La
reflexión
decimonónica sobre la escritura de mujeres en Colombia
Universidad de Antioquia
Las bondades de la lectura, los peligros de la escritura
Una de las
preocupaciones que surge en
A
pesar de todos los controles impuestos, es
indiscutible que la educación y la instauración de políticas en torno a
la
lectura dotan a las mujeres de nuevas posibilidades para emprender la
escritura,
ejercicio peligroso que plantea dilemas, pues ofrece un espacio de
libertad (Chartier,
2000, p. 27). Es así como un
significativo número
de escritoras empieza a surgir a lo largo del XIX en Colombia. La
producción escrita
de algunas se reduce a unos cuantos poemas publicados en algún
periódico o, a
reflexiones acerca de problemáticas del momento, o cartas dirigidas a
los
editores; otras sostienen obras de largo aliento. Como la lectura, la
escritura
ha de ser vigilada, en consecuencia los textos donde se aborda la
inclinación
femenina por las letras no se hacen esperar. Por un lado están aquellos
documentos
escritos por las protagonistas, las escritoras; por otro, los de los
críticos e
historiógrafos, quienes pese a respaldar una república masculina de las
letras,
admiten entre sus líneas comentarios en torno a la producción
escritural
femenina.
La experiencia propia
Qué puede halagar más el espíritu que el retirarse una a su cuarto silencioso y quieto…Sentada en mi mullido butaque, con mi amado pupitre delante, dejar correr mi pluma sobre el papel.
Soledad Acosta, Diario
íntimo
En
Colombia son escasos los documentos que dan cuenta de una reflexión de
las escritoras decimonónicas colombianas acerca de su relación con la
escritura,
entre ellos se cuentan tres obras de carácter íntimo y autobiográfico:
una nota
autobiográfica de Josefa Acevedo
de Gómez (1861), el diario íntimo de Soledad Acosta de Samper (1853
y1855) y el
documento “Memorias íntimas,
Escritura
íntima, escritura pública
Un primer aspecto que nos planteamos al revisar nuestro corpus es la tipología textual en la que se enmarcan los textos. Por un lado tenemos documentos de carácter íntimo como son la nota autobiográfica de Acevedo y el diario y las memorias de Acosta, géneros por lo demás asociados a lo subalterno, a través de los cuales se efectúa una autoconstitución y una autodefinición narrativa del sujeto (Catelli, 2007b, Pozuelo, 2006). El diario en específico es una forma de expresión femenina muy propia del XIX, reacción ante la castrante preceptiva del modelo del “ángel del hogar” al que son sometidas las mujeres y que restringe su espacio vital al doméstico (Catelli, 2007a, 2007b). El texto de Acosta en particular refleja el transcurrir vital en un presente constante de una joven que experimenta un caos emocional y espiritual que descarga mediante la escritura. Al mismo tiempo ofrece su propia versión de acontecimientos públicos y políticos de los que es testigo. Se perciben los inicios de una actitud típica de la escritora decimonónica: transitar entre lo íntimo y lo público con el fin de hallar las fisuras que le permitan expresarse a través de la escritura.
Ahora bien, la nota
autobiográfica de Acevedo y las memorias de infancia de Acosta
constituyen
textos de madurez, de ahí que conlleven cierto cariz de balance vital.
Las dos
autoras recurren a las posibilidades que les brindan tipologías
discursivas centradas
en el yo y asumen el control sobre
el relato de su propia experiencia de vida, interpretan su transcurrir
y dan
relevancia a acontecimientos y personajes que se tornan definitorios
—piénsese
en las líneas que Acevedo dedica a su padre, o el fragmento en que
Acosta se
concentra en su viaje al Ecuador. Estos textos guardan en común el
haber sido
expuestos al público por acción de terceros y no por la propia voluntad
de las
autoras. De hecho, ninguna interpela a un potencial lector, estrategia
usual en
otras de sus obras; probablemente el estar salvaguardados de la mirada
del otro
les permite a éstas cavilar sobre cuestiones que no se hubiesen
atrevido a
exhibir públicamente.
Caso contrario el de los
textos de Agripina Samper y Agripina Montes, concebidos para ser
publicados si bien ambas se valen del
seudónimo, pues aún es problemática la
relación de la mujer con la esfera pública. En “¿Por qué no he de escribir yo
también?” y
“Proyectos de literatura” las autoras narran su presente, ofrecen
una interpretación de los acontecimientos bajo el lente de madres y
esposas, y
se valen de anécdotas
cotidianas con el fin de reflexionar acerca de su relación con la
escritura.
Pensados como artículos de prensa, los textos se rigen por una
normativa celosa
del acto lector femenino, de allí que las temáticas y la
perspectiva desde la cual deben ser abordados obedezcan a limitaciones
impuestas desde afuera. Ambas autoras se configuran protagonistas de
sus
propios escritos y se valen de las opciones discursivas legitimadas con
el fin
de enfrentar su problemática personal. En todo caso, es una constante
la
necesidad de convertir en discurso las preocupaciones asociadas al ser mujer deseosa de escribir. Las
autoras exploran las potencias de
diversos
géneros, bien sea los asociados a la intimidad o bien, aquellos propios
de la
esfera pública, todo con el fin de partir de lo ya establecido, de lo
permitido,
para abordar una temática que podría tornarse peligrosa.
“A fuerza de tanto sentir, es preciso que
escriba”
Rasgo
común entre
estas mujeres es que la escritura se les presenta como una imperiosa
necesidad
en tanto posibilidad de resolver el caos interior o de enfrentar
sentimientos
angustiantes. En los textos encuadrados en el género autobiográfico
encontramos
que las autoras refieren una relación con la lectura y la escritura que
se
remonta a la niñez. Josefa Acevedo se dibuja como una sentimental
pequeña que “Amaba la poesía
y todas
las ficciones de la imaginación” ([1861] (1910), p. 332), quien al estar profundamente afectada
por los acontecimientos políticos, a causa
de los cuales pierde a su amado padre, encuentra en la escritura un
medio de
dar rienda suelta a las emociones despertadas por los brutales
acontecimientos:
“Escribía
sobre estos sucesos rasgos sentimentales y elegías profundamente
tristes;
llevaba una especie de diario de las tiranías de los expedicionarios, y
las
pintaba con todos sus horrores” (p. 333). Soledad
Acosta reconstruye una imagen de
niña y adolescente
profundamente sensible y melancólica, rasgos que asocia a su propensión
a las
letras, la infancia incluso se torna en esta autora como una etapa
definitiva: “Mi
infancia explica mi vida. Fue un presentimiento de lo que sería
después” (p.
330). En su diario de jovencita enamorada, esta autora plantea
la
escritura como una alternativa de orden frente a la desazón que
experimenta: “Me
he decidido a escribir todos los días alguna cosa en mi diario, así se
aprende
a clasificar los pensamientos y a recoger las ideas que una puede haber
tenido
en el día” (Acosta, 2004, p. 13). Ella entrecruza desenfrenadamente anotaciones amorosas con apreciaciones
acerca de la
lectura y la escritura, de esta manera reconstruye simultáneamente su
proceso
de formación intelectual y de transformación de adolescente enamorada a
esposa.
Agripina
Montes
comparte la motivación que revela Acosta en su diario, acerca de la
escritura
como ejercicio catártico: “Es tanto lo que me rodea i me atormenta, que
al fin
a fuerza de tanto sentir, es preciso que escriba” (1868, p. 314).
Montes lo
resuelve a través de la escritura de un texto pensado para ver la luz
pública,
por ende el caos emocional no se refleja como en el caso de Acosta. La
imperiosidad del acto escritural de Montes no se intuye en la forma del
texto,
que por cierto es calculada, sino en el mensaje acerca de la constancia
y
paciencia que exige a una mujer de su época el interés por la
escritura. En el
caso de Agripina Samper tenemos una autora más contenida, la lectura de
un excelente
artículo periodístico la reta a demostrar(se) que también ella es capaz
de
lograr un buen texto: “El trabajo es comenzar, que en habiendo empezado
por
algo se ha de concluir” (1864, p. 117). Esta autora defiende su
competencia
para la escritura y obtiene un texto que ella misma considera
inclasificable. Al
parecer desde el principio quiso concentrarse en el tema de su relación
con la
escritura, mas debido a las limitaciones impuestas por el medio y
formato de
publicación, trató de mimetizar su reflexión en las temáticas
adecuadas, de ahí
que obtuviera un texto con múltiples focos, que salta de un tema a otro
sin un
orden aparente. No obstante, poco a poco la autora va mostrando que
cualquier
asunto es argumento propicio para quien siente el deseo de escribir.
Los
tópicos de Samper varían entre lo íntimo y lo público, su pluma se
traslada del
espacio hogareño a la plaza, inclinación que refleja la situación de
una mujer que
lucha entre dos ámbitos. No debemos pasar por alto que para una
neogranadina la vida debe
transcurrir en espacios privados, en el
encierro bien sea del hogar o del claustro, mientras la exposición en
lugares
públicos es celosamente vigilada. Por lugar público no sólo entendemos
la
calle, o la plaza, sino cualquier medio de divulgación que haga
circular el
nombre o discurso femeninos. La escritura es un ejercicio tendiente a
la
publicación, esto es, a la vida exterior, a todas luces algo contrario
al deber
ser de una mujer.
Pese
a que en
general exponen las razones que las llevan a la escritura, las autoras
recurren
a un par de estrategias que revelan su percepción de la actividad
escritural
como transgresora: se consideran atrevidas y subestiman su producción.
Josefa
Acevedo disculpa su osadía al anteponer a la expresión de su propio
deseo de
escritura la existencia de obras de mayor envergadura: “Pero de causas aún más
leves han nacido en ocasiones efectos más importantes que mi gusto por
la
literatura y mis atrevidas aspiraciones en este género” ([1861] (1910),
p.
333). Asimismo, minimiza la calidad de su producción, pese a que ya en
su época
era una respetada autora: “Nada sé, fuéra
de componer algunos versos; y aunque he escrito algo, es poco lo que
creo digno
de aplausos” (p. 335). Incluso en la nota autobiográfica dedica un
apartado a
enumerar sus obras y comentarlas, prácticamente ninguna recibe una
calificación
positiva.
Acosta
menciona en
sus memorias cómo desde muy
pequeña siente una
fuerte atracción por los libros y la escritura, si bien los considera
actos
solitarios que debe ocultar: “Se habló entonces del testamento
del
General Santander […] y tuve la idea de hacer el mio.
Empezaba a aprender a escribir y con mucha dificultad hallé modo de
ocultarme
para hacerlo en secreta (sic) y sigilosamente” (2006, p.
328). Samper califica el suyo como un “mal
zurcido escrito” (1864, p. 118), refiriéndose a la cantidad de asuntos
que
aborda, aparentemente inconexos, mientras Montes basa la “calidad de su
texto”
en lo verídico del mismo: “si me falta en fin la luz del jenio,
por lo menos brillará la verdad, pues lo que voy a escribir es copia
fiel de lo
que siento” (1868, p. 314).
Acevedo
recurre al
anónimo para publicar en prensa, admite que en muchas ocasiones tales
trabajos
fueron aplaudidos pues se pensaba que eran obra de varones “causándome
esto tal
placer, que casi he dejado el incógnito para recoger mis laureles”
(Acevedo,
[1861] 1910, p. 335), mostrando con ello un cierto jugueteo con el
hecho de
ocultar su identidad y consciencia de que la obra es legitimada en
función del
género del autor. “¡Que ningún poeta y ningún escritor me recuerden!”
(p. 337),
exclama hacia el final de su nota autobiográfica, después de mucho
haber
insistido en que no fue una mujer modelo, en que no merece ser
recordada, pero
insiste tanto en ello que logra el efecto contrario, expresar que sí
quiere figurar
en la historia de las letras nacionales. En cuanto al recurso del
seudónimo, “homenaje
de la timidez a la opinión” según Bernardo Caycedo
([1952] 2005), las cuatro autoras a las que nos hemos venido refiriendo
hacen
uso del mismo, con la finalidad clara de proteger su identidad pues se
saben
transeúntes de terrenos peligrosos.
La
subestimación
de la propia obra creativa es una táctica común entre las autoras de la
época,
cuyo objeto es construir una imagen de sí mismas como escritoras que se
adecúe
a lo esperado por el lector, esto es, dentro del orden social
establecido. De
esta manera al mostrarse torpes con la pluma y calificar su producción
de
inferior allanan el camino para su legitimación como creadoras, y en
efecto lo
logran. Las cuatro mujeres que hemos venido abordando son respetadas
como damas
y escritoras en su época.
Modelos de mujer y obstáculos a la escritura
Pocos días antes de morir, la enferma y anciana Josefa Acevedo de Gómez se da a la tarea de escribir una corta nota autobiográfica, con tintes de obituario, en donde entretejidas con reflexiones acerca de situaciones que afronta a lo largo de su existencia, aparecen algunas consideraciones sobre su ejercicio de la escritura, en una de las cuales menciona cómo alterna sus labores hogareñas con sus inclinaciones literarias:
El
cuidado de
la propiedad de mi esposo, la crianza y educación de mis hijas, la
formación de
ese verjel que
hoy produce tan ricos frutos, la vigilancia sobre
toda la familia y la beneficencia con los pobres ocuparon casi todos
mis días.
Por la noche leía y escribía algo de las obritas que he publicado
después.
(Acevedo, [1861] 1910, p. 334-335)
Acevedo cumple con la preceptiva social que dicta cuáles han de ser sus prioridades como mujer, no obstante deja claro que busca un tiempo para la escritura. La sociedad decimonónica colombiana tiene bien especificados los roles femenino y masculino. Una visión de la familia y de la mujer heredera de las costumbres españolas, por ende católicas, asocia a la mujer con la sumisión, el recato, la obediencia, el cuidado del hogar y del marido y la pulcritud en todos los sentidos. Casualmente, las cuatro autoras estudiadas -Acevedo, Acosta, Samper y Montes- son madres de familia y coinciden al tratar de reafirmar que cumplen cabalmente este rol. Los documentos que venimos revisando dejan claro que sus autoras son plenamente conscientes de lo que se espera de ellas como mujeres, asimismo cómo tal disposición determina su ejercicio escritural. Acosta ya desde muy joven tiene claro que su género es una circunstancia que limita las posibilidades de trascender en la vida: “¿Pero yo qué puedo hacer? ¡Mujer! Sí, ¡podría ser algo! ¡Pero adonde está el genio, el talento que se necesita para tan santa misión!” (2004, p. 77). Reflexión ésta que junto con otra que expresa meses después dan cuenta de que es consciente de las limitaciones sociales que se le imponen en su calidad de mujer: “Dicen que las mujeres no son sinceras, que no hablan casi nunca lo que verdaderamente sienten. ¿Sin embargo qué otra cosa podemos hacer? Todo lo que hacemos, lo que decimos y aun lo que pensamos es causa de crítica para los demás. ¡Y decimos que hay en el mundo libertad!” (2004, p. 389).
Asimismo Acevedo es consciente del modelo de mujer de la época y se califica en función de cómo se ajusta al mismo: “no sentía en mi alma esta ciega fe y esta inclinación á la piedad, que son distintivos casi infalibles de las mujeres que han recibido alguna educación” ([1861] (1910), p. 332). Después de pasar revista a una serie de supuestas normas dentro de las cuales debería encuadrar, concluye: “No fui esposa ni hija modelo” (p. 336). Samper se muestra como mujer interesada en las lides políticas y describe su participación en un acto político: “el acto de tomar posesion un ciudadano, de la primera magistratura del país” (1864, p. 116); es consciente de la importancia de la presencia de la mujer en un acontecimiento de tal relevancia e incluso aplaude la presencia de otras mujeres (p. 116). Asimismo se muestra como madre dedicada, para quien después de un día ajetreado cumpliendo las labores del hogar y los oficios de madre la noche se presenta como espacio de sosiego y descanso, que comparte con su esposo, quien la anima a escribir; incluso cita unos versos suyos, que hacen parte del poema “Felicidad”, donde se centra en las obligaciones propias del género: “Venga otra vez la lira, y en mis manos/Recobre al fin la vibración perdida,/Que la voz del esposo me convida/Mis alegres cantares á entonar./Venga en la noche á dar descanso al alma/Después de los menudos quehaceres/(Graves para nosotras las mujeres)/Cuando la cara prole duerme en paz” (Samper, [1860] 1887, p. 321).
Montes
nos ofrece
la visión más pesimista, aunque se muestra finalmente triunfal. Desde
el
principio de su artículo se concentra en mostrar las limitaciones que
debe
enfrentar la mujer que siente el llamado de las letras, de ahí que
presente una
serie de anécdotas domésticas que configuran el gran obstáculo a la
escritura. Sugiere
una suerte de vida prosaica que se interpone a su deseo de escribir:
“desalentada i palpando la fria realidad
de que en
estas tierras las mujeres casadas no seremos nunca literatas” (1868, p.
316). Pese
a la situación adversa por cuenta de la vida matrimonial, su “proyecto
de
literatura” llega a feliz término, la autora persiste y logra escribir
un
artículo, a pesar de las calamidades hogareñas.
La mirada
ajena: críticos e historiadores
No es de extrañar que sea en la prensa donde aparezcan las primeras consideraciones acerca del ejercicio escritural femenino en Colombia. El artículo “Poetisas”,(2) publicado en 1867 en la primera plana del periódico El Iris, aborda la cuestión de la disposición femenil para la poesía: “La poesía, pues, debe ser para la mujer a quien la sociedad ha destinado las rosas de la vida […] nosotros creemos que la mujer está mejor organizada que el hombre para ella. Si la poesía es sentimiento, como tantas veces se ha dicho ¿no tiene mil veces mas sensibilidad i mas ternura que el hombre?” (Borda? 1867, p. 258).
Tales
consideraciones anuncian la inscripción del discurso crítico sobre la
escritura
de mujeres dentro de los parámetros de orden religioso marcado por
La
defensa de la escritura de mujeres a partir de elementos brindados por
el discurso
religioso aparece también en el texto que abre el número 39 del
periódico El Oasis,(3)
publicado pocos
meses después del anterior. En uno de sus apartes se defiende: “Las
antioqueñas
poseen como las bogotanas mil dotes que las ponen en capacidad de
llegar a una
esfera elevada, en la cual puedan lucir su delicado talento, su esquisita sensibilidad, i su natural i verbosa espresion” (Isaza?, 1868, p. 305). Claramente
afloran las
características ligadas a la naturaleza sensible y frágil de la mujer,
que
potencian la escritura. Además de reiterar el elemento religioso, este
artículo
acude a la hispanofilia como recurso crítico, de hecho, el artículo
comienza
resaltando el talento de escritoras de
Por eso no puede
desconocerse el
progreso intelectual de la mujer, esa parte noble y jenerosa
de la sociedad, que comprendiendo su encargo ha empezado a ejercerlo
notablemente, no solo en Europa sino también en
Al ofrecer un espacio de publicación
para obras de
mujeres, se alinea con la tendencia liberal, pero al mismo tiempo
resalta el
recato de sus colaboradoras, tal vez con el fin de no sobrepasar los
límites y
respetar las normas del momento que dictan gran mesura a las mujeres:
“Algunos
ensayos mandados por furtivas manos se encuentran ya en nuestro
escritorio:
ellos son una prueba inconclusa de lo que dejamos dicho, i de que se
obra i se
piensa por nuestras mujeres, en un sentido consolador para el progreso
literario de nuestro país. (1868, p. 305). Es interesante que se
interprete el
ejercicio de la escritura por parte de las mujeres como algo positivo
para las
letras nacionales, que se les involucre en la fundación de la república
por la
palabra. Asimismo, significativo en este texto es que se empieza a
nombrar a
las escritoras del momento: Pía Rigan
(Agripina
Samper), Aldebarán (Soledad Acosta de Samper) y Silveria
Espinosa de Rendón, en ello tenemos los inicios de la configuración de
un canon
de escritoras colombianas del XIX.
Quisiera
detenerme ahora en la postura de José María Vergara y Vergara, uno de
los
principales legitimadores de la producción simbólica colombiana del
XIX, exponente
de un conservadurismo hispanófilo y profundamente católico, postura que
extiende
a su concepción del fenómeno literario. Autor de Historia
de la literatura en
Ubicamos
el artículo “La señora Isabel Bunch de
Cortés” (1868), texto donde dibuja
a esta “poetisa” como modelo de mujer y escritora, en tanto cumple los
requisitos asociados a la madre republicana. Pese a que este documento
aparece
el mismo año del publicado en El Oasis,
y contrario a lo que en este último postula, Vergara defiende que
existe un considerable
número de mujeres de letras: “En la historia
moderna de
nuestra literatura hemos tenido tantas escritoras como las que puede
haber en
Francia, respectivamente a la población de Paris i a la de Bogotá”
(1868, p.
374). Menciona a Josefa Acevedo de Gómez, Silveria
Espinosa, Agripina Samper, Soledad Acosta y Agripina Montes del Valle,
nombres
que ya antes había resaltado el editor de El
Oasis.
Ahora bien, resulta bastante interesante la calificación que le merece la escritora francesa George Sand, en quien cifra todo lo que desde su concepción conservadora no debe ser la escritora: “El tipo de George Sand nos es antipático; una mujer que no solo le toma al hombre su pluma sino sus pasiones y su virilidad, no es una mujer sino un medio-hombre; pero la mujer que cumple con sus dulces deberes de cristiana i que si canta es para arrullar el alma de su esposo i el sueño de sus hijos, es dos veces mujer (1868, p. 375). Sand se aleja precisamente del modelo católico de mujer, no es complemento del hombre, sino que se “atreve” a tomar las pasiones consideradas varoniles como tema de su prosa, lo cual no merece más que rechazo por parte de un conservador como Vergara. Los rectores de la lectura de ese entonces, entre quienes se cuentan el mismo Vergara y Soledad Acosta, rechazan la obra de Sand, y en general el naturalismo francés por considerarlo pernicioso, carente de la función edificante y moralizadora que debe caracterizar la buena literatura.
Ejemplo
de la
influencia de Vergara lo tenemos con Agripina Montes, quien lo cita
literalmente en “Proyectos de literatura” cuando aborda el tópico del
modelo de
mujer escritora:
El inteligente i espiritual Dr. Vergara V. ha
dicho mui bien al decir que si el hombre
de negocios
que cultiva su imajinacion hace un
milagro, la mujer
hace tres; i él tiene razón – porque “las mujeres casadas sacrifican a
las
musas; pero al pié de las cunas de sus hijos i despues
de haber atizado la llama en el hogar cumpliendo con los deberes de
esposas i
madres cristinas” (1868, p. 314).
Pasemos
ahora a un apasionado de la
literatura nacional del siglo XIX, seguidor de Vergara y Vergara, el
crítico e
historiógrafo Isidoro Laverde Amaya, cuya labor es básicamente de
carácter bibliográfico.
En sus Apuntes
sobre bibliografía colombiana (1882) ofrece
información biográfica y bibliográfica acerca de la labor intelectual
en el
país, igualmente una selección de textos de las que el autor considera
las más
notables plumas de la nación. Laverde reitera la postura hispanófila en
la base
del discurso acerca de la literatura nacional que comienza con los
primeros
críticos que revisamos y que se convierte en paradigma con Vergara. Si
bien la
información sobre las escritoras aparece a manera de apéndice y es
bastante corta
comparada con la que ofrece de los varones, es innegable que hasta el
momento
nadie se había dado a la tarea de reunir tal compendio de información
sobre
escritoras colombianas. En total, Laverde incluye referencias de 38
autoras, se
detiene especialmente en la madre Castillo —escritora colonial—, Josefa
Acevedo
de Gómez y Soledad Acosta de Samper.
A pesar de los
intentos de neutralidad, leemos en Laverde gran influencia de José
María
Vergara y Vergara. Uno de los puntos a resaltar del trabajo de este
historiador
es la recuperación de información valiosa de casi cuarenta escritoras
colombianas del XIX, quienes hasta el momento no habían sido
referenciadas por
otros autores.
La
influencia de Vergara, y en general la
postura conservadora acerca de la escritora, se trasluce también en una
obra de
madurez de Soledad Acosta, quien pasa de la reflexión sobre su propia
experiencia a ofrecer una mirada crítica en “Literatas
en
Mientras que la parte masculina de la
sociedad se ocupa de la política,
que rehace las leyes, atiende al progreso material de esas repúblicas y
ordena
la vida social, ¿no sería muy bello que la parte femenina se ocupara en
crear
una nueva literatura? Una literatura sui generis, americana en
sus
descripciones, americana en sus tendencias, doctrinal, civilizadora,
artística,
provechosa para el alma; una literatura tan hermosa y tan pura que
pudiera
figurar en todos los salones de los países en donde se habla la lengua
de
Cervantes. (1895, p. 387)
Algunas conclusiones
Para
comprender el
discurso de las autoras colombianas de mediados del siglo XIX acerca de
su
relación con la escritura es fundamental no perder de vista la
convergencia de
dos líneas ideológicas. Por un lado es gracias a la influencia del
liberalismo
ilustrado de principios de siglo que aparece el cuestionamiento del
papel
social de la mujer en la naciente república. Décadas más tarde es en el
marco
del ideario del partido liberal que en Colombia se abren espacios para
el
desempeño intelectual de las mujeres, de allí que se les posibilite
publicar en
prensa. No obstante, la corriente de escritoras surgida en
dicho
contexto defiende una moral marcadamente católica y el modelo femenino
de “el
ángel del hogar”, actitud que delata una postura conservadora, fenómeno
interpretado
por algunos como una reacción humanista ante la fuerte oleada
antirreligiosa (Vidales,
s.a, en línea). Sin embargo, la religión les brinda a estas escritoras elementos para constituir
un “contradiscurso” —alternativa a la que
acuden como respuesta
al dominio de la palabra masculina— basado en la “religiosidad
sentimental”,
trasladada por las mujeres del lugar de culto a la esfera familiar, de
tal
manera logran ejercer una soberanía moral sobre la vida familiar
(Giorgio,
2000, p. 212).
Las mismas escritoras se autoimponen
límites pues temen
transgredir las normas socialmente establecidas, de ahí que se oculten
tras el
seudónimo o el anonimato, o que emitan declaraciones plenas de
subestimación
hacia la propia obra. Sin salirse del modelo socialmente
impuesto,
buscan la manera de expresar sus cuestionamientos acerca de su relación
con la
pluma y de la función que les es asignada como mujeres. El hecho de
desempeñarse como fieles seguidoras de la normativa impuesta, como
madres y
como esposas abnegadas, les provee de autorización para permitirse
construir
tal discurso, ejercicio gracias al cual hallan fisuras que les
posibilitan
abordar su intimidad y hacer patente el deseo de escritura, sin
menoscabar su
honor ni su nombre.
Josefa Acevedo, por ejemplo, emprende la escritura de su nota
autobiográfica
con el fin de que se le dé un justo trato a su nombre,
tenemos en
ello la preocupación por el honor, aunque también admite que la motiva
el
interés de dejar constancia de cuáles fueron sus obras “é impedir que
se me
atribuyan otras ó se me nieguen éstas” ([1861] (1910), p.
336). En este punto toma el control la creadora, quien pretende ejercer
el
control sobre su producción cuando presiente la muerte, pues a lo largo
de su vida
se vio obligada a ocultar su autoría.
Ahora
bien, los textos de carácter crítico e historiográfico —esos que
denominamos “mirada
ajena”— responden a estructuras ideológicas propias del
conservadurismo, pletóricas
de hispanofilia y moral católica. Ello se comprende si tenemos presente
que la
historiografía clásica, que rige el discurso historiográfico colombiano
en
aquel entonces, defiende un modelo conservador con el fin de crear la
identidad
nacional siguiendo modelos españoles (Bedoya, 2009, p. 68).
Notas
(1). Ya
desde el siglo XVIII la idea de progreso asociada al pensamiento
ilustrado
incide en la aparición de artículos periodísticos dirigidos a las
mujeres en
Europa y las colonias españolas; éstos juegan un papel fundamental en
las
jóvenes repúblicas hispanoamericanas en tanto ofrecen herramientas para
la
educación de las mujeres, específicamente para la instrucción de las
madres,
pues la tarea civilizadora que se les encomienda es una de las más
importantes
en el fortalecimiento de la nación (Londoño, 1986, en línea).
(2). Muy
posiblemente de autoría de José Joaquín Borda, redactor del periódico
en ese
entonces.
(3). Artículo
muy posiblemente escrito por Isidoro Isaza, editor del periódico.
(4). La mirada de
Vergara es una vuelta al pasado colonial,
debido al periodo en que se concentra no se ocupa de la producción
literaria de
mujeres correspondiente al periodo de conformación de la república.
Esta vuelta
al pasado colonial es propio de un modelo conservador que busca
cimentar los
principios nacionales en valores como la lengua y la religión.
(5). Publicado
en Colombia Ilustrada, en 1889, años
más tarde publicado como parte de La mujer en la sociedad moderna (París, 1895), obra donde amplía su
mirada a la
producción literaria de una gran cantidad de escritoras del ámbito
mundial, se
detiene tanto en autoras europeas como americanas, y hace comentarios
que
demuestran que leyó las obras en sus idiomas originales.
Bibliografía
Sobre la mujer escritora
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Gómez.
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(2006). Memorias íntimas. 1875.
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