Tijuana en los cuentos de Luis Humberto Crosthwaite:

el reto a la utopía de las culturas híbridas en la frontera

 

 

Pilar Bellver Saez

Marquette University

 

 

 

Luis Humberto Crosthwaite es considerado un escritor de frontera. Su obra narrativa, siempre en torno a la compleja ciudad de Tijuana, empieza a publicarse en 1988 y va adquiriendo visibilidad durante los años 90, década que marca “el mejor momento en cuanto a creación y recepción de los autores nacidos o radicados en los estados fronterizos del norte de México” (Rodríguez Lozano 82). Su nombre aparece en antologías y artículos panorámicos junto con el de autores como Rosario Sanmiguel, Mario Anteo y Gabriel Trujillo, todos ellos parte de una “segunda generación” de escritores fronterizos que comienzan a labrarse un nombre en la literatura mexicana gracias, entre otros factores, a la labor de predecesores como Federico Campbell, Jesús Gardea o Rosina Conde (Tabuenca 101). En México, y pese a las dificultades de distribución a las que todavía se enfrentan las producciones culturales del norte, Crosthwaite es un escritor de trayectoria ascendente. El veterano escritor José Agustín menciona su novela Idos de la mente (2001) como una de las mejores del nuevo milenio (Mateos-Vega) y en 2002 su antología de cuentos Instrucciones para cruzar la frontera llega a ser uno de los diez libros más vendidos en el país. Sin embargo, pese al afianzamiento de su reputación en México como un escritor innovador, Luis Humberto Crosthwaite sigue siendo un autor poco conocido en los EEUU. Tan sólo una de sus cuatro novelas ha sido traducida al inglés (The Moon Will Forever Be a Distant Love) y únicamente dos de sus numerosos cuentos aparecen en antologías accesibles al público norteamericano (1).

Este artículo analiza dos antologías de cuentos publicadas por Luis Humberto Crosthwaite: No quiero escribir no quiero (1993), uno de sus primeros trabajos y hasta ahora el que menos atención ha recibido de la crítica, y Estrella de la calle Sexta (2000), su antología más comentada por su valor como exponente del carácter “híbrido” o “transnacional” de las culturas en las ciudades de la frontera. Ninguna de estas obras, sin embargo, encaja fácilmente en moldes teóricos que se cimentan sobre un concepto de lo híbrido construido a partir de los postulados teóricos de críticos postcoloniales como Homi Bhabha, y que se basa sobre todo en experiencias relacionadas con las diásporas. Desde esta perspectiva, lo híbrido se ha definido como “an image of between-ness which does not construct a place or condition of its own other than the mobility, uncertainty, and multiplicity of the fact of constant border crossing itself” (Grossberg 91-92). La frontera se convierte así en un concepto abstracto, un “tercer espacio” de carácter utópico en el que se originan nuevas prácticas culturales que permiten a sus sujetos emanciparse de las metanarrativas nacionales que los marginan y el sujeto fronterizo se define como una especie de nómada cuyo continuo deambular entre diferentes significantes culturales garantiza que se posponga indefinidamente su llegada a una visión esencial (o monocultural) de la identidad. Los cuentos de Crosthwaite cuestionan este carácter exclusivamente nómada y utópico de las identidades de la frontera. En los cuentos esta transitada ciudad se presenta como un conglomerado humano conflictivo y contradictorio en el que persisten férreas líneas de identificación social y cultural entre los diferentes grupos sociales que la habitan.

En el panorama de las literaturas contemporáneas de la frontera la narrativa de Crosthwaite emerge como obligado punto de referencia de un quehacer artístico que, como diría Tabuenca Córdoba, ‘reterritorializa’ el sujeto fronterizo.(2)  En este caso, reterritorializar implica retratar el lado humano y cotidiano de la vida en sus grandes ciudades y mostrar a sus habitantes como individuos con profundas raíces familiares y culturales en la región. Más específicamente, Tijuana se erige en protagonista indiscutible de los cuentos publicados por el autor. Tal y como admite el propio Crosthwaite en una entrevista, Tijuana es una ciudad “exagerada en muchos sentidos” (“Narrador”). Es una de las ciudades más pobladas del norte de México (1.5 millones de habitantes) y uno de los pasos fronterizos más transitados del mundo, con un promedio de 50.000 cruces de vehículos al día (Piñera Ramírez). El espectacular desarrollo de su actividad comercial, turística e industrial en los últimos cincuenta años ha convertido la ciudad en un foco permanente de inmigración dentro del propio México. Estos cambios han alterado radicalmente la fisonomía de la ciudad y han provocado la aparición de numerosos problemas sociales y  medioambientales, incluyendo un aumento considerable del crimen que ha salpicado también a las instituciones políticas y gubernamentales (baste recordar los asesinatos del candidato presidencial Luis Donaldo Colosío en 1994 y del jefe de la policía local en 2000).

Las palabras de Crosthwaite sin duda aluden a estos dramáticos cambios. Sin embargo, para el escritor, Tijuana es también una ciudad como otra cualquiera, un lugar enraizado en la rutina y las convenciones de la vida diaria. Así, cuando le preguntan si considera que Tijuana representa la frontera del siglo XXI, el escritor matiza: “Yo tengo una visión mucho más convencional. Para mí es una ciudad cotidiana que tiene que ver con mi familia, con llevar a mis hijos todos los días a la escuela. En este sentido, es una ciudad parecida a todas las demás” (“Narrador”). El énfasis en lo cotidiano y la superposición de dos generaciones en un mismo espacio que nos ofrece la cita le confieren a la ciudad un sentido de estabilidad y una proyección histórica que contrasta con aquellas visiones más conocidas. Aquellas resaltan exclusivamente la vertiginosa transformación de la ciudad de “rancho fronterizo” en “metrópoli transnacional.”

Para el escritor lo más importante va a ser dar vida literaria a esta ciudad de carne y hueso, sacar a la luz un paisaje íntimo y personal que tiende a pasar desapercibido tanto al visitante como al estudioso ocasional. Esta Tijuana cuyos contornos locales suele desdibujarse en un discurso académico enfocado en su dimensión cosmopolita y global coexiste además con el estereotipo de la ciudad como paraíso del crimen y la prostitución que domina el imaginario estadounidense desde las primeras décadas del siglo XX. Esta imagen cobra fuerza cuando la “Ley Seca” en los EEUU hace florecer la industria del entretenimiento en la entonces pequeña y polvorienta ciudad, y se refuerza en la década de los cuarenta por la afluencia de soldados norteamericanos de las cercanas bases militares a los bares y prostíbulos de su famosa Avenida de la Revolución. Con todo, la reputación de Tijuana como santuario del vicio excede con creces la realidad, una realidad que, tal y como nos recuerda Daniel Arreola, no es ni ha sido muy diferente de la de los barrios chinos de cualquier ciudad estadounidense, incluida San Diego (363). En palabras del historiador Jorge Bustamante: “. . . in the world of images attached to places, Tijuana’s legend appears stronger than its current reality” (487).

En No quiero escribir no quiero se manifiesta de forma contundente el deseo de Crosthwaite de rescribir Tijuana desde dentro. En estos cuentos ya se aprecian las características más celebradas de la literatura del autor: el humor, la parodia, el uso poético del lenguaje coloquial, los juegos tipográficos, la alusión al lenguaje de los medios masivos, etc. Pero, por otro lado, también hay elementos que hacen más difícil su adscripción a un modelo que resalte exclusivamente su carácter híbrido o posmoderno. La ausencia total de “spanglish”, el apego a temas y a figuras locales y, sobre todo, la presencia de un tono nostálgico e intimista que envuelve incluso sus cuentos más irreverentes y que llena de recuerdos e historia la bulliciosa realidad de la ciudad hacen difícil encajar esta obra en aquellos moldes que se centran exclusivamente en el carácter híbrido o migratorio de las producciones culturales de la frontera.

La mayoría de las historias recogidas en la colección parecen nacer de sus propias experiencias de infancia y adolescencia. En “Tijuana”, una de las primeras piezas, el narrador manifiesta la característica mutabilidad de la ciudad con una cierta nostalgia: “No es necesario ser un viejo en Tijuana para observar su transformación. En otros lugares, el tiempo apenas hace mella. En esta ciudad, el tiempo es tan visible como la marquesina electrónica del Centro Cultural”  (No quiero 17). Crosthwaite proyecta la ciudad sobre su pasado para hacerla existir más allá de su popularidad presente, en busca de sentar los cimientos sobre los que construir una representación de la misma más íntima y personal. Paradójicamente, la necesidad de hacer existir Tijuana en la mente del lector como un espacio vivo y real se manifiesta en la insistencia del narrador por nombrar personas y lugares que han ido desapareciendo o transformándose: “¿Dónde quedarían las tortas de El Turco, los matinés dominicales del Zaragoza y los Baños del Mar en el Paseo Costero? ¿Dónde la 5 y la 10, los Patines Biónicos y los Hot Dogs de la Macons Kres?. . .” (No quiero 18). El movimiento, el cambio, es algo inevitable pero, tal y como concluye el narrador, lo que hace que la ciudad verdaderamente cobre vida no son sus edificios ni sus monumentos. Por el contrario, “son los recuerdos, ese material abstracto, a diferencia de las construcciones, los que permanecen para siempre . . .” (No quiero 19). Fiel a esta idea, muchas de las historias en la colección recrean momentos aparentemente insignificantes de la infancia y de la juventud de los personajes: un partido de béisbol en el parque, una tarde en la playa escuchando música, la anticipación antes de un concierto de Carlos Santana. La adolescencia de los protagonistas, con su característico énfasis en la amistad y en la reafirmación de la propia personalidad,  se hace eco en el texto de la búsqueda de una identidad colectiva en el pasado de la ciudad que se contraponga a la imagen más conocida de Tijuana como lugar de paso o como fenómeno socio-económico de la globalización. 

Esta evocación de la ciudad como pasado perdido que dota al narrador de un fuerte sentido de permanencia e identidad se encuentra también en la obra de otros escritores fronterizos. Diana Palaversich describe a los narradores de los cuentos del también escritor tijuanense Federico Campbell (3) en términos que fácilmente se podrían aplicar a muchas de las historias de esta colección: “El narrador-personaje . . . no es un flâneur [sic] que deambula por la ciudad sin rumbo fijo, sino un caminante que hace un recorrido seguro por los pasillos de su memoria. . . . Para el narrador, contemplar la ciudad significa revivir el pasado y reconstruir los episodios en los cuales se encarna la historia colectiva y personal . . .” (104).

Esta Tijuana envuelta en nostalgia y color local que construye Crosthwaite es además una comunidad de personas con la que el escritor se siente profundamente comprometido. Las anécdotas de infancia y adolescencia que se incluyen en las historias de esta colección tienen también el efecto de crear una sensación de familiaridad o complicidad entre lector, narrador y espacio narrativo que refuerza la perspectiva territorial desde la que Crosthwaite narra la frontera. Por ejemplo, muchos de los personajes van reapareciendo a lo largo de la narración, de forma que se va tejiendo una red de nombres y personalidades que sirve para entrelazar y dar coherencia a las diferentes historias.

La dimensión cotidiana y comunitaria de la vida en las grandes ciudades de la frontera también se percibe en el uso del lenguaje característico de los medios masivos y populares de comunicación. Por ejemplo, el lenguaje usado en las dedicatorias recuerda al lenguaje empleado en los programas radiofónicos a los que oyentes llaman para dedicar canciones a sus seres queridos: “Cuatro para disfrutar con Carmen, Gume y Fanny en el Lugar del Juglar” (No quiero 45). Los títulos de las secciones en las que se agrupan las historias hacen referencia a conocidos boleros mexicanos y se apropian de su retórica exagerada y sentimental: “Cuando un cariño vuela, nada consuela mi corazón” (No quiero 15) o “Vende caro tu amor, aventurera” (No quiero 29). Estos ecos del lenguaje radiofónico y musical convierten al lector en oyente del texto, quien de esta manera pasa también a formar parte de ese círculo íntimo de personas a las que las historias parecen ir dedicadas. A su vez, el lenguaje de los medios populares de comunicación le da vida y cuerpo a la palabra escrita, e introduce una dimensión oral en el texto que le permite al autor captar de forma más efectiva la bulliciosa personalidad de Tijuana. La prosa de Crosthwaite contrasta así con un discurso académico que ha popularizado la idea de Tijuana como aséptico “laboratorio de la posmodernidad”, al retratar la frontera como un espacio profundamente cercano al escritor, humano y vital.  Al mismo tiempo, esta prosa sonora da voz a una ciudad donde la gente crece, ama, ríe o llora como en cualquier otro lugar –‘una ciudad como las demás’, parafraseando al autor-y sirve de claro contrapunto a las imágenes sensacionalistas que tienden a presentar Tijuana en los medio de comunicación exclusivamente como paraíso del crimen y la violencia.

Los cuentos de No quiero escribir no quiero no sólo subvierten los clichés más comunes que se han popularizado sobre la ciudad: Tijuana como un lugar de paso habitado casi exclusivamente por turistas o emigrantes o como una ciudad violenta y criminalizada. Su prosa también saca a la luz el modo en que intelectuales y académicos hablan selectivamente de esta ciudad, y de la frontera en general, enfocándose en aquellos aspectos que sirven para corroborar una serie de teorías preestablecidas. En “Por qué Tijuana es el centro del universo”, una de las últimas historias de la colección, un perplejo narrador se pregunta: “¿Habrá surgido la vida, Adán y Eva, el Big Bang, Darwin, Matusalén, de esta famosa  y con frecuencia vituperada ciudad fronteriza? . . . Bastante se ha escrito ha este respecto . . .” (No quiero 75). El narrador entonces explica que, según el “renombrado intelectual” Salvador Freixedo, el Cosmos sí se originó en Tijuana: “Por supuesto, Freixedo lo ubica ‘millones de años atrás’, en un tiempo remoto anterior al panismo, a las maquiladoras y a los teléfonos públicos Ladatel . . .” (No quiero 75). Desde el instante en que comienza el Bing Bang, “un Bing Bang. . . ruidoso, lleno de fuegos pirotécnicos y globos reventados, justo en el centro de la Avenida Revolución” (No quiero 76), se suceden en la ciudad una serie de eventos que evocan las dramáticas consecuencias de los conflictos socio-económicos que tienen lugar en la frontera: “Aparecen los perros policías, la demagogia, se hace la luz . . . Y luego el Tercer Mundo, El Tratado de Libre Comercio, los países desarrollados y la historia del planeta brotan de la Avenida Revolución y se acomodan en los libros y en los lugares donde ahora sabemos que existe” (No quiero 76-77)  La aguda crítica del escritor funciona en este texto a diferentes niveles.  Por un lado, la palabra “centro” del título revela de forma irónica la profunda marginalidad de muchos de los habitantes de Tijuana, una ciudad de contrastes extremos entre ricos y pobres, el punto en el que se encuentran el Primer y el Tercer Mundo. Las trágicas consecuencias de este encuentro son, de hecho, el eje temático de algunos de sus cuentos y obras posteriores (4). El título también ironiza sobre la posición periférica que durante años han ocupado las provincias del norte en la escena política y cultural mexicana. Más específicamente, la lectura de este relato trae a la memoria los diferentes programas culturales que lanza el gobierno central a partir de los años 80 para promover la cultura fronteriza y para mejorar la comunicación con los estados del norte. Estos programas fueron duramente criticados por muchos intelectuales locales por no ser verdaderamente inclusivos y por privilegiar proyectos literarios que rescataban y enfatizaban tradiciones y valores propios de la cultura nacional, es decir, aquellos que anulaban posibles diferencias regionales  y reforzaban el mito de la pureza de la identidad mexicana en el contexto de la inminente firma de NAFTA (Tabuenca Córdoba 93). En el cuento de Crosthwaite parece cuestionarse esta sospechosa y repentina “centralidad” adquirida por la cultura norteña en la política cultural oficial. A su vez, en la figura de Salvador Freixedo y su loca teoría del Bing Bang tijuanense el escritor hace que cobren vida literaria los numerosos artículos periodísticos y ensayos que han aparecido desde entonces para explicar las peculiaridades y la dinámica de las regiones fronterizas, muchos de ellos de la pluma de los más reputados cronistas culturales contemporáneos (Carlos Monsiváis 1981, 2003; Juan Villoro 1995, 2000). El ensayista tijuanense Heriberto Yépez, ácidamente llama a la proliferación de estudios sobre su ciudad la “tijuanología”, y la describe como la ciencia de convertir a Tijuana en la encarnación de todos los problemas que aquejan al país, para así evitar realmente enfrentarlos:

 

La frontera es la paradójica oportunidad para que nuestros males nacionales (la pobreza, la migración, el crimen) le ocurran a otros . . . Hablar de frontera desde el lado mexicano es la enorme oportunidad para tratar nuestro pan diario como platillo exótico; hablar de la  discriminación y la desigualdad como si fuera un caso y no la realidad cotidiana . . . La frontera es donde todas las mentes nacionales se lavan las manos . . . ¡México no somos nosotros! ¡Toda la culpa la tiene Tijuana!  (84-85). 

 

Para Yépez escribir sobre esta ciudad se ha convertido también en una de las formas en que las élites intelectuales exhiben su familiaridad con las corrientes de pensamiento de moda sin tener que profundizar en su verdadero calado: “Somos un ‘collage’, un ‘hibridismo’, un ‘prisma’, un ‘aleph’, etcétera. Sospecho que todo este vocabulario del caos es utilizado como estrategia estilística para no ahondar en la reflexión. Si Tijuana es un ‘prisma’, a todas luces, no necesita análisis a fondo, sino frases pintorescas y retratos coloridos… ¡Admirad la brillantez de mis retruécanos! (88). La obra de Crosthwaite no alude tan directa ni tan duramente como los ensayos de Yépez a las razones que pueden explicar la popularidad de Tijuana en el imaginario mexicano contemporáneo, pero sí pone de relevancia de forma sutil las limitaciones de estas visiones foráneas que se acercan a la ciudad en busca de confirmar una serie de prejuicios o de ideas preestablecidas. Por ello, al final del cuento, la ciudad vuelve a quedar reducida a sus verdaderas proporciones y sus habitantes, a pesar de haber sido arrastrados en un primer momento por el aluvión de la popularidad, se acaban dando cuenta de que “ . . . todo ya existía antes que ellos, que la ciudad de donde surgen es solo un lugar de mediana relevancia en una nación mexicana, sobre un planeta que gira alrededor de una estrella amarilla que tiene mucho tiempo existiendo, mucho más que la ciudad misma” (No quiero 77). Con esta conclusión Crosthwaite nos recuerda que Tijuana no es el fenómeno social y cultural del siglo, ni la prueba que confirma o desmiente cualquier y todas las teorías existentes sobre el narcotráfico, la globalización o la multiculturalidad (5). Más allá de los diferentes mitos, teorías y explicaciones nacionales y foráneas que se han popularizado sobre la ciudad, ésta emerge en las historias de esta primera colección como ‘una ciudad cualquiera’, como un espacio íntimo entretejido por múltiples historias personales y narrado desde la perspectiva de alguien que habita y se siente pertenecer a la frontera. Es obvio que para el autor las características socio-económicas que han hecho saltar Tijuana a la palestra de los estudios sobre el multiculturalismo o la globalización no son las que hacen que la ciudad sea excepcional. Lo excepcional para el escritor es que Tijuana sea su hogar. Su prosa nos recuerda así que, más allá de su imagen pública, todas las ciudades son excepcionales para sus habitantes por la historia personal y colectiva que encierran.

Si en su primera antología de cuentos Crosthwaite establece esta perspectiva íntima, en la segunda, el autor profundiza en el conflictivo y contradictorio paisaje humano y social que la caracteriza. Estrella de la calle Sexta, publicada siete años después por la editorial Tusquets, representa el comienzo del reconocimiento del escritor fuera del ámbito local e incluso nacional. Es quizá por ello que esta antología ha recibido bastante más atención por parte de la crítica tanto en los EEUU como en México (Hernández, 2000; Vilanova 2002; Lamb, 2003; Abrego 2006; Insley 2007). En los tres cuentos que componen la colección Tijuana, sus sonidos, sus gentes y su vida siguen siendo los protagonistas indiscutibles de las historias. El uso de un lenguaje coloquial salpicado de idiolectos propios de la frontera y la diversidad cultural de los personajes que pueblan las historias (cholos, chicanos, gringos) han permitido que estos relatos y especialmente el cuento titulado “Sabaditos en la noche” se mencionen como exponentes de la nueva cultura híbrida o transnacional que se gesta en las ciudades del norte mexicano. Así, al reseñar esta antología, Juan Villoro califica a Crosthwaite como “el gran mitógrafo de Tijuana” y recurre a Néstor García Canclini y a sus Culturas híbridas para establecer la importancia de la obra: “En tres relatos que dependen más de las atmósferas que de las tramas, Crosthwaite recupera el mayor laboratorio social de la posmodernidad . . .  La frontera más cruzada del mundo, principal vivero de la cultura híbrida en Mexamérica, ofrece suficientes pintoresquismos para colmar los archivos de la antropología pop” (“Nada”).   La referencia a García Canclini no es casual. De hecho, la visión de Tijuana como metrópoli híbrida y transnacional por excelencia cobra fuerza en los estudios culturales gracias sobre todo al trabajo de este antropólogo latinoamericano (6). Considera que la interacción entre las culturas locales y la cultura occidental resultante de los procesos de desterritorialización provocados por las migraciones nacionales e internacionales en Latinoamérica da lugar a procesos paralelos de hibridización. Estos suponen la fusión en un todo nuevo de viejas prácticas culturales diferenciadas. Desde esta perspectiva, las ciudades mexicanas de la frontera con los EEUU, por su proximidad geográfica y por la relación económica excepcional que mantienen con sus “gemelas” estadounidenses, se convierten en espacios de experimentación privilegiados. Allí los elementos culturales heterogéneos se combinan para dar expresión a las vivencias de grupos normalmente excluidos de los circuitos de producción y distribución cultural nacional (jóvenes, emigrantes, subculturas urbanas, etc.). Pese a su relevancia y pese a sus numerosos aciertos, este concepto de hibridez como fusión cultural frecuentemente ha acabado celebrándose como una nueva forma de cosmopolitismo que trasciende condicionantes de clase, género o raza y que puede funcionar como alternativa cultural de futuro en un mundo cada vez más globalizado. Por ejemplo, Michael Dear y Gustavo Leclerc, en su introducción al volumen Postborder City. Cultural Spaces of Bajalta California (2003),  afirman que hibridismo y cosmopolitismo son los elementos constitutivos de la condición fronteriza y definen “cosmopolitismo” como una experiencia cultural transnacional  “occuring from the bottom up, consisting of strategies through which people adjust, survive, and even thrive in this new world” (9). Poco después admiten que esta visión encierra una excesiva positivización de las ideologías que conviven en la frontera, pero zanjan la cuestión afirmando: “Ironically, the improvisations and contingencies of cosmopolitanism often remain invisible to much of  Southern California’s population. Prejudice blinds many people to the shifts happening around them” (9).

Es obvio que conceptos como cosmopolitismo o hibridización no pueden aplicarse a todos los fenómenos culturales y artísticos de la frontera sin mayor reflexión. De hecho, cada vez son más las voces, sobre todo del lado mexicano (7), que cuestionan el excesivo énfasis dado por las ciencias sociales y los estudios culturales a los fenómenos de interacción económica, social y cultural entre las ciudades mexicanas y sus vecinas estadounidenses, Tijuana-San Diego, por ejemplo. Cuestionan también la consiguiente aparición de identidades híbridas que supuestamente desplazan formas previas de interacción entre sus habitantes. En Crossing Borders, Reinforcing Borders (2000) el antropólogo Pablo Vila hace un inventario detallado de los prejuicios, recelos y sospechas que siguen caracterizando las relaciones sociales de los diferentes grupos que conviven en las ciudades de la frontera. Vila nos alerta que metáforas como la de “cruce” o “border crossing”, tan frecuentemente utilizadas en la literatura y en la crítica cultural contemporánea para referirse a los procesos sociales y culturales que están teniendo lugar en la región, deben ser complementadas por otras que aludan a “su reforzamiento”. Afirma: “other identity narratives [which] reinforce the bold limits –the strict categorical distinctions . . . the Western logic of identity, the logic of either/or– that are the antipodes of a ‘hybrid’ or ‘mestiza’ way of thinking” (9). Dentro de esta misma línea de investigación, nuestro análisis del cuento “Sabaditos en la noche” demostrará que los elementos supuestamente híbridos de este texto no representan el nacimiento de un tercer espacio cultural alternativo que se caracteriza por la fluidez y el cosmopolitismo de sus identidades, sino que son parte de una estrategia narrativa mediante la cual se resaltan las profundas desigualdades y diferencias que siguen caracterizando la vida diaria en las grandes urbes. De hecho, y pese a la primera impresión que ofrece el texto, ésta es una obra claramente conectada a la anterior. En Estrella de la calle Sexta se sigue manifestando el mismo deseo del autor por enraizar la ciudad de Tijuana en un contexto geográfico y humano concreto, aunque el tono nostálgico e intimista haya desaparecido por completo. Tanto la calle Sexta como el salón La Estrella son conocidos espacios de ocio en Tijuana y, como tales, forman parte de esa misma cartografía detallada que construyera el autor en la anterior antología para dotar a la ciudad de historia y significación personal. Es más, “Sabaditos en la noche”, como muchos de los cuentos ya analizados, sigue siendo un relato crítico y desmitificador de las visiones de la ciudad que surgen desde fuera. En este caso lo que se desmitifica es la utopía que el concepto de hibridez encierra, es decir, la idea de en que las grandes ciudades de la frontera se está gestando un nuevo cosmopolitismo que puede trascender viejas distinciones de clase, nación y etnia, y que puede llegar a convertirse en referente cultural mundial para el nuevo milenio. 

El narrador y protagonista de “Sabaditos en la noche” es un personaje anónimo, un “gringo” de madre mexicana que vive en los EEUU pero que se sienta todos los sábados en la misma esquina de la calle Sexta de Tijuana para ver pasar ante sus ojos a los protagonistas de la noche de la ciudad: “Hey, hey, aquí nomás mirando pasar las beibis.  Todos los sábados me encuentras sentadito en esta esquina, trapeando, agarrando mi cura. ¿Ya viste aquella morra? Por eso estoy aquí, mirando mirando” (Estrella 13). A primera vista, la historia parece ser una celebración del movimiento callejero y de la cualidad cosmopolita y mestiza de una ciudad que se erige en verdadero microcosmos de la sociedad global: “Miras a la gente, sus rostros felices, bravos, furiosos, toda la noche, uno tras otro, los ojos redondos, rasgados, las cabezas rapadas, los cabellos lacios, chinos, ondulados, rubios, oscuros, verdes y azules, la piel morena, blanca, negra, los ceños fruncidos, las carcajadas sonoras, los cuerpos flexibles, las sillas de ruedas, pásenle, pásenle . . . “ (Estrella 24). El propio ir y venir del protagonista entre México y EEUU los fines de semana parece poner en un primer plano la desterritorialización o el nomadismo que se considera característico de los grupos sociales de la frontera. Sin embargo, conforme avanza la narración es obvio que el ajetreo mundano de la calle contrasta dramáticamente con la intensa soledad del protagonista, quien nos va revelando entre trago y trago los hechos de un pasado amargo y de un presente vacío: una infancia truncada por el abandono paterno del hogar, un matrimonio fracasado, una hija con la que ha perdido el contacto y, sobre todo, su trabajo actual como carrocero, “dedicado a hacer que las cosas sean como fueron, capaz de borrar las huellas de los accidentes, devolver el pasado” (Estrella 52). Desde esta perspectiva, el tránsito continuado de personas que caracteriza las tardes de sábado en la conocida calle Sexta no puede ser considerado exclusivamente como representativo del carácter híbrido y fluido de las producciones culturales de la frontera. Más bien hay que verlo como una estrategia narrativa por la que se realza el estancamiento emocional del protagonista,  paralizado por la imagen fija de un pasado que, a diferencia de los carros que pasan por sus manos en el taller,  no ha sido capaz de reparar. No resulta extraño entonces que sea el carro, y no la calle, el símbolo en torno al cual se va construyendo el personaje. El carro es además el símbolo por excelencia del espíritu individualista del norteamericano, de la búsqueda constante de nuevos horizontes y fronteras, del deseo imparable de progresar y mejorar de condición social. En esta historia, sin embargo, los carros averiados que pasan por el taller donde trabaja el protagonista representan el fin de un viaje que él no ha podido continuar: “Ese carro no lo pude reparar. De seguro se fue al cielo, el pobrecito, a dónde más. Por eso le meto tantas ganas a mi trabajo, imposible explicárselo a mi patrón pendejo . . .” (Estrella 52). Desde esta perspectiva el monólogo íntimo de este personaje se convierte también en una desmitificación del sueño americano y de la perenne fe del estadounidense en el movimiento (de personas, bienes o fronteras) como garantía del progreso social. El carro, símbolo por excelencia de la libertad y de la esperanza de cambio, representa en este cuento los límites del sueño americano, la constatación amarga de que al otro lado los sueños tampoco se pueden  realizar. 

En “Sabaditos en la noche” el continuo movimiento que rodea al personaje resulta ser, paradójicamente, aquello que revela su profunda inmovilidad emocional. La simbólica desterritorialización del protagonista no es pues algo intrínseco a su identidad cultural como habitante fronterizo, sino fruto de sus circunstancias personales y de una compleja vida emocional. Del mismo modo, la existencia de otros elementos supuestamente híbridos en el texto tampoco apunta necesariamente al nacimiento de una nueva identidad que fusiona los diferentes elementos que la integran. Por ejemplo, el uso de español e inglés a lo largo de la narración, que muchos interpretan como emblema de la ambigüedad cultural de la frontera, es de nuevo una estrategia retórica que acaba poniendo de manifiesto las férreas barreras raciales, sociales y culturales que caracterizan la interacción entre los diferentes grupos que coexisten en ella. En primer lugar, debemos matizar que el relato no está escrito en “spanglish”, esa mezcla de español e inglés que algunos escritores latinos en los EEUU han utilizado con éxito para documentar una práctica lingüística habitual en sus comunidades y para legitimarla como vehículo de expresión literaria. El “spanglish”, considerado en su definición más amplia como una práctica que incluye fenómenos como “alternancia de códigos”, “préstamos”, y “calcos” (Torres 330), no se da de forma sostenida en la narración, sino que en todo caso aparece esporádicamente en algunas frases o expresiones (ej. nos guachamos nexwik). Este cuento está escrito en español, un español mexicano en el que se combinan diferentes registros según las necesidades narrativas: un registro a veces poético, un registro coloquial que a menudo se salpica de términos del pachuco, y un inglés que se trascribe fonéticamente al modo en que los hispanohablantes lo pronuncian. Este inglés fonéticamente españolizado es el que ocupa un lugar prominente en la narración. Lo encontramos, por ejemplo, cuando se reproduce la interacción de los mexicanos con los turistas estadounidenses (ej. guana taxi, sir); o, más importante aún, cuando se reproduce la interacción de los personajes mexicanos con el propio narrador. Como en un pasaje en el que el protagonista trata de hablarle de su mamá a Doña Margarita, su compañera del baile del salón La Estrella: “ ‘No búlchit, yas dans’, me dice [Doña Margarita], aunque le insista en que me hable en español” (Estrella 30). Resulta significativo que en éste y otros pasajes del relato el protagonista insista en que le hablen español, como si fuera consciente de que el inglés lo identifica como “gringo”, interponiendo una distancia entre él y el resto de los personajes “mexicanos”. Es por ello que el uso del inglés en este cuento no puede considerarse representativo de una forma de comunicación compartida entre los habitantes de la frontera que revela “una identidad y un lazo de pertenencia a un mundo propio” (Abrego 26). Tampoco puede considerarse, como afirma Villoro, signo inequívoco de la aparición de una nueva identidad fronteriza: “Leer a Crosthwaite es un acto migratorio . . . miembro de la real Academia del Spanglish, recrea el edén donde el país comienza y los hombres inventan una lengua con fervor adánico” (“Nada”). Por el contrario, en este cuento Crosthwaite retrata una sociedad en la que los dos idiomas interactúan y conviven por necesidades sociales y económicas, pero en el que persisten las identidades culturales “nacionales” que cada idioma representa (8).

Esta forma de expresarse constituye también un componente esencial en la caracterización cultural del protagonista y narrador del cuento, un personaje que, huyendo de su pasado, busca vanamente los sábados construirse una nueva identidad al otro lado de la frontera. De hecho, desde el comienzo del relato el narrador ha insistido en no identificarse como “gringo” sino en situar su identidad en algún lugar indeterminado entre ambas culturas:  “Mi patrón, ese güey, sí es gringo, para que vea . . . Yo soy otra onda. Claro que no soy de por aquí, como explicarlo, sí soy gringo y no soy gringo, ¿me entiendes? Hay más unión entre esa raza, entre los meseros y yo, que con toda la bola de gringos-güeros-atole-en-las-venas. Este es mi paraíso” (Estrella 16). El narrador de esta historia cree que más allá de su nacionalidad existe una afinidad cultural, emocional o de intereses con sus conocidos mexicanos que trasciende las diferencias que los separan.  Sin embargo, el mero hecho de que el personaje se vea obligado a hacerse esta reflexión revela que, pese a sus esfuerzos por integrarse y pertenecer al mundo cultural de los meseros y cantineros de Tijuana, existe una distancia insalvable entre ellos. El uso de la palabra “paraíso” es a su vez significativo, pues nos remite a un plano de irrealidad que convierte la posible indeterminación o hibridación cultural del personaje en una fantasía personal. El deseo del protagonista de trascender las fronteras de la identidad del mismo modo en que cruza semanalmente la demarcación internacional entre ambos países se desmorona definitivamente hacia el final del cuento, cuando al preguntarle a su asidua compañera de baile, Doña Margarita, si ella de verdad cree que él es un gringo, la mujer le responde sin dudar “-Qué otra cosa, mijo, un gringuito como todos” (Estrella 64). Las palabras de Doña Margarita se hacen eco en el texto de una diferencia fundamental entre “gringos” (o chicanos) y mexicanos que pone fin a la ficción de hermandad en la que vive el protagonista. Los primeros gozan del derecho de cruzar libremente, mientras que para la mayoría de los mexicanos la frontera representa un muro infranqueable que pone coto a sus aspiraciones y deseos; para los primeros el cruce de fronteras es un privilegio que deriva de su condición de ciudadanos estadounidenses, para los segundos es una condición de su marginalidad. De hecho, al final del cuento, Doña Margarita, con quien el protagonista ha mantenido una cierta relación de intimidad a lo largo del relato, le ruega que la lleve con él al otro lado, a lo que éste se niega categóricamente, exclamando: “Despídase, Margarita. Bájese de mi fiel tordillo que este caballo no es lo suficientemente grande para los dos. Ahora sí se planta la palabra FIN en el horizonte y se acaba esta conversación. Por eso mejor le corro, rápido rápido me alejo de esta calle, de esta ciudad y de este país . . . . Mejor nos vemos el próximo sábado, nos guachamos nexwik” (Estrella 65). El tono jocoso de esta conclusión no impide que éste sea un final amargo mediante el que se nos recuerda que las identidades no se construyen ni se redefinen independientemente de la realidades sociales e históricas que las rodean. La parodia del típico final de película del oeste americano que culmina el relato hace emerger la relación que se había construido entre esta mujer y el protagonista como una ficción, como algo interesado y circunstancial; el “nos guachamos nexwik” con el que el personaje concluye su monólogo no puede interpretarse como fruto de la complicidad cultural entre sujetos fronterizos, sino que más bien se convierte en parodia de un supuesto lenguaje mestizo de la frontera, una forma amarga de interponer una distancia entre los personajes y de revelar las barreras que continúan separando a dos poblaciones que viven realidades históricas marcadamente contrastadas. Es importante recordar a este respecto que el propio García Canclini, a cuyo Culturas híbridas nos hemos referido como libro que sienta las bases del debate sobre las culturas de la frontera en los años noventa, en un artículo más reciente matiza la idea de que la hibridez pueda celebrarse ingenuamente como una reconciliación o fusión de elementos y concluye:  “Hybridization is not synonymous with reconciliation, in the same way artistic fusions cannot eradicate contradiction. So-called ‘post-border cities’ are only partially so, because they do not put an end to borders or segregation” (“Rewriting” 284). La esquina donde se apuesta el protagonista de este cuento todos los sábados por la noche es un cruce de caminos por el que transitan gentes de procedencia y aspiraciones variadas, pero este cruce no implica necesariamente la existencia de identidades híbridas en las ciudades de la frontera o la desaparición automática de otras categorías (nacionales, de clase, o de género) en su configuración. 

Es obvio que para Crosthwaite la frontera no es una metáfora que representa el deseo del sujeto artístico por construirse un espacio imaginario al que pertenecer dentro de una cultura o sociedad que lo margina, a la manera de Gloria Anzaldúa y otros autores chicanos. Tampoco es un espacio cultural globalizado en el que interactúan y se fusionan elementos culturales de procedencia diversa. La idea de frontera que emerge en esta obra a partir del retrato de Tijuana se cimenta más bien en las vivencias diarias de sus habitantes y en el relato de las experiencias y situaciones que forman el tejido de su intrahistoria. La Tijuana que nos describe Crosthwaite en éste y en sus anteriores cuentos es además un mundo donde las barreras entre culturas e identidades muchas veces persisten e incluso, como propone Pablo Vila, se ‘refuerzan’ con el contacto diario.    Desde esta perspectiva,  la hibridez cultural se revela como un mito más de los muchos que envuelven la ciudad. La obra de Crosthwaite representa además una profunda crítica a los peligros que encierra la retórica del nomadismo y la indeterminación cultural sobre la que se asientan conceptos como el de “cruce” o el de “hibridación”. En “Sabaditos en la noche”, el ritual cruzar de fronteras del protagonista los sábados por la noche no resulta en su movilidad real sino que más bien parece aislarlo del resto de la población en un viaje sin final. Así, al concluir el relato, pese a que el protagonista decide mudarse de calle y de esquina, nada parece que va a cambiar:

 

Me despido de esta calle, de sus congales, de sus farmacias, de sus restaurantes. Más bien, yo diría –y perdón que me contradiga tan rápido- que lo mejor será cambiar de congal para la próxima semana, tal vez no sea mala idea moverme de aquí, sentarme dos cuadras más adelante. Me han dicho que por allá también hay buenas esquinas (Estrella 64)  

 

En este sentido, los cuentos de Crosthwaite están más cerca de los planteamientos de aquellos investigadores que vienen proponiendo una revisión de la metáfora cultural de la frontera y de los conceptos teóricos sobre los que ésta se construye que de los de aquellos que la abrazan. No se trata de menospreciar ni minimizar las importantes aportaciones de los numerosos críticos que han abordado esta importante y compleja realidad utilizando como punto de partida estos conceptos. Pero sí es necesario subrayar que al hablar de la frontera entre México y los EEUU, y en particular de sus grandes ciudades, el acento en lo simbólico ha hecho que muchas veces se ignoren las experiencias vitales concretas de sus habitantes y que el énfasis en los procesos de hibridización cultural haya propiciado que se minimice o ignore la existencia de otras narrativas de la identidad mucho más polarizadas que no se explican fácilmente desde esta perspectiva. Socorro Tabuenca, a quien hacíamos referencia al comenzar esta reflexión, ya recalcaba hace más de una década la burla que representa para el mexicano el hecho de que la emigración se glorifique como metáfora académica, perdiendo de vista el drama humano que representa. Paradójicamente, es la ficción de escritores mexicanos como Luis Humberto Crosthwaite la que nos recuerda que más allá del debate académico existe una realidad humana, ambigua y contradictoria que a veces no resulta tan fácil tipificar. Desde esta perspectiva, Tijuana más que erigirse en laboratorio de un nuevo cosmopolitismo representa los retos a los que se enfrenta la utopía de las culturas híbridas en la frontera.

 

Notas


(1). En EEUU la obra de Crosthwaite solamente ha sido publicada y distribuida por dos editoriales: Cinco Punto Press, de El Paso, Tejas y BinationalPress/Editorial Binacional, un consorcio entre San Diego State University y la Universidad de Baja California en Mexicali. Cinco Puntos Press publicó en 1997 la traducción al inglés de  La luna siempre será un amor difícil (1994) con el título The Moon Will Forever Be a Distant Love,   y en 2002 publicó  Puro Border.  Dispatches, Snapshots & Graffiti from La Frontera, una antología crítica y creativa coeditada por el propio Crosthwaite en la que aparecen en inglés dos trabajos suyos: “With  the Smooth Rhythm of Her Eyelashes” y “I Don’t Talk About Her and She Doesn’t Talk About Me: Afterword.” Por su parte, la editorial Binationa Press/Editorial Binacional ha publicado la antología U.S/Mexico Border Literature:  Short Stories (1989), en la que también aparece un cuento de Crosthwaite.

 

(2) Socorro Tabuenca Córdoba considera que, la popularización del concepto de frontera como metáfora de la aparición de nuevas subjetividades híbridas en la crítica post-estructuralista y, en particular en los estudios literarios chicanos, ha propiciado la neutralización de la frontera norte mexicana como espacio físico y como referente primario (86).  Para Tabuenca Córdoba, sin embargo, la frontera es un espacio geográfico concreto en el que se escenifica a diario el drama de las migraciones y la pobreza.  A esta visión de la frontera como símbolo o como abstracción, Tabuenca Córdoba opone la existencia de un movimiento literario en los estados fronterizos del norte de México que se viene fraguando desde finales de la década de los setenta y que se caracteriza por ‘re-territorializar’ esta región, es decir, por construir sus ficciones desde este espacio textual y geográfico concreto (106).

 

(3). Por su trabajo como escritor, crítico y periodista, Federico Campbell (Tijuana 1941- ) es considerado uno de los autores que más ha influido en la generación actual de escritores fronterizos (Cortés Bargalló 62).  A diferencia de éstos, Campbell ha desarrollado su carrera principalmente en la ciudad de México. No obstante, su obra se ha caracterizado como  “una larga y productiva meditación entorno a la nostalgia” que le lleva de regreso repetidamente a su ciudad natal (Cortés Bargalló 61).

 

(4). Dos de las obras en las que más explícitamente aborda la tragedia de la emigración es la novela Lo que estará en mi corazón (Ña’a ta’ka ani’mai), Premio de Testimonio Chihuahua 1992 y el cuento “Muerte y esperanza en la frontera norte”, en Instrucciones para cruzar la frontera (2002).

 

(5). Crosthwaite retoma esta misma crítica en un ensayo publicado en inglés nueve años después.  En un lenguaje jocoso pero no exento de protesta, Crosthwaite nos recuerda que debajo de toda esta avalancha de teorías que se han producido sobre Tijuana y sobre la frontera, se encuentra la vida, la realidad humana  y cotidiana de aquellos que habitan esta parte del mundo: “There are people who like to talk about the border.  I have seen them in supermarkets, in bars, in taxis, on city buses, on television, in newspapers.  They always do it very seriously, like they were talking about a relative who just died…There are also those who dedicate themselves to studying the border, who are very knowledgeable and talk about her like experts…To me, the border.. is my life.  I am the border” (“ I Don’t Talk” 241-243).

 

(6). En el ámbito de las ciencias sociales otro de los trabajos que más ha influido en la visión de Tijuana como metrópoli transnacional, y por ende de la frontera entre EEUU y México como “región transfronteriza”, es Where North Meets South:  Cities, Space and Politics on the U.S. – Mexico Border (1990), de Lawrence Herzog.  Para Herzog, la dinámica socio-económica de la región se inserta en un contexto internacional de globalización cuyo análisis debe centrarse sobre todo en la interacción de las grandes ciudades fronterizas mexicanas con sus “gemelas” estadounidenses (Tijuana/San Diego, Ciudad Juárez/El Paso, etc.), y en el estudio de aquellas características estructurales, sociales o culturales que unifican estas grandes urbes por encima de los factores que las separan o diferencian. Hay que matizar, sin embargo, que en términos estrictamente económicos Tijuana está lejos de ser una “metrópoli transnacional”.  De hecho, en los estudios más prominentes sobre la globalización económica en el Tercer Mundo no se analiza ni a Tijuana ni a ninguna otra de las grandes ciudades de la frontera como “metrópoli globales”; más bien se las considera centros de producción en un corredor regional cuyo epicentro se encuentra en la Ciudad de México, verdadero nexo de la economía mexicana con la red global a nivel financiero y mediático (Parnreiter 2002).

 

(7). Véase, por ejemplo, los estudios de Tito Alegría y Miguel Olmos Aguilera citados en la bibliografía, ambos investigadores de El Colegio de la Frontera Norte en Ciudad Juárez.

 

(8). En  su ensayo “Qué gacho es ser chicano.  Tijuana, sede oficial del spanglish en México”, Heriberto Yépez va más lejos aún al afirmar que la mezcla inglés/español en las ciudades fronterizas como Tijuana  representa una “burla soterrada” al turista americano, una mera estrategia comercial para hacerle creer que está ese un lugar exótico que imaginaba antes de llegar.  En este sentido, el uso de ambos idiomas es una subversión de los papeles sociales de gringos y mexicanos como dominadores y dominados y spanglish de la zona puede calificarse como lengua de “resistencia irónica”  o como “ficción creadora”. (54)

 

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