Todos los viernes hay horca… Martí y
la pena
de muerte en Estados Unidos. Santiago de Cuba: Editorial Oriente, 2008.
ISBN:
978-959-11-0594-3
En Todos los
viernes hay horca… , Reinaldo Suárez Suárez,
historiador cubano, autor de varios libros y merecedor de la
“distinción para la cultura nacional”, analiza los
argumentos de Martí en contra de la pena capital y lo hace
enfocándose
en tres tipos de narraciones en las crónicas martianas: 1. los
procesos
judiciales contra los delincuentes y criminales en los Estados Unidos,
2. La opción
del “autoexilio judicial” o la justicia tomada por la propia mano,
y 3. la pena de muerte por razones políticas. En el primer caso,
Suárez
analiza las crónicas de Martí sobre al asesinato del
presidente
norteamericano James A Garfield; en el segundo, los grupos de
individuos blancos
en Texas y Carolina del Sur que improvisaban jurados y ejecutaban a
quienes creían
culpable, y en el tercero, analiza los procesos de los anarquistas en
Chicago,
y de los italianos en New Orleans.
Suárez
parte de la idea de que Martí
siempre estuvo en contra de la pena de muerte por hallarla cruel, por
ser ineficaz
para disuadir a los posibles criminales y por servir de instrumento a
la
justicia norteamericana, las grandes empresas y a los racistas blancos
del Sur.
Estas cuestiones se discuten en los siete capítulos del libro
que se titulan:
1. “Lo que antecede a la experiencia norteamericana”. 2.
“Crueldad de la pena de muerte
en los Estados Unidos”. 3. “Las brutalidades de la horca”. 4.
“Lo que han de padecer los
ajusticiados por la pena nueva.” 5. “Estados Unidos: una pena
inútil y criminógena.” 6. “El autoexilio judicial,
rechazos y simpatías.” 7. “Una justicia penal parcial e
instrumentalizada”
En
términos generales este es un libro
instructivo, ameno y escrito en un lenguaje muy asequible a un
público
amplio (especialmente el capítulo que trata de la silla
eléctrica) y para aquellos que no están familiarizados lo
suficiente con el sistema de justicia norteamericano y los textos de
Martí,
Suárez les provee con citas amplias y resúmenes
pormenorizados de
las crónicas. El libro, no obstante, adopta un discurso
metanarrativo
que es típico de la línea argumental de la mayoría
de los
ensayos, tesis de grado y libros que se publican en Cuba. Me refiero a
aquellos
ensayos que ven la obra de Martí como una crítica, -y
solamente
una crítica- al Estado capitalista burgués, a la cultura
y en
general a todos las “fallas” del sistema norteamericano de aquella (y
ésta) época. No por casualidad, entre los pocos autores
que se
mencionan en este libro están Fernández Retamar e Ivan
Schulman. Del
primero Suárez refiere al lector a su interpretación de
los
juicios de los anarquistas de Chicago y del segundo, a lo que el
catedrático norteamericano llama la dialéctica del
“amo-esclavo”
en Martí, donde el cubano se pondría del lado de las
causas
justas, de los “individuos o las colectividades manipulados y/o
victimizadas por un nuevo y metafórico sistema
socieconómico cuyo
poder los limita o los ahoga” (cit. por Suárez 239)
La
crítica que ha seguido dicha
línea argumental cita casi siempre los últimos textos de
Martí, y en especial su segunda
crónica sobre los anarquistas de Chicago. Y aunque no fue
Fernández
Retamar el primero en crear este tipo de argumento, ni el primero que
hizo notar
el cambio de opinión del cubano en relación con el juicio
de los
anarquistas, sí ha sido su interpretación de Martí
en
“Calibán” y otro ensayos, la que le ha permitido a un
sinnúmero de críticos hallar en el autor de Ismaelillo
(1882) simpatías por la causa obrera o
identificarlo con las posiciones “símil-marxistas”.
La
frase, debo aclarar, no es de Reinaldo
Suárez quien nunca afirma algo así en su libro, sino de
otro
historiador de la Isla, Julio Le Riverend Brusone, que la usa para
comentar el
libro de Antonio M Martínez Bello, Ideas sociales y
económicas de José Martí
(1940). Fue Martínez Bello quien primero
sugirió
este tipo de semejanzas y quien llamó la atención sobre
este
cambio. Suárez, sin embargo, analiza las crónicas sobre
los anarquistas
de Chicago basándose en este desplazamiento retórico y
afectivo
de Martí, pero no llega a sustentar sus puntos de vistas al modo
que lo
hizo Martínez Bello. Tampoco, Suárez hace mención
en estas
páginas a las ideas filosóficas del cubano cuando trata
la pena
de muerte, ni se detiene a pensar en las implicaciones religiosas, que
para
Martí, un hombre de una intensa vida espiritual –que
llegó
a creer en las reencarnaciones-, son fundamentales. Y no es que falten
oportunidades en este libro para aclarar dichos puntos negros.
Suárez
menciona, entre otros, los casos de los fanáticos religiosos
Charles Freeman
y los esposos Hicks que torturaron y asesinaron a sus hijos, y
también
el del suizo Edward Schwerzmannn, que después de matar a los
suyos se
suicidó tirándose en un pozo del patio de su casa en
Arkansas. Para
Suárez, como para Fina García Marruz, solo el “amor”
era capaz de vencer el mal. Solo la educación y la acción
del
gobierno (que debía ayudar a estos hombres en lugar de
condenarlos) impedirían
este tipo de crímenes.
En
el caso de por qué Martí desaprobó
en un inicio la acción violenta de los anarquistas de Chicago,
la
explicación que da Suárez en su libro es muy sencilla:
piensa que
el cubano lo hizo porque se dejó llevar por los
periódicos de la
época, que como dice él, criticaron de forma
unánime la
explosión. El problema con esta explicación está
que
Suárez tampoco da argumentos en su libro ni aporta pruebas para
convencer a sus lectores de que todos los periódicos estuvieron
de parte
del Estado en aquel momento. Y no lo puede hacer simplemente porque
nunca consultó
las fuentes originales. A falta de pruebas, el historiador opta por
guiarse por
lo que dice Martí y nos pide que aceptemos sus palabras.
Pero
suponiendo que así fuera, suponiendo que
todos los periódicos de Estados Unidos hayan criticado la
violencia y
que Martí se dejó “engañar” por ellos, esta
explicación tampoco nos parecería suficientemente
sólida,
porque no toma en cuenta la formación liberal del cubano
(señalada entre otros por el mismo Martínez Bello y Juan
Marinello), y desconoce además el marcado elitismo y
paternalismo de
Martí en cuestiones como la lucha obrera y la desigualdad entre
los dueños
y los obreros o para utilizar la frase de Schulman, entre los “amos y
los
esclavos”. Basta recordar una de las frases más elocuentes de
Martí en su crónica sobre Karl Marx para entender este
elitismo: “no
son aún estos hombres impacientes y generosos, manchados de ira,
los que
han de poner cimiento al mundo nuevo: ellos son la espuela, vienen a
punto,
como la voz de la conciencia, que pudiera dormirse: pero el acero del
acicate
no sirve bien para martillo fundador” (OC IX, 389).
Suárez,
sin embargo, afirma que Martí
criticó a los anarquistas de Chicago en un inicio porque se
“desorientó”
dado la parcialidad de la prensa (265). Desorientarse, creo yo, es un
término bastante resbaladizo para definir la actitud de
Martí en
un momento como aquel, más aún cuando varios
críticos
martianos han visto en este cambio, el inicio de una “vita nova”,
hablando desde el punto de vista político. Porque esto implica
que no se
trata de que Martí haya cambiado de opinión
después, sino
que Martí siempre fue así y que en un momento como aquel
se
dejó engañar o se dejó llevar por los otros. Una
hipótesis difícil de creer cuando se leen comentarios
como los
que dejó a la muerte de Marx. No obstante, lo fundamental para
estos
críticos, no es cómo llegó a Martí a pensar
de esta
forma, sino el hecho de que Martí cambió, y eso ya es
suficiente,
ya que dado su entrañable humanismo y sus ansias de defender a
los
pobres, a los obreros y a los indígenas, tal cambio se justifica
y a
partir de ese momento Martí criticó con más fuerza
al gobierno
y al sistema judicial norteamericano. Es decir, se pone una vez
más del
lado del “esclavo”.
Esta
y no otra, por consiguiente, es la tesis de
este libro que al igual que tantos otros que se han publicado en Cuba y
en los
EEUU en los últimos 50 años (basta solamente leer las
publicaciones de la Universidad de Duke, léase
por ejemplo, Martí’s
“our america: from nacional to hemispheric cultural Studies (1998)
y
más recientemente Translating
Empire de Laura Lomas (2009), pone la situación en
términos binarios o bipolares: amo vs. esclavo,
civilización vs. barbarie,
Norte vs. Sur etcétera. Mientras tanto, estos mismos
críticos tan
radicales cuando se trata de anatematizar a los EEUU, están
dispuestos a
pasar por alto los prejuicios o las complicidades del cubano con el
“amo”. Me refiero a su crítica a las mujeres
“demasiado varoniles”, a la política
“feminizada” de los EEUU, sus prejuicios contra los extranjeros de
irlanda y el resto de Europa, o cuando se trata de las políticas
de
americanización de los indígenas.
Pero
lo peor de esta tesis no es su maniqueísmo,
ni su empeño por mostrarnos un Martí impoluto,
de-batiéndose entre el bien y el mal en un mundo cerrado. No. Lo
peor es
su utilización en el discurso político insular, ya que no
fue una
tesis concebida para mostrar las múltiples aristas de esta
problemática, sino una forma “panfletaria” (como dice de
Fredric Jameson refiriéndose a “Calibán”) de mostrar
la “contemporaneidad” de Martí, y su toma de consciencia
junto a las causas “justas” y revolucionarias. Es la tesis
nuevamente de Fernández Retamar y Juan Marinello, la misma que
utilizan
una y otra vez los intelectuales de la Cuba revolucionaria y los
críticos
poscoloniales en los EEUU, para criticar al imperialismo y hacerles
creer a los
cubanos, lectores cautivos de aquel régimen, que la
posición de
Martí en este y otros temas, es la del gobierno, y que la
historia de
Cuba no ha sido más que una larga batalla contra el imperialismo
yanqui
y sus modos inhumanos de tratarnos. No por otra razón
Suárez hace
múltiples conexiones entre la situación presente en los
EEUU, y
la que experimentó Martí en el siglo XIX. Ni se olvida
tampoco de
incluir, a modo de bastoncillo ideológico en su
bibliografía, un
ensayo de Armando Hart Dávalos titulado “Martí: clave
decisiva en el presente y hacia el porvenir” (1997). Y por si esto
fuera
poco, se nos aclara en el prólogo, que Suárez tiene en
preparación otro escrito sobre la “aplicación de las
ideas
martianas al análisis de las realidades contemporáneas,”
que como dice Herbert Pérez Concepción –el autor de estas
palabras introductorias-, podía servir de “crítica
revolucionaria de la sociedad que pretende definirse como ejemplar y
modelo
para el resto del mundo” (9).
¿Podemos esperar entonces algo distinto de Suárez?
Difícilmente.
Un
aspecto importante que me interesa
señalar de este libro es su falta de rigor académico, y
esto se
nota en el uso de las fuentes y en el lugar principal que se le da a
Martí en la interpretación de los hechos. Suárez
hace lo segundo porque entiende
que las crónicas de Martí son confiables, verdaderas
(desde el
punto de vista ideológico y estético) y que ninguna otra
podía servirle mejor de guía en la discusión. El
problema
está, nuevamente, en que al no cuestionar los puntos de vista de
Martí, ni saber a ciencia cierta si lo que dijo expresaba una
convicción propia o estaba simplemente reproduciendo lo que
dijeron
otros, (uno de los grandes debates cuando se analizan las
crónicas
martianas, en especial las que le dedicó al juicio de Charles
Guiteau
–las cuales se han criticado por “plagio”) va en contra de
los principios de imparcialidad, objetividad y certeza, cuando
investigamos. Por
este motivo, tampoco se entiende que Suárez no haya consultado
para este
libro ninguna de las fuentes originales: los artículos de los
periódicos que resumen y comentan estos hechos, ni los trabajos
que ya
existen sobre estos juicios y problemas en las crónicas de
Martí.
Sobre
la falta de un análisis de las
fuentes originales en su libro, al menos en una ocasión,
Suárez se
lamenta. Esto ocurre cuando contrasta lo que dice Martí sobre el
juicio
que entablaron Thomas Edison y
George Westinghouse a propósito de la utilización
de la
electricidad para matar. En una de sus crónicas Martí
afirma que
en el fondo ambos buscaban un acuerdo por mutua conveniencia, ya que
temían
que la empresa de gas les ganara la partida. Esto, afirma
Suárez,
contradice la investigación del sociólogo norteamericano
Richard
Moran en Executioner’s Current (2002)
que insiste en que Edison y Westinghouse eran enemigos y lucharon hasta
el
final por defender sus intereses (154). Ante el dilema de no poder
consultar
estos periódicos para saldar la disputa, Suárez dice:
“Desconcierta esta conclusión, pero el actual nivel de acceso a
fuentes directas no permite aportar consideraciones seguras acerca del
conflicto de apreciación que hay en el asunto” (155). Pasemos la
hoja.
El
hecho, de nuevo, es que a juzgar por la
bibliografía consultada para el libro y las notas a pie de
página, Suárez nunca consultó un periódico
del
siglo XIX publicado en los EEUU, y ni siquiera se sirvió de los
artículos
que sí lo hicieron cuando comentaron estas crónicas de
Martí. Me refiero a los artículos sobre los anarquistas
de
Chicago, los linchamientos de negros en Oak Ridge, y el juicio que se
le
siguió a Charles Guiteau. Ninguno de estos trabajos,
absolutamente
ninguno, aparece en la bibliografía y esto es inexplicable
cuando
sabemos que varios de ellos se encuentran disponibles de forma gratuita
en la
red, incluso en esta misma revista.
Para
concluir entonces, este es un libro que
discute una cuestión importante en la obra de Martí, que
desafortunadamente no resuelve de un modo satisfactorio. Carece de una
investigación exhaustiva, tanto de los periódicos
norteamericanos
de la época como de los trabajos ya publicados sobre estos
temas, y
recurre continuamente a una aproximación teleológica y
maniquea
de la historia que lastra muchas de las explicaciones de los hechos.
Hay
momentos, es cierto, en que Suárez suscita dudas en torno a
Martí, como cuando, repara en el tiempo que le tomó al
cubano
escribir sobre los linchamientos de negros en el Sur (212). Pero estos
son
chispazos que pronto se apagan y dejan
nuevamente al lector inmerso en sus
dudas y deseando que este tema fuera mejor investigado.
University
of South Carolina-Columbia