“Los bellos crímenes” del
Modernismo:
Vargas
Vila
Uno de los cuentos del libro de Blanco Fombona, “El dolor de Crepet” muestra la forma particular en que el
escritor
finisecular se relaciona con la sociedad y la crónica roja de la época,
cómo el
periodismo cambia la vida del autor, y lo convierte en una persona
“célebre”.
Pero en esta narración la forma en que Crepet
llega a
ser famoso se diferencia de otras narraciones donde se manifiesta
claramente el
papel de víctima y victimario, ya que el
personaje principal es ambas cosas. Es la víctima de un crimen horrendo
cometido contra su hija, pero también uno de sus beneficiarios. El
cuento,
subtitulado, “cuento parisiense” narra la historia de un escritor
francés, Juan
Crepet, que intenta en vano publicar seis
volúmenes
titulados “El alma antigua”. Cada volumen trataría de una profesión o
manifestación de la “energía helénica”: poetas, tribunos, escultores,
generales. En el momento en que comienza la narración Juan solamente
había
podido publicar uno, el primero. Pero ningún ejemplar se había podido
vender.
Lo cierto es, dice el editor, estos “eran demasiado voluminosos, que
las
minucias abundaban, que el estilo era pobre, que el juicio no era
directo”
(70). Por esta razón, el editor lo recriminaba y ningún otro quería oír
hablar del
proyecto. Angustiado, Crepet se olvida de
todo. Se
casa, tiene una hija, y se va a trabajar a un banco. Pero nueve años
después
ocurre algo trágico que cambia su vida. Su hija es secuestrada, y pocos
días
después aparece violada y estrangulada debajo de un puente. De pronto,
todos
los periódicos cuentan la historia y Crepet
se convierte
de la noche a la mañana en una celebridad. Entonces, en medio del
dolor, recibe
la visita de un importante editor de la ciudad quien le propone
publicar todos
los volúmenes que había escrito y Crepet
acepta no
sin cierta zozobra. Esta vez todos los libros se venden, pero Crepet sigue angustiado porque comprende que su
éxito es
producto del “fait-divers” que terminó con
la vida de
su hija. Dice el narrador: Crepet “tenía
un dolor y
un placer. Su hija muerta, violada, aquello era horroroso; pero al fin,
él Crepet, era conocido, era popular, era
célebre. Los
editores lo buscaban; el público lo leía. ¡La gloria, la gloria! ¡Cuán
cara era
la gloria!” (42).
Tal vez como nunca antes en la literatura hispanoamericana esta obra de
Fombona muestra de forma clara el deseo del escritor finisecular por
alcanzar
la “celebridad” a toda costa, aún cuando esta fama acarreaba un fuerte
dolor. Fombona
logra hacerlo contraponiendo el drama del escritor fracasado frente a
la
sociedad moderna que daba más importancia a cosas intrascendentes, como
los
robos y los sucesos sangrientos, que a la cultura. No importa si Juan Crepet era un erudito. Su éxito editorial
solamente
respondía a una cuestión del mercado. Juan adquiere “valor” por su
situación
trágica. Su fama no llega por su literatura, ni su trabajo individual
ya que él
mismo es un producto de la prensa sensacionalista de la época. Esta
situación
pone en evidencia pues que para los modernistas, y en especial para
Fombona, está
muy claro que la fama no venía necesariamente aparejada al talento.
Dependía más
bien de cuestiones coyunturales e institucionales como era si el
escritor se
veía envuelto en una polémica o había sido la víctima de un crimen.
Pero sobre
todo, el cuento de Fombona muestra cómo la sociedad moderna era capaz
de convertir
en espectáculo un suceso sangriento y cómo los periódicos, las casas
editoriales y la propia víctima se aprovechaban de su “dolor” para
hacer dinero.
Esta certeza de que la prensa crea al escritor, de que el crimen por
funesto
que fuera podía traer un provecho para la víctima es fundamental para
entender
el estatus de celebridad que muchos modernistas alcanzaron en su época.
Responde a una revalorización profunda del campo intelectual que se
desliga de
categorías tradicionales como el talento, el genio y la moral
tradicional y se
manifiesta a través de la acción pública y una conciencia crítica,
irónica y
burlesca, dirigida contra esa misma institución que los encumbra y los
hacía célebres:
el periodismo. Esta relación ambigua, conflictiva con su profesión, en
una
época marcada por la mercantilización de la literatura, pero también
por la
experiencia autonómica, es lo que distingue esta generación de
escritores de la
anterior.
En el cuento de Fombona, la sociedad parisina vive pendiente de lo que
publicaba la prensa sensacionalista, consume ingenuamente fotografías
que nunca
existieron y los periodistas recrean las biografías de los padres para
darle más
fuego al drama: “publicaron retratos de la niña, que nunca se había
retratado y
bordaron una biografía de los padres. En un acceso de sentimentalismo,
un
cronista llamó a Crepet ilustre
autor” (77) [énfasis en el original]. Esta influencia de la
prensa finisecular sobre el público, redundaba en una desvalorización
de las
masas populares en la medida que estas dependían de ellos para
informarse y eran
proclives a dejarse influenciar por ella. En “El dolor de Crepet”
Fombona trata por tanto con dureza a la multitud curiosa que se
congrega cerca
de la casa de la familia, la multitud que bajo la presión de los
reporteros y
la policía inventaba sus propias teorías de lo que le había sucedido a
la niña.
Y es de esa multitud, en el cuento de Fombona, de donde surgen los
sospechosos
naturales del crimen. Dice el narrador: “En el barrio corrió una
sospecha, que
pronto se tradujo en certidumbre. /El perpetrador del crimen debía de
ser
-¿cómo no?-, cierto mendigo asqueroso, avejentado, de nariz judía y
cara de
sátiro” (79). Thomas Craig en Murder in Parisian Streets: Manufacturing Crime
and Justice in the
Popular Press, 1830-1900,
afirma que era común en la prensa parisina de la época culpar a las
clases
populares de los crímenes que se cometían en la ciudad. El primer
sospechoso
siempre era alguien pobre y nunca los periódicos se detenían a pensar
que podía
ser un médico, un magistrado u otro individuo con dinero (149-50).
Lógicamente, el “sentimentalismo” que explota esa prensa, la invención
de
datos biográficos de los padres, las hipótesis del asesinato y las
mismas
fotografías inventadas son signos inconfundibles del sensacionalismo de
los
periódicos parisinos de finales del siglo XIX (Craig 37). Igual
que
hoy, las revistas de entonces se interesaban más en el crimen si el
sujeto ya
era alguien famoso, esto es, si Juan Crepet
hubiera
sido en realidad un “ilustre autor” (77). Pero en la mayoría de los
casos la
fama no llegaba hasta después que estos cometían sus fechorías y la
prensa
publicaba la noticia. En tales casos la prensa creaba al escritor, lo
convertía
en una “celebridad” y su crimen y sus obras en un objeto reconocible,
susceptible de ser mercantilizado. El problema de fondo que
plantea
Fombona en este cuento por tanto, es el acceso del escritor al mercado
y su
dependencia de un sistema de distribución y consumo que era ajeno a las
virtudes del oficio. Al igual que Goethe en el Fausto,
el narrador parece decirnos que la inmortalidad o la fama
no eran gratuitas. Que el sujeto tenía que pagar un precio por ella, ya
sea vendiendo
su alma al diablo o entregando su hija a un asesino. Y precisamente
porque Juan
Crepet entiende “cuán cara era la gloria”
(42), al
final del cuento está dispuesto a aceptar su destino y como su mujer
estaba embarazada,
él mismo se convence de que todo fue mejor. Afirma:
--¡Bien
pronto disfrutaremos de otra hijuela. ¡Como la vamos a
adorar! ¡La celaremos hasta del aire, no la vera nadie, no la verán
nunca! ¡Y
mis obras publicadas Dios mío! ¡Y yo célebre!. . . Los caminos del
señor son
desconocidos. No debemos rebelarnos contra las disposiciones de Dios.
¡Padre
mío, Dios mío, no me desampares!... A la postre se durmió y sobre el
dormido,
sobre el atormentado rostro de Crepet,
flotaba dulce,
apaciblemente, una sonrisa. (82)
En
estas palabras, las últimas del cuento, Fombona una vez más está
revelando una ironía trágica que recorre varias de sus narraciones. El
hecho de
que Crepet llegue a conformarse con la
muerte de su
hija a cambio de poder publicar sus libros. Que se conforme con la idea
de que
así se manifestaban los “caminos del señor” y que nada debíamos hacer
para “rebelarnos”
contra ellos, descubren una lógica resignada, oportunista que acepta
complacido
la catástrofe. La cuestión está que el
lector entiende que esta forma de pensar no era moralmente correcta ya
que su
hija había muerto y Juan había terminado sacando partido de su muerte.
Por
tanto es de suponer que esa “sonrisa” que flotaba sobre Crepet,
dulce y apacible cuando se fue a dormir, no sea precisamente la sonrisa
de
Dios, sino la del Diablo, que le estaría escuchando convencido de la
flaqueza
de los seres humanos.
De
hecho, el segundo cuento de este libro, “El canalla San Antonio,”
termina con una conversión similar cuando el protagonista principal,
Requena,
un devoto de este santo católico, se enfada con él porque no respondía
a sus
ruegos de encontrar su animal de trabajo y entonces, enfadado, y
decidido a
todo, le dice, “Tú no eres San Antonio, sino San Diablo” (44) y le
arranca la
cabeza de un machetazo. “Y la cabeza del santo rodaba por las baldosas
cuando
Requena salía del templo diciendo: ¡-Bien
sabe Dios que te lo merecías, por canalla”
(45). Valga entonces decir
que ambos cuentos de Fombona deben entenderse dentro del proceso bien
documentado de la secularización de la vida moderna, el cuestionamiento
de la antigua
moral burguesa y el ensanchamiento de la esfera pública, que permitió
entre
otras cosas la autonomía del escritor. Gutiérrez Girardot en Modernismo, ha visto cómo los discursos
fuertes de la modernidad (las ciencias, el positivismo y el krausismo),
trajeron
consigo la desacralización del mundo (82). Blanco Fombona lo deja dicho
en uno
de sus poemas de Pequeña Opera lírica,
donde en una especie de plegaria sacrílega a Dios se llama a sí mismo
“alma
descreída” y “espíritu ateo” (83). El sujeto de la sociedad moderna,
como dice
José Martí en su poema “El padre suizo”, vive pues desprotegido en el
mundo,
“sin fe, sin patria, torva /Vida sin fin seguro y cauce abierto” (PC I,
73). Vive
acosado por las “hermosas fieras interiores”. No es extraño entonces
que en ese
poema, Martí hable justamente del suicidio del padre y del doble
asesinato de
sus hijos, y que se base para escribirlo en otro “fait
divers” que apareció en la crónica roja
neoyorquina
en 1882. Martí recurrió también a este tipo de materiales
sensacionalistas para
escribir Amistad Funesta, donde una
mujer mata por celos a otra, ya que la anécdota, como aclara el cubano,
proviene
de un hecho acontecido en Hispanoamérica por aquellos años. La
utilización de
las noticias que salían en la prensa para convertirlas en libros,
cuentos y
crónicas, forma parte del proceso a través del cual los escritores
lograron independizarse
y pudieron comenzar a vivir de sus escritos. También fue el motivo de
litigios
que los llevaron a la corte por acusaciones de uso indebido de estos
materiales.
Según Loren Glass en Authors Inc. Literary
Celebrity in the
Modern United States
1880-1980, esto le costó a Jack London (1876-1916),
repetidas
acusaciones de plagio. London, quien
fue uno los primeros escritores que vivió del éxito de sus novelas, confesaba
que él utilizaba los reportajes que aparecían en estos periódicos como
materia
prima para sus historias, y se autorizaba a hacerlo gracias, decía, a
que las
convertía en obra de arte (86). El cuento de Blanco Fombona “El dolor
de Crepet” no está basado en un hecho real
(al menos Fombona no
lo dice), pero un asesinato de este tipo era tan común y su tratamiento
en la
prensa tan verídico que podría decirse que su cuento era un reflejo
bastante
fiel del modo en que se manejaba la noticia en Francia. De otra forma,
Fombona
no se hubiera arriesgado a traducir el libro al francés y publicarlo en
París.
La
traducción del libro, Contes américains, apareció en
1903 y al final de su
novela Hombre de hierro (1907), Fombona
reproduce las reseñas que aparecieron en Francia. Una de ellas habla
precisamente
de este cuento. La reseña la escribió Rachilde,
cuyo
verdadero nombre era Marguerite Vallette-Eymery,
crítica del Mercure de Francia y esposa del editor de esa
revista, Alfred Vallette. Al leer el
cuento, Rachilde se ofendió por la forma
en que un “americano”
retrataba la prensa francesa, pero de todos modos reconoció que « Oui, en France on peut avoir de la gloire pour de la douleur et c’est meilleure justice
que d’en avoir
pour
son argent » [Sí, en Francia uno puede tener la gloria a cambio
del dolor
y eso es mejor justicia que obtenerla por dinero] (Hombre
324). Pero Rachilde se equivocaba
en algo. Fombona no era un “citoyen des Estats-Unis” y según cuenta el escritor, después
de leer
esta reseña tan “extemporánea”, que le había provocado su “patriotismo
literario” le escribió una carta a Rachilde
para
sacarla del error y ella le respondió con otra muy amable (324). Lo
importante
de todas formas es notar que en efecto, Rachilde
alaba
la autenticidad “bien française” de la
historia de
Juan Crepet y a
juzgar por las otras que publicó Fombona en
su libro, éste sería uno de los mayores elogios que recibió, ya que los
otros
se refieren al estilo, también muy francés, como era de esperarse, y al
“exotismo” de sus cuentos, en especial el titulado “Democracia
criolla.” Este
“exotismo” en la recepción del libro nos demuestra que en un momento
tan
temprano de la modernización del mercado, ya la literatura
latinoamericana y
modernista, ocupaba un nicho de diferenciación periférica en el gusto
europeo
(francés y español) y que la recepción de Darío en la península pasa
también
por el fino tamiz de la diferencia étnica.
¿Qué se proponían entonces los modernistas al reproducir en sus versos,
cuentos,
crónicas y novelas los crímenes que aparecían en la crónica roja de la
época? Por
un lado, llamar la atención sobre la angustia del hombre moderno, y por
otro
convertir el crimen en material narrable, bello y agregándolo al
temario de
literatura maldita que espantaba al lector. Esa reconversión, como dice
Darío
refiriéndose al poema de Martí, debía tener n obstante, un “alto y
lírico” tono
(“José Martí” 293). De ahí que los poemas sobre suicidas que escriben
Darío y
Julián del Casal (“Melancolía” y “La muerte de Petronio”) sean joyas de
la
poética modernista. En cambio, los crímenes que horrorizaban al
público, y que
llenaron las páginas de muchos diarios de la época, eran los que tenían
que ver
con la violencia sexual y doméstica, y el asesinato de hombres, mujeres
y
niños. Todos estos eran crímenes horrendos que todavía hoy siguen
despertando
rechazo y repugnancia en el público. Y crímenes de este tipo son los
que
aparecen en el cuento de Fombona, en el poema de Martí,
y en las crónicas y narraciones de Gómez
Carrillo y Rubén Darío. Lo interesante
de notar en estos textos es el modo en que los autores los retratan y
los
convierten en un objeto de arte. En el poema del cubano la voz poética
piensa
que con el asesinato de los hijos el
padre iba a salvarlos de una vida peor, mientras que en
el cuento de Fombona, Juan Crepet llega a
la conclusión de que este era el precio de
la gloria. Esta conclusión irónica en el cuento de Fombona distancia al
narrador de las implicaciones morales que podía acarrear aceptar los
misteriosos “caminos del señor”, especialmente si sabemos que Fombona
se
declaraba ateo y no creía en la resignación religiosa. Martí en cambio
compadece a todos, y en especial al padre que hubiera tenido que cargar
con el
peso de los hijos, y por este motivo justifica el asesinato de ambos.
No hay ironía,
ni doble sentido que subvierta, como en el caso de Fombona, esta
justificación.
¿No podríamos decir entonces que Martí
“embellece” el crimen al convertirlo en un poema?
Para
responder esta pregunta propongo analizar el modo en que Martí
interpreta el entierro de un famoso pugilista norteamericano en New
York y se
lamenta de que tantos admiradores y cofrades lo hayan ido a despedir.
Según
Martí, Jorge Elliott había muerto en una
pendencia de
taberna y “el funeral parecía el de un héroe” (OC XIII, 248). Ese mismo
día,
afirma, la multitud se agrupaba en torno a un niño que la justicia
había
mandado a ahorcar por darle muerte a un pobre francés. Y se pregunta
Martí
“¿qué era la apoteosis del rufián, sino incentivo a serlo? No se ha de
permitir
el embellecimiento del delito, porque es como convidar a cometerlo” (OC
XIII,
248). Llama la atención que Martí dice esto un año después de escribir
su poema
sobre el suicidio y el doble asesinato del suizo y que al parecer no
repara en
la contradicción de que él mismo había escrito un poema donde llamó a
Edward Schwerzmann, el asesino, “héroe”,
“padre sublime” y “espíritu
supremo” (PC I, 73). En esta crónica por tanto Martí parecería criticar
entonces en la sociedad norteamericana lo que él mismo hace en privado.
Imagina
que otros pudieran ver en ésta pompa fúnebre un incentivo para ser como
Jorge Elliott y se apura por esto a
condenarlo.(2)
Martí además no utiliza ningún recurso poético, tan común en su obra,
para
describir este funeral. Su lenguaje es llano, simple y directo. Critica
al
boxeador y a la justicia, y adopta una posición moral ante la
criminalidad y la
muerte. Todo lo contrario de lo que hace en el poema. ¿Sería este el
caso para
el resto de los modernistas? No, y para probarlo basta leer el diálogo
que
sostuvieron a través de sus crónicas Gómez Carrillo y Rubén Darío.
En
su libro El alma encantadora de
París (1902), Carrillo se declara un admirador de Thomas de Quincey y reseña El
asesinato considerado como una de las Bellas Artes (1827). En este
libro,
del cual apareció una traducción en Barcelona en 1907, De Quincey
explica que el asesinato era reprensible, “pero puesto que existe es
necesario
sacarle el mejor partido posible desde el punto de vista de las bellas
artes”
(Carrillo 70). En esta larga crónica que amplifica con varias notas al
final
del texto, Carrillo sintetiza las ideas más importantes y los crímenes más famosos que menciona el autor
inglés, desde Caín en la Biblia hasta John Williams, “creador impecable
de la
muerte” (Carrillo 70). El libro del inglés pertenece a un momento
importante de
la literatura británica, el que va de finales del siglo XVIII a
principios del
XIX, y donde conceptos como el horror, lo sublime y lo grotesco fueron
teorizados y aparecieron en diversas obras literarias. Pero lo que le
interesa a
Gómez Carrillo del alegato de De Quincey
es el humor
y la forma en que lo grotesco choca o transgrede los límites morales de
la
sociedad de la época y el crimen queda subordinado a la moral. Por eso
afirma
que De Quincey “no usó el tono irónico
sino para
escapar de la censura” (70). Al
final del libro, el guatemalteco agrega además varios ejemplos sacados
de su
propia experiencia en París, para explicar la teoría del británico. Estas notas son tan extensas que casi pueden
leerse como una crónica aparte, que vendría a actualizar el libro y a mostrar la vida criminal francesa. Entre
las historias que cuenta entonces están la del “célebre Carrere,”
quien había matado a un empleado de Banco hacía dos años, y la del
farmacéutico Fanayron que
en 1881 había asesinado con un
estoque al amante de su mujer (242). Al contar estas anécdotas, sin
embargo, el
guatemalteco adopta un tono irónico y burlesco que desinflaba –como
hace De Quincey- el efecto chocante que
podían tener estas
descripciones en el lector. Aquí un ejemplo donde cómo habla de Jean-Baptiste Troppmann,
cuyo crimen
en septiembre de 1869 horrorizó a París:
Y por
otra parte recordemos a la fiera más espantosa que los tiempos modernos
han
producido, al rudo, al sañudo, al torvo Tropman
(sic).
Este mató a toda una familia. Luego la enterró en un campo solitario de
las
inmediaciones de París. Verle, nadie lo vio. Pero un perro, escarbando
durante
días y días, logró sacar aquella carne que para su olfato era una
tentación. Aquel
perro pudo más que Tropman. Era el destino
vencedor
del genio. (243)
En
este fragmento el lenguaje, el tono ligero en que se cuenta el suceso
y la comparación con el perro, “vencedor del genio”, subvierten de una
forma
eficaz la seriedad de la historia. Al final la lucha se entabla entre
dos
animales: la “fiera” Troppmann y el perro
que sólo
busca satisfacer su apetito.(3) Lógicamente, al
narrar estos asesinatos
de una forma tan ligera y humorística, Gómez Carrillo reducía el crimen
a puro
entretenimiento y por consiguiente, a diferencia de Martí, Nájera o
Darío, no
moraliza con sus historias. No las convierte en un caso patológico o un
suceso
trágico. No las utiliza tampoco para criticar la sociedad moderna. Su
forma de
ver el crimen coincidiría con el modo en que lo retrató la literatura
decadentista,
entre ellos Joris-Karl Huysmans,
Oscar Wilde y Jean Lorrain, y no en balde
en otra de
las crónicas del mismo libro, el guatemalteco vuelve sobre el tema al
explicar
la nueva novela de Lorrain Monsieur
de Phocas y aclara que en esta
narración,
el héroe, a diferencia del Obermann de Senancourt, no pensaba en suicidarse, sino “en
asesinar”
(152). Siente un impulso irrefrenable por la muerte y todo le asquea.
Por eso Gómez
Carrillo eleva la narración de Lorrain a
la cima del
decadentismo francés. Su héroe termina estrangulando a su compañero, Ethal, con el que había recorrido los bajos
mundos
parisinos en busca de nuevas sensaciones, cada una más fuerte que la
otra.
No hay en Gómez Carrillo por lo tanto un espaldarazo del crimen, como
tampoco
lo hay en Thomas De Quincey, pero su
admiración por
el inglés y el estilo en que cuenta estos sucesos bordea esa zona
oscura,
indeterminada, que la moral tradicional imponía y temía que se
transgrediera.
Esta inquietud aparece justamente en el prólogo que escribió el
traductor de la
edición española, Diego Ruiz. También aparece en un artículo de Darío.
En el
primer párrafo de la traducción, Ruiz afirma que después de aceptar el
trabajo,
y mientras “estando traduciéndolo, este libro me ha parecido desastroso
para
los españoles” porque “un bereber lee algunos párrafos de tal teoría y
desciende
al mal gusto de ponerla en práctica” (vii).
Por supuesto, el influjo de los malos libros es un tema tan antiguo en
la
literatura moderna como Don Quijote. Pero
desde finales del siglo XIX, la medicina y en especial la psiquiatría
estaba
muy preocupadas con lo que Ruiz llama el “contagio o sugestión
colectiva” (ix),
que podía arrastrar al crimen a todo un pueblo. ¿Cómo entender entonces
la
posición que adopta Gómez Carrillo ante este tema?
Al igual que en De Quincey, hay en estas
representaciones
de los asesinatos una estetización de la
crueldad y
la violencia física más allá de la moral y del “buen gusto”. Pero esta estetización se da a través de la ironía y la
comicidad, lo
cual le resta toda importancia al drama y convierte el crimen en un
objeto de
arte. El mismo Gómez Carrillo da la clave de su estilo cuando establece
la
relación entre el humor y la censura. Rubén Darío y el propio traductor
de De Quincey al español, entenderían ese
filón “cómico,” “humorístico,”
de la obra del inglés como una forma de distanciamiento, y al mismo
tiempo la
única forma sana que tenía el lector de apreciar un asesinato. Porque como dice Ruiz, en su “advertencia al
lector,” “el libro que he traducido por
encargo de mi editor, es la obra de un humorista. De un humorista
trascendental, que descubre la parte estética de todo lo espeluznante”
(vii). Y
agrega: “El humorismo encierra un elemento no reductible a explicación
satisfactoria hasta ahora porque los filósofos no han estado en
condiciones de
comprender el doble juego de los dos instintos o intenciones”
(viii).
Subrayo la palabra “intención” porque justamente esto es lo que oculta
el texto
del guatemalteco, quien se refrena de moralizar estos crímenes para
apreciarlos
como sucesos llenos de atractivo, entretenimiento y placer. Rubén Darío
notaría
este gusto de su amigo por los crímenes violentos y en “Divagaciones
sobre el
crimen” le daría una respuesta. En esta crónica el nicaragüense dialoga
directamente con el texto de aquel y de paso le pone algunos reparos.
Comienza
aceptando que un crimen puede tener más de cómico que de trágico, con
todo que
haya dejado muy mal parado a algunos.
lo
que no es fácil
aceptar, a pesar de las más bravas paradojas, es que haya crímenes
bellos. Quincey, el comedor de opio,
escribió un famoso ensayo
sobre “El asesinato considerado como una de las Bellas Artes”, que
Gómez
Carrillo ha hecho conocer en lengua española. Esta estupenda obra de humour está
paralela a la memoria de Swift sobre el aprovechamiento antropofágico
de los
niños. Los artistas en crímenes no existen. (1263) [énfasis en el
original]
Darío
por tanto es categórico, y solamente acepta el libro del británico
como una humorada. Es de la opinión, con el crítico Osmont,
que si nos colocamos en el punto de vista moral, “no hay, no podría
haber ningún
bello crimen” (1263), pero acepta que pocas gentes se colocan en esta
posición y
que además, estaba la cuestión del “gusto” y si se mezclase la estética
en la
moral, entonces “el bello crimen existe evidentemente” (1263) y
menciona a
continuación una obra de teatro, los cuadros de tortura de los pintores
españoles y las pesadillas de Goya, que muchas personas habían admirado
“con
espanto”. Dicho esto, concluye Darío:
Aun
conviniendo en la existencia del “bello crimen” hay que decir que es un
espectáculo muy lamentable, y que no es una escuela en la cual se deban
formar
cerebros y corazones. Así, admirando en un libro, o en un diario,
ocasionalmente,
el crimen de Bolonia, me parece que los crímenes, bellos o no, ocupan
demasiado
lugar en el periodismo y en la literatura. Ensangrientan cada página y
perpetúan en el pueblo la concepción byroniana de la sublimidad del
crimen y la
elegancia de la desesperación. (1265)
De
esta forma, Darío se distancia de la posición de Gómez Carrillo, y al
hablar de otro asesino famoso Vacher,
adopta un punto
de vista moral que le impide disfrutar aquellas escenas como algo
puramente
estético, cómico o entretenido. Para él, el escritor debía mantenerse
dentro de
los límites que imponía la norma y condenar cualquier asesinato. En su
crónica
sobre Vacher,(4) fechada
en París en 1893, Darío cuenta la vida de este asesino y además de
criticar sus
crímenes, señala los males sociales que lo habían producido, esto es,
“la parte
de culpa que en esa locura criminal ha tenido un régimen social que no
previene
daños semejantes” (754). Como dice Thomas Craig en Murder in Parisian
streets,
en la segunda mitad del siglo XIX muchos llegaron a pensar de esta
forma.
Creían que los crímenes eran producidos por la pobreza, el alcoholismo,
la
depravación moral y la herencia, y esto llevó a teóricos como Alexandre
Lacassagne a
aplicar
las teorías científicas a la criminología. Su mayor influencia fue la
teoría determinista
de Cesare Lombroso, la “teoría de la degeneración,” que no todos sin
embargo
llegaron a abrazar completamente (152). Para Darío, los males que
aquejaban a Vacher tenían su origen en la
sociedad, que había
descuidado lo principal, “el amor”, y por tanto producía locos y
criminales
como el francés.
En 1902, Darío sin embargo publicó un cuento titulado “Rojo,” donde
mezcla la psicología y el medio social para justificar un asesinato. En
este
cuento Darío recurre, como tantos otros teóricos de la criminología
moderna, a
las teorías de la herencia y la degeneración, y a partir de ellas
explica las
razones por las cuales Palanteau, un
pintor francés, había
apuñalado a su esposa. El cuento ocurre en la redacción de una revista
parisina
y el director, Lemonnier es quien narra la
historia,
que “ha dado motivo a largas crónicas y reportazgos
de sensación” (224). Según afirma, había
conocido a Palanteau personalmente, y él
mismo le
había aconsejado que se casara. Palanteau
lo hizo pero después de tener varias riñas
con
su esposa, terminó asesinándola. En realidad, explica Lemonnier,
Palanteau no pudo hacer nada para evitar
matar a su
mujer, ya que provenía de una familia con problemas de todo tipo, había
“locos,
hombres de gran genio, suicidas e histéricas” (226) y por esto, le
pregunta a
continuación a quienes lo escuchan “¿Conocéis los estudios de medicina
penal
que se han hecho en Italia? Yo estoy con Lombroso, con Garofalo,
y con nuestro Richet. Y además, es un
hecho que el
talento y la locura están íntimamente ligados” (226). De modo que para
el
editor del periódico, Palanteau no había
sido quien
le dio las puñaladas a su mujer, sino “el horrible ananke
de su existencia”, el destino, las fuerzas ocultas que venían
arrastrándose por
la sangre (227).
Llama la atención que Darío ubica este cuento dentro de la redacción de
un periódico parisino, que el mismo cuento sea una mezcla de crónica
periodística y narración literaria, y que sea el editor del periódico
quien
narre esta historia. Este, como se recordará era amigo de Palanteau
y por tanto sentía compasión por él y conocía la historia de primera
mano. En
otras palabras, su amistad con el pintor, ahora célebre, le proveía a
su
historia una ilusión de veracidad que justifica y alimenta la
curiosidad de sus
oyentes. No piensa Lemonnier que Palanteau
debía ir a la guillotina sino a la casa de salud, de ahí que la
explicación que
da, lleve a justificar el crimen, ya que el pintor no podía hacer nada
contra
su propio destino. Esta perspectiva desde la cual se escribe el cuento
tiende por
lo tanto a convertirlo en una obra de arte, en un “bello crimen”,
quitándole, de
paso, toda la carga de horror que le agregaban los periódicos. Como
dice Darío
en “divagaciones sobre el crimen”, citando al crítico francés J.J. Weiss, era necesario que al contar una historia
de este
tipo, el “personaje criminal obre por temperamento y no por impulso,” y
es
necesario además “que los detalles innobles que acompañan casi siempre
un
asesinato sean excusados de algún modo de su ignominia” (1206). Esa
“excusa”
por tanto la proveen las teorías deterministas de Lombroso. ¿Creía
entonces
Darío en las teorías del italiano? Conocemos la reacción de Darío ante
al libro
de Max Nordau, Degeneración,
cuya versión al castellano se publicó ese mismo año en Madrid, y
casualmente
hablando de él en una crónica de 1901, se lamenta que “no hay pedante lombroseante que no mezcle en su sola la opinión
de tan
célebre “entrepreneur de démolitions”’
lo cual, según él, debía ser ilustrativo para alguien como Nordeau
(Crónicas 55-56). Desde este punto de
vista, Darío estaría burlándose del editor francés –que puede ser
también
cualquier editor hispanoamericano,-. Pero aclaro que en ningún momento,
el
narrador ironiza, niega o critica sus ideas, mientras que sí aparecen
en ella
tópicos que le eran particularmente interesantes al nicaragüense, como
son el
de la pérdida de fe en un ser trascendental y el uso de la blasfemia
como
detonantes. En una parte del cuento, dice el narrador, que Palanteau
se sentía atraído por el madero de Cristo, “al inclinarse ante la cruz,
vio que
se reían de él, y allí, en presencia de la santa escultura del
martirio, con la
sangre agolpada y los nervios vibrantes ¡alzó la mano y dio una
bofetada!’
(228). Al igual que en el texto de Fombona, aquí se unen nuevamente la
blasfemia
y el asesinato lo cual hace este cuento /crónica aún más explosivo.
En resumen, el rescate de la idea de De Quincey
del “bello crimen” por parte de los modernistas se da en el marco de la
violencia
social y doméstica incentivada por las crónicas sensacionalistas de la
época. Ellos
preparan de esta forma el terreno para la literatura también de índole
sensacionalista y criminal que aparecería en la segunda y tercera
década del
siglo veinte en Francia e Hispanoamérica, bajo el influjo de los
escritores
surrealistas. Las narraciones de nuestros escritores apuntan
insistentemente
hacia París, y la prensa parisina. En esto coinciden Darío, Fombona y
Gómez
Carrillo. Al recurrir a estos “faits divers” como materiales para sus crónicas,
cuentos y
poemas, los escritores modernistas apelan al registro “popular” y
convierten
estos crímenes en narraciones literarias que apelaban a todos los
lectores. Entienden
la escritura como una máquina que proyecta no solamente princesas, mitologías griegas y ritmos rebuscados (como
ha enfatizado tanto la crítica) sino también asesinos, monstruos y
pervertidos
sexuales, que espantaban a todos pero que vendían periódicos. Porque
como bien
anotó Karl Marx el crimen también era productivo y alrededor de él se
generaba
toda una industria de jueces, policías, verdugos, periodistas
y por supuesto, escritores que le
sacaban provecho.
En estas narraciones se conjugan pues tres elementos importantes: el
sensacionalismo, el crimen y la celebridad. Y los tres venden. El crimen es un objeto comercial así como lo
es el escritor famoso. Él resume la
lógica de la mercancía moderna. Es único, está bien cotizado y
representa el
grito de última moda. Él se publicita y se vende como si fuera otro de
los
tantos objetos que aparecen en las vitrinas de la ciudad o las revistas
ilustradas. Los cuentos de Fombona y Darío expresan de forma dramática
el dilema
del escritor o el artista que deviene una figura célebre gracias al
crimen y
las fuerzas del mercado. En la vida real no faltaron, sin embargo, los
escritores modernistas que estuvieron envueltos en todo tipo de
polémicas y
cruces con la ley, y que gracias a esto alcanzaron notoriedad, como
demuestran
los casos de Díaz Mirón, Vargas Vila y el propio Fombona.
Termino aclarando, que a pesar de que fueron los modernistas y
decadentes
quienes más apelaron a este tipo de imágenes, tampoco eran exclusivas
de ellos
ya que en México, un positivista de la talla de Justo Sierra podía
imaginar momentos
similares donde la sangre y el asesinato convirtieran una catedral,
como la de
San Patricio en New York, en una verdadera obra de arte. En su libro En tierra yankee,
Sierra, luego de recorrer los Estados Unidos y ver las diferencias
raciales que
abundaban después de las leyes segregacionistas de Jim
Crow, se horroriza de pensar que en un
futuro, como
dice, los anarquistas y los negros “hayan degollado cien o doscientas
familias
de millonarios irlandeses en las gradas de San Patricio”, pero entonces
agrega:
“el vapor de la sangre que suba por estos muros, dando al mármol un
tinte color
de rosa, trágico y delicioso a un tiempo, habrá convertido este costoso
ejemplar de la industria humana, en una obra de arte” (57). La profecía
de
Sierra, por supuesto, nunca se cumplió. Pero la forma poética en que
describe
el futuro degüello de los irlandeses y el hecho de que este sucediera
en una
catedral muestra una vez más que el crimen era más atractivo si iba en
contra
de la moral y la religiosidad de la época.
Notas
(1). He
trabajado el tema del
sensacionalismo en mi libro José Martí:
Las máscaras del escritor, especialmente en los capítulos 6 y 7.
Para el
mismo tópico en Julián del Casal, véase también Julián del
Casal o los pliegues del deseo, de Francisco Morán, capítulo
3.
(2). No he encontrado
ninguna referencia al funeral de “Jorge Elliott”
en
la prensa norteamericana de finales del siglo XIX, pero sí al de “James
Elliot” un pugilista famoso, que murió en
una pelea en un
restaurante de Chicago el 1 de marzo de 1883. El 8 de marzo de 1883 el New York Times publicó el artículo “The
dead pugilist’s
body” donde se habla del multitudinario
recibimiento
de su cadáver en New York y de las miles de personas que querían verle
la cara.
En otro artículo, “Elliott’s funeral” se
afirma
además que este era una de las peores personas de la ciudad, que había
pasado
la mayor parte de su vida en la cárcel, y que muchos de sus admiradores
eran
criminales y ladrones. Todos estos datos coinciden pues con la reseña
de Martí,
que se publicó un mes después en La
Nación de Buenos Aires. El nombre de “Jorge”, por tanto, debe ser
una
errata. Es probable que Martí haya escrito “Jaime” y que los copistas
de La Nación hayan entendido “Jorge”.
La edición crítica de las crónicas de José
Martí sobre los Estados Unidos, coordinada por Roberto Fernández
Retamar y
Pedro Pablo Rodríguez, repiten este error ya que se guiaron por la
crónica
publicada originalmente en La Nación
y no existe que sepamos, la carta original de Martí. Véase la página
239 de
este volumen. El primer artículo que
habla del pugilista norteamericano está disponible de forma gratuita en
la
siguiente dirección electrónica:
http://query.nytimes.com/gst/abstract.html?res=9B03E5DD1731E433A2575BC0A9659C94629FD7CF
(3).
Guillermo Cabrera Infante
en Tres Tristes Tigres recurrirá al
mismo procedimiento de Thomas de Quincey,
al narrar
la muerte de Trotsky a través de las voces de varios escritores cubanos.
(4).
Francisco Morán analiza
esta crónica de Darío desde el punto de vista de la cuestión de género
en su
artículo “El pájaro azul en tinta roja: modernismo y sensacionalismo”. Rubén Darío, cosmopolita arraigado.
Editores Jefrey Browitt
& Werner Mackenbach. Managua:
IHNCA-UCA, 2010.
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