El
nacional-catolicismo, o
La
buena nueva de
Helena Taberna
“Otra película (o novela) más sobre la guerra civil”, oímos
a menudo por parte de cierta crítica, como si existiera tal saturación
que el tema ya estuviera agotado. Lamentablemente, no es así. Es cierto
que a veces se percibe cierto oportunismo en el uso del tema y que
ningún escritor o escritora mediático/a ha dejado de escribir una
novela sobre la guerra civil y el franquismo en la última década, desde
que se inició el movimiento de recuperación de la memoria histórica.(1) Sin embargo, como han señalado otros críticos, lo
que existe en realidad es “una inflación cuantitativa y una devaluación
cualitativa de la memoria” (Colmeiro 19). Así, muchas películas
utilizan la guerra civil como simple telón de fondo, haciendo “una mera
ilustración epidérmica de la época, limitándose a crear meramente un
‘efecto de pasado’ [mediante] el uso de la nostálgica cita visual”
(Colmeiro 187). Existen algunas excelentes películas, pero muchos
aspectos de la guerra civil y el franquismo siguen intocados: los
campos de concentración; los trabajos forzados; los niños robados, tema
que ha abordado Benjamín Prado en la novela Mala gente que
camina (2006) y, curiosamente, la telenovela Amar en
tiempos revueltos, pero ninguna obra cinematográfica; el maquis,
del que sólo se ha ocupado en profundidad Silencio roto (2001),
de Montxo Armendáriz; los topos, representados sólo en Los
girasoles ciegos (2008), de José Luis Cuerda; o la participación
de las mujeres en la guerra y la resistencia antifranquista posterior,
que trató de manera bastante discutible Vicente Aranda en Libertarias
(1996) y, con mejor fortuna, Emilio Martínez-Lázaro en Las
13 rosas (2007) y, sobre todo, Armendáriz en Silencio
roto.
En diversos lugares Helena Taberna ha descrito La
buena nueva (2008)(2) como la primera
película que aborda frontalmente el papel de
Siempre
recuerdo una frase de Juan Gelman que decía: “Se fueron los dictadores
y aparecieron los organizadores del olvido”. En España, están
disfrazados de críticos, modernitos que definen al film como “otra
película de
Este esfuerzo de recuperación de la memoria se pone también
de manifiesto a nivel intradiegético, cuando el personaje de Miguel
dice: “Nadie puede devolverles la vida [a los asesinados en el monte],
pero podemos evitar que los maten otra vez con el olvido”. La película
tiene el interés añadido de ser el primer largometraje de ficción
dirigido por una mujer que trata este tema directamente. En otro lugar
he señalado la ausencia de películas de mujeres sobre la guerra civil y
el franquismo, y me preguntaba si podía deberse a que “
Al hablar del cine sobre la guerra civil, José Enrique
Monterde resalta “la ausencia en la cinematografía española de una
película verdaderamente épica que refleje la resistencia colectiva
frente a la barbarie fascista” (cit. en Colmeiro 189). José F. Colmeiro
matiza esta afirmación, señalando que Tierra y libertad
(1995), de Ken Loach, sí “aporta la épica del pasado”, aunque,
significativamente, está dirigida por un cineasta extranjero (192).
Pues bien, yo diría que La buena nueva es también una
película épica, un perfecto complemento a la de Loach. Si ésta se
enfoca en el desarrollo de la guerra en el frente y la retaguardia del
bando republicano (incluidos los conflictos entre las diversas
facciones), la de Taberna se centra en los efectos de la guerra en una
zona que cayó casi instantáneamente bajo el dominio franquista. Como
observa Santos Juliá: “En Navarra, los sublevados obtuvieron desde las
primeras horas un masivo apoyo popular: allí no fueron sólo ni
principalmente los terratenientes latifundistas quienes asistieron a
los militares, sino pequeños y medianos propietarios, que habían
alimentado durante un siglo las filas carlistas” (19). Aun así, fueron
asesinadas más de 3.500 personas.(6)
Al igual que el mediometraje de ficción Alsasua
1936 (1994) y el cortometraje documental Recuerdos
del 36 (1994), obras anteriores de Taberna, La buena
nueva está inspirada, en este caso libremente, en la historia de
Marino Ayerra (1903-1988), un tío suyo que, como párroco de Alsasua,
apoyó a los vencidos y, posteriormente, se exilió en América y abandonó
el sacerdocio; cuenta su historia en el libro No me
avergoncé del Evangelio, publicado en Buenos Aires
en 1958.(7) En la película, el párroco se llama
Miguel (Unax Ugalde) y, cuando llega al ficticio pueblo de Alzania el
16 de julio de 1936, en sustitución del anterior párroco, quien se
enemistó con el alcalde socialista y medio pueblo (el otro medio es
carlista), su único objetivo es “traer la buena nueva de Jesucristo
resucitado”. Irónicamente, la única nueva que podrá
transmitir es la mala nueva del inicio de la guerra
civil; el mensaje de amor al prójimo de Jesucristo lo convertirá la
propia Iglesia en un mensaje de odio y venganza; y los “crucificados”
por los franquistas no experimentarán más resurrección que el homenaje
de la memoria que le rinden Miguel, las mujeres del pueblo… y la
película misma.(8)
Al estallar la guerra civil, horrorizado por las ejecuciones
y torturas que llevan a cabo carlistas y falangistas, Miguel se pone
del lado de “los débiles”, monta una cooperativa textil para que las
mujeres puedan ganarse la vida e intenta ayudar a escapar a dos
nacionalistas vascos (y católicos) que están a punto de ser fusilados,
pese a que cuentan con cartas de recomendación de personas de derechas
a quienes escondieron en zona republicana.(9)
Es detenido, maniatado y arrastrado por un caballo (en una imagen con
reminiscencias del calvario de Cristo) y, tras pasar tres
significativos días en el calabozo, expulsado de su parroquia. Aun así,
regresa al pueblo, contra las órdenes del Obispo, para celebrar una
especie de funeral clandestino en homenaje a los asesinados y
finalmente huye con Margari (Bárbara Goenaga), maestra del pueblo y
viuda de un médico socialista, Antonino (Guillermo Toledo), asesinado
poco después del golpe.
Según Elisa Costa-Villaverde, “[l]a película muestra también
por primera vez la existencia en la contienda de las dos iglesias: una
Iglesia oficial represora que apoyó el levantamiento . . . y . . . otra
Iglesia que, aunque minoritaria, también fue represaliada por el bando
nacional” (24). Porque, como lo explica de manera gráfica Santos Juliá:
En
Bilbao . . . durante las primeras semanas de guerra, las iglesias
estaban llenas a rebosar, como en Pamplona, y los católicos que a ellas
asistían y los curas que en ellas celebraban misas podían ser
fusilados, como así ocurrió, por otros católicos, vascos también, y
navarros, bendecidos por otros curas, que luchaban por la defensa de la
civilización cristiana contra la hidra marxista. (20)(10)
En este sentido, resulta irónico que, al llegar a Alzania,
Miguel reciba en la plaza del pueblo las burlas de tres republicanos
que cantan la versión popular del Himno de Riego: “Si supieran los
curas y frailes / la paliza que les vamos a dar, / subirían al coro
cantando / ‘Libertad, libertad, libertad’”. En efecto, Miguel sufrirá
varias palizas (literales y metafóricas), pero no por parte de los
republicanos, sino de los miembros y cómplices de su propia
institución.
Al igual que en su primer largometraje, Yoyes (2000),
donde logra sintetizar la enorme complejidad del conflicto vasco sin
maniqueísmos y sin demonizar a ETA,(11) en La buena nueva Taberna presenta el desarrollo de la
guerra en la zona franquista con toda su diversidad ideológica. En un
pueblo dominado por los carlistas, la llegada de los falangistas es
recibida con entusiasmo y los primeros colaboran alegremente con los
segundos en la represión de los republicanos. Más tarde, sin embargo,
Hugo (quien regenta la tienda de ultramarinos del pueblo y cuyo abuelo,
que padece demencia senil, viste siempre el uniforme carlista) se queja
de que, con la unificación de los distintos ejércitos que lleva a cabo
Franco en abril de 1937, los carlistas han salido perdiendo. Las
discrepancias entre ambos grupos, que históricamente afectaban a
diversas cuestiones, se centran aquí en el papel de
Tampoco la institución eclesiástica es monolítica y, durante
el almuerzo que se celebra en la casa parroquial en la primavera de
1937, y al que asisten también Hugo y el Capitán falangista (mientras
Margari, de acuerdo con el papel subordinado de las mujeres bajo el
franquismo, sirve la mesa[12]), vemos las tres
tendencias existentes dentro de ella: la minoritaria en oposición a su
participación en la guerra, que encarna Miguel, el fanatismo belicoso
de su antiguo compañero de seminario, Rodrigo Sáenz de Heredia y la
actitud ambivalente del Obispo (Joseba Apaolaza), quien, tras señalar
que “la doctrina oficial de
una
sabia colaboración: yo te doy el monopolio de las creencias, de la
enseñanza, de la propaganda-catequesis, te exonero de cargas en tus
bienes, los cuido y los vigilo, y a ser posible aumento, y tú pasas por
carros y carretas, legitimándome y otorgándome toda clase de
bendiciones y silencios cuando así convenga, sean cuales fueren las
atrocidades y atropellos. (77)
El oportunismo del Obispo se percibe desde el principio de
la película, cuando le da indicaciones a Miguel para su nuevo destino
en Alzania: debe hacer ver al pueblo, sin decirlo, que
“si ellos son de izquierdas, el nuevo párroco es el más rojo de todos”.(14) “Mano izquierda”, le aconseja, y con ello no se
refiere a una toma de postura ideológica, sino al camaleonismo por el
que
Pese a estos matices, La buena nueva muestra
un mundo claramente polarizado en dos bandos, que, a nivel visual, se
ejemplifica mediante varios montajes en paralelo. El primero se
presenta al inicio de la película, con los títulos de crédito, que
aparecen sobreimpresos en unas imágenes blancas, borrosas y oscilantes,
sobre un fondo negro, alternando con escenas de Miguel jugando a la
pelota vasca y bromeando con el Obispo en el patio del palacio
episcopal, iluminado con violentos claroscuros. Las difuminadas formas
blancas se transforman progresivamente en imágenes nítidas de cirios
blancos colgando en manojos, en una imagen de resonancias fálicas que
la inquietante música de Ángel Illarramendi y el sonido de la pelota al
golpear el suelo o la pared, que semeja disparos, convierten en
ominosa. El ruido seco con que Miguel resbala y choca contra la pared
se funde con el que hacen los cirios al ser depositados y embalados en
una caja de madera con el rótulo “Cerería San Andrés”. Por si las
connotaciones fálicas no estuvieran lo bastante claras, posteriormente,
tras la llegada de Miguel a Alzania, vemos abrirse la caja de cirios al
mismo tiempo que otra idéntica que contiene fusiles enviados desde
Italia. El destinatario de ambas es Hugo.
La presencia de símbolos fálicos no es casual, puesto que la
polarización central que se establece en la película es entre los
universos masculino y femenino. El primero aparece representado por los
vencedores, los carlistas del pueblo y los falangistas que llegan de
fuera, y es un universo extremadamente violento, como corresponde al
modelo de masculinidad preconizado por el fascismo. Sin embargo, pese a
ser todos hombres están desprovistos de cualquier atributo “viril”
(positivo o negativo). O llevan sotana (vestimenta “feminizante”), o
son cobardes (como Hugo, quien se dispara deliberadamente en el pie
para evitar ir al frente), o están mental y/o físicamente
incapacitados. De ello es un perfecto emblema la familia que le queda
al final de la película a la ultracatólica sacristana Benita (Iñake
Irastorza): un suegro senil, un hijo, Fermín, al que la guerra ha
dejado en estado vegetal, y otro hijo cojo (Hugo). Ya antes, Benita se
había burlado amargamente del alarde proteccionista de este último
respecto a la necesidad de tener un hombre en casa: “¡Hombres! Ya tengo
dos, y sólo me dais trabajo”. No hay más hombres en el pueblo: los
demás, los republicanos, los vencidos, han sido ejecutados o han huido
al monte.
Excepto Miguel, claro, pero él encaja en el otro mundo de la
película, el mundo femenino, que es el que resulta más redondo, vital,
resistente y moralmente superior.(15) Miguel
aparece siempre rodeado por mujeres. Al principio, Benita, Margari y
otras cuatro mujeres que le ayudan a limpiar la iglesia (cuya suciedad
inicial simboliza la podredumbre de la institución) y, tras el inicio
de la guerra y la renuncia de Benita (quien se niega a compartir los
víveres de la iglesia con las “rojas”), Margari y las viudas de los
asesinados. Bautiza a sus hijos cuando los falangistas las amenazan con
raparles el pelo si no lo hacen y las ayuda a montar una cooperativa
textil en la que fabrican uniformes para el ejército franquista.(16) Cuando Resu (Maribel Salas) se queja de que
están “trabajando para el enemigo”, Miguel la corrige: “No, Resu,
trabajando para dar de comer a vuestros hijos”, mostrando así la “mano
izquierda” que le aconsejara el Obispo, pero con un fin mucho más noble
que la supervivencia de una institución corrupta.
Además, Miguel está
representado siempre con atributos femeninos. Así, lo vemos a menudo en
el espacio “doméstico”: sus austeras habitaciones de la casa parroquial
(el dormitorio, un pequeño despacho y la cocina),(17)
donde se asea (se le enfoca afeitándose, peinándose y arreglando su
sotana), come, escribe y recibe a diversas personas. También aparece a
menudo ataviado con un delantal y haciendo labores típicamente
femeninas, como coser y pelar patatas, y exhibe un comportamiento
“maternal” tanto con Remigio, el hijo de Resu que oficia de monaguillo,
como con la hija de Margari. En varias ocasiones ocupa el espacio
público de la iglesia, pero el hecho de que sus primeras apariciones en
el edificio tuvieran relación con la limpieza lo convierte, de alguna
manera, en una extensión del espacio doméstico. El otro espacio en el
que se presenta con frecuencia a Miguel es el de la naturaleza, un
espacio que la ideología patriarcal ha asociado tradicionalmente con
las mujeres, por oposición al mundo de la cultura que encarnan los
hombres: cultiva el pequeño huerto de la iglesia y recorre los campos
circundantes para visitar a los republicanos huidos (aunque estos
encuentros no están escenificados) y/o dejar constancia en un cuaderno
de los lugares en que reposan sus cadáveres. El cayado en el que se
apoya durante algunas de estas excursiones lo representa simbólicamente
como un pastor, pero un pastor que no pretende “meter a todas las
ovejas en el redil, tanto si quieren como si no”, según los deseos del
Capitán, o “a cristazo limpio”, como dice Ayerra (212), sino ayudarlas
a mantenerse a salvo de él.(18) Al final, le
lega el cuaderno a Remigio, para que se lo enseñe a sus hijos y, de ese
modo, no se olvide lo que ha ocurrido en el pueblo. A primera vista,
esta transmisión de hombre a hombre parece una traición al espíritu
femenino de Miguel y de la película misma, pero también puede
interpretarse como un llamamiento a una masculinidad distinta a la de
los vencedores y a un comportamiento distinto por parte de
El valor positivo del carácter “femenino” de Miguel se ve
reforzado por el valor de las mujeres. Las republicanas del pueblo son
fuertes, y, aun acomodándose a las nuevas circunstancias políticas, se
mantienen fieles a sus principios. Así, cuando llevan a bautizar a sus
hijos dejan claro que no es por convicción religiosa sino para evitar
represalias; como dice Resu, “No crea que nos ha entrado la fe así, de
repente”(19). Y, aunque es Miguel quien
impulsa el proyecto de la cooperativa, ellas exhiben una solidaridad
mutua que se corresponde perfectamente con el espíritu del mismo. Cuando Margari se pone de parto, la
ayudan Resu y María (cuyos maridos fueron asesinados junto con el
suyo), y Arantxa (Susana Gómez), mientras Miguel espera en otra
habitación, nervioso como si fuera el padre; sin embargo, al entrar
tras el nacimiento del bebé, parece una mujer más, puesto que, al igual
que ellas tres, viste un delantal (Fig. 1).(20) Posteriormente, cuando los falangistas le
cortan el pelo a Arantxa y la humillan públicamente obligándola a tomar
aceite de ricino, Resu, María y Margari la bañan y la consuelan,
mientras, de nuevo, Miguel espera fuera. Estos personajes muestran
claramente la fuerza de las mujeres que, de manera un tanto retorcida,
propició la guerra, puesto que en los dos bandos las obligó, según
señala Helen Graham, a adoptar nuevas funciones públicas y sociales. Aunque
en la mayor parte de los casos lo hicieran “in an instinctive way and
from a perception of their traditional roles, not in a self-conscious
attempt to change that status or role permanently” (110). Por su parte, las mujeres que originalmente estaban, o
habrían podido estar, de acuerdo con el nuevo régimen, evolucionan.
Margari pasa de ser carlista y creyente a perder la fe (puesto que los
asesinos de su marido matan “en nombre de Dios”) y huir con Miguel,
mientras que Benita, la más carlista de todas, termina desengañándose
al ver lo que su Iglesia le ha hecho a sus hijos (no
es casual que su hijo regrese mutilado del frente mientras se oye por
los altavoces de la plaza el telegrama de felicitación de Pío XII).
Además de ellas, está Antxoni (Magdalena Aizpurua), quien parece
encarnar el estereotipo de la mujer provocativa y engañosa, puesto que
trabaja en la cooperativa y, al mismo tiempo, mantiene relaciones
sexuales con el Capitán falangista. Al final, sin embargo, después de
que él la abofetea, le roba (merecidamente) el dinero y una lista de
nombres que guarda en un cofre, le entrega a Margari la lista, que
demuestra que fue Hugo quien denunció a su marido, y se va del pueblo. (21)
El final de la película confronta visualmente, en palabras
de Costa-Villaverde, “las dos Españas, las dos Iglesias: vencedores y
vencidos” (29) y, yo añadiría, el mundo masculino y el femenino. Se
trata de un montaje en paralelo que funciona como cierre circular del
que ocupa el lugar central de la película, en el cual se alternaban
escenas de la primera misa que celebró Miguel en el pueblo con imágenes
del progresivo acercamiento de los camiones con las tropas falangistas.
Cautivo y desarmado el “dichoso Evangelio” de Miguel, como lo califica
el Obispo en la película (y Olaechea en las memorias de Ayerra [315]),
gracias a lo que Ayerra define como comportamiento “epicochaplinesc[o]
de ¡¡bandolerismo español con báculo y mitra!!” (170; cursivas de
Ayerra), en el montaje final vemos, por un lado, la ceremonia de
celebración de la victoria franquista en la plaza del pueblo, con un
desfile militar y una misa a la que asisten, en el lugar de honor, el
alcalde, un cura de la jerarquía, un jefe falangista y el soldado
(ahora sargento) que al principio confesó a Miguel sus asesinatos. El
desfile, con su marcha militar y su despliegue de banderas falangistas,
españolas bicolor y carlistas (por orden de importancia), y estandartes
con imágenes de Jesucristo y de
Se
celebra la paz, sí, pero es una paz al acecho, es una calma que vigila,
que no se olvida de que tiene al enemigo en casa; es una paz que
advierte a la oposición de la capacidad defensiva y ofensiva del
régimen. Es una paz casi agresiva, incapaz tanto de producir
integración social como de crear una identidad colectiva válida para
todos. (114)(22)
Por su parte, la escena de la misa ejemplifica el
nacional-catolicismo, o lo que Castellano denomina “militarcatolicismo”
(82), en todo su apogeo. En el momento de la eucaristía, suena
Alternando con estas imágenes, vemos la ceremonia de
homenaje a los republicanos asesinados que organiza Miguel. Vestido con
la sotana y un roquete blanco, dirige una procesión de unas veinticinco
mujeres que se encaminan al monte, con cirios también blancos en la
mano hacia la imponente sima por la que los falangistas tiraban los
cadáveres y frente a la cual Miguel fue detenido.(23)
Se ponen en marcha de día, entonando la oración “Kyrie eleison”
(“Señor, ten piedad”), cruzan el bosque en solemne silencio (Fig.
4), con música sacra de fondo, y llegan a la sima con las
bienaventuranzas recitadas en off. El montaje en
paralelo se interrumpe aquí y la escena termina, repentinamente de
noche, cuando las mujeres encienden los cirios unos con otros y Miguel
esparce agua bendita sobre la gigantesca e inalcanzable tumba donde
yacen los restos de los republicanos de la zona. Se trata de una
ceremonia que cumple todos los requisitos de la liturgia católica (el
roquete, el hisopo, las oraciones), pero funciona casi como una
ceremonia pagana (el escenario natural, la transgresión de Miguel al
contravenir la orden del Obispo de no regresar a Alzania, la
participación de las mujeres ateas[24]). Se
trataría de una religión “otra”, más cercana al ideal del cristianismo
primitivo, basada en el mensaje de amor al prójimo y apoyo a los
oprimidos que no exige necesariamente la creencia en un ser superior,
en la línea de los curas obreros de los años sesenta en España y de la
teología de la liberación latinoamericana.
Miguel ha sido derrotado y han sido derrotadas las mujeres,
pero son moralmente vencedores, de ahí que los cirios hayan dejado de
representar, como al principio, ominosos símbolos fálicos similares a
fusiles, para convertirse en símbolos de paz, dadores de luz. Miguel y
las mujeres se reapropian de estos objetos y, al hacerlo, se apropian
de la dignidad, el valor y el heroísmo tradicionalmente asociados a lo
masculino. Esta escena establece también un contraste visual con la
primera imagen de la iglesia del pueblo, que aparecía en contrapicado
en lo alto del mismo, como emblema de su poder. Ahora, en cambio, vemos
una imagen en picado de Miguel y las mujeres asomados a la sima,
enfocados de espaldas, mientras la cámara se mueve hasta quedar en
posición horizontal frente a ella (lo que puede simbolizar el hecho de
que, mediante esta ceremonia, aprenden a confrontar el horror). Del
mensaje que Miguel transmitió en su primera homilía, “He venido a
pensar alto, sentir hondo y hablar claro”, sólo queda el sentimiento
hondo: los pensamientos elevados han sido aniquilados por el bárbaro
comportamiento de
Existe aún otro elemento de cierre circular en la película,
el tren (también fálico) en el que Miguel llega al pueblo y en el que
finalmente lo abandona, vestido de calle, con lo que llamaba su “traje
de pecador”, en compañía de Margari y su hija. En el primer viaje, el
tren cruzaba un túnel excavado en la roca, penetrando en la negrura de
éste para salir a un verde paisaje y, luego, a un fundido en blanco. En
el último, en cambio, el tren se interna en el túnel en sentido
contrario y la luz que antes aparecía al fondo ahora queda a sus
espaldas, para desembocar en el fundido en negro con que concluye la
película.(25) Miguel ha huido del mundo
represivo de Alzania y ha unido su vida a la de Margari, pero no se
trata de un final feliz, puesto que ha fracasado en su misión de llevar
la “buena nueva” y salvar a los alsasuarras, y lo aguardan posibles
represalias.
La confrontación entre lo masculino y lo femenino que he
señalado no deja de ser lógica, por otra parte. Según Teresa Vilarós,
“[e]l capital intelectual y de resistencia política, la herencia
legitimizada en los anales de la historia española y secuestrada
durante cuarenta años por una figura patriarcal totalitaria como la del
general Franco, lleva por los cuatro costados la firma del padre”
(44-45). La buena nueva transmite, sin embargo, la
idea contraria: en un mundo tan patriarcal como el franquista, la
resistencia sólo puede representarse como femenina, incluso cuando la
llevan a cabo los hombres. Por otra parte, de acuerdo con la
tradicional división sexual de la violencia, que vincula a los hombres
con la guerra y a las mujeres con la paz (Osborne 161), ellas son las
principales víctimas de la guerra civil y la posguerra (en Alsasua
1936 son presentadas como “Las Dolorosas”).(26)
No es casual, entonces, que, cuando Miguel llega a Alzania, veamos en
la plaza del pueblo un enorme cartel de la película La
madre, de Vsevolod Pudovnin, en el Cine Popular.(27)
Este cartel será luego quemado, coronando una enorme pira, junto con
los demás enseres de
Jo Labanyi divide las obras sobre la guerra civil entre las
que la abordan mediante presencias fantasmagóricas (haunting
motif), con un componente de terror, y las que utilizan un
acercamiento realista, siendo éstas las que dominan a partir de la
década de los 90. Para Labanyi, las primeras, entre las que destaca El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, y la
más reciente El espinazo del diablo (2001), de
Guillermo del Toro, son mucho más eficaces, en la medida en que
muestran el horror de lo innombrable (107), así como la pervivencia del
pasado en el presente y la necesidad de confrontarlo (101); mientras
que las segundas, al ofrecer una imagen esteticista y dejar claro que
las atrocidades escenificadas pertenecen al pasado, acaban
reconfortando a los espectadores (103). En el caso de La
buena nueva, sin embargo, no ocurre esto. Quizás porque, aunque al
principio hay algunas escenas idílicas de la vida bajo
La sima en la que yacen los restos de los republicanos de
Alzania se convierte en un lugar de la memoria, según la terminología
de Pierre Nora, en un monumento natural a los vencidos que suple la
carencia prácticamente total de monumentos “construidos” que les rindan
homenaje. Y, pese al dolor que impregna la película, ésta contiene
entre líneas (entre imágenes) el mensaje esperanzador de que algún día
los españoles y las españolas podremos rendir un homenaje de despedida
y de respeto como el que celebra Miguel a los 114.266 cuerpos que aún
permanecen ocultos en diversas fosas (Garzón 24). Y que
Notas
(1). Aunque es a partir de 1995, aproximadamente, cuando
empiezan a editarse abundantes testimonios sobre la guerra civil y el
franquismo, a publicarse obras narrativas y a realizarse películas
sobre el tema,
(2). La película fue galardonada con el Premio del Público
a
(3). “Nunca se había tratado el rol encubridor y verdugo
de
(4). Podría argumentarse que Los girasoles
ciegos tiene como tema central
(5). Para que no me olvides (2005), de
Patricia Ferreira, aborda también el tema de la recuperación de la
memoria histórica, pero lo hace desde el presente, mostrando la
necesidad de confrontar el olvido mediante una imbricación de la
memoria personal y colectiva (ver mi artículo “Para que no olvidemos:
La propuesta de recuperación de la memoria histórica de Patricia
Ferreira”). En cambio, existen numerosos documentales dirigidos o
codirigidos por mujeres, lo que sugiere que la falta de películas de
ficción no se debe precisamente a una falta de interés en el tema.
Entre ellos destacan: Los niños perdidos
del franquismo, de Montse Armengou y Ricard Belis
(2002), Las fosas del olvido,
de Alfonso Domingo e Itziar Bernaola (2003), Mujeres en
pie de guerra, de Susana Koska (2004), Que mi nombre
no se borre de la historia (2006), de Verónica Vigil y José María
Almela, y Death in El Valle (1996) y La
memoria es vaga (2004), dirigidos por las estadounidenses C.M.
Hardt y Katie Halper, respectivamente.
(6). Francisco Moreno da la cifra de 2.789 (411). Según
Roldán Jimeno, serían unas 3.500 (48). Sin embargo, el auto del juez
Baltasar Garzón sobre los desaparecidos en la guerra civil y el
franquismo cifra el número de desaparecidos en Navarra en 3.431 (24),
lo que sugiere que la cifra total debió de ser muy superior, puesto que
no todos los asesinados están “desaparecidos”.
(7). Alsasua 1936, protagonizado por
Fernando Guillén Cuervo, escenifica, con diálogos y palabras textuales,
varias de las situaciones relatadas por Ayerra en su libro. Por su
parte, Recuerdos del 36 recoge testimonios de
alsasuarras que conocieron al párroco y de historiadores. Aprovecho
para agradecer a Lamia Producciones que me haya facilitado copias de
ambos.
(8). En contraste, los “mártires de
(9). Ayerra cuenta dos casos parecidos de nacionalistas
vascos represaliados (126; 131-32 y 138-46). Las citas del libro de
Marino Ayerra incluidas en este trabajo están tomadas de la edicion de
Mintzoa de 2002, que es la única fácilmente accesible. Aprovecho para
aclarar, sin embargo, que dicha edición no sólo no tiene autorización
de la familia del autor, sino que añade un antetítulo que cambia el
sentido del libro (Helena Taberna, comunicación personal).
(10). Nicolás Sartorius y Javier Alfaya estiman que en el
País Vasco 16 sacerdotes fueron ejecutados, 278 encarcelados y unos
1.300 desterrados a diócesis lejanas (205). Jimeno Jurío menciona, con
nombres y apellidos, a catorce sacerdotes vascos asesinados (269). Por
su parte, Julián Casanova indica que en un solo día en Guipúzcoa, el 26
de octubre de 1936, fueron asesinados 16 sacerdotes, 13 diocesanos y
tres religiosos (161).
(11). La película muestra los excesos sangrientos de ETA
en los años 80, pero también la existencia de distintas posturas dentro
de la banda, así como la complicidad de los gobiernos de Felipe
González en su perpetuación, “gracias a” la trama de los GAL.
(12). Con el café, el Obispo invita a Margari a sentarse
a la mesa, pero, cuando ella expresa su rechazo al “glorioso
Alzamiento” que la ha dejado viuda, el Capitán la expulsa con un “No se
ofenda, pero ésta es una conversación entre hombres”.
(13). Según cuenta Ayerra en su libro, es él quien
defiende esta opinión, apoyándose en
(14). Este parlamento del Obispo está tomado casi
textualmente del libro de Ayerra (29).
(15). Algo similar ocurre en Silencio roto,
que también se desarrolla en Navarra, donde, aparte de los sanguinarios
guardias civiles, no hay “hombres” en el pueblo: los que no están en el
monte (en una lucha, por otra parte, ya inútil), están mutilados
físicamente (el fascista Cosme) o emocionalmente (los republicanos
Hilario, apático y amargado tras su estancia en la cárcel, y Jenaro,
demenciado tras la muerte de su hijo). Aquí son las mujeres las que
llevan la carga de la lucha cotidiana por la supervivencia, el horror
de las torturas y la zozobra por la situación de sus esposos, hijos o
padres, y ello es extensible a las mujeres del bando vencedor (por
ejemplo, la mujer del cabo de la guardia civil, quien, tras la muerte
de su marido a manos de los maquis, aparece tan victimizada como Benita
en La buena nueva).
(16). En la vida real, lo que Marino Ayerra organizó para ayudar a las mujeres y los niños fue una “limosna parroquial” (las Hijas de María recaudaban dinero entre la gente pudiente y una Junta Católica se encargaba de repartirlo entre las familias necesitadas), algo bastante menos revolucionario y “empoderante” que una cooperativa. Aun así, al cabo de un mes, le fue prohibido continuar con su proyecto (157-61).
(17). Mucho más austeras y modestas, por cierto, que
las que presenta Taberna en Alsasua 1936, donde, sin
ser opulenta, la casa parroquial tiene un aire claramente burgués.
(18). La del “Buen Pastor” es una de las metáforas
recurrentes de Ayerra, quien rechaza los “regímenes o situaciones . . .
en que no les quede más remedio a las pobres ovejas que pasar por el
aro y entrar, quieran o no, en el redil, a disgusto, a su pesar, de
mala gana tal vez y aun odiando acaso al mismo Jesús, a quien
pomposamente decimos obedecer trayéndole a la fuerza, a empellones y a
palos, sus queridas y siempre delicadas ovejas” (154).
(19). Según Jurío, sólo había siete niños sin bautizar en
Alsasua (109), y siete son los niños y las niñas que bautiza Miguel.
(20). Agradezco a Lamia Producciones la autorización para
reproducir este y los demás fotogramas de la película.
(21). En suma, las mujeres de Alzania muestran la misma
“mezcla entre fragilidad y fortaleza, tan común en muchas mujeres del
País Vasco” que Taberna destaca como característica central del
personaje de Yoyes en la película homónima (Camí-Vela 199).
(22) Según Ayerra, el sermón pronunciado ese día por el
Padre Guardián de los capuchinos de Alsasua decía algo parecido:
“¿Quiere esto decir que terminó la guerra? ¡Ah, no! ¡De ninguna manera!
. . . ¡La vida del hombre es un permanente estado de guerra contra los
enemigos de Dios . . . . ¡No! La guerra no ha terminado. Siempre
estamos en guerra y siempre hay que estar sobre las armas, en un alerta
ininterrumpido, avizor y suspicaz” (391).
(23) La sima aparece por primera vez hacia la mitad de la
película, cuando Enrique, el acordeonista novio de Arantxa, es empujado
a ella, todavía vivo, de una patada. En su libro, Ayerra cuenta que el
cadáver del primer republicano asesinado en Alsasua recibió sepultura,
pero después los cuerpos aparecían en las cunetas y “ya, para ellos, no
hubo autopsia, ni oficio de sepultura canónica, ni cementerio sagrado,
ni un poco de tierra con que cubrir su putrefacción, ni escrúpulos de
conciencia tampoco”; ello se hacía con el fin de “crear
‘científicamente’ el clima del terror, la psicosis colectiva del
pánico” (61-62). Más tarde, los franquistas empezaron a deshacerse de
los cadáveres en una sima de
(24) Sólo Clara, la viuda del nacionalista vasco, es
creyente y, por eso, ella carga un enorme crucifijo durante la
procesión.
(25) En medio, Miguel hace otros dos viajes en tren. En
uno, de regreso de su infructuoso intento de ver al Obispo poco después
del golpe de estado, se tira del alzacuellos como si le molestase. En
el otro regresa clandestinamente a Alzania en el mismo tren al que se
sube Antxoni para huir del pueblo.
(26) No se trata aquí, sin embargo, de la “polarización
jerárquica – activo/pasiva, armado/desarmada, combativo/cobarde,
etcétera” de la que habla Raquel Osborne, citando a Ana Bravo (162),
pues, como hemos visto, estas mujeres son activas y combativas,
mientras que muchos de los hombres (incluidos los vencedores) son
pasivos y cobardes.
(27) La película, de 1926, cuenta la toma de conciencia
de una madre tras el asesinato de su marido y el encarcelamiento de su
hijo por su activismo político, y su propia implicación en la
revolución. Refleja perfectamente el proceso que sufren las mujeres de
Alzania, especialmente Margari.
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Para que no me olvides.
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