“Los bellos crímenes” del Modernismo: literatura, moral y sensacionalismo.

Jorge Camacho
University of South Carolina, Columbia

Ya he dicho que yo no creo en la Moral; / pero, sí creo en la Belleza; / y es en nombre de ella que me indigno contra la / puerilidad y la vulgaridad del teatro actual; / el vicio es bello; / el crimen es bello”

Vargas Vila

 En 1904, Rufino Blanco Fombona publicó un libro de relatos donde sobresalen las narraciones de muertes violentas: Cuentos americanos. Dos años antes, Enrique Gómez Carrillo había publicado otro de crónicas donde  cuenta la vida de varios asesinos de París. Y casi diez años antes José Martí en New York escribe un poema sobre el asesinato de unos niños a manos del padre. ¿Qué relación tienen estos textos entre sí? y ¿En qué se diferencia uno del otro? En el siguiente ensayo me interesa analizar la influencia de la prensa sensacionalista norteamericana o parisina en la escritura de estos modernistas y la forma en que entendieron el arte des/ligado de la moral, el bien común y las consecuencias del crimen para la víctima. A pesar de la enorme bibliografía que existe sobre el modernismo, la crítica ha prestado muy poca atención al tema de la violencia y el sensacionalismo en estos textos y los trabajos que existen sobre este particular, ninguno menciona el tópico de “los bellos crímenes”. (1) Por eso me interesa resaltar aquí la relación entre el arte y la realidad social del crimen en el contexto de la cultura popular que se gesta a finales del siglo XIX.
Uno de los cuentos del libro de Blanco Fombona, “El dolor de Crepet” muestra la forma particular en que el escritor finisecular se relaciona con la sociedad y la crónica roja de la época, cómo el periodismo cambia la vida del autor, y lo convierte en una persona “célebre”. Pero en esta narración la forma en que Crepet llega a ser famoso se diferencia de otras narraciones donde se manifiesta claramente el papel de víctima y victimario,  ya que el personaje principal es ambas cosas. Es la víctima de un crimen horrendo cometido contra su hija, pero también uno de sus beneficiarios. El cuento, subtitulado, “cuento parisiense” narra la historia de un escritor francés, Juan Crepet, que intenta en vano publicar seis volúmenes titulados “El alma antigua”. Cada volumen trataría de una profesión o manifestación de la “energía helénica”: poetas, tribunos, escultores, generales. En el momento en que comienza la narración Juan solamente había podido publicar uno, el primero. Pero ningún ejemplar se había podido vender. Lo cierto es, dice el editor, estos “eran demasiado voluminosos, que las minucias abundaban, que el estilo era pobre, que el juicio no era directo” (70). Por esta razón, el editor lo recriminaba y ningún otro quería oír hablar del proyecto. Angustiado, Crepet se olvida de todo. Se casa, tiene una hija, y se va a trabajar a un banco. Pero nueve años después ocurre algo trágico que cambia su vida. Su hija es secuestrada, y pocos días después aparece violada y estrangulada debajo de un puente. De pronto, todos los periódicos cuentan la historia y Crepet se convierte de la noche a la mañana en una celebridad. Entonces, en medio del dolor, recibe la visita de un importante editor de la ciudad quien le propone publicar todos los volúmenes que había escrito y Crepet acepta no sin cierta zozobra. Esta vez todos los libros se venden, pero Crepet sigue angustiado porque comprende que su éxito es producto del “fait-divers” que terminó con la vida de su hija. Dice el narrador: Crepet “tenía un dolor y un placer. Su hija muerta, violada, aquello era horroroso; pero al fin, él Crepet, era conocido, era popular, era célebre. Los editores lo buscaban; el público lo leía. ¡La gloria, la gloria! ¡Cuán cara era la gloria!” (42).
Tal vez como nunca antes en la literatura hispanoamericana esta obra de Fombona muestra de forma clara el deseo del escritor finisecular por alcanzar la “celebridad” a toda costa, aún cuando esta fama acarreaba un fuerte dolor. Fombona logra hacerlo contraponiendo el drama del escritor fracasado frente a la sociedad moderna que daba más importancia a cosas intrascendentes, como los robos y los sucesos sangrientos, que a la cultura. No importa si Juan Crepet era un erudito. Su éxito editorial solamente respondía a una cuestión del mercado. Juan adquiere “valor” por su situación trágica. Su fama no llega por su literatura, ni su trabajo individual ya que él mismo es un producto de la prensa sensacionalista de la época. Esta situación pone en evidencia pues que para los modernistas, y en especial para Fombona, está muy claro que la fama no venía necesariamente aparejada al talento. Dependía más bien de cuestiones coyunturales e institucionales como era si el escritor se veía envuelto en una polémica o había sido la víctima de un crimen. Pero sobre todo, el cuento de Fombona muestra cómo la sociedad moderna era capaz de convertir en espectáculo un suceso sangriento y cómo los periódicos, las casas editoriales y la propia víctima se aprovechaban de su “dolor” para hacer dinero. Esta certeza de que la prensa crea al escritor, de que el crimen por funesto que fuera podía traer un provecho para la víctima es fundamental para entender el estatus de celebridad que muchos modernistas alcanzaron en su época. Responde a una revalorización profunda del campo intelectual que se desliga de categorías tradicionales como el talento, el genio y la moral tradicional y se manifiesta a través de la acción pública y una conciencia crítica, irónica y burlesca, dirigida contra esa misma institución que los encumbra y los hacía célebres: el periodismo. Esta relación ambigua, conflictiva con su profesión, en una época marcada por la mercantilización de la literatura, pero también por la experiencia autonómica, es lo que distingue esta generación de escritores de la anterior.
En el cuento de Fombona, la sociedad parisina vive pendiente de lo que publicaba la prensa sensacionalista, consume ingenuamente fotografías que nunca existieron y los periodistas recrean las biografías de los padres para darle más fuego al drama: “publicaron retratos de la niña, que nunca se había retratado y bordaron una biografía de los padres. En un acceso de sentimentalismo, un cronista llamó a Crepet ilustre autor” (77) [énfasis en el original]. Esta influencia de la prensa finisecular sobre el público, redundaba en una desvalorización de las masas populares en la medida que estas dependían de ellos para informarse y eran proclives a dejarse influenciar por ella. En “El dolor de Crepet” Fombona trata por tanto con dureza a la multitud curiosa que se congrega cerca de la casa de la familia, la multitud que bajo la presión de los reporteros y la policía inventaba sus propias teorías de lo que le había sucedido a la niña. Y es de esa multitud, en el cuento de Fombona, de donde surgen los sospechosos naturales del crimen. Dice el narrador: “En el barrio corrió una sospecha, que pronto se tradujo en certidumbre. /El perpetrador del crimen debía de ser -¿cómo no?-, cierto mendigo asqueroso, avejentado, de nariz judía y cara de sátiro” (79). Thomas Craig en Murder in Parisian Streets: Manufacturing Crime and Justice in the Popular Press, 1830-1900, afirma que era común en la prensa parisina de la época culpar a las clases populares de los crímenes que se cometían en la ciudad. El primer sospechoso siempre era alguien pobre y nunca los periódicos se detenían a pensar que podía ser un médico, un magistrado u otro individuo con dinero (149-50).
Lógicamente, el “sentimentalismo” que explota esa prensa, la invención de datos biográficos de los padres, las hipótesis del asesinato y las mismas fotografías inventadas son signos inconfundibles del sensacionalismo de los periódicos parisinos de finales del siglo XIX (Craig 37). Igual que hoy, las revistas de entonces se interesaban más en el crimen si el sujeto ya era alguien famoso, esto es, si Juan Crepet hubiera sido en realidad un “ilustre autor” (77). Pero en la mayoría de los casos la fama no llegaba hasta después que estos cometían sus fechorías y la prensa publicaba la noticia. En tales casos la prensa creaba al escritor, lo convertía en una “celebridad” y su crimen y sus obras en un objeto reconocible, susceptible de ser mercantilizado. El problema de fondo que plantea Fombona en este cuento por tanto, es el acceso del escritor al mercado y su dependencia de un sistema de distribución y consumo que era ajeno a las virtudes del oficio. Al igual que Goethe en el Fausto, el narrador parece decirnos que la inmortalidad o la fama no eran gratuitas. Que el sujeto tenía que pagar un precio por ella, ya sea vendiendo su alma al diablo o entregando su hija a un asesino. Y precisamente porque Juan Crepet entiende “cuán cara era la gloria” (42), al final del cuento está dispuesto a aceptar su destino y como su mujer estaba embarazada, él mismo se convence de que todo fue mejor. Afirma:

--¡Bien pronto disfrutaremos de otra hijuela. ¡Como la vamos a adorar! ¡La celaremos hasta del aire, no la vera nadie, no la verán nunca! ¡Y mis obras publicadas Dios mío! ¡Y yo célebre!. . . Los caminos del señor son desconocidos. No debemos rebelarnos contra las disposiciones de Dios. ¡Padre mío, Dios mío, no me desampares!... A la postre se durmió y sobre el dormido, sobre el atormentado rostro de Crepet, flotaba dulce, apaciblemente, una sonrisa. (82)

En estas palabras, las últimas del cuento, Fombona una vez más está revelando una ironía trágica que recorre varias de sus narraciones. El hecho de que Crepet llegue a conformarse con la muerte de su hija a cambio de poder publicar sus libros. Que se conforme con la idea de que así se manifestaban los “caminos del señor” y que nada debíamos hacer para “rebelarnos” contra ellos, descubren una lógica resignada, oportunista que acepta complacido la catástrofe.  La cuestión está que el lector entiende que esta forma de pensar no era moralmente correcta ya que su hija había muerto y Juan había terminado sacando partido de su muerte. Por tanto es de suponer que esa “sonrisa” que flotaba sobre Crepet, dulce y apacible cuando se fue a dormir, no sea precisamente la sonrisa de Dios, sino la del Diablo, que le estaría escuchando convencido de la flaqueza de los seres humanos.

De hecho, el segundo cuento de este libro, “El canalla San Antonio,” termina con una conversión similar cuando el protagonista principal, Requena, un devoto de este santo católico, se enfada con él porque no respondía a sus ruegos de encontrar su animal de trabajo y entonces, enfadado, y decidido a todo, le dice, “Tú no eres San Antonio, sino San Diablo” (44) y le arranca la cabeza de un machetazo. “Y la cabeza del santo rodaba por las baldosas cuando Requena salía del templo diciendo: ¡-Bien sabe Dios que te lo merecías, por canalla” (45). Valga entonces decir que ambos cuentos de Fombona deben entenderse dentro del proceso bien documentado de la secularización de la vida moderna, el cuestionamiento de la antigua moral burguesa y el ensanchamiento de la esfera pública, que permitió entre otras cosas la autonomía del escritor. Gutiérrez Girardot en Modernismo, ha visto cómo los discursos fuertes de la modernidad (las ciencias, el positivismo y el krausismo), trajeron consigo la desacralización del mundo (82). Blanco Fombona lo deja dicho en uno de sus poemas de Pequeña Opera lírica, donde en una especie de plegaria sacrílega a Dios se llama a sí mismo “alma descreída” y “espíritu ateo” (83). El sujeto de la sociedad moderna, como dice José Martí en su poema “El padre suizo”, vive pues desprotegido en el mundo, “sin fe, sin patria, torva /Vida sin fin seguro y cauce abierto” (PC I, 73). Vive acosado por las “hermosas fieras interiores”. No es extraño entonces que en ese poema, Martí hable justamente del suicidio del padre y del doble asesinato de sus hijos, y que se base para escribirlo en otro “fait divers” que apareció en la crónica roja neoyorquina en 1882. Martí recurrió también a este tipo de materiales sensacionalistas para escribir Amistad Funesta, donde una mujer mata por celos a otra, ya que la anécdota, como aclara el cubano, proviene de un hecho acontecido en Hispanoamérica por aquellos años. La utilización de las noticias que salían en la prensa para convertirlas en libros, cuentos y crónicas, forma parte del proceso a través del cual los escritores lograron independizarse y pudieron comenzar a vivir de sus escritos. También fue el motivo de litigios que los llevaron a la corte por acusaciones de uso indebido de estos materiales. Según Loren Glass en Authors Inc. Literary Celebrity in the Modern United States 1880-1980, esto le costó a Jack London (1876-1916), repetidas acusaciones de plagio. London, quien fue uno los primeros escritores que vivió del éxito de sus novelas, confesaba que él utilizaba los reportajes que aparecían en estos periódicos como materia prima para sus historias, y se autorizaba a hacerlo gracias, decía, a que las convertía en obra de arte (86). El cuento de Blanco Fombona “El dolor de Crepet” no está basado en un hecho real (al menos Fombona no lo dice), pero un asesinato de este tipo era tan común y su tratamiento en la prensa tan verídico que podría decirse que su cuento era un reflejo bastante fiel del modo en que se manejaba la noticia en Francia. De otra forma, Fombona no se hubiera arriesgado a traducir el libro al francés y publicarlo en París.

La traducción del libro, Contes américains, apareció en 1903 y al final de su novela Hombre de hierro (1907), Fombona reproduce las reseñas que aparecieron en Francia. Una de ellas habla precisamente de este cuento. La reseña la escribió Rachilde, cuyo verdadero nombre era Marguerite Vallette-Eymery, crítica del Mercure de Francia y esposa del editor de esa revista, Alfred Vallette. Al leer el cuento, Rachilde se ofendió por la forma en que un “americano” retrataba la prensa francesa, pero de todos modos reconoció que « Oui, en France on peut avoir de la gloire pour de la douleur et c’est meilleure justice que d’en avoir pour son argent » [Sí, en Francia uno puede tener la gloria a cambio del dolor y eso es mejor justicia que obtenerla por dinero] (Hombre 324). Pero Rachilde se equivocaba en algo. Fombona no era un “citoyen des Estats-Unis” y según cuenta el escritor, después de leer esta reseña tan “extemporánea”, que le había provocado su “patriotismo literario” le escribió una carta a Rachilde para sacarla del error y ella le respondió con otra muy amable (324). Lo importante de todas formas es notar que en efecto, Rachilde alaba la autenticidad “bien française” de la historia de Juan Crepet y  a juzgar por las otras que publicó Fombona en su libro, éste sería uno de los mayores elogios que recibió, ya que los otros se refieren al estilo, también muy francés, como era de esperarse, y al “exotismo” de sus cuentos, en especial el titulado “Democracia criolla.” Este “exotismo” en la recepción del libro nos demuestra que en un momento tan temprano de la modernización del mercado, ya la literatura latinoamericana y modernista, ocupaba un nicho de diferenciación periférica en el gusto europeo (francés y español) y que la recepción de Darío en la península pasa también por el fino tamiz de la diferencia étnica.
¿Qué se proponían entonces los modernistas al reproducir en sus versos, cuentos, crónicas y novelas los crímenes que aparecían en la crónica roja de la época? Por un lado, llamar la atención sobre la angustia del hombre moderno, y por otro convertir el crimen en material narrable, bello y agregándolo al temario de literatura maldita que espantaba al lector. Esa reconversión, como dice Darío refiriéndose al poema de Martí, debía tener n obstante, un “alto y lírico” tono (“José Martí” 293). De ahí que los poemas sobre suicidas que escriben Darío y Julián del Casal (“Melancolía” y “La muerte de Petronio”) sean joyas de la poética modernista. En cambio, los crímenes que horrorizaban al público, y que llenaron las páginas de muchos diarios de la época, eran los que tenían que ver con la violencia sexual y doméstica, y el asesinato de hombres, mujeres y niños. Todos estos eran crímenes horrendos que todavía hoy siguen despertando rechazo y repugnancia en el público. Y crímenes de este tipo son los que aparecen en el cuento de Fombona, en el poema de Martí,  y en las crónicas y narraciones de Gómez Carrillo y Rubén Darío.  Lo interesante de notar en estos textos es el modo en que los autores los retratan y los convierten en un objeto de arte. En el poema del cubano la voz poética piensa que con el asesinato de los  hijos el padre iba a salvarlos de una vida peor, mientras que  en el cuento de Fombona, Juan Crepet llega a la conclusión de que este era el precio de la gloria. Esta conclusión irónica en el cuento de Fombona distancia al narrador de las implicaciones morales que podía acarrear aceptar los misteriosos “caminos del señor”, especialmente si sabemos que Fombona se declaraba ateo y no creía en la resignación religiosa. Martí en cambio compadece a todos, y en especial al padre que hubiera tenido que cargar con el peso de los hijos, y por este motivo justifica el asesinato de ambos. No hay ironía, ni doble sentido que subvierta, como en el caso de Fombona, esta justificación. ¿No podríamos decir entonces que Martí  “embellece” el crimen al convertirlo en un poema?

Para responder esta pregunta propongo analizar el modo en que Martí interpreta el entierro de un famoso pugilista norteamericano en New York y se lamenta de que tantos admiradores y cofrades lo hayan ido a despedir. Según Martí, Jorge Elliott había muerto en una pendencia de taberna y “el funeral parecía el de un héroe” (OC XIII, 248). Ese mismo día, afirma, la multitud se agrupaba en torno a un niño que la justicia había mandado a ahorcar por darle muerte a un pobre francés. Y se pregunta Martí “¿qué era la apoteosis del rufián, sino incentivo a serlo? No se ha de permitir el embellecimiento del delito, porque es como convidar a cometerlo” (OC XIII, 248). Llama la atención que Martí dice esto un año después de escribir su poema sobre el suicidio y el doble asesinato del suizo y que al parecer no repara en la contradicción de que él mismo había escrito un poema donde llamó a Edward Schwerzmann, el asesino, “héroe”, “padre sublime” y “espíritu supremo” (PC I, 73). En esta crónica por tanto Martí parecería criticar entonces en la sociedad norteamericana lo que él mismo hace en privado. Imagina que otros pudieran ver en ésta pompa fúnebre un incentivo para ser como Jorge Elliott y se apura por esto a condenarlo.(2) Martí además no utiliza ningún recurso poético, tan común en su obra, para describir este funeral. Su lenguaje es llano, simple y directo. Critica al boxeador y a la justicia, y adopta una posición moral ante la criminalidad y la muerte. Todo lo contrario de lo que hace en el poema. ¿Sería este el caso para el resto de los modernistas? No, y para probarlo basta leer el diálogo que sostuvieron a través de sus crónicas Gómez Carrillo y Rubén Darío.

En su libro El alma encantadora de París (1902), Carrillo se declara un admirador de Thomas de Quincey y reseña El asesinato considerado como una de las Bellas Artes (1827). En este libro, del cual apareció una traducción en Barcelona en 1907, De Quincey explica que el asesinato era reprensible, “pero puesto que existe es necesario sacarle el mejor partido posible desde el punto de vista de las bellas artes” (Carrillo 70). En esta larga crónica que amplifica con varias notas al final del texto, Carrillo sintetiza las ideas más importantes y los crímenes más famosos que menciona el autor inglés, desde Caín en la Biblia hasta John Williams, “creador impecable de la muerte” (Carrillo 70). El libro del inglés pertenece a un momento importante de la literatura británica, el que va de finales del siglo XVIII a principios del XIX, y donde conceptos como el horror, lo sublime y lo grotesco fueron teorizados y aparecieron en diversas obras literarias. Pero lo que le interesa a Gómez Carrillo del alegato de De Quincey es el humor y la forma en que lo grotesco choca o transgrede los límites morales de la sociedad de la época y el crimen queda subordinado a la moral. Por eso afirma que De Quincey “no usó el tono irónico sino para escapar de la censura(70). Al final del libro, el guatemalteco agrega además varios ejemplos sacados de su propia experiencia en París, para explicar la teoría del británico.  Estas notas son tan extensas que casi pueden leerse como una crónica aparte, que vendría a actualizar el libro  y a mostrar la vida criminal francesa. Entre las historias que cuenta entonces están la del “célebre Carrere,” quien había matado a un empleado de Banco hacía dos años, y la del farmacéutico Fanayron que en 1881 había asesinado con un estoque al amante de su mujer (242). Al contar estas anécdotas, sin embargo, el guatemalteco adopta un tono irónico y burlesco que desinflaba –como hace De Quincey- el efecto chocante que podían tener estas descripciones en el lector. Aquí un ejemplo donde cómo habla de Jean-Baptiste Troppmann, cuyo crimen en septiembre de 1869 horrorizó a París:

Y por otra parte recordemos a la fiera más espantosa que los tiempos modernos han producido, al rudo, al sañudo, al torvo Tropman (sic). Este mató a toda una familia. Luego la enterró en un campo solitario de las inmediaciones de París. Verle, nadie lo vio. Pero un perro, escarbando durante días y días, logró sacar aquella carne que para su olfato era una tentación. Aquel perro pudo más que Tropman. Era el destino vencedor del genio. (243)

En este fragmento el lenguaje, el tono ligero en que se cuenta el suceso y la comparación con el perro, “vencedor del genio”, subvierten de una forma eficaz la seriedad de la historia. Al final la lucha se entabla entre dos animales: la “fiera” Troppmann y el perro que sólo busca satisfacer su apetito.(3) Lógicamente, al narrar estos asesinatos de una forma tan ligera y humorística, Gómez Carrillo reducía el crimen a puro entretenimiento y por consiguiente, a diferencia de Martí, Nájera o Darío, no moraliza con sus historias. No las convierte en un caso patológico o un suceso trágico. No las utiliza tampoco para criticar la sociedad moderna. Su forma de ver el crimen coincidiría con el modo en que lo retrató la literatura decadentista, entre ellos Joris-Karl Huysmans, Oscar Wilde y Jean Lorrain, y no en balde en otra de las crónicas del mismo libro, el guatemalteco vuelve sobre el tema al explicar la nueva novela de Lorrain Monsieur de Phocas y aclara que en esta narración, el héroe, a diferencia del Obermann de Senancourt, no pensaba en suicidarse, sino “en asesinar” (152). Siente un impulso irrefrenable por la muerte y todo le asquea. Por eso Gómez Carrillo eleva la narración de Lorrain a la cima del decadentismo francés. Su héroe termina estrangulando a su compañero, Ethal, con el que había recorrido los bajos mundos parisinos en busca de nuevas sensaciones, cada una más fuerte que la otra.
No hay en Gómez Carrillo por lo tanto un espaldarazo del crimen, como tampoco lo hay en Thomas De Quincey, pero su admiración por el inglés y el estilo en que cuenta estos sucesos bordea esa zona oscura, indeterminada, que la moral tradicional imponía y temía que se transgrediera. Esta inquietud aparece justamente en el prólogo que escribió el traductor de la edición española, Diego Ruiz. También aparece en un artículo de Darío. En el primer párrafo de la traducción, Ruiz afirma que después de aceptar el trabajo, y mientras “estando traduciéndolo, este libro me ha parecido desastroso para los españoles” porque “un bereber lee algunos párrafos de tal teoría y desciende al mal gusto de ponerla en práctica” (vii).
Por supuesto, el influjo de los malos libros es un tema tan antiguo en la literatura moderna como Don Quijote. Pero desde finales del siglo XIX, la medicina y en especial la psiquiatría estaba muy preocupadas con lo que Ruiz llama el “contagio o sugestión colectiva” (ix), que podía arrastrar al crimen a todo un pueblo. ¿Cómo entender entonces la posición que adopta Gómez Carrillo ante este tema?
Al igual que en De Quincey, hay en estas representaciones de los asesinatos una estetización de la crueldad y la violencia física más allá de la moral y del “buen gusto”. Pero esta estetización se da a través de la ironía y la comicidad, lo cual le resta toda importancia al drama y convierte el crimen en un objeto de arte. El mismo Gómez Carrillo da la clave de su estilo cuando establece la relación entre el humor y la censura. Rubén Darío y el propio traductor de De Quincey al español, entenderían ese filón “cómico,” “humorístico,” de la obra del inglés como una forma de distanciamiento, y al mismo tiempo la única forma sana que tenía el lector de apreciar un asesinato.  Porque como dice Ruiz, en su “advertencia al lector,”  “el libro que he traducido por encargo de mi editor, es la obra de un humorista. De un humorista trascendental, que descubre la parte estética de todo lo espeluznante” (vii). Y agrega: “El humorismo encierra un elemento no reductible a explicación satisfactoria hasta ahora porque los filósofos no han estado en condiciones de comprender el doble juego de los dos instintos o intenciones” (viii). Subrayo la palabra “intención” porque justamente esto es lo que oculta el texto del guatemalteco, quien se refrena de moralizar estos crímenes para apreciarlos como sucesos llenos de atractivo, entretenimiento y placer. Rubén Darío notaría este gusto de su amigo por los crímenes violentos y en “Divagaciones sobre el crimen” le daría una respuesta. En esta crónica el nicaragüense dialoga directamente con el texto de aquel y de paso le pone algunos reparos. Comienza aceptando que un crimen puede tener más de cómico que de trágico, con todo que haya dejado muy mal parado a algunos.

lo que no es fácil aceptar, a pesar de las más bravas paradojas, es que haya crímenes bellos. Quincey, el comedor de opio, escribió un famoso ensayo sobre “El asesinato considerado como una de las Bellas Artes”, que Gómez Carrillo ha hecho conocer en lengua española. Esta estupenda obra de humour está paralela a la memoria de Swift sobre el aprovechamiento antropofágico de los niños. Los artistas en crímenes no existen. (1263) [énfasis en el original]

Darío por tanto es categórico, y solamente acepta el libro del británico como una humorada. Es de la opinión, con el crítico Osmont, que si nos colocamos en el punto de vista moral, “no hay, no podría haber ningún bello crimen” (1263), pero acepta que pocas gentes se colocan en esta posición y que además, estaba la cuestión del “gusto” y si se mezclase la estética en la moral, entonces “el bello crimen existe evidentemente” (1263) y menciona a continuación una obra de teatro, los cuadros de tortura de los pintores españoles y las pesadillas de Goya, que muchas personas habían admirado “con espanto”. Dicho esto, concluye Darío:

Aun conviniendo en la existencia del “bello crimen” hay que decir que es un espectáculo muy lamentable, y que no es una escuela en la cual se deban formar cerebros y corazones. Así, admirando en un libro, o en un diario, ocasionalmente, el crimen de Bolonia, me parece que los crímenes, bellos o no, ocupan demasiado lugar en el periodismo y en la literatura. Ensangrientan cada página y perpetúan en el pueblo la concepción byroniana de la sublimidad del crimen y la elegancia de la desesperación. (1265)

De esta forma, Darío se distancia de la posición de Gómez Carrillo, y al hablar de otro asesino famoso Vacher, adopta un punto de vista moral que le impide disfrutar aquellas escenas como algo puramente estético, cómico o entretenido. Para él, el escritor debía mantenerse dentro de los límites que imponía la norma y condenar cualquier asesinato. En su crónica sobre Vacher,(4) fechada en París en 1893, Darío cuenta la vida de este asesino y además de criticar sus crímenes, señala los males sociales que lo habían producido, esto es, “la parte de culpa que en esa locura criminal ha tenido un régimen social que no previene daños semejantes” (754). Como dice Thomas Craig en Murder in Parisian streets, en la segunda mitad del siglo XIX muchos llegaron a pensar de esta forma. Creían que los crímenes eran producidos por la pobreza, el alcoholismo, la depravación moral y la herencia, y esto llevó a teóricos como Alexandre Lacassagne  a aplicar las teorías científicas a la criminología. Su mayor influencia fue la teoría determinista de Cesare Lombroso, la “teoría de la degeneración,” que no todos sin embargo llegaron a abrazar completamente (152). Para Darío, los males que aquejaban a Vacher tenían su origen en la sociedad, que había descuidado lo principal, “el amor”, y por tanto producía locos y criminales como el francés.
En 1902, Darío sin embargo publicó un cuento titulado “Rojo,” donde mezcla la psicología y el medio social para justificar un asesinato. En este cuento Darío recurre, como tantos otros teóricos de la criminología moderna, a las teorías de la herencia y la degeneración, y a partir de ellas explica las razones por las cuales Palanteau, un pintor francés, había apuñalado a su esposa. El cuento ocurre en la redacción de una revista parisina y el director, Lemonnier es quien narra la historia, que “ha dado motivo a largas crónicas y reportazgos de sensación” (224).  Según afirma, había conocido a Palanteau personalmente, y él mismo le había aconsejado que se casara. Palanteau lo  hizo pero después de tener varias riñas con su esposa, terminó asesinándola. En realidad, explica Lemonnier, Palanteau no pudo hacer nada para evitar matar a su mujer, ya que provenía de una familia con problemas de todo tipo, había “locos, hombres de gran genio, suicidas e histéricas” (226) y por esto, le pregunta a continuación a quienes lo escuchan “¿Conocéis los estudios de medicina penal que se han hecho en Italia? Yo estoy con Lombroso, con Garofalo, y con nuestro Richet. Y además, es un hecho que el talento y la locura están íntimamente ligados” (226). De modo que para el editor del periódico, Palanteau no había sido quien le dio las puñaladas a su mujer, sino “el horrible ananke de su existencia”, el destino, las fuerzas ocultas que venían arrastrándose por la sangre (227).
Llama la atención que Darío ubica este cuento dentro de la redacción de un periódico parisino, que el mismo cuento sea una mezcla de crónica periodística y narración literaria, y que sea el editor del periódico quien narre esta historia. Este, como se recordará era amigo de Palanteau y por tanto sentía compasión por él y conocía la historia de primera mano. En otras palabras, su amistad con el pintor, ahora célebre, le proveía a su historia una ilusión de veracidad que justifica y alimenta la curiosidad de sus oyentes. No piensa Lemonnier que Palanteau debía ir a la guillotina sino a la casa de salud, de ahí que la explicación que da, lleve a justificar el crimen, ya que el pintor no podía hacer nada contra su propio destino. Esta perspectiva desde la cual se escribe el cuento tiende por lo tanto a convertirlo en una obra de arte, en un “bello crimen”, quitándole, de paso, toda la carga de horror que le agregaban los periódicos. Como dice Darío en “divagaciones sobre el crimen”, citando al crítico francés J.J. Weiss, era necesario que al contar una historia de este tipo, el “personaje criminal obre por temperamento y no por impulso,” y es necesario además “que los detalles innobles que acompañan casi siempre un asesinato sean excusados de algún modo de su ignominia” (1206). Esa “excusa” por tanto la proveen las teorías deterministas de Lombroso. ¿Creía entonces Darío en las teorías del italiano? Conocemos la reacción de Darío ante al libro de Max Nordau, Degeneración, cuya versión al castellano se publicó ese mismo año en Madrid, y casualmente hablando de él en una crónica de 1901, se lamenta que “no hay pedante lombroseante que no mezcle en su sola la opinión de tan célebre “entrepreneur de démolitions”’ lo cual, según él, debía ser ilustrativo para alguien como Nordeau (Crónicas 55-56). Desde este punto de vista, Darío estaría burlándose del editor francés –que puede ser también cualquier editor hispanoamericano,-. Pero aclaro que en ningún momento, el narrador ironiza, niega o critica sus ideas, mientras que sí aparecen en ella tópicos que le eran particularmente interesantes al nicaragüense, como son el de la pérdida de fe en un ser trascendental y el uso de la blasfemia como detonantes. En una parte del cuento, dice el narrador, que Palanteau se sentía atraído por el madero de Cristo, “al inclinarse ante la cruz, vio que se reían de él, y allí, en presencia de la santa escultura del martirio, con la sangre agolpada y los nervios vibrantes ¡alzó la mano y dio una bofetada!’ (228). Al igual que en el texto de Fombona, aquí se unen nuevamente la blasfemia y el asesinato lo cual hace este cuento /crónica aún más explosivo.
En resumen, el rescate de la idea de De Quincey del “bello crimen” por parte de los modernistas se da en el marco de la violencia social y doméstica incentivada por las crónicas sensacionalistas de la época. Ellos preparan de esta forma el terreno para la literatura también de índole sensacionalista y criminal que aparecería en la segunda y tercera década del siglo veinte en Francia e Hispanoamérica, bajo el influjo de los escritores surrealistas. Las narraciones de nuestros escritores apuntan insistentemente hacia París, y la prensa parisina. En esto coinciden Darío, Fombona y Gómez Carrillo. Al recurrir a estos “faits divers” como materiales para sus crónicas, cuentos y poemas, los escritores modernistas apelan al registro “popular” y convierten estos crímenes en narraciones literarias que apelaban a todos los lectores. Entienden la escritura como una máquina que proyecta no solamente princesas,  mitologías griegas y ritmos rebuscados (como ha enfatizado tanto la crítica) sino también asesinos, monstruos y pervertidos sexuales, que espantaban a todos pero que vendían periódicos. Porque como bien anotó Karl Marx el crimen también era productivo y alrededor de él se generaba toda una industria de jueces, policías, verdugos,  periodistas y por supuesto, escritores que le sacaban provecho.
En estas narraciones se conjugan pues tres elementos importantes: el sensacionalismo, el crimen y la celebridad. Y los tres venden.  El crimen es un objeto comercial así como lo es el escritor famoso. Él resume la lógica de la mercancía moderna. Es único, está bien cotizado y representa el grito de última moda. Él se publicita y se vende como si fuera otro de los tantos objetos que aparecen en las vitrinas de la ciudad o las revistas ilustradas. Los cuentos de Fombona y Darío expresan de forma dramática el dilema del escritor o el artista que deviene una figura célebre gracias al crimen y las fuerzas del mercado. En la vida real no faltaron, sin embargo, los escritores modernistas que estuvieron envueltos en todo tipo de polémicas y cruces con la ley, y que gracias a esto alcanzaron notoriedad, como demuestran los casos de Díaz Mirón, Vargas Vila y el propio Fombona.
Termino aclarando, que a pesar de que fueron los modernistas y decadentes quienes más apelaron a este tipo de imágenes, tampoco eran exclusivas de ellos ya que en México, un positivista de la talla de Justo Sierra podía imaginar momentos similares donde la sangre y el asesinato convirtieran una catedral, como la de San Patricio en New York, en una verdadera obra de arte. En su libro En tierra yankee, Sierra, luego de recorrer los Estados Unidos y ver las diferencias raciales que abundaban después de las leyes segregacionistas de Jim Crow, se horroriza de pensar que en un futuro, como dice, los anarquistas y los negros “hayan degollado cien o doscientas familias de millonarios irlandeses en las gradas de San Patricio”, pero entonces agrega: “el vapor de la sangre que suba por estos muros, dando al mármol un tinte color de rosa, trágico y delicioso a un tiempo, habrá convertido este costoso ejemplar de la industria humana, en una obra de arte” (57). La profecía de Sierra, por supuesto, nunca se cumplió. Pero la forma poética en que describe el futuro degüello de los irlandeses y el hecho de que este sucediera en una catedral muestra una vez más que el crimen era más atractivo si iba en contra de la moral y la religiosidad de la época.

Notas

(1). He trabajado el tema del sensacionalismo en mi libro José Martí: Las máscaras del escritor, especialmente en los capítulos 6 y 7. Para el mismo tópico en Julián del Casal, véase también Julián del Casal o los pliegues del deseo, de Francisco Morán, capítulo 3.

(2). No he encontrado ninguna referencia al funeral de “Jorge Elliott” en la prensa norteamericana de finales del siglo XIX, pero sí al de “James Elliot” un pugilista famoso, que murió en una pelea en un restaurante de Chicago el 1 de marzo de 1883. El 8 de marzo de 1883 el New York Times publicó el artículo “The dead pugilist’s body” donde se habla del multitudinario recibimiento de su cadáver en New York y de las miles de personas que querían verle la cara. En otro artículo, “Elliott’s funeral” se afirma además que este era una de las peores personas de la ciudad, que había pasado la mayor parte de su vida en la cárcel, y que muchos de sus admiradores eran criminales y ladrones. Todos estos datos coinciden pues con la reseña de Martí, que se publicó un mes después en La Nación de Buenos Aires. El nombre de “Jorge”, por tanto, debe ser una errata. Es probable que Martí haya escrito “Jaime” y que los copistas de La Nación hayan entendido “Jorge”.  La edición crítica de las crónicas de José Martí sobre los Estados Unidos, coordinada por Roberto Fernández Retamar y Pedro Pablo Rodríguez, repiten este error ya que se guiaron por la crónica publicada originalmente en La Nación y no existe que sepamos, la carta original de Martí. Véase la página 239 de este volumen.  El primer artículo que habla del pugilista norteamericano está disponible de forma gratuita en la siguiente dirección electrónica:

http://query.nytimes.com/gst/abstract.html?res=9B03E5DD1731E433A2575BC0A9659C94629FD7CF

(3). Guillermo Cabrera Infante en Tres Tristes Tigres recurrirá al mismo procedimiento de Thomas de Quincey, al narrar la muerte de Trotsky a través de las voces de varios escritores cubanos.

(4). Francisco Morán analiza esta crónica de Darío desde el punto de vista de la cuestión de género en su artículo “El pájaro azul en tinta roja: modernismo y sensacionalismo”. Rubén Darío, cosmopolita arraigado. Editores Jefrey Browitt & Werner Mackenbach. Managua: IHNCA-UCA, 2010. 180-206.

 Obras Citadas

Blanco Fombona, Rufino. Pequeña Opera Lírica. Madrid: Librería de Fernando , 1904.

----. Cuentos americanos. Madrid: Viuda de Rodríguez Serra, 1904.

----. El hombre de hierro. Caracas: Tipografía americana, 1907.

----. Contes américaines. Paris: G. Richard, 1903.

Camacho, Jorge. José Martí: Las máscaras del escritor. Boulder: Society of Spanish and Spanish American Studies, 2006.

Casal, Julián del. Poesía completa y prosa selecta. Edición Álvaro Salvador. Madrid: Editorial Verbum, 2001.

Craig, Thomas. Murder in Parisian Streets Manufacturing Crime and Justice in the Popular Press, 1830-1900. Lewisburg: Bucknell University Press, 2006.

Darío, Rubén. Vacher, o el loco de amor.” Obras Completas. T. I. Madrid: Afrodisio Aguado, 1950. 754-758.

----. “Divagaciones sobre el crimen.” Obras Completas. T. IV. Madrid: Afrodisio Aguado, 1950. 1262-1269.

----. “Rojo.” Cuentos completos. La Habana: Editorial Arte y Literatura, 1990. 224-228.

----. “José Martí, Poeta.” Antología crítica sobre José Martí. Ed. Manuel Pedro González. México: Editorial Cultura, 1960. 267-295.

----. Nuestros colaboradores. Max Nordau.” Crónicas desconocidas 1901-1906. Managua: Academia Nicaragüense de la Lengua, Berlin: Edition Tranvia, 2006 49-56.

Glass, Loren.  Authors Inc. Literary Celebrity in the Modern United Status 1880-1980. New York and London: New York U P, 2004.

 

Gómez Carrillo, Enrique. El alma encantadora de París. Barcelona: Casa Editorial Maucci, 1902.

 

Gutiérrez Girardot, Rafael. Modernismo. Barcelona: Montesinos, 1983.

 

Martí, José. Obras Completas. La Habana: Editorial Ciencias Sociales, 1975.

----.  Poesía Completa. Edición Crítica. Ed. Cintio Vitier, Fina García Marruz y Emilio de Armas. La Habana: Letras Cubanas, 1993.

----.  En los Estados Unidos. Periodismo de 1881 a 1892. Edición crítica. Coordinadores Fernández Retamar y Pedro Pablo Rodríguez. Nanterre: Allca XX, 2003.

Marx, Karl. Elogio del crimen. Edición y traducción de Javier Eraso Ceballos. Madrid: Sequitur, 2010.

Morán, Francisco. Julián del Casal o los pliegues del deseo. Madrid: Editorial Verbum, 2008.

----. “El pájaro azul en tinta roja: modernismo y sensacionalismo.” Rubén Darío, cosmopolita arraigado. Editores Jefrey Browitt & Werner Mackenbach. Managua: IHNCA-UCA, 2010. 180-206.

Ruiz, Diego. “Advertencia del traductor español.” Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes. Thomas de Quincey. Barcelona: F. Grada Y Ca Editores, 1907. 7-12.

Sierra, Justo. En tierra yankee. (Notas a todo vapor) 1895. México: Tipografía de la oficina impresora del timbre, 1898.
“The dead pugilist’s body.”
New York Times  March 8, 1883. p.8
 
“Elliott’s funeral.” New York Times  March 12, 1883. p.4

Vargas Vila, José María. Prosas-Laudes. París: Librería de Vda de Ch. Bouret, 1907.