CONICET/ Universidad Católica Argentina
Miguel
Ángel
Bustos (1932-1976) es un autor argentino secuestrado en 1976 y muerto
en fecha
desconocida durante la última dictadura militar. Por este triste
carácter final de “desaparecido” se lo ha considerado
reiteradamente en relación con la temática de los
derechos
humanos. En nuestra investigación la intención es,
preferentemente, poner el acento en su obra, que merece cuidadosa
dedicación.
Una obra rica, que es literaria y plástica. Sus libros
publicados son cinco:
Cuatro murales (1957), Corazón de
piel afuera (1959), Fragmentos fantásticos
(1965), Visión de los hijos del mal (1967)
y El Himalaya o la moral de los
pájaros (1970). En cuanto a su producción
plástica,
conocemos las ilustraciones incorporadas en sus propios libros y
sabemos de una
exposición de dibujos y de pinturas cuyo catálogo
escribió
Aldo Pellegrini.
Lamentablemente,
hasta el momento (1),
sólo hemos podido tomar contacto con las imágenes que
Bustos integrara
en sus libros: cuatro en el primero, dos en el tercero, uno en el
cuarto y ocho
en el quinto y último. A pesar de no haber podido,
todavía, ver
más de sus producciones plásticas, es suficiente lo visto
para afirmar
que existe un fuerte nexo entre los dos códigos por Miguel
Ángel Bustos
desarrollados, el lingüístico y el plástico.
Por
otra parte, su
poética es eminentemente visual, lo cual, si bien no es
requisito para
establecer una relación entre escritura y dibujo, sí es
en este
caso una coincidencia elocuente. Este predominio de lo visual
está
acorde con el Surrealismo en el que reiteradamente se lo inscribe, pero
desborda
tal categoría, donde no se lo puede encerrar. Donde queda
definitiva y
ampliamente confirmada esta poética escópica
Aparece
en un círculo ardiente, la primera visión del
Himalaya. El cielo; un lago de imposible transparencia¸ muestra
nubes-peces hambrientos de líquenes que son relámpagos.
La
montaña es un cono de bronce y flores de cuarzo que libera
pájaros de obsidiana, maquinarias del Rezo cuando vuelan y giran
en sus
plumas que son signos del Verbo que
me aguarda en la cumbre del Himalaya. Toda
la visión me recuerda el equilibrio, sin
tiempo, de un esmalte pendiendo del cuello de alguien olvidado. (75)
Más
que
percepciones visuales, en tanto relación entre un exterior
percibido y
un interior perceptor, semejan visiones, esto es que figurativizan la
relación entre un adentro y algún otro “adentro”
imposible de precisar, tal vez relacionado con la locura, tal vez con
su
peculiar misticismo, tal vez con la prefiguración de lo
todavía
no realizado, tal vez con la posesión identificatoria respecto
del
pasado de nuestra historia. Por suerte, no hay modo de saberlo;
sólo resta
leer y dejarse llevar, abandonarse, al menos en un principio, a esa
suerte de
trance onírico.
En
Fragmentos fantásticos, el tercer
libro, la función de los
dibujos consiste en reforzar el sentido y anticipar lo que serán
dos
puntos de peso semántico fundamental en el último libro:
el sol
como sujeto, misterioso y trascendente, y los cruentos sacrificios
humanos. En Visión de los hijos del mal,
cuarto libro, la reproducción de una única pintura
podría
ser el correlato pictórico de esa visión
vertida en palabras, compleja y de referencialidad celestial e infernal
a la
vez; transcribimos el primer texto de la primera sección de este
libro:
Sentado gira
dios
su pecho de jaspe y sangre en turbio diamante.
Llora
eternidad mi venida entre los hombres. Clava en mí tus ojos
emplumados de orín y rayo de lamento.
Oye cielo
tu
hijo maligno pide el oro
inmortal.
Que la uva
buena, la seguida del amor alzado por el sol, transparente
crece en rama y aire frío sobre el cóncavo jardín
del
Paraíso Perdido. (15)
En
El Himalaya o la moral de los pájaros
las ilustraciones, todas con referentes precolombinos, acompañan
la
semiosis producida verbalmente y, en algunos casos, además, la
esclarecen.
En
el presente
trabajo queremos acotarnos al primer libro, donde se comprueba la
íntima
relación existente entre ambos tipos de producción, tan
íntima, que una se complementa con
Cuatro
murales (1957) es
el primer libro de Miguel Ángel
Bustos y reúne cuatro breves relatos, o “murales”, cada uno
de ellos encabezado por un dibujo del mismo autor; el que corresponde
al tercer
mural también es tapa del libro.
Los
textos son
independientes y, a la vez, mantienen entre sí una fuerte,
aunque no
explícita, relación. En ningún momento está
dicho
claramente, pero la progresión temporal sobre la línea de
una
vida permite pensar que se trata de un único personaje en cuatro
momentos de su devenir, ya que en cada mural el protagonista en
cuestión
es un poco más grande, más añoso, que el del
relato/mural anterior.
Primero
hay un
niño aparentemente pequeño, que deambula por la casa y,
también, un fantoche, del que no sabemos más que el
mecanismo y
los ingredientes de su composición. Luego hallamos a otro
niño,
algo más crecido, que está enfermo y que recibe un regalo
de su
padre. En tercer lugar el protagonista es un adolescente profeta; y,
por
último, está el Capitán, un hombre ya maduro e
inserto en
sociedad, que, finalmente, muere.
Los
relatos,
entonces, podrían componer una suerte de nouvelle
de personaje, si lo apreciado es el despliegue de un
destino que, en este caso, lleva la marca de la relación con lo
misterioso. Este destino se manifiesta de distintas formas en cada
relato/mural:
1°) a través de ritos cabalísticos; 2°) por
vía de
un juego en apariencia infantil y extrañamente revelador de
todas las
posibilidades del mundo; 3°) mediante la recepción de
visiones; 4°)
realizado en la función del protagonista de ser nexo entre un
plano
inmanente y otro trascendente.
Además
de la
conexión con un aspecto más o menos hermético del
conocimiento, en cada uno de estos momentos representados por los
“murales”,
se percibe otro rasgo persistente que define al sujeto: el rasgo de
estar y/ o de
ser en el punto medio entre, por lo menos, dos cosas. Este estado de
tensión refuerza, por un lado, la idea de que el lector se halla
frente
a un devenir biográfico; por otro, una dinámica
configuradora del
sujeto y de su mundo que especificaremos más adelante, al
observar la
constante en las cuatro ilustraciones de Cuatro
murales.
Estas
ilustraciones
son lineales, de trazo cerrado, figurativas –la segunda es algo
más abstracta, aunque no del todo- y con claro valor
simbólico.
Una de las hipótesis es que, respecto del texto, operan como
condensadores de sentido y como elocuentes índices de los
núcleos
semánticos de cada relato. En consecuencia, nuestra propuesta de
lectura
consiste en no separar los componentes gráfico y textual.
Consideramos que
integran una unidad a la hora de producir significancia.
En
“Niño y fantoche” hay
un sujeto solitario: el niño que deambula por la casa buscando
compañía, sin encontrarla. En verdad es una
búsqueda
implícita, resuelta a través de la creación del
segundo
personaje, un gólem (2),
es decir, una especie de alter ego,
de modo que hay un desdoblamiento del yo. A falta
de un adulto o de un par que
mitigue la soledad, surge, entonces, el fantoche con la misión
de ser
objeto transicional, entre otras cosas.
En
este relato los
elementos que van a engendrar la figura del muñeco, según
el rito
golémico, no están lingüísticamente
explicitados; en
cambio, sí figuran con claridad en el dibujo, de manera que ya
en este
primer nivel la ilustración completa el relato al dar una
información que el segundo retacea. Los objetos que entre
sí
compondrán el fantoche son: un jarrón -que a su vez tiene
aires
de máscara africana-, un reloj, un libro, una pava y un
bastón,
todos elementos cotidianos y de apariencia insignificante.
Estos
cinco
objetos, colocados en una disposición más o menos
circular, van a
generar mágicamente el cuerpo del fantoche, el cual en el texto
no
aparece; el yo de la enunciación prepara todo para la ceremonia,
cierra
la puerta y se va a otro cuarto, temeroso, a esperar mientras opera esa
suerte
de magia. La acción final reproduce miméticamente a un
niño asustado en una casa solitaria: “Abro la puerta y salgo sin
dar
En
el dibujo
está bien definida la conexión entre cada una de estas
cosas
cotidianas y las partes aisladas del nuevo ser: cabeza, cuello,
hombros,
tronco, cadera, extremidades. Los objetos formadores y los que
están en
formación se encuentran unidos por líneas rectas que
podrían representar vectores de fuerza o emanaciones de
energía.
Gráficamente, tal nexo es mucho más consistente que el de
las
partes del cuerpo entre sí, todavía en vías de
adquirir
consistencia.
De
acuerdo con la
imagen, el cuerpo se ve en su hacerse; o tal vez, por qué no, en
su
deshacerse. Esta última consideración es otra
posibilidad, de
signo inverso, alternativa que no hace más que exponer casi al
desnudo
ese límite tan frágil entre existencia y
disgregación, o
aniquilación. La percepción de esta labilidad,
aquí ligada
con la tradición cabalística, será en Bustos una
constante, que pasará a su segundo libro, Corazón
de piel afuera. En este poemario, por momentos se
quiere que el propio cuerpo sea una entidad cerrada en sí misma;
pero,
en otras oportunidades, sin embargo, suele confundirse, mezclarse, con
lo
exterior.
La
noción de
raigambre genesíaca de que en “Niño y fantoche” el
cuerpo es a partir de los objetos circundantes y, asimismo, el hecho de
que a
menudo no se diferencian claramente sujeto y objetos, produce como
consecuencia
una identidad subjetiva en conflicto desde el principio de
En
el segundo
mural, “Aprendizaje”, la
primera frase podría corresponder perfectamente al fantoche del
relato
anterior: “Se levantó para salir a la calle por la puerta del
centro”. En las observaciones siguientes se pone de relieve que hay un
paso de la oscuridad a la luz y que toda la atención recae en su
propia
corporeidad: “Allí, como la luz daba fuertemente sobre todas las
cosas, tuvo oportunidad de observarse. La ropa no estaba sucia.
Venciendo su
repentina emoción se miró los pies: se detuvo
recostándose
en un árbol. ¡Estaban espantosamente embarrados!”. (20)
Todo
parece indicar
que es el gólem creado en el primer mural, salvo por el hecho de
que se
señala que sale “por la puerta del centro de su oficina”.
(20) Este barro aquí presente fuera de todo marco contextual,
podría explicarse en relación con el texto que, vinculado
con la
idea de gólem, ha jugado un papel de suma importancia: el Yeŝirá, que quiere decir ‘Libro de la
Creación’. (4)
(Scholem, 183) De acuerdo con la tradición de este Libro…,
la fabricación del gólem requiere de
tierra virgen amasada con agua corriente de un río.
El
dibujo que
encabeza este segundo relato es mucho menos claro en cuanto a su
significación que el del primero, y sólo puede
descifrarse a
partir de la lectura del texto.
De
este centro
vacío/ lleno emergen otros cuatro dibujos, tendidos con una
direccionalidad vertical de abajo hacia arriba, por ser
triángulos
isósceles.
La
centralidad del
diseño, centrífuga y centrípeta a la vez, aparece,
asimismo, destacada en el primer momento del discurso, ya que en la
frase
inicial del relato se dice que el sujeto se levantó para salir a
la
calle “por la puerta del centro” (20); el lenguaje verbal subraya,
así, idénticos semas: ubicación central y esta
inconcebible condición de vacío/ lleno, ya que la puerta
Entonces
y
allí, “como la luz daba fuertemente sobre todas las cosas”,
(20) el sujeto observó su ropa y sus pies. Otra vez el cuerpo
está en el foco y bajo reflectores; vuelve a aparecer
problematizado,
ahora a través de la ropa como su extensión o como su
proyección, específicamente los zapatos, cubiertos de
barro.
Nuevamente la propiocepción se ofrece como clave.
Leyendo
el relato,
es inmediata la asociación de los cuadraditos unidos entre
sí del
dibujo correspondiente con el juego de mosaicos de colores que el padre
comprara para su hijo. Prácticamente, uno es
representación
gráfica y estilizada del otro. Unidos de determinada manera,
estos
mosaicos forman distintas escenas que permiten conocer la vida del
mundo. Estas
composiciones generadas en y por el juguete tienen un punto decisivo
donde encaja
un pequeño mosaico de cristal pintado que el vendedor, quien
ejerce de
donante, le regala al padre. Este mosaico tiene grabado sobre una de
sus dos
caras el rostro del creador del juego, cosa que equivaldría al
nombre de
Dios oculto en el alfabeto; y en la otra cara están dibujadas
todas las
combinaciones de mundo posibles.
Ese
“pequeño y múltiple mosaico, pintura de toda
posibilidad”, (22) según dónde se lo coloque en el juego,
“cambia radicalmente toda la escena, pues […] toda la acción
gira forzosamente alrededor de [él]”. (22) Es decir que su
espacio
es jerárquicamente central.
Al
considerar en
paralelo la descripción del dibujo y el texto, vemos que el
aspecto
visual acompaña el discurso lingüístico al acentuar
la
importancia de la combinatoria para crear o para construir objetos. Y,
subrayando este mismo aspecto, el relato termina de acuerdo con
idéntica
lógica: ante su hijo agonizante, el padre intenta salvarlo de la
muerte,
o de la corrupción –otra vez nos encontramos con un ser en el
límite, en este caso entre salud y enfermedad mortal de manera
muy
explícita-, siguiendo el procedimiento del juego de mosaicos,
sólo que ahora el pequeño cristal mágico es la
cara del
niño: “Fijándose en el sufriente rostro de su hijo,
reconstruiría su sólido cuerpo y su alma.
Absorvería [sic]
su piel y su carne alrededor de sus huesos, para evitar toda
desintegración en lo pequeño.” (23)
Hasta
aquí,
la construcción del fantoche, el juego para el niño y la
salvación
del hijo por el esfuerzo del padre son reediciones de ritos
cabalísticos, revelados tan sólo a iniciados y que
explican en la
materia corporal la conexión entre vida y muerte.
En
el tercer relato/mural
asistimos a la maduración de Eleazar, de quien se va
puntualizando la
edad: “cuando cumplió trece años”,
“diecisiete”, “a los dos meses”, “cuando
pasó los veintidós años”. No está
demás recordar la procedencia de este nombre, cuya
inserción
parece absolutamente motivada. Repite el de uno de los principales
cabalistas,
El’azar de Worms, ciudad de
Alemania, en
la región de Renania-Palatinado, a orillas del Rhin. Según
Gershom Scholem, este El’azar, en su
comentario al Yeŝirá, es
quien proporciona las instrucciones que poseen mayor consistencia
formal para
la creación golémica.(5)
Scholem
sostiene
que el proceso de creación golémica tenía
carácter
místico extático debido, indirectamente, a la
recitación
rítmica que se requería, a modo de ritornello.
Esta recitación cíclica y regular de
determinadas armonías vocálicas “trae por lógica,
como consecuencia, un estado psíquico alterado”. (Scholem, 204)
El
dibujo
correspondiente a “Eleazar,
profeta” lleva la atención a un elemento que en el texto no
parece relevante, los peces y el agua:
Peces
y agua signan
el primer sueño de Eleazar, (28/19) donde la dimensión
onírica aparece como submarina:
Caminaba
sobre las aguas, mi piel obediente se dejaba perfilar por el
mar y un frío de otra índole presentía en mis
pies. Luego
se hizo presente la humedad,
Comprendí
a los peces, los contemplaba con beneplácito.
Sabía que esperaban que/ la humedad se convirtiera totalmente en
mar.
Pues una única esperanza los impulsaba: apresarme en sus torres
de
algas, de sales, atraerme a su elemento encadenarme en su mundo. Mis
pasos ya
no eran veloces ni livianos. Las puras frentes de los peces, sus filos,
se
presentaban menos lejanos más blancos.
El
aire increíblemente húmedo (tal vez ya era mar) me
anunció mi fin, mi ingreso en el mundo vacío.
Las
diminutas fuerzas los pequeños yelmos marinos triunfaban
inconteniblemente». (28/29)
Este
sueño
en particular y su imaginería oceánica no vuelven a
aparecer en
el discurso. Sí,
en cambio, reaparecen, por ejemplo, en “Fragmentos”, de Visión
de los hijos del mal
(1967), donde no tienen tanta relación con su contexto.
Mencionamos
algunos versículos de este cuarto libro: v. 74/ “Tus ojos forman
una
unidad de agua con el mar. Cuando duermes tus peces suben hacia el
Océano del Sueño a comulgar con los dioses”, (46)
fragmento
perfectamente coherente, si se lee en relación con Eleazar; v.
124/
“Todo pez enmudece el agua que lo oprime” (58): de manera
semejante, el pez es este yo profético que no encaja en su
entorno.
El
sueño
marítimo, entonces, no reaparece en el orden discursivo dentro
del
tercer relato/mural, pero sí en el dibujo, estructurado
según el
constructo vertical-horizontal, representante de la relación
básica del hombre con su entorno. El eje-sentido mantiene,
así,
Esta
agitación más o menos contenida y que afecta tanto lo
anímico como lo físico -imposible no pensar en Sören
Kierkegaard- es un fenómeno señalado, repetido
insistentemente,
en los cuatro murales, así como en el resto de la
producción de
Bustos.
En
el caso de este
primer libro, el marco obligado es la tradición de la
mística
judía, en relación con la cual es necesario hablar de
cuerpo y de
lenguaje. En la cábala el cuerpo es creado, precisamente, por el
lenguaje como herramienta. Y, desde el punto de vista
psicoanalítico, el
sujeto comienza
Junto
con este acto
creador, como una especie de acción paralela o de efecto
colateral, en Cuatro murales aparece el
“temblor”, que se hace presente en
cada uno de los cuatro relatos. En el cuadro inicial, donde
súbitamente
el sujeto se tapa la cara y explica: “sólo unos momentos, simple
temblor (6)
tal vez, por causa de ese fantoche desconocido”. (14) En el segundo, el
padre se refiere a “todas sus temblorosas
minucias”. (22) En el tercer mural el temblor adquiere un papel
destacado
cuando Eleazar proclama “este temblor
nos une”, luego: “El temblor del hombre es una
profecía” (31) y, finalmente, “Su misión era
buscar el temblor”
(32).
En
este caso
inaugural, el temblor parece ser,
simultáneamente, la intuición y la reacción frente
a lo
potencia del lenguaje, que tanto el niño que fabrica el
fantoche, como
Eleazar, el padre y el Capitán descubren dentro de sí.
Este recurrente
fenómeno en Cuatro murales quedará,
luego, mejor explicado y más
justificado desde la consideración del espacio de “El patio de
los
tigres”, en Fragmentos
fantásticos, el tercer libro publicado. (112) En este texto
el
niño está en contacto con los pájaros, luego
reemplazados
por los libros, a su vez corridos de lugar por un tigre, que lo llama y
determina su destino definitivamente.
El
último
mural, “El Capitán”,
tiene otro tono y otra atmósfera: hay militares, hay directivas,
hay
obligación de obediencia, hay altos poderes y pueblo raso o
tropa, hay
un mediador que es el Capitán, hay guerra, hay heridas, hay
armas.
Sin
embargo, el
protagonista desempeña la misma función de nexo que
En
la
ilustración correspondiente hay una vertical poderosa, sin
horizontal
que la contrarreste, ocupada por un torso con los brazos alzados y una
cara
vociferante, según se infiere de su boca abierta y sus ojos
cerrados o
entornados. Y por sobre ella, continuando la vectorialidad hacia el
plano
superior, cuatro flechas, triángulos isósceles semejantes
a los
ya vistos en el segundo mural.
Hacia
la izquierda
del dibujo y en un arco ascendente se disponen otros tres rostros, que
rodean a
la figura central, muy similares en su diseño por contar apenas
con los
elementos mínimos, nariz y un ojo, y abocetados; las cabezas
quedan
significativamente abiertas por arriba.
Los
rostros
dispuestos por la izquierda en torno al rostro central pueden ser tanto
los de
los integrantes del Estado Mayor, entidad cuyos mensajes el
Capitán
tiene que descifrar, como los de
El
aspecto
figurativo de la imagen se refuerza cuando, mirando la
ilustración,
leemos:
Sólo
unos pocos [soldados] rodearon su cuerpo [del
Capitán] que se convulsionaba débilmente [he aquí
el
temblor], junto a sus manos sus ojos y su boca, último toque de
unión con sus hombres. Éstos, ni esta postrera orden,
más
cercana a la súplica, interpretaron. (41)
En
el cuerpo del
Capitán deberían leerse los últimos signos, por lo
menos
el temblor que está padeciendo y manifestando.
El
análisis
de los dibujos y su interpretación echan luz sobre algunos
aspectos de
los textos, los que, a su vez, mantienen fuertes contactos entre
sí. En
efecto, sólo una lectura que considere las necesarias
interrelaciones
entre lo plástico y lo verbal destaca los puntos medulares en
cuanto a
la concepción del lenguaje, del sujeto y del universo en
general.
En
todos los casos,
desde el fantoche del primer mural, especie de doble del sujeto, se
está
tematizando, más o menos indirectamente, la
propiocepción, es
decir la frontera personal en que dos dimensiones se articulan, el
adentro y el
afuera. Ésta es una problemática constante en Bustos. Por
otra
parte, sobre este mismo espacio limítrofe se asocian los cuatro
murales,
porque en todos se repite, con variantes, idéntica matriz: la
vida y la
muerte llegan y se van por un extraño y hermético ritual
entre
los seres. Se trata de una ceremonia en que las cosas dispuestas de
cierta
manera, más o menos concéntrica, actúan en
conjunción para generar ese linde entre vida y muerte, zona de
conexión que en Cuatro murales
es un vacío lleno o una plenitud vacía. Incluso el
diseño
se repite en cada relato con distintas figuraciones:
1°
relato/mural: hay cinco
objetos colocados circularmente en torno
de algo que todavía no existe (vacío), lugar donde luego
estará el fantoche (lleno);
2°
relato/mural: el juego
de mosaicos se va armando hasta que queda
el hueco (vacío) en que finalmente debe ser colocado el mosaico
de
cristal (lleno), que posee fuerza de imán para recomponer todo
el
diseño;
3°
relato/mural:
4°
relato/mural: el
Capitán va y viene entre el Estado Mayor y
los soldados (vacío) hasta que, a punto de morir, está
rodeado
por sus hombres (lleno).
El
sujeto se
construye en ese espacio de pasaje, donde todas las identidades son
lábiles. Cada uno de
los cuatro
protagonistas está en relación con lo que plantea Bustos
en el
“óleo único”, especie de prólogo del libro, y
que sirve de introducción
Ante el
enigma que me representa la vida de un instante, la extraña
multiplicación que une las cosas y los hombres, sólo
puedo
proceder plantándome justo en el filo de todo, tratar de tomar
el bulto
irradiante de la existencia con el peso exacto del sonido y del color,
construir con mi carne y con todo lo que me es exterior estos murales.
Ante todo
ver más allá.
Hacer murales
con el alma del hombre. (7)
El
yo no
está de un lado ni del otro. Este “filo” tiene la marca de
la ambigüedad, está vacío y lleno al mismo tiempo.
Es un
espacio paradójico, misterioso, angustiante, con el que guarda
coherencia la interconexión entre todas las cosas. Desde esta
ubicación subjetiva, todos los bordes son permeables, abiertos.
Ésta es la marca del universo perceptivo del segundo libro, Corazón de piel afuera. En
él reiteradamente lo interno se hace externo y
viceversa. Así en el poema “Te
miro” (“Por la piel/ a través de los muros y la
sombra” –Bustos, 1959: 21-); o en “Me ves porque amo”,
donde predica del cuerpo:
“Agudo al aire/ por las casas,/ desplegando fuego en tu pecho”
(23). De manera similar, en “Paloma
blanca en el cielo” (33) todo está bellamente confundido: el
agua es plumas, la paloma es nube y es sangre del yo; y es su cuerpo y
es su
alma. Este movimiento de fusión y/o de confusión se da de
adentro
hacia fuera: “Qué golpea la boca/ en hondo fulgor/ de
sueños?”; y, también, en la dirección opuesta, de
afuera hacia el interior: “Y hundir gota a gota/ un puño de
vuelos/ y luces/ en tu cuerpo”. (“Contra
los dientes”; 37) La percepción dolorosa en que se funden lo
interior y lo exterior queda patente en “Golpe
para mis huesos” (42): “Cuál es mi llanto/ en mis huesos
heridos/ a golpe de rayo?”.
Asimismo,
tal
apertura angustiosa es la realidad más evidente en el resto de
los
libros de Bustos, para los cuales la ilustración del primer
mural actúa
como imagen fundante o función lírica: la diferencia
entre el
sujeto y los objetos nunca está del todo establecida; es este
núcleo de sentido el que va a pedir más y más
realizaciones, más y más desarrollos. Esta
indefinición
encuentra raíz en el motivo elegido para el relato/mural
inicial.
Scholem señala que evidentemente hay relación entre la
creación de Adán y
En
Cuatro murales el vacío que
está lleno o la completud que está vacía es la
frontera
que violenta
Como la jaula
queda
cerca del foso de los leones, cuando se va la gente estos salen y
tratan de
acorralar al sol. Le rugen en la cara, en la piel.
Pobre
mi sol, mi disco de oro bien, ya nunca podrá dormir.
Y pensar que
hubiera
sido bueno con él. La gente prefiere a los leones que a
mí. (42)
Y
hacia el final el
yo vuelve a insistir en su “hueco solar”: “Pero yo
¿qué hago sin mi gran hueco solar?” (42); el sol que le
ha
sido arrebatado es un hueco, una falta, pero también, es solar,
da cauce
a la ‘luz’ del ‘sol’ y a sus dos opuestos,
‘oscuridad’ y ‘luna’.
Un
relato
equivalente en más de un sentido es el que abre Fragmentos
fantásticos, que se vuelve emblemático
para toda la producción de Bustos: “Los patios del tigre”.
(11/12) En él, hay un sujeto niño a quien le regalan un
tigre
enjaulado, entre ambos se establece espontánea y
súbitamente una
peligrosa relación de atractivo, casi hechizo,
simbiótico, motivo
no expreso por el cual se llevan el tigre al zoológico, lo mismo
que al
sol antedicho. Y el yo poético sufre por no poder estar con
él.
En ambos relatos hay un deseo de fusión o, al menos, de
unión: se
trata de dos formas que, recortadas, encastran. La pasión
elidida en
superficie, la que emerge desde la tensividad fórica,
está más
o menos velada en estos dos relatos, y es la misma que ya
aparecía en Cuatro murales, donde se torna
visible,
valga el juego de palabras, en las ilustraciones. El vacío lleno
o la
completud vacía figurativizan una insatisfacción rotunda,
deseo
imposible de cumplir, porque va contra todo orden establecido.
Esta
textualidad,
que se erige en la dicha frontera, da lugar y origen a un sujeto salido
de todo
marco protector, en crisis continua. Estamos hablando de la
construcción
de un ego, que aquí se asocia con la anécdota del rito
golémico. La explicación que da Julia Kristeva de la
constitución del ‘yo’ está en íntima
relación con esa ceremonia, según se la presenta en el
primer
mural; observa que las pulsiones de vida, o de muerte, tienen por
función correlacionar ese «todavía no yo (moi)» con un «objeto»,
para constituirlos a ambos. Y basta contemplar la ilustración
para ver
cuán pertinente es esta mutua dependencia. A su vez,
señala que
este proceso es un movimiento dicotómico y repetitivo: va y
viene entre
los polos adentro-afuera, yo↔no yo. Este movimiento tiene, a pesar de
todo, algo de centrípeto: apunta a situar al yo como centro de
un
sistema solar de objetos. “Hablando con propiedad, lo que es
exorbitante
es el hecho de que a fuerza de regresar, el movimiento pulsional
termine por
hacerse centrífugo, aferrándose por consiguiente al Otro
y
produciéndose allí como signo para de esta manera hacer
sentido”. (Kristeva, 1980: 23)
Este
mismo
movimiento, de adentro hacia fuera y de afuera hacia adentro, es el que
se da también
de un relato
Habría
sido
prácticamente imposible reconocer al sujeto poético y a
sus
características sin tener en cuenta las ilustraciones incluidas
en este
primer libro. Queda confirmado que el texto de Cuatro
murales sólo es tal, si se tienen en cuenta ambos
códigos. Por otra parte, más allá de lo personal
en el
caso de Bustos, no es casualidad la relevancia de lo plástico en
esa
época, 1957. Estamos en plena segunda vanguardia argentina,
movimiento
cultural en el que las diversas artes se abordan, estudian y celebran
al
unísono. Aunque Bustos no haya participado directamente en Poesía Buenos Aires ni en la
tendencia del arte concreto y sus variantes, ese fue el clima en que su
obra se
gestó. Tampoco resulta casual el título que alude al
muralismo,
manifestación plástica pensada para la comunidad que, si
bien
tuvo sus antecedentes ya en la primera vanguardia, alrededor del 20, en
los 60
va a extenderse por casi toda Latinoamérica; de manera que
Miguel
Ángel Bustos está poniendo el acento en una modalidad de
expresión plástica que ocupará la escena central
en los
años subsiguientes.
Notas
(1).
Estamos en
tren de concertar un encuentro con su hijo, también
poeta.
(2). El punto de
partida de la concepción golémica, que
considera la repetición del acto creador por parte de un hombre
que se
sirve de medios mágicos, o de cualquier otro tipo no claramente
definido, lo constituyen ciertas narraciones legendarias del Talmud
sobre
algunos famosos rabinos de los siglos II y IV. (Scholem, 1978: 181)
(3).
En El Himalaya… Bustos retoma
los hechos y da la conclusión que no había dado en Cuatro murales: “(Habitaba una
casa; recuerdo que era aún niño y todo pasaba en un
tiempo sin
memoria; yo solo la habitaba y nadie nunca
nadie venía a mí.
Erraba
en el desván, me perdía en el jardín y en la gran
biblioteca concebí, como juego de soledad, un posible fantoche.
No
vivió
pero la luz de su muerte entró en mí y fue fulgor para
siempre: coherencia en el cuerpo de fuego.
Aislado
en la habitación última de la casa viví;
pero cuando la abandoné ya todo ocurrió
en un territorio que no tenía
tiempo ni espacio” (Bustos, 1970: 83). Inmediatamente retoma un
elemento
clave del tercer libro, y a partir de él, de su obra total: el
tigre que
lo persigue (“mi tigre que me sigue los pájaros que yo sigo”
-Bustos, 1970: 83-).
(4). No sabemos
con exactitud cuándo surgió este
enigmático texto en el que se ponen de manifiesto la importancia
y la
función de los «treinta y dos caminos de la
sabiduría», o sea, de las diez sefirot o números
primigenios y de las veintidós consonantes del alfabeto hebreo.
Ha sido
compuesto en alguna fecha entre los siglos III y IV por un
neopitagórico
judío. (Scholem, 1978: 183)
(5). “Lo esencial
de las normas de El’azar es que los dos o tres
adeptos [no puede ser uno solo] que se reúnen para el ritual
golémico toman tierra virgen, amasándola en agua
corriente y
formando de ella un Gólem. Entonces deben pronunciar sobre esta
figura
las combinaciones alfabéticas derivadas de las
«puertas» del
libro Yeŝirá, las cuales
en la recensión de El’azar no constituyen 231, sino 221
combinaciones alfabéticas. Lo peculiar del procedimiento
consiste en que
no son estas 221 combinaciones en sí las que se repiten, sino
otras
uniones de sus letras con cada una de las consonantes del tetragrama,
teniendo
en cuenta que éstas han de ser tomadas a su vez en el orden de
todas sus
vocalizaciones según las cinco vocales a, e, i, o, u,
aceptadas por los hasidim. Parece ser que primero
había que recitar todos los alfabetos según todos sus
enlaces y
vocalizaciones del nombre divino, y después -o quizá
también sólo estas últimas- las uniones, por
orden, en las
que las diferentes consonantes que, según el libro Yeŝirá,
«dominan» un miembro del organismo
humano son asociadas a cada una de las consonantes del tetragrama
según
todas las vocalizaciones posibles. [...] Se trata, por tanto, por una
parte, de
recitaciones mágicas y, por otra, de recitaciones meditativas de
naturaleza estrictamente formalizada. Un determinado principio de orden
en la
secuencia de alfabetos da lugar a un ser masculino, y otro a un ser
femenino.
La inversión de estos órdenes provoca la
retrotransformación en polvo del Gólem llamado a la
vida”.
(Scholem, 1978: 202)
(6). La
mayúscula que destaca es nuestra.
(7). En bastardilla en
el original.
(8). Existe
conexión etimológica entre el nombre de Adam,
primer hombre creado por Dios y el hebreo ‘adamá’ >
‘tierra’. Esta conexión, que no está explícita
en la narración creadora del Génesis,
sí es puesta de relieve posteriormente en la versión
rabínica y talmúdica del relato de la creación.
“Adán es el ser extraído de la Tierra -y, por otra parte,
destinado de nuevo a ella-
Ya
en la Aggadá talmúdica Adán es designado en un
determinado
estadio de su creación como Gólem. (Scholem, 1978: 176) “Gólem es una palabra hebrea que
en la Biblia sólo aparece en un único pasaje, en el salmo
139:
16, y este salmo es puesto siempre en boca del mismo Adán por la
tradición judía. [...] El Adán aún no
afectado por
el soplo divino es designado en este sentido como Gólem”.
(Scholem, 1978: 176)
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