Los fantasmas de la canícula: historia,

 memoria e imaginación en la obra de Miguel Méndez

 

 

Alex Ramírez-Arballo

Penn State University

 


El centro de la obra de Miguel Méndez lo ocupa el territorio, el que se ve re-articulado literariamente desde la memoria, como una forma de resistencia histórica, social y cultural. Se trata de una metáfora espacial, la cual consiste en la dolorosa identificación de la vida comunal con el entorno agreste. Ahora bien, esa escritura que persigue la autodefinición no sólo confronta, como se podría pensar en primera instancia, a la hegemonía cultural y académica de los Estados Unidos, sino que también debate fuertemente con el centro del país (México), respondiendo con sorna a la insolencia que ha caracterizado a algunas de sus voces e instituciones.

A las inclemencias del desierto y sus riesgos naturales debe aunársele el arribo de la rapiña humana, representada mayormente por los empleados federales. Curiosamente, contra los abusos de los caciques y empleados gubernamentales corruptos, y contra la sequía canicular que desmenuza los sesos, la narrativa que se levanta desde esta comunidad en la pluma de Méndez es aún capaz del humor, edulcorando así una tragedia verdadera, la de la gente abandonada y abusada sistemáticamente por las incontables perversiones del poder y/o la mala fortuna.

Recorrer la obra de Miguel Méndez es toparse una y otra vez con la evocación enraizada en el solar primigenio, suerte de paraíso perdido que en la imaginación del exiliado adquiere por momentos la estatura de lo épico; otras veces, en cambio, la alusión se encuentra mediatizada por la fantasía desaforada del autor, otras tantas -muchas más- por un humor depuradamente escatológico (1). De este modo, el autor revalora la condición marginal a la que se adscribe, provocando y satirizando a aquellas buenas conciencias de la intelectualidad oficial que han desdeñando o ignorado totalmente a la cultura del desierto; puede afirmarse con toda justificación que su estilo es fruto de un sostenido y calculado desaliño. Ya en el prefacio de Peregrinos de Aztlán se declara:
 

No obstante, terminamos compungidos y alicaídos; ellas, las palabras hambrientas, de puro despecho e impotencia y yo de saber que mi eterno sueño de niño, de llegar a ser escritor en un mundo sin verdor y sin letras, es sólo eso…un sueño infantil a lomos de un potro desbocado, devorador de rumbos deshabitados, a través de las superficies inmensas de un desierto inculto. (9-10)

 

El espacio que, como ya lo he dicho, es central en la obra del autor, consiste en un ambiente canicular de mediodía en pleno. La luz es tan intensa que enceguece, las piedras reverberan, las chicharras se fijan en el tiempo, los chanates (zanates) jadean bajo la sombra del garambullo, la gente permanece encerrada tras las gruesas paredes de adobe esperando el fin de los vendavales de fuego. Sin embargo, allá afuera hay voces, hay diálogos incesantes de una nación que peregrina en el espacio y el tiempo. Pasado, presente y futuro se confunden y así la historia, la memoria y la imaginación pactan, provocando además la irrupción de un espectáculo esperpéntico, el cual refleja de un modo acabado la realidad social de la región del desierto de Sonora. No es exagerado decir que la hora canicular en el páramo yermo tiene para el autor sonorense un carácter sagrado: se trata de la hora de las invocaciones. El autor dialoga con esos fantasmas de la canícula, que son muertos que viven, mueren y resucitan incesantemente en la remembranza; pero también, y aquí la importancia del diálogo cultural en la vida de Méndez, con la tradición literaria española, a la que es tan afecto.    


Peregrinos de Aztlán

Puede decirse que Peregrinos de Aztlán nace junto con los estudios chicanos, los que comenzaron a desarrollarse primeramente en las universidades norteamericanas y que han alcanzado gran difusión en otras partes del mundo durante los últimos veinte años. La fortuna que este libro ha alcanzado es cosa muy sabida y es importante destacar que, además de su innegable popularidad, Peregrinos de Aztlán ha gozado también de la extraña suerte de ser una obra muy leída, situación doblemente excepcional si se considera que la estructura refractaria del texto demanda una disposición sumamente activa de parte del lector.

Peregrinos de Aztlán, los peregrinos, como la llama Méndez, es un testimonio literario de los miserables y olvidados; el autor mismo lo declara en el ya mencionado prefacio: “…,pero las palabras rebeldes me aseguraron que se impondrían en mi escrito para contar del dolor, el sentimiento y la cólera de los oprimidos…”(9). Al mismo tiempo, su novela más popular es también un recorrido por el espacio norfronterizo, lugar donde el desierto, geográfico y ético, obliga a los personajes a sumirse en la introspección metafísica (2). Tanto los mojados como los indígenas yaquis, los miserables urbanos arracimados en las cañadas de Tijuana o de cualquier otra ciudad de la frontera entre México y los Estados Unidos, comparten un sentimiento de profunda soledad en medio de la apatía social y la calculada indiferencia de las instituciones. La novela denuncia la injusticia y, sobre todo, la hace patente en sus formas visibles: el gueto, la ruina ejidal, la sempiterna marginación indígena. Por ello su valor de documento histórico-social, porque usando la estructura novelada y sus infinitas posibilidades, esta obra consigue desenmascarar al rostro del poder y sus trampas. Por un lado, la fantasía norteamericana del éxito material representado por el consumo; por el otro, la demagogia de los gobiernos “emanados de la revolución”, los que con base en un sistema piramidal represivo fueron capaces de controlar el rumbo de México, aplazando perpetuamente el progreso de las mayorías y devorando impunemente el patrimonio nacional. En este sentido, la prosa de Méndez no recupera el tema de la revolución mexicana para apoyarse en la iconografía y el mito sino que, en concordancia con el sentido general del texto, ejerce la crítica y el análisis de dicho movimiento político. Roland Walter afirma lo siguiente: “Peregrinos de Aztlán and The Dream of Santa María de las Piedras belong to the category of novels which, according to the critic Juan Loveluck, finds fault with the Revolution or describes the betrayal of its programs and ideals” (101). Los héroes de la revuelta social de principios de siglo XX no son arquetipos, más bien son presentados como seres humanos capaces del honor y la vileza; sobre todo, la revolución triunfante es expuesta como una posibilidad frustrada por el lastre de la corrupción.

Técnicamente esta novela persigue la simultaneidad y para ello despliega una realidad narrativa a través de un vertiginoso fresco en el que las voces se traslapan y confunden. Al mismo tiempo y en relación a los espacios, estos consisten en la fuente rural de la pobreza, el doloroso desplazamiento a través del desierto, el lugar común de la zona fronteriza y, por último, los campos agrícolas de los Estados Unidos (California y Arizona): la zona del desencanto. El título de la obra representa muy bien el desplazamiento de interés del relato, es decir, la constante movilidad de los marginados hacia un espacio que evidentemente no les pertenece y en el que se espera conseguir una vida mejor, todo a través de un largo peregrinaje que tiene visos de no acabar nunca, puesto que se muestra siempre repetitivo y circular. Bonnemaison afirma lo siguiente:
 

My survey of migration patterns outlined two types of network. The first network dealt with a series of temporary migrations over relatively short distances and short duration, in other words, a process called circulation. In contrast, the second network entailed a long-term or even permanent form of migration- a kind of rural outmigration. (6)

 

Es decir, en el caso de los  peregrinos dibujados por Méndez estamos en presencia de un desplazamiento lastimoso, que sube por las espinosas llanuras de Aridoamérica en la búsqueda de la supervivencia. Sin embargo, la esperanza nace muerta y así contemplamos, por ejemplo, al indio Loreto, quien  al igual que sus antepasados tiene que anteponer el orgullo para tolerar con dignidad la humillación sistemática; el Chuco, venido a menos por los años, sólo tiene en la interlocución la posibilidad de recuperar el tiempo perdido, es decir, narrando y siendo narrado recupera supuestas glorias ya agostadas. Se trata, pues, de los antiguos nahuatlacas que así invierten la dirección de su marcha inicial y que vuelven por sus fueros, intentando recuperar el sitial mítico que los ha de justificar dentro de un mundo que insiste en negarlos:

Se había agregado al grupo cuando por azar se encontraron, juntándose para repartirse la miseria. Del sur iban, a la inversa de sus antepasados, en una peregrinación sin sacerdotes ni profetas, arrastrando una historia sin ningún mérito para el que llegara a contarla, por lo vulgar y repetido de su tragedia.

(Méndez, Peregrinos de Aztlán 58)

 

En específico y en relación al espacio, es posible recomponer la constitución espacial del relato, comenzando con el pasado revolucionario en la región de la tribu yaqui, lugar en el que Rosario Cuamea combate y muere durante un ardoroso coito con la Muerte. Posteriormente, el sitio de tránsito, el que consiste en la llanura abierta del desierto sonorense, espacio que en su agresividad permite la exaltación terrorífica y el arrobo extático que genera en el individuo la percepción de lo inconmensurable. La frontera es representada como el espacio esencial, suerte de bisagra, territorio urbano por excelencia, instancia pública en el que las vidas más que entrelazarse colapsan y generan un estado de constante alteración moral. Se trata de la ciudad en la que los vicios, la degeneración y la promiscuidad son presentados físicamente a través de la contaminación del medio ambiente y el crecimiento caótico:
 

En aquella ciudad fronteriza tan peculiar, en apariencia tan alegre y en el fondo tan trágica, de entre todos los que flotaban sin asiento se dolía el indio Loreto de ver tanto espalda mojada pululando con sus caras de hambre en espera de cruzar rumbo a gringuía. Como todo campesino que llega a la ciudad, se portaban tímidos; tanta desolación demostraban y tan hambrientos aparecían que simulaban un ejército zapatista derrotado, sentenciado a buscar la alimentación de sus familiares en el exilio. (Méndez, Peregrinos de Aztlán 46)

 

Sin embargo, en el corazón de la obra permanece el desierto como ese territorio que interactúa con los migrantes, que les sirve de escenario. La hora de la canícula y las reverberaciones de la arena incandescente hacen que los peregrinos, los desarrapados, se confundan con la misma nada; el vapor y la intensa radiación solar los vuelven fantasmas:
 

Por esos caminos, eternos calvarios, muchos sobrevivirían a su agonía de sed y de hambre mirando a los autos pasar veloces por otro estadio del tiempo con la casual coincidencia en el espacio. Algunos conductores los han percibido de soslayo, pero han seguido de largo indiferentes, porque saben que al fin no son otra cosa que sombras, fantasmas, seres inexistentes.

                        (Méndez, Peregrinos de Aztlán 48)

 

Si la inmensidad del páramo elimina las individualidades, para el peregrino, es decir, para el migrante en tránsito, el enorme desierto le mueve a la reflexión ontológica: “Lorenzo se puso de pie mirando el desierto. Su corazón de poeta anhelante del misterio que no se alcanza, contemplaba en el páramo la evidencia que no se revela a la conciencia, pero que se finca hondo, tan hondo que sólo la presienten las potencias del alma”. (Méndez, Peregrinos de Aztlán 57). Por tanto, estamos en presencia de una apropiación de carácter fenomenológico de la realidad material que circunda al individuo. Denis Cosgrove realiza con precisión y economía de lenguaje el siguiente apunte:
 

The unifying principle derives from the active engagement of a human subject with the material object. In other words landscape denotes the external world mediated through subjective human experience in a way that neither region nor area immediately suggest. Lanscape is not merely the world we see, it is a construction, a composition of that world. (13)

 

Yo podría  afirmar que esa fusión es, al mismo tiempo que una revelación de la experiencia física, una indicación de la condición particular de la conciencia que así espiritualiza, a través de los afluentes sensibles, la condición de estar en un determinado contexto espacial.

Hemos llegado al punto toral: el territorio abierto, la batalla de la sobrevivencia y la pérdida de la esperanza hacen que este espacio represente el drama del exilio. Los miembros de la diáspora vuelven sin pena ni gloria desde el fondo de un pasado histórico que, siendo fastuoso y celebrado siempre, esconde una realidad inmediata: la incurable miseria de la nación mexicana. Esta novela es, así, una respuesta a la grandilocuencia de los discursos laudatorios que sobre la historia nacional se formulan a ambos lados de la frontera; pretende exponer con eficacia una realidad incómoda que por serlo ha merecido siempre permanecer en los rincones del olvido.

Es ésta una obra altamente sofisticada en la que el cuidado composicional, así como un profundo conocimiento de la realidad de los mexicanos y chicanos, produce un texto con un carácter testimonial sorprendente. Al mismo tiempo resulta doloroso reconocer que la crudeza de las realidades ahí relatadas, contrario a lo que debería ser, ha conocido a lo largo de los últimos treintaicuatro años más terribles honduras. Por ello, mientras el clima de persecución e injusticia impere en México y los Estados Unidos, Peregrinos de Aztlán seguirá interpelando a los poderosos con la misma fuerza, dignidad y entereza ética con que lo ha hecho a lo largo ya de tres décadas y media. En ese sentido, Miguel Méndez puede y debe sentirse profundamente satisfecho de su aportación a la historia social de nuestras comunidades.

El sueño de Santa María de las Piedras

Si Peregrinos de Aztlán es una épica de la movilidad sin esperanza, El sueño de Santa María de las Piedras es la crónica del viaje al corazón de la memoria. Esta novela, a pesar de incluir el célebre periplo de Timoteo Noragua, permanece en un área no mayor a la plazuela pública, ese lugar común en el que el diálogo es a un tiempo el elemento fundacional, la recreación de los anales y, sobre todo, el vínculo capaz de justificar históricamente a una comunidad.

Como recién he señalado, existe en el interior de esta novela un relato subyacente, el cual consiste en el viaje que Timoteo Noragua y su burro Salomón realizan por los Estados Unidos en busca de Huachusey, quien a la postre resulta ser una suerte de deidad terrible. Este periplo puede ser entendido como una expresión de la esperanza, la ingenua fe del héroe en su empresa y el posterior desengaño. La alegoría encierra una realidad aterradora: el doble rostro que los Estados Unidos poseen; por un lado, la democracia que encarna los más altos valores, así como el país bendecido por Dios en su riqueza; por otra parte, el imperio que asesina y reprime de modo inmisericorde con tal de mantener sus prerrogativas de nación regente. Creo que este relato no tiene más vínculo con el resto de la novela que el hecho de que Timoteo pertenece a la estirpe Noruaga, tronco familiar indispensable en la reconstrucción de la historia total de Santa María de las Piedras. Por tal motivo me centraré en las relaciones de los hechos del pueblo expresadas por boca de los viejos Teófilo, Nacho, Abelardo y el Güero Paparruchas.     

Se trata de una cadena de relatos que recuperan, bajo el simple pretexto de narrar, la historia de México y, más concretamente, del noroeste: el arribo de los primeros exploradores, la evangelización, la explotación minera, la irrupción del cacique, la revolución, la lucha cristera, la migración de jornaleros hacia los Estados Unidos. Así pues, es la palabra lo que construye la geografía, la que hace que el mundo material tenga sentido y se recubra con el fulgor de la significación. El mismo Méndez-autor ha querido utilizar estas páginas para mostrar cómo el proceso creativo le ha servido para construir un espacio propio, el de la niñez recuperada (3).

Sucede con Santa María de las Piedras lo que ocurre con otros estadios narrativos que funcionan como el escenario en el que se ha de representar un trozo de la tragicomedia humana; tal es el caso de la Comala de Rulfo, el Macondo de García Márquez o, más recientemente y dentro de la literatura del norte de México, el Santa María del Circo, del escritor regiomontano David Toscana. Esta clase de espacios parecen estar vacíos, habitados solamente por voces o personajes no del todo definidos; es como si se tratara de un conjunto de fantasmas verdaderos, encarnados sólo para representar un papel, un discurso. Ya en las primeras líneas de esta novela se plantea la inmaterialidad del espacio en el que se han de desarrollar las acciones: “Pero pues este pueblo de Santa María de las Piedras no está fincado en ninguna cartulina, sino aquí, en este pedregal circundando de duneríos que derrotan a las miradas de los extraños” (Méndez, El sueño de Santa María de las Piedras 9). Así, no son las referencias a las geografía concreta lo que legitima al pueblo, ni la historia oficial lo que lo vuelve material e histórico; más bien, el narrador de esta novela considera que la realidad sólo existe, y ésta es la idea fundamental, porque alguien la pronuncia.
 

De la historia verdadera, queda sólo una idea falsa con mil caras. Para Santa María de las Piedras no hubo historiador oficial. Los jirones de historia que subsisten de ese pueblo de piedras, sol, arena y cactos, andan de lengua en lengua salpicándose de babas. Son infundios de borrachos que ruedan tal las monedas falsas, argüendes de viejos seniles y vaya usted a saber muy señora o señor mío.

(Méndez, El sueño de Santa María de las Piedras 242)

 

Méndez construye con esta novela una estructura de caja china en la que los personajes narradores -los viejos- recuperan el pasado y lo materializan ante los ojos del lector; mientras que el narrador, a su vez, conforma a los viejos cronistas de banqueta. Por otra parte, la intrusión de Abelardo, el viejo aunque novel escritor, así como la presencia de algunos datos biográficos que corresponden con la vida del autor, hacen que el círculo se cierre, apuntando al hecho de que la novela misma tiene existencia porque el escritor, es decir, Miguel Méndez, ha organizado la totalidad del discurso. De esta manera, la memoria de los viejos no es distinta a la memoria del autor de la novela, la que fabrica a estos histriones que tienen plena conciencia de su papel dentro de la comunidad, pues al narrar por placer hacen que la historia viva y hacen también de la expresión oral una suerte de nemotopía o geografía del recuerdo en la que el relato, por el poder amplificador que otorga la ficción, alcanza realidades más profundas que aquellas que le son accesibles al simple registro historiográfico.    

En cuanto el espacio, el deseo del narrador de escapar de las coordenadas de la realidad hace que no se defina un punto específico, localizable en el mapa, en donde fijar la existencia de este pueblo. Se trata, claro está, de una alegoría con explícitas referencias al desierto de Sonora y a poblaciones tales como Santa Ana, Caborca, El Claro, Magdalena o Trincheras. Existe, sin embargo, y a pesar de esta aparente inmaterialidad del territorio, un perfecto acoplamiento entre los habitantes de este páramo y su entorno; Roland Walter afirma: “The Inhospitable enviroment influences the life of all living creatures in and around Santa María de las Piedras. It creates a fevered, static atmosphere in which time seems to stand still…”. (96) Como en otras de sus obras, el territorio desértico cumple un papel fundamental al servir de escenario a las acciones y al corresponder con cierto vaciamiento o sequedad ontológica de los personajes. El ya mencionado Walter menciona:
 

At the same time nature is a component of the magic reality. Anthropomorphism and man´s consubstantiality with nature characterize Méndez´magico-realist delineation of nature. As in Peregrinos de Aztlán and Los Criaderos Humanos y Sahuaros, the desert is so thoroughly personified that it assumes the importance of a separate character. (97)

 

Si en Peregrinos de Aztlán la crítica se dirige al abuso del poder con una clara intención de denuncia, en Santa María de las Piedras más que negar se afirma, y se confirma, que la oralidad desempeña un papel imprescindible dentro de las comunidades humanas, ya que preserva, organiza y selecciona eventos del pasado, los que sirven como raíz al ondulante árbol del presente, al que por cierto, todos estamos encadenados. A Méndez parece importarle particularmente este punto, el que concierne a la preservación de las historias que la memoria evoca. Así, los personajes fijan en el texto una cierta tradición que permanece flotando y que por arte de la letra se materializa ante los ojos del lector. Así también, el autor participa de la cadena de historias que sólo existen en los recuerdos de la persona y que al ser comunicadas se transportan a un futuro que vendrá, es decir, se fijan en el tiempo.
 

El circo que se perdió en el desierto de Sonora

En esta su última novela,  Méndez transita de la geografía del noroeste (México)-suroeste (Estados Unidos) al mundo de la imaginación. Tomando como pretexto la inducción onírica producida por la canícula, el autor hacer salir de los arenales a un multicolor grupo de cirqueros miserables. Méndez coloca sobre el escenario del más absoluto vacío un ágil diálogo entre fantasmas; lo curioso es que estos personajes aparentemente salidos de la nada y destinados a hundirse nuevamente en el silencio de la inexistencia, articulan un diálogo con la tradición literaria, una suerte de reivindicación de las formas regionales frente al autoritarismo patriarcal del canon. El circo que se perdió en el desierto de Sonora es una novela de delirios en la que el espacio desolado reclama atención sobre sí: “Señores, aquí entre Caborca y Punta Peñasco, en medio de estos eriales donde no hay fondas que cubran este enorme incendio que nos abrasa, descansaremos”. (7)  De igual modo y como es clásico en las novelas de Méndez, el lenguaje da muestra de un cuidado trabajo de elaboración que busca reflejar con nitidez la condición estamental de la sociedad. Los personajes, cómicos de la legua, deambulan por un páramo que amenaza con devorarlos, pero que al mismo tiempo sirve de escenario a la enunciación de sus discursos rayados de ironía y caracterizados por un fuerte talante expresionista. Es posible afirmar que en dicha novela Méndez articula una crítica burlesca de las instituciones culturales canónicas representadas por los autores consagrados, quienes movilizados fuera de su contexto sacramental se muestran torpes y desorientados, incapaces de lidiar con las despiadadas condiciones climáticas y lingüísticas del vasto páramo de Altar.

La expresión de estos personajes se encuentra marcada por su relación con el espacio; de hecho, su existencia depende de una región sin límites aparentes, pues dicha condición errante permite que las voces y las situaciones se entretejan. Son ellos los que con sus acciones convierten las tolvaneras y dunas en un territorio humano, desarrollando a través del uso de la palabra una suerte de levantamiento cartográfico en los territorios de la alucinación y la fantasía. Así, el lector es capaz de trazar sobre su propia mente los límites de aquella tierra de nadie en la que las acciones de los cirqueros se ubican. Al mismo tiempo, el espacio es el lugar en donde se establece una suerte de relación dialéctica, la que se da como resultado del encuentro entre los desarrapados saltimbanquis y las visiones, las que se materializan desde su condición de privilegiados por la tradición culta. Entre los escritores canónicos que aparecen se encuentran: Jorge Luis Borges, Miguel de Cervantes, Federico García Lorca, Fyodor Dostoievski, Octavio Paz, Elena Poniatowska y Juan Rulfo, entre algunos otros. “A algunos autores y caracteres ficticios los identifico, mas no a los misteriosos, pues que provienen de libros que no he leído y me llegan de intrusos. Estoy harto de toparme con el Dante, pero me contenta.” (Méndez, El circo que se perdió en el desierto de Sonora 14) Está hablando el Poeta loco, personaje andrajoso, alucinado y fundamental en la narración. Es una suerte de altera persona del propio autor.

Así, el espacio desértico es escenario y es mecanismo de retribución; por su representación se aspira, tal es mi parecer, a recuperar el aire de legitimidad que Méndez siente arrebatado por manos canónicamente alevosas, amafiadas y despóticas. No es exagerado lo anterior si tenemos en cuenta que la situación medular del relato es el encuentro de los cómicos locales e itinerantes con los fuereños despistados, agobiados siempre por el sopor cruel de la canícula. La pugna acaba con la victoria de los habitantes del páramo, que si bien son andrajosos, malhablados, gritones y metiches, también es cierto que poseen una imaginación desbordante, y sobre todo, una capacidad de adaptación literalmente a prueba de fuego. Al respecto, de nuevo el poeta loco alecciona: “Aquí, en este desierto retocado al son de mis locos caprichos, en medio yo, vertical, giro en redondo cacheteando mi visión contra los horizontes. Río con ganas. Soy el ombligo de la tierra. Soy quien soy y donde me la pinten brinco. ¡Chingue a su madre el amor mientras la pasión me dure!” (Méndez, El circo que se perdió en el desierto de Sonora 17)

Esta obra encarna una visión social de la literatura; por un lado, Méndez usa su novela para elaborar un discurso legitimador, es un vehículo de ideas; por otra parte, ese derecho de autodefinición cultural se formaliza en la imagen del desierto, la que en su vastedad es descrita por el autor como una presencia que todo lo llena:
 

Ahora mismo, amiguito, estamos embotellados en temas propios del entorno sonorense, porque además de estar imbuidos de la contemplación de su naturaleza por crianza y herencia, necesitamos de cargar ese sentimiento nostálgico y bebernos con los ojos la visión de sus topografías y de las cosas inanimadas o vivas que la pueblan.

(Méndez, El circo que se perdió en el desierto de Sonora 111)

 

Aún más, la voz que narra en El circo… llega a ser bastante explícita en cuanto a la función argumentativa de su discurso:
 

Un escritor del desierto tan puede perderse en vastos eriales solitarios, sólidos, trastocados los rumbos y la memoria, por ser éstos cosa ajena a alguna experiencia correlacionada con lo imaginario, como que también pudiera saberse impotente para hilar sobre temas fantasiosos por carecer de una mínima realidad susceptible de expansión. La vida entonces consiste de lo vivible externa e interiormente. La literatura que verdaderamente refleja el vivir tiene por fuerza que ser tanto real como ficticia, en dosis variables.

(Méndez, El circo que se perdió en el desierto de Sonora 130)

 

En conclusión, esta novela tiene como mecanismo central el de la parodia; se trata de una representación dramática de estamentos en constante roce: lo regional y lo universal, lo norfronterizo y lo capitalino, lo culto y lo popular. El autor finca su obra en un escenario concreto y no es ello un asunto circunstancial, sino que entraña así la apropiación cultural del territorio. De nuevo en la novela: “Este Desierto de Sonora de nosotros o nosotros de él puede ser la personificación de lo arrolladoramente determinista que conceda a la narrativa de la frontera que nos ocupa, tanta o más fuerza como la que el mismo mundo selvático amazónico ha dado a las letras de aquellos panoramas imponentes.”  (El circo que se perdió en el desierto de Sonora146-7)
 

Conclusiones

He tratado de delinear el sentido general de un corpus literario de amplio aliento y múltiples matices; he querido también relacionar la vida y la obra de un autor que insiste en unir ambas en el entendido de que la literatura tiene, además de sus obvias funciones estéticas, la posibilidad de incidir en el devenir social a través de la denuncia. Miguel Méndez ha tenido la capacidad de ser consciente de su realidad histórica y cultural, pudiendo expresarlo a través de las letras y, al mismo tiempo, dando voz a aquellos que por algún motivo no tienen acceso a la atención pública; es decir, se trata de uno de esos casos en que se ha cobrado la conciencia de que los textos implican siempre un ascendente moral. Sin embargo, su sensibilidad de escritor verdadero le ha impedido caer en las tentaciones del alarido panfletario; ha logrado, sí, mostrar con expresionismo verdadero la desesperación y el desgarramiento de los miserables, pero lo ha conseguido sin los amaneramientos ideológicos de quien no conoce de primera mano la intensidad de los padecimientos de los fantasmas del hambre.     

Miguel Méndez vivió primero y escribió después, seguro ya de que aquellas experiencias vividas desde la infancia habían alcanzado el necesario sosiego y la madura reflexión que se requiere para trazar la primera palabra. Desde esa encrucijada existencial, el sonorense ha volteado hacia atrás en busca de la memoria, pero también hacia adelante, en busca de la justicia. Todo su arte se finca en la necesaria simbolización de un espacio que siente propio y del que se siente parte. En la obra de Méndez existe una obvia condición tripartita constituida por historia, memoria e imaginación. La mayoría de las veces estas tres facetas de su labor escritural se encuentran entrelazadas, ocasionando con ello un paradojal efecto de realidad transfigurada y de imaginación fidedigna. La historia en su generalidad concierne a los movimientos sociales en el noroeste de México, con un énfasis particular en la revolución mexicana y, más específicamente, en las revueltas de la tribu Yaqui. En este sentido, Méndez intenta contar su versión de los hechos, enfatizando la injusticia constantemente presente en el devenir de los sucesos acontecidos. Dentro de esta línea escritural destaca una idea capital: la corrupción de los caudillos revolucionarios. La narrativa de Méndez nos otorga un buen número de ejemplos en los que las personas y las instituciones de la revolución triunfante acusan los síntomas de una profunda corrupción; es decir, los justicieros de ayer son los sátrapas de hoy.

Si la reescritura histórica busca la reivindicación, la memoria es más bien el puente a zona sagrada. La evocación es un escenario semejante a la página, en el cual la persona monta la recreación de lo vivido, combinando de manera libérrima trozos de diálogos con deseos retrospectivos, pulsiones y añoranzas insondables. Este venero no es menos rico y ha servido para que Méndez reconstituya el páramo natal y, sobre todo, para que en él represente la tragicomedia regional. Que no se olvide que Miguel Méndez es un escritor transfronterizo y que por ello reclama como territorio existencial a la región, sin las limitaciones arbitrarias de las fronteras o linderos políticos.

La memoria agrupa y recopila, selecciona, inventa, urde lienzos en los que se despliegan las figuras de la intuición que así se materializan. Los personajes de obras como El Sueño de Santa María de las Piedras comprenden, sin entenderlo del todo, el importante aporte social que consiste en narrar, en decir para otros, siendo cada uno, sobre todo los viejos, compendios de los anales. En ninguna otra obra de este autor resulta tan clara la función social de la palabra como en ésta; tampoco en ninguna otra novela se aprecia con tanta nitidez la función constitutiva del relato, es decir, esa posibilidad intrínseca que tiene el cronista para construir espacios. La escritura que tiene como suelo común la memoria posee un sentido primordial: el de organizar los hechos a través de la instrumentalización secuencial del relato, tal como han sido seleccionados por la persona; así, la recopilación de lo que sucedió es una versión íntima y es, por tanto, producto de un interés absolutamente subjetivo. El cronista pretende acceder a la significación con base en la “menudencia” cotidiana, en las costumbres observadas desde adentro, como si a través de su palabra pudiera también re-vivir y compartir con los demás cierta esencialidad innombrable, aunque reconocible, de la vida comunal. Por tal motivo, lo que yo llamo la vertiente memorística de la obra de Méndez se constituye en un discurso un tanto más íntimo y en el que, además, existen códigos secretos, guiños, señales predispuestas para que el lector que comparte con el autor la misma experiencia social y geográfica pueda reconocerse. Se trata de un texto-espejo en el que la geografía pretende ser una mera reflexión de la realidad material e histórica.

En cuanto a la tercera línea propuesta en el presente trabajo, la imaginación encarna en la literatura de Méndez un papel preponderante, puesto que sirve de base para conseguir uno de sus efectos estilísticos más socorridos: el esperpento. A través de recursos imaginativos, lo desaforado se presenta con verdadera fuerza expresionista y esto es instrumentalizado por el autor para mostrar con suma intensidad una realidad desgarrada. El recurso implica una provocación, pero el autor entiende también que esa provocación es necesaria para producir una reacción de desengaño, una súbita recuperación de la conciencia alienada. Él conoce también la tradición a la que pertenece, ha leído con cierta sistematicidad a los novelistas ibéricos e hispanoamericanos más importantes del siglo XX y con ellos ha aprendido a afiliarse, pienso por ejemplo en Rulfo o en Arguedas, a un cuidado supremo en el uso del habla cotidiana y al desarrollo de un imaginario provocador.

En su novela El circo que se perdió en el desierto de Sonora, Méndez busca la superación de la función reflexivo-costumbrista e intenta, más allá de la estructura episódica y de tiempo dislocado de Peregrinos de Aztlán, el despliegue de una realidad escindida en la que es posible realizar el viaje de ida y vuelta, es decir, en la que es factible trascender la frontera entre el unitario estadio de la lógica causal y el del irracionalismo.

Ahora bien, ¿cuál es la función de esta construcción narrativa de naturaleza fantástica? Veamos: las fantasmagorías literarias  encarnan al discurso canónico y, puestas en acción en un escenario ajeno a todo interés -en contraposición además con esos heterodoxos seres de la región-  se consigue generar un efecto de contraste y de crítica intelectual que se fundamenta en la inversión de las jerarquías consideradas naturales. Méndez nuevamente critica y señala lo que él considera desviaciones o injusticias, pero ahora no en lo social, sino en el plano de las instituciones culturales, las que repiten la estructura piramidal de sus pares políticas. En resumen, en esta obra podemos ver cómo es que la imaginación sirve al autor para patentizar, para incorporar con mayor facilidad a los sentidos del lector un discurso ético, que no por tener una manifiesta intencionalidad moral abandona las tesituras de lo festivo y humorístico.

Para concluir, es posible afirmar con base en lo revisado hasta aquí, que la raíz del discurso de la novelística de Miguel Méndez se encuentra en el espacio, el cual se ve transfigurado y elevado a la categoría de territorio, estadio donde se dirimen las marcas de identidad cultural. Para este escritor, la novela adquiere una función de narrativa dialogante dentro de un contexto regional; su prosa interactúa con otras formas del discurso tales como el político, sociológico, antropológico y, también, con la tradición literaria hispanoamericana, de la cual forma parte con entera justicia. Debo concluir afirmando, y no como una exageración propia de los panegíricos, que el desierto de Sonora, su historia y sus posibilidades de representación imaginativa no son los mismos después de haber formado parte de la obra literaria de Miguel Méndez; ahora, además de ser geografía bruta, es también territorio: fuente de signos culturales.   


Notas

(1). Sirva de ejemplo la descripción de las costumbres de los habitantes de Loquistlán, en El circo que se perdió en el desierto de Sonora.

 

(2). Por norfronterizo me refiero a la región aridoamericana, más o menos homogénea, que se encuentra escindida por el lindero político. Es decir, lo norfronterizo implica desde mi punto de vista un territorio con marcadores culturales comunes, a pesar de la pertenencia a dos naciones tan diferidas como lo son México y los Estados Unidos.

 

(3). Obsérvese la función metatextual de Abelardo, quien se asume como el autor de los episodios de Timoteo Noragua y quien asevera: “Pero ¿cómo es que pasan todas esas cosas raras en un pueblo y uno no se da cuenta? Porque hay muchas historias: las que pulen los historiadores en un tanto obra literaria con una sola ventana y la que anda de boca en boca por contraesquinas y plazas es leyenda que se labra”. (El sueño de Santa María de las Piedras 106)

 

Obras citadas

 

Bonnemaison, Joël. Culture and Space. London: I.B. Tauris, 2005.

 

Cossgrove, Dennis. Social Formation and Symbolic Landscape. Sideny: Croom Helm. 1974

 

Méndez, Miguel. El circo que se perdió en el desierto de Sonora. Mexico, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2002.

 

—.Peregrinos de Aztlán. Mexico, D. F.: ERA, 1989.

 

—. El sueño de Santa María de las Piedras. Guadalajara: Universidad de Guadalajara, 1986.

 

Padilla, Ramón Gutierrez y Genaro. Recovering the U.S. Hispanic Literary Heritage. Houston: Arte Público Press, 1993.

 

Rodrigues, Alfonso. «El sueño de Santa María de las Piedras: Del realismo crítico al realismo mágico.» Rey, María Jesús Buxo. Culturas hispanas de los Estados Unidos de América. Madrid: ICI,                     Ediciones de cultura hispánica, 1990. 513-517.

 

Walter, Roland. Magical Realism in Contemporaray Chicano Fiction. Frankfurt: Iberoamericana, 1993.