La Cuba revolucionaria en las autobiografías de Barral, Goytisolo y Caballero Bonald

 

 

Alberto Villamandos
University of Missouri-Kansas City

 

 

 

Pepa Novell, en su reciente libro sobre las autobiografías de varios intelectuales españoles de la generación de los cincuenta, señala cómo en la escritura de estos “existe la conciencia de una colectividad, de una identidad colectiva que se configura en el fuero interno de una cultura que sienten encorsetada y de la que tratan de alejarse” (156). Podría considerarse incluso paradójico que esa conciencia de grupo, fruto de un contexto social y político tan específico como el del régimen franquista, se expresara por medio del género de la “literatura del yo”. Como han demostrado algunos de sus teóricos, más allá de la evidencia de esa primera persona que se conjuga en el diario o la crónica personal, se evidencia un carácter heterogéneo por medio del diálogo con un tú, más o menos ideal, con el que el autobiógrafo mantiene un “pacto” de credibilidad (Lejeune). Para otros, se establece a su vez un diálogo “invisible” con un tercero, sobre el que se fundamenta el sujeto ético y político. De esta forma, según Levinas, como nos recuerda Ángel Loureiro en su libro The Ethics of Autobiography, se da lugar a dos fenómenos, la aparición de la autoconciencia y la necesidad de justicia (9). Y aún más, las memorias, como si de un verbo conjugado se tratara, abarca un nosotros con el que el yo que recuerda se vincula estrechamente. Así lo considera José Amícola, cuando afirma que “la autobiografía es uno de los más sociales tipos de discursos literarios, en cuanto asocia al autor de una manera solidaria con quienes lo han rodeado” (58).

Tal rasgo de lo colectivo, que prueba a su vez la riqueza del género, se evidencia en las memorias de tres prominentes intelectuales españoles del medio siglo, como son Carlos Barral, Juan Goytisolo y José Manuel Caballero Bonald. El relato personal, narrado desde la perspectiva de la madurez, aparece fuertemente imbricado en el contexto político y social de esos “años de penitencia” y se articula por medio de unas constantes: la educación insuficiente, la moral tradicional y represiva, la pobreza cultural que los rodeaba, la tímida oposición política en la universidad en donde se forjan las primeras amistades… No obstante, no se puede desdeñar el ímpetu con la que el yo se afirma en sus páginas, incluso poniendo en duda los límites de la autobiografía. Así, Carlos Barral, editor y poeta de enorme influencia en la cultura de la disidencia durante el franquismo, construye especialmente en los tres volúmenes de sus memorias un yo político/ético en un ambiente adverso que, como señala Novell a lo largo de su libro, se justifica y reivindica. No obstante, con juego irónico y narcisista, ese yo se presenta como un “personaje”—el promotor cultural antifranquista, el marino avezado, el poeta dandy—con el que pone en suspenso la etiqueta de “no ficción” del género memorialista. No ayuda, como señalaba su buen amigo Caballero Bonald, que la fidelidad de sus recuerdos flaqueara en ocasiones al crear a ese alter ego, para acabar “creando un personaje que no se correspondía necesariamente […] con el protagonista real de los hechos” (“Barral y el personaje” 77). Para Anna Caballé, en su reconocido Narcisos de tinta, el “caso Barral”, es decir, esa construcción del yo en términos ficticios, se enmarca sin embargo en el discurso del nosotros, ya que da lugar a “una imagen muy pública, es decir colectiva en lo posible, del personaje Barral vinculándolo a una experiencia común” (123).(1)

Para Goytisolo, el autor sin duda más estudiado por la crítica de los considerados en este trabajo, la construcción del yo memorístico adquiere la forma de proceso de desvelamiento en lo identitario—nacional, político, sexual—y de rechazo de la ley del padre y la figura de éste, ya abstracta—la moral represiva, el mismo Franco—ya real. Si Barral se pone máscaras, capas españolas o gorras de marinero, Goytisolo se arranca sucesivas pieles, como señala Loureiro (100) para llegar a un verdadero yo, en un ejercicio de confesión por otra parte de ribetes ascéticos/picarescos, que encuentra en su origen burgués deshonroso la falta original. Frente a los dos autores barceloneses, en las memorias de Caballero Bonald, sin desdeñar un más tradicional relato de lo privado, prevalece el estilo de crónica cultural en el que se suceden los nombres de escritores y la descripción del ambiente disidente a lo largo de varias décadas. Sin embargo, en la obra autobiográfica de los tres surge una significativa coincidencia: como intelectuales progresistas que se posicionaron públicamente contra la dictadura de Franco, el papel de la utopía marxista en su relato de vida adquiere especial relevancia, mitigada sin embargo por el paso del tiempo y la crisis de tal “metarrelato” de la modernidad, según François Lyotard, cuando el sujeto comienza a re-construir su memoria pasados los años. Ya en el capítulo 4 de En los reinos de taifa—con el irónico título “El gato negro de la Rue de Bièvre”—, en el 15 de La costumbre de vivir—con el más retórico “La periódica necesidad de la incertidumbre—o en el 4 de Cuando las horas veloces, el relato cubano servirá no sólo para rememorar un pasado de compromiso político y su desencanto posterior; al mismo tiempo, lo leeremos como motivo polisémico, en el cual se desvela un subtexto colonial.

Dentro de este discurso de la utopía, la revolución cubana entrañaba un significado especial para el intelectual español—y latinoamericano—de los años sesenta. El peso simbólico de la victoria de los barbudos de Sierra Maestra contra la dictadura de Batista el 1 de enero de 1959 no sólo provocó una euforia política en los grupos progresistas en Occidente, sino que además rearticuló el relato marxista dándole un carácter panhispánico inédito hasta entonces. La revolución castrista supo unificar a un amplio número de escritores, pensadores y artistas de relevancia internacional y convertirlos en sus mensajeros privilegiados.(2) Así, los intelectuales occidentales, inmersos en una “luna de miel” con Castro hasta finales de la década de los sesenta (Goytisolo, En los reinos 477), participaron de buena gana en este proyecto político gracias al cual no sólo se definían como observadores del cambio social sino también agentes del mismo. Frente a la metáfora de la historia detenida o del “furgón de cola” (Goytisolo) aplicada a España, la generación de Barral, Goytisolo y Caballero Bonald se encontraba con la retórica de la entrada en la historia de Cuba y el motivo del “hombre nuevo”, como sujeto revolucionario por escribir, puro futuro.

El estado de desaliento que vivía la disidencia al régimen en la España de fines de los cincuenta queda claramente descrito en Los años sin excusa, segundo tomo de las memorias de Carlos Barral: “La aparente eternidad del franquismo no nos había adormecido, nos había puesto fuera de combate […], condenándonos a una resistencia escéptica, limitada a la intermitente protesta sin muchos riesgos y a una generalizada demostración de repugnancia” (214). No es por tanto extraño que ante la revolución cubana los intelectuales españoles se sintieran llamados a participar en un proyecto de cambio social y de vanguardia política cuando la revolución castrista se revestía del brillo de la utopía finalmente alcanzada, como expresa Juan Goytisolo en En los reinos de taifa, entusiasmado al llegar por primera vez a la isla:


Tus cartas a Monique transmiten sentimientos de arrobo y felicidad, se esponjan en una atmósfera solidaria propicia a la ilusión lírica: el pueblo ha recobrado su dignidad y lo proclama. […] ¿Cómo vivir, después de tantos sueños frustrados, sin el fervor y apoderamiento de Cuba? (472)

 

Por su parte, Caballero Bonald recordaba de su primera visita “una imperturbable sensación de armonía entre la política y la vida” (424), en donde al proyecto social se unía el aire de familiaridad con su tierra andaluza. La isla de la revolución y la utopía se convierte pues en icono en esa época y como tal pasa a ser un capítulo—real y metafórico—en las memorias de Barral, Goytisolo y Caballero Bonald que incluye las sucesivas etapas: inicial entusiasmo, progresivo distanciamiento y una más o menos abierta crítica al castrismo. A pesar de ello, la impronta de tal  icono cultural, que persiste en la España contemporánea a pesar de múltiples denuncias de represión y violencia institucional, resulta demasiado poderosa como para que el sujeto memorialista la juzgue sumariamente.(3)  Así se observa en la anterior cita de En los reinos de taifa, o en la vacilación al comienzo del capítulo 15 de La costumbre de vivir, en el que el autor gaditano al recordar la última visita a la isla en 1974, menciona “íntimas desavenencias conmigo mismo, quiero decir con quien había empezado siendo, como tantos otros, un efusivo adepto a la nueva Cuba” (424). Barral, sin embargo, muestra un escepticismo mucho más pronunciado, quién sabe si producto de una interpretación posterior al iniciar el capítulo IV de Cuando las horas veloces sobre sus viajes a la isla, cuando recuerda el congreso de intelectuales a fines de 1968 y el cambio del régimen hacia posiciones más inflexibles: “En nuestro caso [de los intelectuales españoles] no había lugar para la sorpresa” (122).

Sin duda, fue el “caso Padilla”, la caída en desgracia del escritor cubano Heberto Padilla y el juicio sumario al que fue sometido en 1971, uno de los momentos que mejor simbolizaron el cambio de rumbo en la política de Castro con respecto a los intelectuales y que Goytisolo recoge extensamente en su autobiografía. Su libro Fuera de juego había recibido el premio anual de la UNEAC, institución cubana de escritores y artistas, a pesar de las presiones internas para otorgar el galardón a un escritor políticamente más ortodoxo y próximo a los círculos del poder como Lisandro Otero. Las amistades de Padilla, entre ellas los numerosos intelectuales extranjeros, y las críticas y sarcasmos del autor con respecto a la revolución tampoco ayudaban en efecto a que el castrismo lo viera con buenos ojos. Así, su defensa de Tres tristes tigres del entonces ya repudiado Cabrera Infante o su propia novela En mi jardín pastan los héroes contribuyeron a su caída.(4) Padilla, escribe Goytisolo, “con una temeridad rayana en la inconsciencia” se involucraría en “un juego muy superior a sus fuerzas para el que a todas luces no estaba moral ni físicamente apercibido” (En los reinos 480).

Acusado de contrarrevolucionario, Padilla se vio obligado a hacerse pública autocrítica, admitiendo sus “faltas” e involucrando a otros intelectuales. Su palinodia, que reproducía exactitud casi caricaturesca la retórica de los procesos estalinianos, como señala Goytisolo, tuvo un grave efecto en la intelectualidad internacional que apoyaba la Cuba revolucionaria y suscitó una “guerra de papel” de manifiestos cruzados y cartas abiertas entre el grupo de escritores alrededor de la revista Libre, editada en París, con el mismo Goytisolo, Vargas Llosa, Cortázar y otros, y personalidades cubanas, como el mismo Fidel y Haydée Santamaría, en la otra orilla del Atlántico. Si para muchos el caso Padilla descubrió el “núcleo duro” de la política cultural castrista y sus formas represoras, con la consiguiente decepción de sus principios revolucionarios, también supuso la ruptura de ese discurso panhispánico y progresista que había surgido entre intelectuales y escritores latinoamericanos y españoles y la polarización de sus posturas políticas. Con este último acto, la “luna de miel” de Castro y los intelectuales había terminado.

La relación entre ambos nunca había dejado de resultar conflictiva. Si bien durante la primera etapa de la revolución se llevaron a cabo multitud de proyectos educativos y culturales y se recibió de buena gana la visita y el apoyo de multitud de escritores y creadores extranjeros, al poco surgió el debate entre impulsar unas directrices oficiales con una literatura revolucionaria o respetar la libertad de expresión de obras más vanguardistas. Entre muchos de esos intelectuales españoles o latinoamericanos se hacía patente la incomodidad ante una censura que resultaba familiar para aquellos llegados de otros regímenes. A esto se unía el desvelamiento de los campos de trabajo forzado para homosexuales de los UMAP, Unidades Militares de Ayuda a la Producción de 1965 a 1968, como le informa un atemorizado Virgilio Piñera a Goytisolo en una de sus visitas a la isla. Caballero Bonald, por ejemplo, recoge distintos aspectos del debate desde su posición de observador todavía fascinado por los logros de la revolución en su crónica “Sobre la literatura revolucionaria cubana”, inserto en el volumen especial publicado por la editorial antifranquista en el exilio Ruedo Ibérico: “Los intelectuales no dejan entonces de hacerse temerosas y razonables preguntas en torno a los objetivos de la libertad de expresión” (483). El autor combina sus críticas con buenas dosis de voluntarismo para finalmente recordarnos las tranquilizadoras “Palabras a los intelectuales” que leyó Fidel en junio de 1961, en las que el líder decía: “Permítanme decirles en primer lugar que la revolución defiende la libertad: […] si  la preocupación de alguno es que la revolución vaya a asfixiar su espíritu creador, esa preocupación es innecesaria y no tiene razón de ser” (483).

No obstante, se evidencia durante esos años una desconfianza esencial de Fidel hacia los intelectuales, tal vez por su tendencia crítica, su inconstancia política o debido a que se encontraran muy alejados de su ideal de guerrillero u hombre de acción.(5) En las múltiples crónicas escritas por gentes de letras, como Goytisolo, Caballero Bonald o Jorge Edwards en su Persona non grata, a propósito de su experiencia cubana, se repite el motivo del encuentro sorpresa con Fidel, convertido éste en guía orgulloso de los logros de la nueva Cuba en cuanto a materias agropecuarias para intelectuales que intentan mostrar interés por nuevos tipos de quesos, depósitos de vinagres o extensiones de caña de azúcar. No existe sin embargo en estos encuentros ningún intercambio real de ideas, discusión política o cultural, sino más bien un discurso unidireccional que no admite réplica. El líder máximo de la revolución mostraba un interés mucho mayor por cuestiones prácticas y su resultado numérico, ya fuera en las campañas de alfabetización masiva o en la zafra.

De los textos autobiográficos de estos escritores se puede deducir que la política cultural abierta e internacionalista del castrismo de aquellos años no se debía a su líder. Gracias a los buenos oficios de otros como Carlos Franqui y su periódico Revolución, e instituciones como Casa de las Américas, dirigida por Haydée Santamaría, con sus premios literarios de fama internacional, la Cuba de principios de los sesenta fue un hervidero cultural y punto de referencia de un discurso panhispánico y globalizado.(6) El endurecimiento en la política cultural cubana tiene su punto álgido en el caso Padilla pero había comenzado antes, materializado en el lema “Con la Revolución todo, contra la Revolución nada” en el Congreso cultural de La Habana de 1968 y el apoyo oficial de Cuba a la invasión soviética de Checoslovaquia. “Era evidente—escribe Barral en Cuando las horas veloces—que aquel congreso era el funeral de una literatura hasta entonces tolerada” (139). Es entonces cuando las “indulgencias”, como las denomina el mismo Barral—esas “inquietudes regularmente acalladas por tu voluntad” en favor de “los beneficios inmensos que aporta la Revolución”, dice Goytisolo (En los reinos 475)—que se habían mantenido hacia los errores de la revolución se hacen demasiado pesadas a muchos intelectuales llegados a la isla.

El “motivo cubano” en las memorias de escritores españoles nos resulta especialmente interesante porque revela una vez más la complejidad del relato autobiográfico: por una parte, expresa la dificultad de repensar la nostalgia de una utopía perdida. Por otra, supone un conflicto frente a esa idea de “coherencia vital” que parece surgir en todo texto de la literatura del yo, y que Pierre Bourdieu critica como una ilusión (88). Si como señalaba Lejeune, al escribir el autobiógrafo construye un yo que no existe (XXIII), el pasado del sujeto político/ético no puede dejar de sufrir un proceso de re-construcción. En esa pretendida oposición entre el formalismo de Lejeune y la textualidad de De Man, el motivo cubano podría fungir como punto de unión: la doble temporalidad del sujeto que recuerda—con visión crítica o cierto punto amargo—lo vivido—originalmente con entusiasmo—supone la reescritura sobre el palimpsesto de la memoria en donde indefectiblemente quedarán señales de lo anterior.

Sin embargo, un elemento más surge en el recuerdo de la isla. Para Barral, Goytisolo y Caballero Bonald Cuba no es simplemente el escaparate novedoso de una revolución en el Caribe, como para otros intelectuales occidentales, “peregrinos políticos”, bienintencionados y dispuestos a encontrarse con un tercermundismo un tanto sorprendente pero siempre un tanto exótico y ajeno.(7) Para los escritores españoles, la isla y su espacio dentro del imaginario nacional revela, como veremos especialmente con Goytisolo y Caballero Bonald, un subtexto colonial que entronca con los orígenes familiares en una compleja relación de mala conciencia política y nostalgia. A su vez, el capítulo cubano supone la irrupción de otro subgénero de estructura versátil, la literatura de viajes. Sin tratarse del único ejemplo dentro de sus memorias, como vemos en la estancia de Caballero Bonald en Colombia, la visita de Goytisolo a algunas naciones de la antigua Unión Soviética o los múltiples itinerarios llevados a cabo por motivos de negocios editoriales de Barral, el relato cubano adquiere un especial protagonismo.

Mary Louise Pratt, en su reconocido libro Imperial Eyes, analiza diversos textos de hombres—y alguna mujer—de letras europeos desde finales del siglo XVIII hasta el siglo XX en sus travesías por distintas partes de África y América Latina, en donde el relato ilustrado—científico, folklórico o antropológico—no puede esconder el subtexto colonial que somete al otro a una categoría inferior de salvaje o animal, y por tanto susceptible de ser esclavizado formal o económicamente. ¿Habían cambiado los términos de esa dialéctica de la otredad? La Cuba del primer castrismo resulta una “zona de contacto”, término que acuña Pratt, especial para los intelectuales que como Jean Paul Sartre o Hans Magnus Enzensberger escriben—sobre—la isla para el público europeo.(8) La realización del proyecto marxista en un espacio histórica y socialmente marcado como colonia como el Caribe no supone sin embargo que se convierta en modelo para sus países de origen, sino que permanezca como excepción. De la Nuez señala en su libro Fantasía roja cuatro constantes en los textos de algunos escritores extranjeros con la Cuba revolucionaria: confirmación al llegar a la isla de la utopía materializada; celeridad en la emisión de un juicio totalizador, ya que se encuentran de paso; distancia, porque su lugar de enunciación siempre se encuentra en una democracia liberal, que critican pero que les resulta obviamente cómoda; y discriminación de los cubanos en sus textos, que aparecen de manera anecdótica (12). Tales constantes presentan similitudes con muchos de los relatos de viajes que analiza Pratt, en los que se enfatiza especialmente el paisaje—la grandiosidad de cordilleras y ríos, lo “salvaje” e indomable de su naturaleza, o en el caso del Caribe, su sensualidad—hasta el punto de convertirse en rasgo nacional o étnico, y se anula lo histórico o intelectual. Para los intelectuales que llegaban de la España de Franco, la zona de contacto se problematiza incluso más: lugar cercano y al mismo tiempo inaccesible, deseado y asediado desde lo político y la nostalgia. En las páginas siguientes nos centraremos en cada uno de los tres autores y cómo el género híbrido de relato de viajes y autobiografía se convierte en un medio polisémico.

De entre los tres autores objeto de nuestro estudio, Juan Goytisolo ha sido uno de los que más se ha destacado por su compromiso político, como había dado muestras de ello al viajar a la isla durante la crisis de los misiles en octubre de 1962, impulsado por “la convicción moral de que la Revolución castrista encarnaba los valores de justicia y libertad que defendía” (En los reinos 368). El autor de Señas de identidad decide desempeñar entonces el papel de agente del cambio social, propio del intelectual marxista. Sin embargo, a su admiración por la utopía política y su total entrega al proyecto revolucionario a su llegada a la isla, como se observa en su encendido reportaje Pueblo en marcha, se añade además la confirmación del paraíso caribeño, de un edén primigenio ajeno a la sociedad de clases, de naturaleza y sensualidad: “suntuoso esplendor vegetal, playas blancas, milicianos bailando bajo los cocoteros, zafra liberada de esclavitud secular, guajiros cortando alegremente la caña, discusiones y charlas con fonética musical caribeña” (473).           

Goytisolo apunta con detalle sus sucesivos viajes a Cuba, sus encuentros con intelectuales y escritores como Franqui, Padilla o Lezama Lima, sus excursiones dentro de un país que le asombra. Al mismo tiempo, el Goytisolo políticamente más escéptico del momento de la escritura añade como un velo una distancia al relato en que se intuyen las decepciones posteriores: encuentros insatisfactorios con Fidel o el Che, de los que presenta retratos poco heroicos, y la apesadumbrada conciencia de represión y violencia política que tenía a heterodoxos ideológicos y sexuales como sus principales víctimas. No obstante, en su consagración a la revolución, no encontramos solamente una prueba de su compromiso con el marxismo, sino también una cierta ansiedad por eliminar su pasado familiar colonial. Resulta significativo que ambos aspectos, compromiso político y apoyo a la revolución cubana, se originen en el mismo momento, cuando el joven Goytisolo descubre en su casa familiar unas cartas dirigidas a su bisabuelo Agustín por sus esclavos afrocubanos.(9) Es entonces, como señala en Coto vedado, cuando “una tenaz, soterrada impresión de culpa, residuo sin duda de la difunta moral católica, se sumó a mi ya aguda conciencia de la iniquidad social española…” (19). Sin embargo, en ese trasvase de lo personal-familiar (la culpa por el pasado esclavista y su clase burguesa) a lo nacional (la desigualdad y la ausencia de derechos fundamentales en la España de Franco) se observa cómo esa moral tradicional de la que desea desquitarse y su sentido de culpa no están en absoluto difuntos, sino que adquieren un papel fundamental en la elaboración de su discurso político disidente.

La doctrina marxista, como contrarrelato unificador de la oposición al franquismo, se trasvasa de lo nacional a lo personal al articular el rechazo del autor hacia su clase originaria y finalmente su familia, quintaesenciada en la figura paterna. Como señala Loureiro (105), entre el yo y lo nacional se establece una relación de correspondencia, ya que la revolución cubana se convierte a sus ojos en “una estricta sanción histórica a los pasados crímenes de mi linaje, una experiencia liberadora que me ayudaría a desprenderme con la entusiasta inserción en él del pasado fardo que llevaba encima” (Coto vedado 19). Su compromiso con los principios de la revolución lleva consigo la expiación de su pecado original, común a todo intelectual progresista de origen burgués, que se materializa en el reportaje Pueblo en marcha, enardecida defensa de los logros del castrismo que se presenta como un trabajo de campo, fruto de dos meses recorriendo la isla, visitando ciudades y pueblos y departiendo con sus habitantes.

Goytisolo se aplica en dar voz a ese “pueblo” cubano siempre representado como masa y superar esa discriminación que De la Nuez considera una constante en los intelectuales que escribieron y escriben sobre Cuba.(10) De esta manera, reproduce incluso con fidelidad fonética las conversaciones con diversas gentes y sus encendidos debates políticos en la primera etapa de la revolución: “Lo que ha dicho el compañero ej una gran verdá. Ora mucho se la dan de guapo y disen a lo cuatro viento Yo soy comunitta y anduve peliando en la Sierra, y Nosotro lo marsitta…” (19). No obstante, Pueblo en marcha, como otras de sus obras documentales y de denuncia de la misma época—Campos de Níjar, La chanca—presentan una naturaleza conflictiva, heredada de la misma poética del realismo social. Esto es, la neutralidad de instancia narradora queda en suspenso a la hora de representar y dar voz a los cubanos y preguntarse hasta qué punto el intelectual occidental puede dar voz a los sujetos que por clase, raza, género u origen nacional no la tienen, como se pregunta la teórica de los estudios poscoloniales, Gayatry Chakravorty Spivak en su trabajo clásico “Can the Subaltern Speak?”. Pratt acuña el término anti-conquista para los relatos de viaje protagonizados no ya por el militar sino por el antropólogo o biólogo que desde una postura aparentemente “inocente” reinscribe en el cuerpo del otro, el nativo, los rasgos de la diferencia, y con ello de inferioridad. En el relato de Goytisolo, fruto de unas circunstancias históricas muy diferentes y cimentado en principios del marxismo, encontramos sin embargo tanto la culpa de la conquista que Pratt menciona al referirse a ese yo narrativo—que “eternally tries to escape, and eternally invokes, if only to distance himself from it once again” (56)—como a un pueblo cubano, personaje colectivo y masculino con rasgos heroicos, si bien alienantes.(11) Pueblo en marcha confirma, como literatura de urgencia que es, al lector iniciado el éxito de la revolución y además la convierte a ojos del lector español en un sustituto para su frustración política, al proponerla como experiencia vicaria: “Al defender su Revolución, los cubanos nos defienden a nosotros. Si deben morir, muramos también con ellos.” (84).            

Goytisolo deja entrever en ese mismo texto su ansiedad social y la búsqueda de expiación por su culpa histórica que había surgido al encontrar esas cartas: “El simple nombre de Cuba constituía un reproche, y la conciencia de mi culpa y de la culpa de mi estirpe y de mi clase y mi raza me abochornaron” (12). No obstante, la revolución castrista prometía la redención de esa carga:


En los palacios abandonados por la burguesía, millares de jóvenes escuchaban teatro, música y danza. El pueblo irrumpía en el recinto sagrado de las ensoñaciones y nostalgias de la clase en que nací y en los profundos y marchitos salones, las fotografías de Fidel y Raúl sustituían a los viejos retratos de familia. (Pueblo 82)


Goytisolo acaba por abolir los fantasmas del pasado: “los esclavos se habían impuesto finalmente sobre el recuerdo del bisabuelo” (14). Por medio de la experiencia revolucionaria, Goytisolo “limpia” así su culpa histórica y social de manera vicaria, demonizando su propia familia, epítome de su clase originaria. Frente al carácter de palimpsesto de En los reinos de taifa, en donde las cartas y documentos originales que expresan su entusiasmo político se encuentran en contrapunto con el escepticismo o la crítica posterior, Pueblo en marcha, como obra de literatura política repudiada más tarde por el autor, viene a ser un ejemplo de su esfuerzo por mirar con ojos no imperiales, por escribir unas memorias anticoloniales o descolonizadoras, como reconoce años después: “exorcismo de tus contradicciones y culpabilidades ancestral” (En los reinos 473).(12)

No obstante, una vez revisada críticamente la lectura marxista de la realidad isleña, permanece en sus memorias como un remanente primigenio una Cuba exótica y atrayente que guarda similitudes con la imagen idealizada que guardaba en su infancia, heredera del relato familiar nostálgico de antiguas glorias coloniales: “Operación de reconstruir moralmente un pasado que te fascina y deslumbra: apropiación de un universo mulato en cuyo dulzor te sumerges con inocente beatitud lustral” (En los reinos 473). Como apunta en Coto vedado, “el mito y aventura cubanos cobraría así en mis adentros hasta la interrupción de la pubertad la forma de un paraíso perdido, de un edén expuesto con nitidez ante mis ojos y esfumado después por el efecto de un espejismo” (22). Esa misma tendencia al mito o a la nostalgia burguesa, por otra parte de carácter generacional a la luz del irónico poema de Jaime Gil de Biedma “Infancia y confesiones”--“De mi pequeño reino afortunado/ me quedó esta costumbre de calor/ y una imposible propensión al mito”—se evidencia en gran parte de la literatura de viajes, del siglo XIX y parte del XX, considerada “infantil”. Las travesías por el “África negra”, la selva del Amazonas o los desiertos del Sahara educaban, como señalan Peter Hunt y Karen Sands, a los jóvenes occidentales de clase acomodada en la tarea imperialista de la dominación de la otredad y naturalizaban la desigualdad. Queda preguntarnos si en su entusiasmo primero por la Cuba castrista no subsistía el mismo mito primigenio del paraíso perdido—tal vez alimentado por narrativas coloniales o por la nostalgia de los relatos familiares—cimentado en una doble ausencia: la nostalgia de una infancia bruscamente marcada por la desaparición de la madre en un bombardeo en Barcelona durante la Guerra Civil, y el fin de las colonias.

Frente al protagonismo de la isla en la autobiografía de Goytisolo, Cuba aparece en el texto autobiográfico de Carlos Barral como una etapa más dentro de su acercamiento a Latinoamérica, entre México y Puerto Rico. Como expone en Con las horas veloces, su primer viaje a  Cuba tiene lugar en 1963. Al igual que en las memorias de otros intelectuales, se repite el censo de nombres de escritores y poetas autóctonos, como Padilla, Lezama Lima o Pepe Rodríguez Feo, y extranjeros que coincidieron en Cuba aquellos años. No por nada se estaba forjando una de las más importantes alianzas entre gentes de letras más allá de fronteras y lenguas, articulada por la esperanza en el cambio social tras la revolución. Sin embargo, Barral no viaja a la isla como otros intelectuales para mostrar su apoyo al régimen sitiado, sino en calidad de editor y empresario.

En su primer viaje, negocia “un cuantioso pedido de libros” del catálogo de Seix Barral (122). La oferta se debía, según el editor, a su confianza puesta en el nuevo gobierno cubano, como demostró al surtir de libros de su catálogo a las bibliotecas de la isla y romper el bloqueo cultural y comercial a la que estaba siendo sometida. Su interlocutor en las instancias oficiales cubanas para la negociación de la compra venta no era otro que Heberto Padilla, que tanto protagonismo tendría en el fin de las buenas relaciones entre intelectuales occidentales y Fidel Castro, y cuya controvertida retractación pública le granjeó muchos enemigos o al menos aniquiló muchas amistades. En su crónica que escribe en 1988, en la que el desencanto ha teñido muchas de sus páginas, Barral ofrece un retrato ambiguo de Padilla, del que dice que si bien cimentaron una buena amistad, “no era de mi cuerda” y “era más político que literato” (124). No obstante, en sus viajes a Cuba, Barral llevó a cabo un provechoso negocio editorial gracias a Padilla, con consecuencias, como el mismo Barral señala, aberrantes. (13)

A pesar de este marcado escepticismo político en la descripción de sus viajes a la Cuba revolucionaria, no puede negar el sincero entusiasmo que le producía el nuevo régimen, entusiasmo que se veía empañado por el descubrimiento de gestos dictatoriales o represores, como los referidos contra escritores homosexuales. Aun así, estos aspectos oscuros eran obviados en aras de mantener esa “esperanza inconcreta en un mundo mejor”, convertida en un “constante y esforzado acto de fe” (128): “Incluso los grandes y evidentes errores me parecían tropiezos en el camino, equivocaciones de trámite” (140). La palabra repetida en este capítulo de sus memorias es “indulgencias”: indulgencia hacia los errores del castrismo para no poner en peligro el retrato ideal del nuevo orden; indulgencia también hacia sí mismo por su vago compromiso político que no parecía ir más allá de un voluntarioso—y provechoso económicamente—turismo político, ejercido con excursiones y fiestas de la intelligentsia bienpensante europea que acababan en formidables borracheras.(14)

En 1965 vuelve a Cuba como miembro del jurado del Premio Casa de las Américas, junto con otros escritores españoles, como Camilo José Cela. En este momento, las relaciones entre el Comandante y los intelectuales no podían ser mejores, y estos últimos actúan como caja de resonancia y legitimadores prestigiosos del régimen cubano en el extranjero. No obstante, es en su último viaje para participar en el Congreso Cultural de La Habana, en 1968, cuando la crisis parece ineludible y Castro verbaliza el endurecimiento de su  postura con el lema “Contra la revolución, nada”, anulando cualquier conato de literatura o arte no políticos. A pesar de ello, y del tono distanciado de sus memorias Barral reconoce que “probablemente mentiría si afirmase que yo me contaba ya en aquel momento entre los desencantados” (140). El fin de su apoyo llegaría con el caso Padilla en 1971, que califica de “tenebroso”, sin entrar en más detalle, y sobre todo con la publicación del testimonio de Jorge Edwards, Persona non grata (1973), que supuso la ruptura total con el régimen de Castro por parte del editor.

No obstante, Juan Goytisolo, en su recuento de las circunstancias que rodearon el proceso judicial de Padilla y la reacción de los intelectuales extranjeros, señala que, una vez que había subido el tono de las acusaciones entre ambas partes, el grupo alrededor de la revista Libre decidió redactar una segunda carta al Comandante de apoyo al escritor cubano y repulsa de las maneras represivas del régimen. Barral se encontraba en este grupo, y sin embargo decidió llamar a Goytisolo para retirar su firma, lo que seguramente podía afectar a sus relaciones comerciales con Cuba.(15) El contraste de sus crónicas autobiográficas, y el comentario de Caballero Bonald sobre la “mala memoria” del editor anteriormente citado, dan un nuevo sentido al carácter textual que a la literatura del yo le han otorgado algunos de sus teóricos, como De Man, en donde categorías como la verdad no resultan pertinentes.(16) Resulta significativo por tanto que Barral eludiera extenderse sobre el caso Padilla, mientras que decidiera la publicación de Persona non grata como final de trayecto en su compromiso. La polémica suscitada por el libro de Edwards se traducía en un necesario éxito de ventas para la nueva firma, Barral Editores, cuando el apoyo a Cuba había cambiado entre parte de la élite ilustrada en Occidente.

En el caso del capítulo cubano de Barral, se podría aducir una actualización del motivo comercial que subyacía a los relatos de viajes, en donde la descripción del paisaje y la riqueza de sus tierras era una invitación a su explotación “racional” e ilustrada. Barral, como editor, “ve” como tal. Los paisajes en los que se fija no son los de la naturaleza sino literarios, por lo que la rememoración de sus experiencias cubanas prevalecerá el contacto con nuevos escritores, potenciales miembros del Boom que tantos beneficios reportaría a su editorial. Así, no parece casualidad que su relato cubano sea tan sólo una etapa más en sus viajes a otras partes de América Latina con una razón primordial para el editor: encontrar “métodos y sistemas para la unificación literaria del ámbito lingüístico” (Cuando las horas 57), un acicate que combinaba un panhispanismo progresista y la globalización cultural y económica. Frente a la mala conciencia de Goytisolo, Barral asume con entusiasmo la tarea “colonizadora” en el ámbito literario latinoamericano que Seix Barral y la industria editorial de Barcelona en general, con sus agentes literarios como la todopoderosa Carmen Balcells, se empezaba a forjar a fines de los sesenta.(17) Cuba supone para Barral la experiencia vicaria de la revolución que no podía darse en su país, y de esta manera se convierte en un fetiche político al que se aferra para compensar la frustración del intelectual español ante la dictadura de Franco. Pero al mismo tiempo, el cuerpo político de Cuba deviene en fetiche comercial, en un objeto ideológicamente deseado y transformado en producto, como vemos en la iconización de la efigie del Che, en su fotografía de Alberto Korda, referente reproducido infinitamente.  El discurso liberador en lo político, traducido a la vanguardia literaria del Boom, se mercantiliza y adquiere dimensiones globales.

El relato de José Manuel Caballero Bonald, por su parte, sigue los pasos generales de las memorias de los anteriores escritores, aunque sus visitas a la isla se alargan hasta 1974. Como Barral y Goytisolo, explica la visita de rigor a las nuevas instalaciones agropecuarias o agrícolas, los encuentros con escritores cubanos como Lezama Lima, Nicolás Guillén o Carpentier, además de fugaces conversaciones con el Che o Fidel. Pero sin duda el escritor andaluz muestra un deseo por conocer la isla más allá del escaparate de logros o las conversaciones literarias, porque como afirma siempre se había sentido un hispanocubano, con una “halagüeña sensación de fronterizo” (423). A su vez, en su biografía familiar existe la presencia de un pasado colonial que adquiere, como en Goytisolo, dimensiones míticas en su infancia: “la manigua durante las luchas independentistas, el ingenio azucarero de la Ceiba Grande, los barcos que arribaban al puerto habanero procedentes de Cádiz o al revés, la casa colonial donde tal vez jugaría mi padre…” (423). No obstante, el relato de la nostalgia colonial no atormenta a Caballero Bonald como lo hace al autor de Señas de identidad, sino que asume tal discurso mítico como prueba y cordón umbilical de su cubanidad, sin prestar atención a la posible contradicción con su apoyo a la nueva Cuba.(18)

Caballero Bonald llega a la isla en calidad de escritor comprometido con la revolución, siguiendo con una experiencia latinoamericana más amplia y con una curiosidad por su cultura que da como resultado la edición de una antología de poesía de jóvenes autores cubanos. Como en otros, Caballero Bonald ve en la isla la plasmación de un proyecto utópico, la confirmación a sus expectativas como señala De la Nuez, pero al mismo tiempo desea ir más allá del simple turismo político para experimentar su cultura de primera mano. Tal vez ese carácter mestizo que aduce o su interés por el concepto de trans-culturación acuñado por el cubano Fernando Ortiz explique su interés hacia la santería. No obstante, se puede argüir que en su atracción hacia la expresión cultural se puede encontrar al mismo tiempo una búsqueda de lo exótico y de un tipismo folclórico, llamativo para el no cubano, un resto colonial que reduce al sujeto cubano a una imagen turística y fácilmente consumible.(19)

En su descripción de una ceremonia a la que asiste, el autor no puede evitar la perspectiva occidental que observa fascinado y con cierta aprensión esa “mezcla imposible de histeria, magia, lujuria y fanatismo”, en la que, sin embargo, cae atrapado momentáneamente. La ceremonia adquiere un carácter de sensualidad exótica cuando “una negra grande que se cimbreaba por partes” “se arrimaba a mí como atacada por un síncope discontinuo, traspasándome la calentura de su piel, el unto de su transpiración” (430). No es casualidad esta perspectiva sexualizada de la experiencia cubana del autor, ya que desde el comienzo de su primera visita ansiaba deshacerse de su guía o secreto guardaespaldas para poder “caer por mi cuenta en las tentaciones de la noche habanera, que se me antojaba rebosante de deleites” (425). Caballero Bonald no puede ser más sincero al respecto: “uno de mis más obstinados propósitos cuando llegué por primera vez a Cuba consistía en yacer con mujer negra” (432). La isla se convierte no sólo en el paraíso político gracias a la revolución de los barbudos de Sierra Maestra; también resulta un paraíso erótico, una constante en la representación de la isla a ojos de Occidente, como el Medio Oriente los había sido para exploradores, viajeros y colonizadores durante siglos. Ese orientalismo (Said), transformado en “caribeñismo”, aporta a Cuba sensualidad y exotismo accesible por medio del discurso del occidental, y la convierte, a los ojos de Caballero Bonald, en tierra de promisión para sus fantasías, alejado del juicio moral de la España franquista y de su homogeneidad cultural y racial.

En este sentido, erotismo, memorias y relatos de viaje vuelven a coincidir por medio del subtexto colonial que los vincula. Pratt analiza la corriente de las novelas sentimentales francesas e inglesas de finales del siglo XVIII en espacios coloniales o exóticos, que venían a articular un discurso antiesclavista, en el cual la relación amorosa interracial—entre hombre blanco y mujer mulata—resultaba en principio “el ideal de armonía cultural” (95). No obstante, como señala la autora, tal situación ideal escondía una dinámica colonial de explotación sexual, tras la cual la mujer era abandonada. Adquiere así una nueva lectura el capítulo octavo, eliminado de la primera edición de Señas de identidad y que resultara de naturaleza sentimental, o que su autor sienta la necesidad de incluir la referencia erótica en el texto de Pueblo en marcha: “la belleza de las muchachas que pasean a la sombra del pórtico me foguea la sangre. Las mulatas y trigueñas del país son célebres en toda la isla” (72). Como la honestidad de Barral al centrarse únicamente en sus intereses editoriales, Caballero Bonald no esconde sus atracción por “las muy estimulantes prerrogativas étnicas” de “mulatas, cuarteronas, zambas, chinas” que se encuentra (432-3), donde de nuevo el catálogo de castas—de reminiscencias claramente coloniales—no es más que una prueba de su disponibilidad, del mercado de posibilidades a las que puede aspirar el yo autobiográfico. Como un reflejo de la naturaleza sensual, y del Caribe como icono, la mujer, principalmente negra o mulata, sufre un proceso de reificación: el discurso del erotismo libre pues se añade, o más bien se mantiene tácito, al discurso de la utopía política.

La representación de la mujer negra o mulata como ser primitivo y lascivo no es nueva dentro del imaginario masculino heterosexual de Occidente, para el que se convierte no sólo en objeto deseado, sino también amenazante por su sexualidad arrolladora, que hace del hombre blanco una víctima a su merced.(20) Caballero Bonald, aplicado a la búsqueda de la diferencia, parece compartir este imaginario erótico, en donde la amenaza forma parte de la atracción, y nos habla de una mujer con la que empieza una relación, Hortensia, que a pesar de tener “las facciones algo europeizadas” (433), algo que no le agradó del todo en principio, poseía “potentes pigmentos sensuales”.(21) No obstante, su fantasía incluso se extiende hasta lo impensable cuando Hortensia le presenta a su hermana gemela. A la sensación casi de irrealidad—“pecaminosa sensación de extravío en una manigua sexual que muy bien podía ser la de algún sueño reciente” (435)—se une el discurso erótico de la diferencia, donde del tabú de lo interracial surge--¿inconscientemente?—el temor a la castración: “lo único que en realidad distinguía, no sin alguna inquietud, era el blanco de los ojos surcando la negrura circular como un fulgor de cuchillo” (435, nuestro énfasis). Como en una novela sentimental colonial, la relación entre ambos no puede prosperar: si en los textos del XVIII, el sujeto femenino “comprendía” la imposibilidad de seguir a su compañero a Occidente, donde ella no tendría lugar (Pratt 95), en las memorias de Caballero Bonald es la autoridad moral del régimen la que impide la relación, bajo el cargo de “connivencia con extranjero” para ella y de “infractor de orden público y buenas costumbres” para él (436). Si el proceso público al poeta Padilla había supuesto la decepción para muchos intelectuales occidentales con el régimen, para el autor de Ágata ojo de gato lo fue este desencuentro con el código moral de la revolución, que desdecía la equivalencia de liberación sexual y utopía política, por otra parte ya demostrado por las batidas de homosexuales en La Habana y la creación de campos de trabajo de la UMAP: “Detesto este tipo de simplificaciones, pero tampoco tengo por qué encubrir ahora, después de tanto tiempo, la intensa decepción que experimenté entonces por la vía emotiva” (436).(22)

En estos tres escritores, el género de la autobiografía, difícil en ocasiones de limitar, resulta problematizado especialmente con el motivo cubano, que articula el relato de viajes, a su vez de larga tradición. Ambos, literatura de trayectos personales y físicos, como géneros-marco, se convierten en medios para escribir/construir la isla de su memoria en la que se proyectaron e implicaron vital y políticamente. En cuanto sujeto colectivo, los capítulos cubanos de sus autobiografías resultan el aprendizaje de una decepción, y al mismo tiempo la crisis de un modelo de intelectual comprometido y cosmopolita, “compañero de viaje”, que se había desarrollado en los años sesenta. En cuanto sujeto individual, el relato de viajes ofrece muy diferentes significados. Equivalente a ello, la revolución cubana se convierte a los ojos de estos intelectuales españoles en un símbolo polisémico que desvela otros subtextos: si para Caballero Bonald supone el fetiche erótico que satisface sus fantasías, para Barral lo es en términos económicos, una vez que en el contexto de una cultura globalizada, el marxismo, la liberación poscolonial o el boom latinoamericano adquieren el rango de moda y de mercancía adquirible. Para Goytisolo, por su parte, el castrismo libera su mala conciencia social debido a un pasado colonial y el rechazo a su clase social y familia, convirtiendo a la isla en fetiche político que lo expurga de su pecado original. En los tres casos, Cuba significa la experiencia revolucionaria real que intentan asediar, para compensar la frustración de su disidencia política en la España de un franquismo inamovible. Ante el cuerpo de la isla, las memorias anticoloniales o descolonizadoras muestran, sin embargo, sus fisuras: la nostalgia imperial resurge bajo el discurso de liberación política o erótica. Entre la nostalgia y el desencanto aparece la doble crisis de un relato utópico y de una narrativa de mitos coloniales, ambos persistentes no obstante en la memoria colectiva.

 

Notas

(1). Tal vez uno de los rasgos más llamativos de ese “caso Barral” sea el hecho de que no sólo dentro del marco de las memorias se crea un personaje, sino que la ruptura de fronteras entre géneros se dé también desde la novela hacia la no ficción, como vemos en su obra Penúltimos castigos (1983), en donde aparece un Barral personaje muy real, avejentado y de salud menguante que finalmente muere y a cuyo funeral asiste el—falso—protagonista.

 

(2). Como señala Sánchez López, “uno de los rasgos notorios de la geografía cultural impulsada por el triunfo del castrismo fue la internacionalización del proyecto político con el apoyo de una elite intelectual […] que participó en la indisimulada guerra propagandística en torno a los logros revolucionarios” (205).

 

(3). Véase la novela El lado frío de la almohada (2004), de Belén Gopegui.

 

(4). Como reconoce su autor en el prólogo de En mi jardín pastan los héroes, el título podría haber resultado ofensivo en las altas instancias del poder, aunque esa no fuera su intención, ya que uno de los sobrenombres con que se conocía popularmente a Fidel era “caballo”.

 

(5). Tras su detención, Padilla tiene un encuentro con Fidel: “tuvimos tiempo sin duda para hablar, o para que él hablara y se explayara a su gusto y se cagara en toda la literatura del mundo ‘porque echar a pelear revolucionarios no es lo mismo que echar a pelear literatos, que en este país no han hecho nunca nada por el pueblo, ni en el siglo pasado ni en éste; están siempre trepados al carro de la Historia…’” (En mi jardín 28).

 

(6). Carlos Franqui anota en su crónica personal Retrato de familia con Fidel el escaso interés e incluso rechazo del líder máximo hacia la cultura más vanguardista, antes ya del triunfo de la revolución: “Ya en la Sierra no gustaba que Che y yo leyéramos poemas de Vallejo, Lorca o Neruda por Radio Rebelde”, mientras que prefería textos folletinescos más tradicionales (271). Franqui también recuerda en su libro que en la visita de Castro a Nueva York para ofrecer su primer discurso en la ONU, optó por visitar el zoológico, en vez de cualquier museo de arte.

 

(7). Tomo el término de “peregrino político” de Hollander. De la Nuez analiza en su libro Fantasía roja la relación con Cuba de algunos cineastas, escritores, músicos e intelectuales occidentales hasta la actualidad.

 

(8). Sartre había escrito Ouragan sur le sucre (1960) sobre la revolución y Henzensberger Verhör von Habana (1970) sobre el intento de invasión de Bahía Cochinos de 1961.

 

(9). En efecto, su bisabuelo Goytisolo había emigrado desde Lequeitio, en el País Vasco, a Cuba, donde había amasado una importante fortuna con los ingenios del azúcar, gracias a lo cual pudo volver a la península y establecerse en la Barcelona burguesa de fines del XIX. Este motivo, el origen “oscuro” de la fortuna y el estatus de su familia, que causó honda impresión a su bisnieto aparece en algunas de sus obras de ficción, como Señas de identidad y Juan sin tierra.

 

(10). Henn trata por extenso esta obra tan poco conocida en su artículo “A Swift European Literary Response”.

 

(11). Compárese el retrato de los hombres, que “poseen las misma cualidades de nobleza y dignidad de quienes he intentado retratar en estas páginas” con el de los niños, que “como en las zonas pobres del Sur de España, corrían desnudos por el campo […] huyendo cual animalillos salvajes, de la presencia de cualquier intruso. Ahora se agrupan sin temor en torno al extranjero, con sus sonrisas blancas, sus rostros ávidos, sus manos locuaces y diminutas” (41).

 

(12). Sin embargo el autor no menciona la eliminación en la segunda edición de Señas de identidad del capítulo octavo de temática sentimental localizado en Cuba, que en su momento la crítica especializada le reprochó como un añadido un tanto forzado, como señala Domínguez Búrdalo en su artículo “Castradas señas de identidad”.


(13).
 “Recuerdo que […] por la provincia de Oriente tropecé con una pulpería, un chiringuito en mitad del campo en el que se vendían cosas tan elementales como cuerdas, clavos y candelas […] junto a –únicos libros- las traducciones de las difíciles novelas de Alain Robbe-Grillet exportadas por Seix Barral” (124).

(14).  “Recuerdo que […] por la provincia de Oriente tropecé con una pulpería, un chiringuito en mitad del campo en el que se vendían cosas tan elementales como cuerdas, clavos y candelas […] junto a –únicos libros- las traducciones de las difíciles novelas de Alain Robbe-Grillet exportadas por Seix Barral” (124).


(15).
Barral parecía consciente de las limitaciones de su interés político. En Los años sin excusa señala, refiriéndose a su situación en los años cincuenta durante el franquismo, que “la superficialidad del compromiso político, aunque suplida en parte por la disposición a colaborar en nombre de los derechos elementales y de la excarcelación de la cultura literaria, fue uno de los flancos de debilidad del personaje” (217).

 

(16). Según Goytisolo, “aunque [Barral] era íntimo de Padilla, con quien había hecho buenos negocios editoriales en la época en que éste dirigía Cubartimpex, su decisión no me sorprendió en absoluto: el rigor de sus convicciones y el noble sentido de la amistad me eran ya por aquella fechas sobradamente conocidos” (En los reinos 499). Se da el caso que las primeras acusaciones contra Padilla se referían a su mala gestión de esta empresa pública, por medio de la cual se relacionó con Barral y éste último obtuvo pingüe beneficio.

 

(17). Loureiro afirma que “The past cannot be reproduced by means of language, but the constitutive alterity of the subject requires that it respond to the other, and in autobiographical writing that response cannot be measured in terms of truth or mimetic restoration because as ethical gesture it remains outside the domain of thematics and epistemology” (19-20).

 

(18). José Donoso, en su Historia personal del Boom, recuerda el ambiente de amistad y frenética actividad cultural en la Barcelona de aquella época, en la que coincidieron Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Sergio Pitol y él mismo bajo la atenta mirada de la agente de todos ellos, Carmen Balcells. Tal ambiente de camaradería finalizaría abruptamente por desencuentros personales e ideológicos, con la publicación de la revista Libre y el estallido del caso Padilla. Para una breve exposición de la evolución entre el mercado latinoamericano y las editoriales españolas a lo largo del siglo XX, véase el artículo de María Fernández Moya.

 

(18). “[N]ovelas orales y evocaciones conmovedoras con las que conviví desde niño, sabiendo ya entonces que allí perseveraba un remanente biográfico que siempre iba a reportarme un cumplido catálogo de exaltaciones, complacencias y orgullos” (422).

 

(19). Goytisolo también presta atención a esta forma cultural mestiza, como parte de una experiencia cultural integral: “Descubrimiento feraz del ámbito lucumí y abakuá: plantes ñáñigos, diablitos danzantes, misterios de cuarto fambá, sincretismo religioso, sacrificios rituales, ceremonias y altares de santería” (En los reinos 473)

 

(20). Véase el extenso poema del poeta dominicano Francisco Muñoz del Monte (1800-1868), “La mulata”. En él, la mulata se convierte en un objeto de atracción para el hombre blanco y al mismo tiempo de rechazo por su amenazante y destructivo poderío sexual: “Y en sus brazos locamente/ el hombre cae sin sentido,/ como cae en la fauce hirviente/ de americana serpiente/ el pájaro desde su nido” (vv. 82-86).

 

(21). El poema “Hilo de Ariadna”, incluido dentro de Descrédito del héroe parece referirse a esta experiencia del autor.

 

(22). La revelación de una moral conservadora dentro de la revolución resulta un momento importante en las memorias de Goytisolo, cuando es testigo del repudio público a dos muchachas que habían sido sorprendidas teniendo relaciones o cuando conoce por primera vez al Che, no en Cuba sino en Argel. Sobre la mesa se encuentra un libro de Virgilio Piñera, autor cubano homosexual. Cuando el líder revolucionario lo ve, lo lanza con furia preguntando “¿Quién lee aquí a ese maricón?” (485).

 

 

 

Obras citadas

 

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