertidas
en canales infestados de cadáveres, y con quien –al cierre del
relato- se habrá ido para siempre.
En la anunciada obra de Cortázar, por su parte, el
personaje es
trasladado en una ambulancia al hospital luego de que él mismo
ha
emprendido un trayecto por la calle Central primero y por la avenida
bordeada
de árboles y setos bajos después, instantes previos al
impacto
violento que lo hizo perder el control de su vehículo.
En ese sentido, lo que resulta pretendido entender es que las
historias
van introduciendo al personaje en el asunto temático a partir de
la
posibilidad de desplazamiento que permite la aparición de
universos
paralelos distintos (Cortázar), apreciando la debacle producto
de la
guerra (Garro) o conducentes irremediablemente al retorno mediante la
separación imposible (Fuentes).
El viaje entonces se aprecia unido al sentido de la huida:
una salida
tan forzada como necesaria. Laurita huye para siempre del que se
denomina
“este tiempo”; es decir, de su propia temporalidad, al lado de su
primo marido. Filiberto intenta la infructuosa huida para encontrarse
tan
sólo con la muerte. El motociclista cortazariano imposibilitado
por los
estragos del accidente físico –o el cansancio de la huida entre
ciénegas y calzadas-, espera ya el desenlace funesto.
Esta rápida aproximación a los tres ejemplos
narrativos,
pretendo conduzca al espacio idóneo a fin de mostrar algunas
líneas de composición dramática que hemos
ejecutado para
la confección de nuestra pieza El
perseguidor de Tlaxcala, texto para teatro que hace –a su vez-
referencias
constantes al juego de pelota, el sacrificio humano y las guerras
floridas.
Bien sabido es que, como menciona Lancelotti, la
dimensión del
cuento se ofrece en “un tiempo propio caracterizado por el dominio del
suceso como hecho sucedido” siendo entonces el pasado, el signo de esta
temporalidad específica, “bajo cuyo imperio tiene lugar la
explicación de tal suceso o sea, el relato propiamente dicho”
(47). Esta especificidad nos permite contraponerlo al devenir propio
del texto
dramático que se refiere a su receptor desde el entramado del
llamado
tiempo “presente” que confiere su específica naturaleza
dinámica, ya que el suceso teatralizado “está
sucediendo” ante los ojos del lector o espectador, aún y cuando
lo
narrado ya “haya sido”; es decir, aún y cuando la propia
historia ficcional no se refiere a aspectos del referente temporal en
el tiempo
del presente inmediato. Dicho de otra manera, mientras que lo pasado
consumado
resultaría condicionante para el texto narrativo, en el teatro
confluye
el tiempo real del público con el tempo dramático de las
acciones
relatadas, que le otorga un sentido de cercanía, vigencia y
aproximación.
Esta cualidad resulta inapreciable para el autor
dramático que
tiene a su alcance la doble posibilidad de enganchamiento; no ya
sólo
por el suceso traído desde los terrenos fantásticos y que
pone en
crisis la condición de confort o seguridad del personaje, sino
que a su
vez alcanza a proyectarse en el referente vivencial del espectador a
merced del
tiempo de los acontecimientos sucedidos en el espacio de la
tridimensionalidad
escénica.
El perseguidor de Tlaxcala, texto dramático en un acto
concluido en 2003, se afinca “en la mentira infinita del
sueño” propuesta en el cuento de Cortázar y que
posibilita
toda invención literaria, misma que alcanza a seducir y
determinar el
ejercicio autoral. Pareciera pues que, con lo dicho por el argentino,
pudieran
potenciarse entonces las premisas siguientes: 1) en la ficción
todo es
posible, 2) en la ficción no sólo todo es posible sino
que en
ella se origina el desajuste espacial que rompe con el determinismo
lógico; dicho de una manera simple pero quizá más
ilustrativa: “las cosas –extrañamente- no están donde
deberían estar”; y 3) la ficción recupera ese segmento
temporal sin un tiempo preciso que literalmente hace que los personajes
“salten” de un momento histórico a otro sin ningún
aviso que medie entre el hecho y su acción revelada como urgente
y
necesaria.
Por lo anterior entonces es que la estatua inerte del Chac
Mool
traído hasta los sótanos de un domicilio capitalino,
aparece con
vello en sus brazos para después imponerse “erguido, sonriente,
ocre, con su barriga encarnada”; a Laurita la persigue desde el lago de
Cuitzeo hasta la ciudad de México, ese indio tlaxcalteca con
quien
terminará reuniéndose; el joven motociclista huye
jadeante de los
aztecas que andan a la caza del hombre en la tercera noche de iniciada
la
guerra florida.
La obra dramática retoma estas probabilidades y se da
sitio en el
recoveco intangible de la convivencia non
grata (es decir, violentada) de planos temporales y espaciales que
ponen en
duda la condición de la realidad unívoca o definitiva;
por el
contrario, el sentido de extrañeza y de movimiento incesante
debajo de
la superficie natural de las cosas, son los elementos que sostienen
esta
ficción dramática.
El perseguidor de Tlaxcala sostiene la sencilla
anécdota de un par de viejos magnates apagados ya por el
infortunio, que
pretenden tener un renovado momento de esplendor mediante las apuestas
en el
Jai Alai, el juego de pelota vasca, que –en el momento cumbre de la
partida- habrían de torcer el pronóstico al hacer perder
a su
Jugador estrella, llevándose de esa manera a sus arcas una buena
cantidad invertida que podría recordarles las mieles de otros
tiempos.
Sin embargo el Jugador no será partidario en esta fraudulenta
propuesta,
arrastrando con su peripecia la ruina de sus mentores.
Las dubitaciones del solitario Jugador mientras lanza y
recibe la pelota
desde la pared del frontón donde se capacita, ponen en duda la
realidad
de los hechos, permitiéndose la construcción del texto
que relata
fracturas en la cadena lógica de los acontecimientos, y teniendo
como
eje a quien un buen día su propia motocicleta desconoce y se
maneja con
autonomía por la carretera hasta estrellarse con
estrépito en un
árbol del camino, mientras –dice- “el tambor coronario
palpita a un ritmo frenético, / afroantillano, /
prehispánico...”, frase que rememora el viraje insospechado del
guerrero aparecido en el texto cortazariano que transita por las
avenidas
extrañas de una ciudad asombrosa, con un insecto de metal
zumbando entre
sus piernas. Quedándose exhausto o atolondrado, el Jugador del
drama
aprecia que cierto día los relojes digitales se han vuelto
locos,
marcando horas y fechas a voluntad, sin orden conocido, o inventando
–quizá- su propio orden como lo propone Garro mediante el tiempo
que da una vuelta completa y se agota como la fuga irreparable del
líquido que escapa lentamente de su recipiente.
Los sucesos al traslaparse en los renglones
cronológicos del
presente y el pasado prehispánico, hacen “saltar” a escena a
los guerreros aztecas que piden más antorchas, que lanzan gritos
de
combate bajo una lluvia de piedras y flechas encendidas. El Jugador
huye, se
esconde en esa irrefrenable carrera hasta que es localizado entre las
estelas
del Juego de Pelota. Y sobre las baldosas, el guerrero es jalonado por
los
cuatro acólitos que lo arrastran hasta la piedra sagrada, ante
el
sacerdote que luce su cuchillo de pedernal antes de extraer el
corazón:
“La flor más preciosa y exacta de todas las flores: / una
mariposa
roja / el núcleo del nopal, / la pitaya humana / la tuna
macerada en
sangre”.
Ante este vaivén referencial mítico y temporal,
la
presencia de Rubencito, el indígena que sirve a los magnates en
la pieza
dramática, es puntal, pues quizá como el Chac Mool de
Fuentes,
pretende resarcir el agravio encabezado por el extranjero y retornar el
mundo
al estadio precolombino de la civilización, transgrediendo
así la
alteración de la causalidad y aproximándonos al asunto
fantástico que invoca a lo absurdo, al desorden y a lo
contradictorio.
Esta alteración al sistema lógico conocido, lleva a los
personajes al espanto propiciado por la anomalía que con
determinación cobra fuerza.
Rubencito, confundido por sus patrones con un indio
lacandón del
sureste mexicano, explica las inundaciones y las sequías en la
tierra de
sus abuelos, productos de la inversión térmica ajena a
las formas
de vida en equilibrio. Y es que con el proyecto gubernamental
anunciado,
referente a la real instauración de maquiladoras que
destruirán
de manera irreversible las reservas selváticas de México
y
Centroamérica en una suerte de corredor manufacturero vendido al
mercado
global, habrá de hacerse más acuciante la
opresión, el
desplazamiento y extermino irrefrenable de los pueblos originales.
Por estas razones, y revelándose ante su empleador
como un atleta
y guerrero proveniente de la meseta de Tlaxcala, Rubencito explica la
misión que se le encomienda, motivo por la cual ha sido enviado
a fin de
emprender la cruzada contra los ladinos y ofrendar a Huitzilopochtli
nuevos
sacrificios. Y se confiesa así como autor de la violencia
fortuita en
las calles de las grandes ciudades, responsable de las muertes
súbitas
en medio del juego de pelota, mientras crece el espanto de su jefe que
lo
escucha con pasmo. Consume entonces el sacrificio del patrón a
quien
electrocuta mientras se baña en su propio jacuzzi: “Yo soy
chachalmua. / Esta lámpara es mi cuchillo, / y tu alberca el
temalacatl
/ desde donde harás llegar nuestros pedimentos a los dioses”,
comenta antes de producir un flamazo con el lanzamiento de su
lámpara a
la piscina, y participar así la nueva xochiyáotl
o guerra florida.
Las causas de esta práctica estratégica de
enfrentamiento
cuerpo a cuerpo y que culminaba con la extracción del
corazón, la
decapitación, el flechamiento o la lapidación, se
pretenden
explicar a partir de varios motivos que van desde el canibalismo al
aumento en
el crecimiento poblacional del centro de México. René
Girard
menciona por su parte que mediante el sacrificio se intentaba
neutralizar la
violencia interna del grupo de mayor fragilidad, por su
composición de
pobladores con lenguas y orígenes muy diferentes.
Sin embargo, y tratándose de meras
reflexiones teóricas, el sacrificio humano en Mesoamérica
fue
“una manera extraordinaria de utilizar todos los posibles sentidos de
la
muerte ritual, para mantener la vida y prolongarla después de la
muerte” (Graulich 21).
Este sentido final es el que se pretende en El
perseguidor de Tlaxcala donde la ofrenda humana se practica a
fin de asegurar la continuidad mítica de la cosmogonía
precolombina que habrá de resurgir para imponerse ante “lo
otro”, ante lo distinto. Y por otro lado, el recelo de los pueblos
sometidos a través de los siglos, apuntan hacia una nueva
rebelión que reclama como suyos los espacios arrebatados y la
recuperación de las costumbres vejadas.
La pieza dramática se cierra con la incertidumbre del
suceso y
que impregna la vida cotidiana de sus personajes. Rubencito piensa que
su buen
ejercicio guerrero habrá de verse recompensado con el ascenso a
la clase
de los nobles, aún y cuando aguardan muchos otros sacrificios:
“para dar orden al desorden / para componer lo descompuesto / para
intentar
el equilibrio de las cosas”.
Un penacho majestuoso desciende del telar y corona la cabeza
del
tlaxcalteca, mientras el sonido festivo de una chirimía y el
incienso
invaden la escena. Incienso como ambientación funesta, “incienso
dulzón de la guerra florida”, el olor a guerra insoportable que
describe el cuento de Cortázar; olor “a horror, a incienso y
sangre” que percibe Filiberto con la adquisición de su Chac
Mool;
la pestilencia y el incendio de la señora Laura en su
travesía
por la ciudad mexicana.
Revisión y reescritura en este ejercicio
dramatúrgico que
–si bien no se aproxima en efectividad literaria a la obra de los tres
narradores latinoamericanos- se asienta en la tradición y
modernidad de
la escritura: en el asunto prehispánico como detonante y en la
recuperación de otros textos que experimentan en la
disposición
literaria, mediante los intencionados movimientos del tiempo
fracturado, los
puntos de vista y el traslape maestro de los espacios ficcionales.
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