Nueva narrativa
argentina:
el realismo
“agrietado” en Los mares de la luna, de Luis
Sagasti
Universidad de Buenos Aires
Como señala Drucaroff (1996), Lukács basa su Teoría de la novela en la
idea de que aquello que distingue a la novela de la épica es la
aspiración a una totalidad: si en la épica el mundo era homogéneo y los
personajes se correspondían con él, la novela aspirará a recuperar esta
totalidad que se ha perdido:
La novela consigue representar esas vidas empíricas con la
tensión entre su riqueza, autonomía y heterogeneidad, por un lado, y
una fuerza estética totalizadora, por el otro, fuerza que es más bien
un deseo, una necesidad, una aspiración, que nace no de un sentido
previo sino de una nostalgia, un recuerdo de que hubo un sentido y vale
la pena intentar encontrarlo nuevamente. (Drucaroff,
1996: 92).
En este sentido, una de las características del realismo
decimonónico es precisamente que, en su pretensión de “mímesis” de la realidad, aspira a una totalidad,
ambición que podemos encontrar, por ejemplo, en el proyecto de la Comedia
Humana de Balzac. En efecto, Balzac pretendía construir una obra
que, enfocando diversos aspectos de la sociedad, diera “una
representación global de la sociedad francesa del siglo XIX” (Auerbach, 1950: 449): se trataba de un proyecto
“universal” y “enciclopédico” (451). De esta forma, el realismo
decimonónico muestra una fuerte confianza en el lenguaje como capaz de
representar la realidad, confianza que se perderá en el siglo XX.
Una de las líneas que traza Drucaroff
(2007), en relación con la llamada “nueva narrativa argentina”, es lo
que ella denomina el “realismo fantasmal”:
Con importantes excepciones, la estética predominante [de la
nueva narrativa argentina] discute el realismo. [...] Pero casi siempre
se trata de un no realismo con grietas realistas, o de un realismo
agrietado. En diferentes grados, en la escritura siempre hay algo que
contradice las certezas del realismo: a veces remite a lo fantástico
(...), otras al expresionismo, el esperpento, la desmesura... (Drucaroff, 2007: 130).
En este sentido, encontramos en Los mares de la luna,
de Luis Sagasti, lo que podríamos llamar
una “declaración de principios” formulada por el narrador: “Observa que
las columnas que él [Julián] creía altorrelieves están pintadas
simulando el estilo corintio: un realismo absurdo, como todo realismo
absoluto, ya bastante tenemos con el mundo como para querer
duplicarlo.” (Sagasti, 2006: 56). La distancia que el narrador toma del
realismo “mimético” se verá a lo largo de la novela de diversas formas,
tanto en relación con la estructura del texto, de diálogos cortados y
un narrador particularmente irónico, como con la introducción de
diversos aspectos fantásticos en el texto que nos permiten ligar esta
novela a la serie del “realismo fantasmal” de la nueva narrativa
argentina. En este punto, cabe tener en cuenta la distinción que
realiza Jakobson (1969) entre dos formas
diferentes de realismo: por un lado, el realismo que, como corriente
estética, se distingue por una serie de características particulares;
por el otro lado, una “actitud realista” que se puede encontrar en
diversos textos que no forman parte de este movimiento del siglo XIX.
Así, Jakobson señala que muchas corrientes
estéticas postulan su perspectiva artística como aquella que, superando
a las anteriores, es capaz de mostrar la “verdadera” realidad (el
impresionismo, el futurismo, el expresionismo). De esta forma, si bien
la nueva narrativa argentina muestra en un punto una “actitud realista”
en la medida en que utiliza convenciones realistas y contiene (y es el
caso de Los mares de la luna) referencias directas o indirectas
al contexto de producción del texto, al mismo tiempo se distancia de un
realismo “clásico” para presentar, por el contrario, un mundo agrietado
donde se pone en juego permanentemente la imposibilidad de totalización.
En este sentido, la relación del texto con el realismo así
como con lo “fantástico” se liga directamente con dos cuestiones
fundamentales en la novela, que analizaremos a lo largo de este
trabajo: en primer lugar, si un realismo mimético busca o pretende una
forma de “totalidad”, la novela señalará la imposibilidad de llegar a
ella. Por el otro lado, si el realismo decimonónico trabaja con la
separación dicotómica entre realidad y apariencia, el texto problematizará esta separación a partir de la
desestabilización y puesta en crisis de diferentes pares de opuestos (1).
Así, veremos cómo la novela trabaja con un realismo que se
establece precisamente a partir de la contradicción: es decir, es a
través de ella como se plasma “la realidad” en tanto contradictoria e
inacabada. En las grietas que surgen en las unidades de tiempo y
espacio y en la mediación del lenguaje se filtra el efecto de lo
fantástico bajo la forma de lo siniestro.
Tiempo y espacio
...con la mirada fija en esa pareja (...) que, desde que él
llegó (...), se ha abrazado de tal forma que ha dejado de ser pareja:
cada uno ha entregado su cuerpo al otro y se ha alumbrado así uno solo
que no es varón ni mujer y que se mueve sin desplazarse, leve, casi
aéreo. El cuerpo desconoce las leyes del tiempo pero no así su
sombra... (Sagasti: 11).
De esta forma, la novela inaugura una aspiración o deseo de
totalidad: el sexo se revela como un momento en que el hacerse uno es
(o parece ser) posible. El traspaso de la frontera de los cuerpos, la
fusión y la anulación del tiempo y del espacio se presentan así como un
ideal encarnado en esa pareja que Julián observa, precisamente, desde
afuera, y que retorna recurrentemente como fantasía a lo largo de
la novela.
Luego de esta escena inicial Julián y Emilia realizan el
viaje a la fiesta: es un desplazamiento que inscribe a la fiesta en un
universo particular y, aparentemente, cerrado. En efecto, si bien se
trata de un lugar rodeado por un halo de irrealidad (pues no figura en
el mapa y no se hace mención a ningún punto geográfico que sirva como
referencia), al mismo tiempo parecería contar con una unidad espacial y
temporal que permitiría una descripción totalizadora. Sin embargo, esta
expectativa se verá defraudada, ya que la fiesta establece desde el
comienzo una contradicción al plantear un juego permanente entre la
finitud y la infinitud, tanto desde el punto de vista espacial como
desde la perspectiva temporal.
Con relación al espacio, ya desde el comienzo se señala esta
yuxtaposición entre finitud e infinitud: la fiesta está rodeada por
“rejas infinitas”. De la misma forma, el otro límite de la fiesta, el
bosque, es al mismo tiempo señalado como un espacio ilimitado. Así, el
vaivén es constante: si la fiesta se percibe como un espacio limitado,
sus límites son al mismo tiempo infinitos. A su vez, si la fiesta se
desarrolla en un lugar al aire libre, es un espacio de donde, a lo
largo de la novela, se irá percibiendo la imposibilidad de salir. En
este sentido, si al comienzo los guardias son aquellos que protegen la
fiesta del espacio exterior, es decir, los guardianes de la seguridad,
serán precisamente ellos quienes se erijan como símbolos del peligro,
como los perseguidores. De esta forma, al principio Julián “... ve que
las luces se esfuerzan por distinguir y separar cualquier forma que
intente llegar desde afuera.” (25, la
cursiva es nuestra), pero luego será Julián mismo, un invitado, un
personaje del interior, el que será perseguido por las
linternas.
En este sentido, la fiesta es también un espacio que incluye
y excluye: los personajes ignoran por qué ellos han sido invitados y
otros no, pero este haber sido invitados se muestra como signo
distintivo. Genera vanidad por momentos, culpa o extrañeza en otras
ocasiones. La fiesta, como espacio cerrado, provoca así una sensación
de exclusividad y, a su vez, la circulación de las personas genera el
efecto de un circuito predeterminado: como señala Sebastián Hernaiz, “los invitados van de sus habitaciones
a las instalaciones del lugar -pileta, bar
salón principal, cuarto de juegos- y de las instalaciones a sus
habitaciones” (Hernaiz, 2006).
Ahora bien, al mismo tiempo, este circuito presenta grietas:
aquellos que están adentro desaparecen misteriosamente (los Garmendia, Azul, Emilia) y a su vez aparecen,
igual de misteriosamente, otros personajes en su reemplazo (Enrique y
Elisa reemplazan a los Garmendia, Lucrecia
reemplaza a Azul). De la misma manera, la dimensión de la fantasía
también genera la circulación de personas, ya sea bajo la forma del
pensamiento o imaginación de Julián (que evoca permanentemente a
personajes que no están presentes: Juan Pablo y Patricia, Miranda, el
Diego), ya sea porque hay personajes que son recurrentemente evocados
en diálogos (Miraglia).
Así, se produce una circulación constante entre quienes no
están y aparecen, en la imaginación o de forma fantástica (Juan Pablo y
Patricia, Miranda, Miraglia, el Diego), y
aquellos que están y desaparecen misteriosamente (los Garmendia, Azul, Emilia). En este sentido, el
espacio cerrado, exclusivo (en tanto excluyente y, por eso mismo,
elitista) presenta grietas por las cuales se filtran pasajes.
Asimismo, desde el punto de vista temporal la fiesta presenta
ciertas particularidades. Se trata de una fiesta que parece ser
infinita, al punto de que los personajes pierden la noción del tiempo:
Julián ya no sabe cuándo es el último día. Pero, al mismo tiempo, la
fiesta parece ser circular: se abre y se cierra con una fiesta de gala (2) ; los días son todos casi iguales, con
ligeras variaciones: la pierna de cordero, siempre igual, aunque una
noche “levemente dulzona”, otra noche “más rica que nunca”. Como
“Michelle” interpretada por la banda, una misma melodía con ligeras
variaciones se sucede a lo largo de la novela. Pero el tiempo, al igual
que el espacio, se fractura en esas “ligeras” variaciones. Para Julián,
quedarse despierto hasta el amanecer implica quebrar el día como unidad
de tiempo; y si el tiempo se quiebra, el espacio se disloca:
Emilia habita en esa franja cada vez más ancha en el
horizonte, que cambia al violeta por el azul y al azul por un celeste
intenso en la parte más baja. Qué lenguaje podría llegar a comunicarlos
cuando se encuentren, si es que logran encontrarse alguna vez.
(Sagasti: 155).
De esta forma, el texto establece una relación indisoluble
entre tiempo, espacio y lenguaje: “Vivir en días distintos no solamente
cancela el lenguaje sino, acaso, hace invisible el uno al otro.” (156).
Es en esas fracturas donde el tiempo se disloca y emerge no sólo el
pasado, el tiempo de los recuerdos, sino también el tiempo de la
fantasía, que permite la aparición del Diego.
Apariencia y realidad
Los mares de la luna establece un amplio campo semántico en relación con la apariencia y la
realidad que se liga fundamentalmente con la visibilidad e
invisibilidad de las formas así como con metáforas de oscuridad y
claridad.
Se postula, en este sentido, una tesis general: la
invisibilidad de lo evidente. Como el procedimiento de “La carta
robada” de Poe, es lo evidente aquello que
no se ve: los actos reflejos se perciben únicamente cuando se omiten,
los sonidos se escuchan sólo cuando dejan de sonar: “El hábito torna
invisibles ciertas formas que sólo vuelven a aparecer cuando ya se han
ido.” (22). Así, también, todo el personal en la fiesta es invisible:
los mozos pasan “como fantasmas entre toda la gente” (186), los músicos
no se escuchan hasta que dejan de tocar. Dice Stevenson
“...el truco consiste simplemente en hacer que el público mire para
otro lado y se convenza de que, precisamente, en el otro lado suceden
las cosas, aunque la acción se desarrolle a la vista de todos, nadie la
ve, nadie hace el menor esfuerzo por verla.” (94). Esta última frase
agrega un punto: no se trata de que lo evidente no se vea sino que
muchas veces no se quiere ver. Esto es justamente lo que
ocurre con las desapariciones, de las cuales nadie parece darse cuenta
salvo Julián.
A su vez, la tesis de que lo evidente es invisible, o no se
quiere ver, se complementa con una primacía de la apariencia en la
fiesta. Así, se impone la frivolidad y la importancia de la vestimenta,
y así también las sonrisas impostadas se diseminan: “sonrisa forzada”
(71), “sonrisa de utilería” (124), “sonrisa Oscar” (178). Ahora bien,
el problema que se presenta en este punto es en qué medida es posible
diferenciar la apariencia de la realidad:
El hombre que ríe, las máscaras del teatro noh, la demora en demostrar facialmente
cualquier emoción, el miedo a que el fuego de un asado termine por
derretir lo que la obra social no cubre. En una cara así, todo pelo
termina siendo peluca... (110, la
cursiva es nuestra).
Si todo pelo termina siendo peluca, la apariencia sustituye
la realidad. Así, se construye un universo de apariencia que culmina
con el baile de máscaras, en el cual Julián “sopla en la cara del Papa,
se abraza con el Presidente, y saluda en ruso a Stalin...”
(245): la máscara se ha pegado al cuerpo, ya no es posible distinguir
la apariencia de la realidad.
Asimismo, en el universo de apariencia que construye la
fiesta los personajes se vuelven intercambiables: Emilia y Azul no
pueden distinguir quién es Ramiro y quién Mauricio, así como éstos
tampoco saben quién de ellas es quién; los personajes que desaparecen
son sustituidos por otros “como si se tratara de una obra de teatro”
(75). Así, si el nombre funciona como un núcleo de identidad (3), en el universo de
las identidades reemplazables éste pierde su carácter aglutinador.
Ahora bien, en contraposición con esta hipótesis hay algo del
orden del exceso que emerge permanentemente en esta impostación, en
esta apariencia. En este sentido, la fiesta se construye, como señala Hernaiz, sobre contradicciones: la sonrisa es
“demasiado cordial para ser franca” (64), la amabilidad de los guardias es excesiva, la hospitalidad
del anfitrión, violenta. De esta forma, los límites de la apariencia
están siempre a punto de ser sobrepasados: “No todo es lo que parece.
Ya a los mares de la luna se los creía llenos de agua, dice Stevenson divertido (...). No se puede ocultar
todo, siempre hay algo que delata, es inevitable (...).” (182). De esta
forma, si bien se establece un posible reemplazo de la apariencia por
sobre la realidad, al mismo tiempo la apariencia nunca es total porque
siempre hay un núcleo que retorna, que emerge desde el límite de la
máscara.
Este mismo procedimiento podemos encontrarlo en los diálogos:
la novela establece un continuum de
diálogos superficiales que se encadenan unos con otros, donde se
encuentran temas recurrentes y respuestas previsibles. Pero al mismo
tiempo, la estructura cortada de los diálogos puede leerse de diversas
maneras: por un lado, se marca la limitación del lenguaje para
representar la realidad de forma mimética, y se muestra también la
contingencia de estos diálogos, que parecen ser todos superficiales e
intrascendentes; pero al mismo tiempo, en estos diálogos cortados se
filtra lo siniestro: las caras en el mar, la historia de Miraglia. De esta forma, los cortes en los
diálogos señalan un vacío de información, el ocultamiento de algo que
no se está diciendo, o bien porque no se puede decir o bien porque no
se quiere decir, pero cuya presencia es constante y se filtra
permanentemente. Así, lo siniestro se presenta precisamente como lo no
dicho, aquello imposible de verbalizar, y muestra de esta forma el
límite del lenguaje: “Mientras más cerca se encuentre de la casa, menos
probabilidades tienen Bogart y los suyos
de hacer algo, algo que Julián no alcanza a imaginar bien del todo,
a la vista de quienes aún no se han acostado o recién se levantan.”
(204, la cursiva es nuestra).
Por otro lado, tal como señalamos con respecto a la
apariencia, también en relación con la dicotomía oscuridad – claridad
se plantea una contradicción: en efecto, si, por un lado, “demasiada
luz no deja ver nada, las cosas no se comprenden” (176), al mismo
tiempo “sólo cuando hay luz se puede razonar, la luz permite distinguir
y por lo tanto separar una cosa de otra; así obran las palabras...”
(204). La luz se relaciona con el lenguaje y la comprensión en tanto
capacidad de discernir y separar, y en este sentido la oscuridad
incapacitaría para distinguir (justamente como ocurre en el bosque,
donde con la oscuridad todo se confunde); pero a su vez el exceso de
luz también lleva a la confusión. De hecho, las categorías mismas de la
comprensión y la incomprensión se encuentran relativizadas: “[Emilia y
Azul] Cada vez tienen las cosas más confusas, o más claras, según se
mire, en todo caso distintas de lo que siempre fueron.” (108). En este
sentido, la percepción de las cosas se vuelve subjetiva, relativa: “El
mundo no es el mundo de uno, ya hemos dicho antes, no todos ven lo que
uno ve.” (245).
La totalidad imposible
Si la clausura de un universo particular parecería permitir
una descripción “realista”, el realismo muestra sus fisuras de la misma
manera que el espacio que parecía cerrado se abre, y así los personajes
y lo fantástico circulan por esas grietas. El narrador ya lo ha
enunciado: un realismo mimético deviene absurdo.
Si el realismo no puede ser mimético es, en primer lugar,
porque, tal como señala el narrador, el lenguaje separa y ordena.
Reflejar o reconstruir la realidad en su totalidad es, de esta forma,
imposible. Ya desde el comienzo, el primer intento de definir el lugar
donde se desarrolla la fiesta resulta fallido:
El camino llega casi hasta los pies del palacio o, tal vez,
deberíamos decir hotel, pero no es ni una cosa ni la otra, es un casco
de estancia. Palacio convoca a las hadas y castillo a los reyes, las
mansiones son urbanas y oscuras. El casco es entonces una casa, una
casa enorme, tan grande como un palacio, sin las hadas, o un hotel a
campo abierto. (25).
De esta forma, desde el inicio se ve tanto la
dificultad de “encontrar la palabra”, la limitación del lenguaje como
medio de representación, como la intromisión de una dimensión que liga
la fiesta a lo maravilloso, al cuento de hadas, bajo la forma de la
negación. Esta limitación del lenguaje se señala en la novela de forma
permanente y se relaciona con la capacidad o incapacidad de
comprensión:
Cuando las cosas ocurren en forma acelerada, al punto de
superponerse las imágenes de una sucesión, llega a anularse el mismo
principio de identidad, o sea: el ser es y no es al mismo tiempo, y un
mismo círculo puede abarcar dos caras, la de Emilia y la de Azul, la de
Stevenson y la del hombre que asoma por
allá atrás, por ejemplo; cuando las cosas así suceden, decía, no se
dice lo que se quiere sino lo que se puede, porque es atributo del
lenguaje encadenar las imágenes entre sí, como bien se sabe. (195).
La estructura cortada del texto da cuenta de una recursividad
de los diálogos, interminables y superfluos. En este sentido, Jakobson señala
que el realismo del siglo XVIII, a diferencia del realismo ruso,
evitaba los detalles contingentes, es decir, en él todo aquello que
figuraba en el texto respondía a una necesidad desde el punto de vista
de la intriga. En Los mares..., en cambio, la exacerbación de
los detalles inútiles y las conversaciones frívolas responden a una
economía del relato basada en la acumulación y la recursividad, una
acumulación bajo la cual se trasluce una imposibilidad de decir algo.
De esta forma, nuevamente el lenguaje se muestra insuficiente: así, lo
siniestro se señala como aquel núcleo irreductible
a la comprensión:
Tiene náuseas, Julián; se siente un poco mareado. Tal vez ese
olor tan dulzón como penetrante. No quiere pensar en lo que no quiere
entender, en estos casos es síntoma de salud abandonarse a la
confusión, adivinar al tacto lo que se anhela encontrar más que
encender la luz y descubrir lo que se sospechaba. (214).
Tal como señalamos anteriormente, el sexo se
revela como un momento en el cual la conjunción de los cuerpos y el
traspaso de las fronteras parecen ser posibles: así, si en la primera
escena de sexo entre Julián y Emilia el ideal parece ser alcanzado, y
“las formas, al igual que en los jardines, se desdibujan, pierden sus
límites, se transfiguran”, en la segunda escena, en cambio, justo antes
de la desaparición de Emilia,
Julián quiere hacer el amor con Emilia, pero esta noche va a
terminar haciendo el amor con Rocío. (...) Emilia le va a hacer el amor
al cuerpo de Julián y Julián le va a hacer el amor a Rocío, queda
dicho, por eso los cuerpos no logran traspasar la frontera que impone
la piel, no pueden ir más allá de su propia superficie... (146).
De esta forma, “la distancia que los separa no puede
resolverse en el espacio.” (147).
La escena inicial en el parque es desde el comienzo
equiparada a la escena en el bosque: “...volver a ser uno con el
bosque, con las sombras del bosque, con el cuerpo que fue dos y ahora
es uno.” (11). El bosque implica la animalización, un regreso al estado
de naturaleza, que entraña también la anulación del lenguaje: en
efecto, en los momentos de persecución todo se vuelve “ininteligible:
retroceso, involución, retorno a lo puramente biológico, como sucediera
antes en la carrera hacia el bosque; Julián ya no es más Julián, sino
de nuevo un animal encerrado que se desplaza por instinto...” (232, la cursiva es nuestra). De esta forma, el bosque,
en tanto anulación del lenguaje, implica también la pérdida del nombre,
de la identidad, pues como señala el narrador, el acto de nombrar
“constituye una ceremonia cuyos orígenes se confunden con el nacimiento
del lenguaje: pronunciar un nombre, una palabra, para que algo se haga
presente.” (191). Por eso en el
momento de la persecución Julián “ya no es más Julián” y los
perseguidores “...ya no son Bogart y
Ernesto y los otros dos sino los hombres: si él ha perdido
espesor, cosa que no ha advertido todavía, a sus perseguidores la
distancia los ha privado de cualquier signo que los distinga de las
sombras.”(198).
El bosque como espacio está en el interior de la fiesta pero
al mismo tiempo es el límite con el exterior y es, como ya señalamos,
caracterizado como “infinito”. Es, así, un espacio particular, de frontera,
y como tal presenta ciertas particularidades. En efecto, es desde el
bosque desde donde lo siniestro comienza a avanzar y penetra en la
casa: allí ve Julián un zapato (anticipación de lo que le ocurrirá
luego a él mismo) y las luces de las linternas por primera vez; allí es
donde comienza la persecución que luego seguirá en la casa: pero si al
comienzo a Julián le alcanza con esconderse en la habitación para
sentirse a salvo de las luces que ve en el parque (124), cuando sea
buscado por los guardias la casa dejará de ser un espacio seguro para
pasar a ser un nuevo lugar de persecución.
El bosque se presenta como el espacio del sueño, de la
fantasía: “Acodado en la baranda del balcón (...) piensa que el bosque
debe tener algún significado psicológico, es decir, debe ser símbolo de
algo (...). El útero, la madre, el deseo, quién sabe.” (97). En este
sentido, podríamos decir que es el espacio previo al lenguaje, un
espacio ligado al inconsciente (4) . Es, así,
el lugar donde Julián fantasea con encontrar a Emilia cuando ella ha
desaparecido, y es también el espacio que posibilita la aparición del
Diego. Al mismo tiempo, el bosque refiere al ideal romántico de volver
a ser uno armónico con la naturaleza, el regreso al estado de
naturaleza. Pero se trata de un ideal que se encuentra problematizado dado que las ocasiones en las
cuales las sombras del bosque confunden las formas son precisamente los
momentos de persecución: no hay, en este sentido, una armonía.
Si la representación mimética y totalizadora es imposible es
porque, en primer lugar, el narrador es perfectamente consciente de la
naturaleza ordenadora del lenguaje: en este sentido, el ideal de
totalización puede lograrse en la novela únicamente cuando la
animalización en el bosque conlleva ausencia de lenguaje e
ininteligibilidad. Desde el momento en que el lenguaje se restablece,
la totalidad se vuelve imposible. Así, el narrador sabe que se trata de
un ideal inalcanzable.
A su vez, el bosque es también comparado con la fiesta:
En el centro de la pista se ha desatado una tormenta de papel
picado y serpentinas, espuma, matracas y silbatos. Hacia el centro
de la escena, del bosque, marcha Julián; uno con los cuerpos que se
mojan y salpican, se adhieren y despedazan a un ritmo sostenido que así
mismo se desborda.” (244, la cursiva es
nuestra).
Pero, en este sentido, si el ideal al que se aspira es
armónico y totalizador, la fiesta, en cambio, despedaza.En
efecto, si se espera la confusión en un abrazo, lo que se logra es, por
el contrario, la mutilación. Es una indiferenciación
violenta y contradictoria, no armónica: “La mirada con que Julián recorre las mesas es un látigo tan
seco y violento que no sólo separa de un golpe a los cuerpos sino que
además los secciona por partes: bocas, narices, peladas, peinados
bordó, rubios y caobas...” (186). En esa indiferenciación,
Julián cree ver todos los rostros de
los que han desaparecido en una confusión que no se resuelve: “Su
cabeza es un trompo lento, y cada rostro es el rostro de Bogart y no hay mujer que por un momento no sea
Emilia.” (246). Al mismo tiempo, en
el baile de máscaras es precisamente la máscara aquello que le permite
a Julián ocultarse de sus perseguidores, es decir, justamente ese
volverse indiferenciable de la multitud,
perder la identidad, volverse intercambiable, tal como ocurría en la
oscuridad del bosque.
El realismo decimonónico trabaja con la separación
dicotómica: los personajes se caracterizan como tipos sociales,
definidos además por el lugar que ocupan en la sociedad, la
oscuridad se opone a la luz, de acuerdo con una simbología, los
espacios se presentan como cerrados, el tiempo sigue una linealidad.
Ahora bien, Los mares... desestabiliza todas las
dicotomías: los guardianes de la seguridad invierten su rol, los
opuestos se relativizan, la confusión no se opone a la comprensión como
tampoco la apariencia a la realidad, y así tampoco el horror es externo
a la “normalidad”, sino que surge de ella misma. En efecto, salvo en el
caso de la “aparición” del Diego (que no está problematizada
en lo absoluto), no se trata de que haya eventos sobrenaturales en sí
mismos sino de la imposibilidad de dar una explicación a
acontecimientos siniestros, explicación que de hecho podrían tener.
Así, lo extraño, lo siniestro, no se opone al mundo cotidiano sino que
lo desestabiliza.
De esta forma, la novela presenta una forma de realismo
particular, un “realismo agrietado”, como señala Drucaroff.
Por un lado, hay un fuerte anclaje en el contexto socio-histórico de la
novela: de forma alegórica, las desapariciones se vinculan al período
de la dictadura en Argentina, y a su vez la fiesta refiere al
neoliberalismo de los 90 en Argentina (5). También el trabajo con las
identidades reemplazables en la novela sugiere una aproximación a los
procedimientos de los militares, que “borraban” la identidad de sus
víctimas (6). Pero
al mismo tiempo, se trata de un realismo que, dentro de la serie de la
nueva narrativa argentina, juega con lo sugerido, lo elidido, lo no
dicho. Así, es un realismo que se hace cargo del relato de la historia
de una manera diferente: no ya desde el relato testimonial sino a
través de una ficción literaria que, mediante la inclusión de lo
fantástico y la plasmación de una realidad inacabada y contradictoria,
requiere un lector activo, un lector dispuesto a reflexionar.
Conclusiones
La realidad no puede representarse de forma objetiva porque
no existe tal objetividad. A su vez, la totalidad es imposible de
reflejar porque el lenguaje siempre media en su representación. De esta
forma, lo único posible de representar es una realidad agrietada,
inacabada y contradictoria.
Así, la novela misma establece una circularidad
que se rompe, tanto desde el punto de vista de la intriga como desde el
punto de vista formal: si la primera escena remite, en su alusión al
bosque, las linternas y los perros, a la persecución que tendrá lugar
hacia el final del texto, el epílogo representa, desde el punto de
vista de la intriga, un desvío, una vuelta al pasado, la fiesta.
Asimismo, desde el punto de vista genérico implica la irrupción de una
suerte de crónica de revista de la farándula, que, junto con el género
del drama (que también irrumpe en determinados momentos del texto),
muestra las grietas en el género mismo, en la novela.
En este sentido, la novela trabaja con un realismo particular
que no elude las dificultades de la representación (relacionadas tanto
con el problema de la mediación del lenguaje inherente a todo texto
como con la dificultad particular de pensar el período de la dictadura
en Argentina y sus consecuencias, la “fiesta neoliberal”) sino que, por
el contrario, las explota en la ficcionalización.
Notas
(1). Cabe
aclarar, en este punto, que tomaremos las características generales de
la poética realista para contraponerlas a aquellas que observamos en la
novela de Sagasti, aunque es claro que cada obra del realismo
decimonónico, en sí misma, tiene particularidades que desbordan dichas
características.
(2). “Por esta
última noche de la fiesta, lo mismo que la primera, entre tantos globos
y luces muy chillonas, la sobriedad ha quedado relegada a los vestidos
largos, negros en su mayoría, y los moños impecables.” (236).
(3). “Julián puede reconstruir a Emilia parte por
parte hasta conformar la totalidad de su nombre, que en él excluye todo
apodo, incluso Emi. Es la única persona
con la que consigue hacer algo semejante, el resto es Garmendia, es decir, una totalidad conformada
por partes brumosas, inarticuladas, que no funcionan de manera
independiente, aun Juan Pablo y Patricia.” (179).
(4). La
caracterización del bosque remite a muchos aspectos de la teoría del
psicoanálisis que superan el eje de este trabajo, por lo cual nos
limitaremos a señalar estos puntos fundamentales de su caracterización.
(5). Al mismo tiempo, también se
podría leer como una referencia al Campeonato Mundial de Fútbol del
´78, que fue caracterizado de forma irónica como “la fiesta de los
argentinos”, en particular por la referencia en la novela a Diego Maradona, cuya ausencia en este mundial fue muy
criticada.
(6). Hay en la
novela también un trabajo con términos relacionados con la guerra: las
chicas que hacen gimnasia “ejecutan con esforzada alegría órdenes
rítmicas casi militares” (171); Julián, al sentirse perseguido, camina
con “la sensación de estar haciéndolo sobre un campo minado” (208); las
chicas del bar trabajan con una sincronicidad “un poco escalofriante” y Julián
escucha a través de una puerta órdenes en un tono “casi militar” (210).
Bibliografía
Adorno, Theodor. “Lukács y el equívoco del realismo”, en G. Lukács y otros, Realismo. Buenos Aires:
Tiempo Contemporáneo, 1969.
Auerbach,
Erich. “La mansión de La Mole”, en Mímesis. México: FCE, 1950.
Bajtín,
Mijaíl. “Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela”, en Teoría y
estética de la novela. Madrid: Taurus,
1991.
Barthes,
Roland. “El efecto de realidad”, en G. Lukács y otros, Realismo. Buenos Aires:
Tiempo Contemporáneo, 1969.
Drucaroff, Elsa. Mijaíl Bajtín. La guerra de las culturas. Buenos
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