La
novela perfecta de Carmen Boullosa:
Una aventura sin límites en el espacio textual
Erja Vettenranta
Graduate Center, CUNY
En La novela perfecta, se narra la historia
de un escritor mexicano expatriado en Brooklyn en la misma calle Dean donde vive Boullosa.
De
forma autobiográfica, Vértiz, el narrador
protagonista, nos relata el proyecto utópico de crear una “novela
perfecta” con
el nuevo artefacto y software que un vecino suyo ha inventado
para
grabar y transmitir a la realidad la imaginación completa del autor sin
perder
el más minucioso detalle o matiz—y todo sin el penoso trabajo de
escribir—.
Mediante las relaciones interpersonales de Vértiz,
la
novela de Boullosa desmitifica
concepciones
tradicionales sobre papeles de género e identidades nacionales mientras
rinde
homenaje a la diversidad cultural de su comunidad heterogénea dentro
del crisol
por excelencia que es Nueva York. A la vez, pone de relieve la vigencia
de las
tensiones y prejuicios culturales que siguen manifestándose dentro del
globalismo contemporáneo, marginalizando a ciertos sectores sociales,
étnicos o
raciales. Por lo tanto, con este nuevo escenario cosmopolita como su
trasfondo
cultural, Boullosa continúa en La
novela perfecta su
tarea literaria revisionista que cuestiona tanto el orden categórico
del mundo
como la visión hegemónica de las historias oficiales. Con su humor e
ironía Boullosa hace caer el discurso
autoritario y monológico de estas
estructuras, precipitando la
destrucción simbólica de la “novela perfecta” que presenta únicamente
la visión
de su autor sin ninguna posibilidad de interpretación. En cambio, como
el
espacio intermedio de la ciudad, la textualidad
de la
novela permite un discurso dialógico, sirviendo así de puente
comunicativo que
arriesga las percepciones previas tanto del autor como de sus lectores.
Estos temas y recursos literarios no son ninguna
novedad en la obra de Boullosa, porque
toda su
producción literaria se caracteriza por esta voz diferencial y
revisionista que
rechaza etiquetas estereotípicas y que no vacila en enfrentar lo
prohibido, lo
oculto o lo grotesco (lo otro). Al contrario, busca salir de la zona de
comodidad del yo a territorios desconocidos para ofrecer perspectivas
nuevas
que alteran las oposiciones binarias y tradicionales entre
hombre/mujer,
civilización/barbarie, centro/periferia, historia/ficción, etc. Es una
postura
crítica que acerca la obra literaria de Boullosa
a la
ficción latinoamericana del presente que Josefina Ludmer
caracteriza por su “negación sistemática de fronteras: mezcla géneros,
mezcla
cultura alta y popular, mezcla lo fantástico y lo realista y trata,
precisamente, de desdiferenciar
la realidad
de la ficción” (360, énfasis original). Por su falta de
reconocimiento de
las divisiones ideológicas de estas categorías, concluye Ludmer,
las nuevas escrituras “son ambivalentes en cuanto a las posiciones
políticas o
ideológicas . . . [mostrando], desde abajo por así decirlo, desde el
subsuelo .
. . la crisis de la subdivisión de la experiencia humana” (362,
énfasis
original).
Las novelas históricas de Boullosa
son casos por excelencia de esta escritura inconformista, puesto que se
llenan
de personajes marginales cuya voz auténtica usualmente se ve silenciada
por las
historias oficiales. Surgidas del interés por la conquista y la
historia
colonial que la crisis de identidad mexicana de los años noventa
despierta en
los escritores y artistas mexicanos, (2) estas
novelas re-escriben y
reinterpretan el pasado para cuestionar el valor de la historiografía y
diferentes aspectos del discurso nacional.
Por ejemplo, en Llanto: novelas imposibles (1992),
reaparece Moctezuma en la Ciudad de México contemporánea para polemizar
sobre
su muerte controversial y el verdadero significado de la raza mestiza
mexicana.
Por otro lado, en Duerme (1994), una mujer trasvesti
en el Virreinato de la Nueva España desafía papeles de género de su
época.
Mientras tanto, en Cielos de la tierra (1997), se superpone,
mediante la
escritura y la lectura, la historia de un discípulo indígena del
Colegio de
Santa Cruz de Tlatelolco en el siglo XVI, con la de una mujer mexicana
contemporánea y la de una antropóloga en la utópica comunidad futura
que quiere
eliminar el uso del lenguaje. Se trata de historias, personajes y
memorias
revisitadas e imaginadas para ofrecer versiones y puntos de vista
nuevos del
pasado que define nuestro presente.
De esta manera, la ficción se convierte en un tipo
de mensajero, en las palabras de Verónica Salles-Reese,
“unas veces llenando . . . aquellos
silencios y vacíos
que se encuentran en la historia oficial y otras apuntando al carácter
ficticio
de la historia” (142). Por lo tanto, como anota Carrie
Chorba en su ensayo “Llanto: A Challenging
Approach to Historical
Literature and National
Identity”, el proyecto literario de Boullosa
destaca por su “postmodern commitment
to replacing authoritarian, monologic
historiography with
a plurality of voices”
(172).
Otro aspecto crítico de la esritura
de Boullosa que nos interesa mencionar
antes de
empezar el análisis de La novela perfecta es su particular
perspectiva
femenina, la cual forma parte de la ya mencionada voluntad de destruir
discursos y categorías institucionalizados. Aunque Boullosa
confiesa escribir desde el punto de vista femenino y su cuerpo de
mujer, es
difícil clasificar sus obras como literatura femenina según se entiende
este
término tradicionalmente. Como dice la propia Boullosa,
comparada con las obras de algunas otras escritoras mexicanas de gran
éxito, su
primera novela Mejor desaparece (1987) “era un fraude total
para los
lectores de los libros de mujeres, porque el nivel de lenguaje es
totalmente
otro. . . . porque no es una novela sobre
una familia,
es una novela sobre el mal, sobre el demonio, sobre la muerte . . .”
(“Procuro”
38). En la misma entrevista afirma que no le interesa para nada la
feminidad
dulce y sentimental del orden doméstico sino “el lado oculto de la
feminidad,
lo salvaje, lo indomesticable, la oscura ley del cuerpo, lo incivilizable
del hombre y la mujer o lo que la civilización ha dejado al lado de las
palabras, al margen moral. Así me interesa ser una autora femenina. . .
. procuro pulir mi ‘feminidad’ asalvajándola”
(39-40). En un poema de su colección La salvaja—un
título un tanto revelador—se cristaliza perfectamente la actitud
distintiva de Boullosa ante las
estructuras establecidas: “Pongo mi dedo
en el mundo./ Aprieto fuertemente. / Vuelvo
rompecabezas la unidad” (150).
En su estudio Gesto de Antígona o la escritura
como responsabilidad, Eleonora Cróquer
Pedrón iguala esta postura radical con la
tradición
femenina iniciada en la América Latina por Sor Juana; en las palabras
de Cróquer Pedrón,
estas voces se
colocan conscientemente en el “lugar-mujer-maldiciente . . . [desde el cual articulan] su desacuerdo”
(40). Sin embargo, hay que destacar que aunque hablamos de una posición
diferencial femenina, no es una posición determinada biológicamente. Al
contrario, en otra entrevista, Boullosa
define este
tipo de escritura como una manera específica de “percibir la realidad,
de
comprender la vida. . . . [que] no es
exclusiva de las
mujeres” (en De Beer 210) sino que también
caracteriza la obra de muchos escritores.
Más bien entonces, es una actitud rebelde hacia
todo tipo de normas patriarcales que pretenden representar el mundo con
nítidas
jerarquías. Como subraya Cróquer Pedrón,
rompe con las historias oficiales y formas canónicas, sugiriendo
catástrofes
devastadoras para emprender el camino hacia la restauración de formas
más justas
(114). Y es esta noción la que nos permite leer en conjunto la diversa
obra de Boullosa; toda su escritura se
engendra desde la “misma
monstruosidad que lleva consigo el poder de desestructurar el orden del
mundo,
de poner en cuestión las categorías únicas, de recuperar la memoria y
de
devastar el concreto armado con el cual parece diseñada la
civilización” (Cróquer Pedrón
107).
En La novela perfecta,(3)
la voz disidente de Boullosa deja sentirse
a través
del tono juguetón e irónico de la historia de Vértiz,
todo un antihéroe en su mediocridad y falta de voluntad de superarla.
Como ya
hemos mencionado, es un escritor mexicano que vive en Brooklyn, Nueva York con su mujer Sarah, una abogada
norteamericana. Completamente mantenido por ésta, Vértiz
se describe como “un perezoso grandes huevos” (18) mientras su mujer y
su
vecino Paul Lederer—el inventor con quien
trabaja
para crear la “novela perfecta”—lo perciben tan alejado del mundo que
lo rodea
que les parece que vive “en la luna” (47, 82). Por un lado, se recrea
con la
memoria del éxito de su primera—y única—novela Blond
Flame, publicada en inglés en México
doce años
antes. Por otro, se engolosina con su próximo triunfo novelesco que
tiene en su
cabeza “a punto de estar maduro y llegar completitito
a la página” (16). Sin embargo, el letargo de su vida cómoda y
patrocinada le
impide empezar, en las palabras de su vecino, con “la pesadez fastidiosísima” (24) de la escritura. Por tanto, nada más conveniente para nuestro escritor
indolente que realizar su nueva novela con el aparato de Lederer
que le ahorra todo esfuerzo de escribirla.
Desde luego, en la personalidad de Vértiz parecen haberse reunido las peores
características
de la hidalguía española, de la cultura hacendada de las colonias y de
la nueva
hegemonía cultural de los Estados Unidos en la vida mexicana. Este
último
aspecto se manifiesta en la relación exageradamente
polarizada de la pareja dispareja que forman Vértiz y Sarah. Aparte de lo poco que todavía
“gotea” (14)
su primera novela, Vértiz no ha vuelto a
ganar un
centavo en Nueva York sino que vive a costa de su esposa, su “Sariux” como le gusta, de forma reveladora,
llamarla. Ella,
según Vértiz, “adora su papel de abogángster”
(52) en esta ciudad prometida de negocios y litigios, de manera que
además de
depender de su esposa económicamente, ella lo representa verbal y
legalmente al
trazarse el contrato de la “novela perfecta”. Cuando le piden que
autografíe
una copia de su primera novela, Vértiz
responde con
un tono sarcástico que “[n]o firmaría yo nada sin la autorización de mi
abogada” (63). Ignorando la evidente veracidad de su broma, acaba
confirmando
su sumisión completa ante el poder jurídico y discursivo de su
esposa-ama.
También es Sarah quien se ocupa de todos los
aspectos prácticos de la vida y el hogar del matrimonio, y lo hace con
una
energía que escandaliza a Vértiz. Hasta
los días
libres, él observa horrorizado cómo ella se dedica a un sinfín de
actividades
“como si le hubieran puesto un cuete en la cola” (52). Pero aunque su
mujer sea
“una chinche” (54) oficinista, Vértiz
admite que se
encuentra completamente desarmado ante su belleza divina. Para no verse
obligado a bajar de la “ermita de [su] patrona” (54), él la corteja con
obsequios verbales disculpándose a sí mismo. Por lo tanto, aunque Vértiz fantasea con ser el estereotípico Latin lover que “la
tumba” (140) a su esposa para reconciliar sus riñas, el lector se da
plena
cuenta de que es Sarah quien lleva los pantalones en esta relación.
Ella se
sirve de su apariencia y posición para manipular a Vértiz mientras éste parece encadenado por las
esperanzas casi inverosímiles de Sarah de que “cualquier día de éstos . . . [esa segunda] novela sí va a pegar y
¡a ganarnos
la lotería, señores!” (15).
Cruelmente irónico en esta caracterización burlona
de su protagonista, el texto de Boullosa
subvierte
completamente los papeles de género tradicionales. Reducido a su ámbito
doméstico, Vértiz se ve cada vez más
mujeril en su
pasividad y su retiro del discurso público. Por ejemplo, sus perezosas
rutinas
matutinas se han convertido, en sus propias palabras, en “femeniniles [sic], aunque la
verdad es que femeninininiles” (29,
énfasis
original). Asimismo se enorgullece de saber “todos los chismes en
español de la
cuadra” (82), un discurso típicamente privado, femenino.
De este modo, Boullosa
no sólo anula el machismo hispanoamericano de Vértiz
sino que logra pintar en su protagonista una verdadera caricatura del
sujeto
(neo)colonial, vencido constantemente por la
virilidad
potente de la “Sariux”, su nueva divinidad
espiritual
y cultural. Al encarnar las amonestaciones centenarias de José Martí
sobre la
amenaza norteña para las naciones latinoamericanas (76), Vértiz
acaba personificando la figura estereotípica de una “Malinche”
contemporánea. Como caracteriza Octavio Paz a esta figura mítica de la
conciencia mexicana en su influyente Laberinto
de soledad (1950), es la presencia extranjerizante que “se da
voluntariamente al conquistador” (224), traicionando así su propia
identidad
cultural.
Por consecuencia, las observaciones y los
encuentros de Vértiz con los demás
inmigrantes
hispanoamericanos se caracterizan por la superioridad racial y cultural
que Vértiz asume por su vinculación con la
civilización
occidental y su fácil identificación con la cultura estadounidense
gracias a su
mamá “mediogringa” (12). Esto se refleja,
sobre todo,
en sus descripciones peyorativas de los hispanos de evidente sangre
indígena o
africana. En la mente de Vértiz estos
seres siempre
quedan relegados al plano marginado del otro, es decir del salvaje,
pagano y
caduco desde su adoptado punto de vista occidental que niega su propio
origen e
historia. Sus ataques mentales se dirigen tanto a las nanas oaxaqueñas
y
poblanas—para él unas “chaparritas cuerpo de uva” (55)—como
a los errores ortográficos en la ventana de una tienda espiritual que Vértiz denomina una “versión muchospesos
de herbolaria caribeña” (57). Otro tanto lo enojan el “puertoinglés”
de una adivina “gorda de cabellos mochados y teñidos de un rubio
rájale” y el
novio “negrísimo” (59) de ésta que le recomienda los servicios de su
novia.
La descripción más completa y elaborada se dedica
a una tienda de la esquina con dueños indígenas que se llama “El Indio
Mexicano”. Según Vértiz, es “una bodega o supercito o deli o tienda de abarrotes, como le
quieran
decir, de unos más depricanos que mexis”
(57). Le fastidian, sobre todo, la incompetencia culinaria y el atraso
estético
y tecnológico del lugar que le parecen personificar todo lo peor de una
cultura
inferior: empleados holgazanes, falta de cajero automático, una
selección
limitada de productos “invariablemente malísimos” (58), y una evidente
falta de
voluntad de participar en el renacimiento del resto del barrio. Gente
mejor
dotada se ha adueñado recientemente del vecindario, el cual Vértiz
describe como “gentrificado” (15,
énfasis
original). Siendo él y Sarah algunos de los “cuasi recién llegados”
(15), los
ultrajes monológicos de Vértiz—que
se justifica ante la decrepitud física y espiritual del “Indio”—nos recuerdan irremediablemente tanto la
incompetencia cultural de los conquistadores españoles del Nuevo Mundo
como el
celo civilizador, europeizante, de sus descendientes criollos.
Son las crónicas e historias unidimensionales—si
no completamente deficientes—de éstos las que muchos de los autores
hispanoamericanos desde Comentarios reales (1605; 1609) del
Inca
Garcilaso de la Vega han deseado “declarar y ampliar” (156). En su
libro Mexico, From Mestizo to
Multicultural: National Identity and Recent
Representations of the
Conquest, Carrie
Chorba
observa cómo en el México del siglo XX, los ideales posrevolucionarios
de una
identidad nacional uniforme han incitado a las autoridades a valorar la
figura
mestiza como el mexicano emblemático. Aunque
esto haya ayudado
a elevar el estatus social
Como consecuencia, la postura arrogante de Vértiz se ve desafiada en cuanto se establece un
diálogo
entre un empleado de “El Indio Mexicano” y Vértiz—quien
se ha detenido a leer el aglomeramiento de
anuncios en
la puerta, una mezcla ecléctica de inglés y español—. Cuando el
empleado le
dirige la palabra a Vértiz en mal inglés,
éste le
contesta en español, incitando la curiosidad del otro: “‘¿pusquíhablas
español, güero?’, ‘soy mexicano’, ‘¿pusdiónde?’,
‘chilango’, ‘¡aaah!’, y escupiendo su ‘¡aaaah!’ se echó a correr hacia la puerta de la
deli y se
metió sin terminarlo—‘¡aaa!’—, como si yo
le hubiera
dicho ‘tengo tiña y de la que deveras
contagia’”
(58-9). En este episodio vemos cómo, al asegurarle que él también es
mexicano, Vértiz le impone al empleado su
propia experiencia e
identidad mexicanas con sus tendencias “malinchistas”
(4) ya mencionadas. Así, vistiendo al otro
metafóricamente de un tipo de
camisa de fuerza, llamada México y definida desde el punto de vista
“chilanga”
del centro oficial del país, Vértiz ejerce
una
apropiación casi violenta de la identidad de su interlocutor.
Por otro lado, el comentario cómico de Vértiz sobre el indio que huye adquiere
importancia en el
texto de Boullosa. De modo inadvertido
para el propio
Vértiz, parece aludir a la grave amenaza
física que
las enfermedades europeas causaron a la población indígena y que se
documentan,
por ejemplo, en las relaciones indígenas de la conquista (Leon-Portilla
117-18). Aunque no esté tiñoso, la máscara extranjerizante de Vértiz es quizás igualmente peligrosa, puesto
que acaba
sacrificando la identidad propia del otro. Las palabras de Vértiz
nos recuerdan otra vez las famosas observaciones de Martí sobre la
pervivencia
de la colonia y la falta de entendimiento constructivo de la pluralidad
racial
del continente americano (75) no sólo en las repúblicas de su época
sino
también en las de hoy y hasta en la diáspora latinoamericana actual.
Así, la
reacción del empleado puede leerse como un acto de defensa propia para
escaparse de las limitaciones culturales que Vértiz
le impone. Por lo tanto, causar desagrado es acaso el efecto deseado
por el
indio para llamar la atención al inapropiado discurso unificador de Vértiz. (5)
Además, poco después presenciamos otro episodio
muy demostrativo de este tipo de opresión discursiva que intenta
establecer una
visión armoniosa donde las voces diferenciales se ven literalmente
silenciadas
por la cultura dominante. Ocurre en la casa de Bergen Street
de Paul Lederer, donde los abogados de
todos los
partidos interesados en la “novela perfecta” se han reunido para firmar
los
contratos necesarios. De repente aparece ante todos la nana del
inventor, según
la caracterización de Vértiz “una vieja
viejísima,
negra como la noche, visiblemente descompuesta” (65) a la cual la
aflige una
angustia terrible. El dueño de la casa ha apagado sus máquinas
productoras de
apariencias irreales durante las negociaciones, dejando a su nana sin
su
peluche virtual que le habla a ella con la voz consoladora del propio Lederer, la cual es, como éste explica, “la que
le da más
serenidad” (66).
Irónicamente, es Vértiz
quien ahora nota con aversión la evidente insensibilidad del inventor
hacia la
voz particular de este ser vejado que no parece ser más que “una
sombra” (66)
intangible. Escucha las palabras casi incomprensibles de la criatura
salir como
“por unas enciotas [sic] hinchadas y
secas, llenas de
vocales que parecían sangrar” (65,
énfasis mío), perturbando el control de Lederer
sobre
el sosiego de su casa. Por su parte, el propietario admite que no
soporta ni
quiere “tratos ningunos” con los aullidos salvajes de su nana que
expresan,
según él, un “dolor de no ser ya lo que fue” (68). Para mantener la
apariencia
de orden dentro de su hogar, Lederer
prefiere
extender su propia perspectiva patriarcal mediante las “ensoñaciones
que tiene [ella]
cuando, satisfecha y segura, se abraza al muñeco que le da la máquina”
(68).
Por tanto, sin apenas empezar el proyecto de “la
novela perfecta”, este incidente le reitera al lector las sospechas de
la
naturaleza siniestra del artefacto del Lederer
y de
las visiones unilaterales que es capaz de captar y proyectar. Como el
inventor
le ha explicado a Vértiz, la imagen—o la
novela—realizada por el aparato no sólo transmite la imaginación
completa de su
creador sino que también garantiza una lectura “impecable” de ella sin
que el
lector pueda “escurrírsele al autor y caminar para donde no debiera”
(24). Es
decir, produce una situación donde el lector/súbdito se queda
completamente a
merced de la versión del autor/autoridad. En cuanto al efecto que la
compañía
virtual le da a la vieja negra, a Vértiz
se le escapa
un comentario sardónico sobre los indiscutibles beneficios sociales y
económicos del aparato, lo cual incomoda bastante a las demás personas
presentes. A saber, señala su capacidad escalofriante de producir
“[s]eres
impecables, ejemplares, sin voluntad propia” (69), insinuando así su
verdadera
utilidad para silenciar las perspectivas diferenciales al orden
establecido.
Gracias a esta maquinaria, la nana de la familia
de Paul Lederer—procedente del Sur de los
Estados
Unidos con una historia infame de esclavitud—se mantiene tranquila en
su
espacio oculto en el sótano de la casa que Vértiz
describe como “un mierdero desordenado y sucio” (34). Tanto literal
como
metafóricamente, este sujeto subalterno se ve completamente subyugado
por el
poder discursivo del Lederer. Sólo la
breve
interrupción en el funcionamiento del aparato le permite a la nana el
momentáneo ascenso desde las honduras de su escondite y la consecuente
ocasión
de verdadero contacto entre su realidad desconsolada y la aparente
elegancia
exclusiva del piso superior de su amo.
En Llanto:
novelas imposibles Boullosa ha
utilizado una
metáfora parecida al hacer renacer a Moctezuma, por las galerías de un
hormiguero subterráneo, para que se repensara su figura y la memoria
indígena
olvidadas en la imaginación nacional. Como esta aparición en Llanto, la presencia reiterada de los
personajes subalternos en La novela
perfecta sirve el mismo propósito de cuestionar las historias
oficiales e
identidades nacionales desde la perspectiva de los marginados. Por lo
tanto, en
las palabras de Chorba, estos roces novelescos con el otro “advocate
tolerance and understanding—pillars
of multiculturalism” (México
76). En La novela
perfecta, Boullosa aplica esta postura
revisionista no sólo a México sino a
todo el mundo contemporáneo que se caracteriza cada vez más por las
experiencias transnacionales tan típicas de Nueva York.
En su libro The
Location of Culture,
Homi K. Bhabha
enfatiza la
importancia de los espacios intermedios en la negociación de los
significados
dentro de esta realidad posmoderna que borra límites extremos. Según Bhabha, la cualidad esencial
de esta tendencia
es “the need to think
beyond narratives of origin and initial subjectivities and to focus on
those
moments or processes that are produced in the articulation of cultural
differences” (1). Los
episodios con el “Indio Mexicano” y la nana del Lederer
demuestran claramente esta vocación desmitificadora de Boullosa
que coloca a sus personajes en las fronteras culturales donde estos
diálogos
ocurren.
Otras veces, la comunicación fracasada subraya la
falta crítica de esta dimensión intercesora, como, por ejemplo, cuando Vértiz se detiene a contemplar las figuras
oscuras de las
mujeres árabes en las calles de su comunidad. Las describe “cubiertas
de negro
de pe a pa, [porque] la burkha
[sic] les deja fuera sólo sus ojitos y los zapatos siempre chancleados”
(117). Parece intrigado por la manera en que sólo se puede intuir si la
persona
bajo la tela es muy flaca o muy gorda y si camina “como cargando una
depresión
de aúpa. . . . o con una elegancia
altanera” (117). Es
como si la burka les negara todas las
características
y emociones intermedias a estas mujeres, ahorrándole a su observador la
necesidad de ajustar su visión totalizadora de esta masa monótona. Sin
embargo,
hasta estos personajes logran desmentir el efecto unificador de la
perspectiva
dominante cuando se les ve, como lo pone Vértiz,
“los
puños de sus vestidos, las más de las veces de colores” (117). Como lo
comprueban el “Indio” y la nana del Lederer,
cualquier rajadura en la unidad aparente basta para que el subalterno
aproveche
siquiera estos instantes pasajeros para manifestar su personalidad
particular
detrás de la fachada unificadora.
Al explicar sus percepciones sobre los otros
grupos étnicos del barrio, la narración de Vértiz
se
contenta con un papel más o menos objetivo, anotando la mezcla típica
neoyorquina donde las oleadas demográficas ocasionan cambios
inevitables en
cada vecindad. Enumera, por ejemplo, las mezquitas y tiendas árabes al
lado de
los puestos judíos, un bar de música country, los cafés independientes
que
todavía resisten la invasión de Starbucks, y la tienda de jabones
naturales al
lado de alguna farmacia de cadena (117-9). En este vaivén constante,
las
comunidades anteriores parecen luchar por su existencia—juntas con las
de otras
religiones o etnicidades—ante la presión inmobiliaria y contra las
diferencias
y tensiones culturales que puedan separarlas en facciones antagónicas.
Entre los problemas que la novela de Boullosa señala en las encrucijadas
interpersonales de este
entorno urbano son las inevitables dificultades de traducción cultural
y
lingüística. Por un lado, Vértiz comenta
el letrero
de un negocio pakistaní que se anuncia “for
all ages”, es
decir “para todas
las edades”. Revelando su propia voluntad de malinterpretar la
intención del
“autor” de este rótulo, Vértiz se pregunta
con un
tono mordaz si con eso “¿quieren decir que no venden pornografía o
qué?”
(117-8). Por otro lado, el propio Vértiz
afronta a lo
largo de la novela la dificultad de trasladar de manera exacta las
expresiones
inglesas de su entorno físico al español de su narración. Duda, por
ejemplo, al
traducir los poemas que él y Lederer citan
mientras
trabajan para crear la “novela perfecta”. Sin comprometerse a una sola
versión,
Vértiz recurre a menudo a ofrecer varias
interpretaciones de versos como “[s]he walks
in beauty” de Lord Byron, y propone: “[e]lla
camina arropada—¿envuelta?, ¿vestida?—en su
belleza”
(21). Son momentos como éstos los que destacan la variedad de lecturas
y
visiones posibles que una sola frase puede
insinuar, por no mencionar lo difícil de captar la complejidad
de la
realidad contemporánea bajo historias oficiales o identidades
nacionales
uniformes.
A pesar de estas aparentes confluencias y
fricciones interculturales e interlingüísticas,
los
grupos étnicos que Vértiz observa en su
narración
logran coexistir en ese espacio intermedio de la ciudad. No pierden sus
características individuales aunque adopten nuevas identidades híbridas
en este
espacio internacional, o como lo expresa Bhabha,
“the cutting edge
of translation and negotiation,
the in-between
space . . . that carries
the burden of the meaning of culture” (38). Por lo tanto, la novela de Boullosa rinde homenaje a este vecindario
heterogéneo de Prospect Heights que, en el
momento de la publicación de la novela, se ve conminado por la
construcción de
un enorme complejo comercial, deportivo y habitacional que amenaza
demoler
partes de la comunidad junto con edificios históricos que caracterizan
esta
parte de Brooklyn.(6) Como el discurso
autoritario de Vértiz sobre el “Indio
Mexicano” y la opresión de los
chillidos de su nana por el Lederer—con su
trasfondo
colonial y segregacionista respectivamente—los intereses políticos y
económicos
contemporáneos se imponen aquí sobre los territorios por conquistar sin
reconocimiento de las vidas y comunidades humanas que se ven
reemplazadas en el
nombre del progreso.
Vértiz alude directamente a esta controversia local
cuando describe su asombro al entrar por primera vez en la casa-estudio
del Lederer en la calle Dean al lado
de su propia “brownstone”.(7)
Sin paredes y pisos intermedios, la casa del inventor le parece a Vértiz “un inmenso cascarón vacío, pura piel o
sólo el
esqueleto del XIX” (30). Sigue comentando la hipocresía del vecino en
cuya
ventana cree haber visto un cartel que abogaba por la preservación de “Brownstone Brooklyn” contra la construcción de “Ratner’s Arena”. Aturdido, se pregunta: “¿[y]
esto era una brownstone de Brooklyn? . . .
era todo menos eso, un huevo
rojizo y vacío” (31). La extracción de las divisiones interiores le
parece
haber extirpado su esencia, de manera que Vértiz
la
describe “tan vacía que ni casa era” (31).
De modo satírico, aunque Vértiz
confiesa haber preferido vivir sin los problemas estructurales de su
propia
casa histórica—con todos los “meados que venían lloviéndole por
décadas” (34)—la casa-estudio del Lederer le
parece casi incomprensible. Es como si la falta de interacción
simbólica entre
los niveles y estancias diferentes le hubiera quitado el significado y
la
capacidad de funcionar como “casa” aunque lo parezca desde fuera. Por
otro
lado, como la voz sangrienta de la nana del Lederer,
la luz violentamente colorida que sostiene a esta caverna enorme
subraya la
atrocidad de esta apropiación de sentido.
En contraste con la casa de Bergen Street y las calles de la ciudad donde los
espacios
intermedios facilitan—aunque sólo momentáneamente—que los márgenes se
asomen a
refutar la autoridad de los centros tradicionales, esta “anti-casa”
sirve de
metáfora para todas las transgresiones de identidad que se presencian
en la
novela. Representa—como la invasión comercial del vecindario, las
visiones
totalizadoras de Vértiz, el despotismo del
Lederer y las burkas
de las
mujeres árabes—sólo una imagen totalizadora, superficial, que la
despoja de
toda complejidad interior y característica particular. En resumen, es
como el
apodo— estereotípico y sin ninguna profundidad cultural—que Sarah le da
a Vértiz y con el cual éste, conforme a su
carácter “malinchista”, se contenta: “El
Taco de Brooklyn, Nueva
York” (115). (8)
Por lo tanto, no parece accidental que esta casa
sea el espacio donde se va a realizar la “novela perfecta”, la historia
de amor
y sexo de Ana y Manuel, dos adúlteros en la Ciudad de México. Como ya
se ha
indicado, al transmitir al lector la imaginación intacta del autor—en
las
palabras del Lederer, “[e]l espejo fiel, y
ya leído” (25, énfasis original) de su
visión—esta novela tendrá el mismo efecto paralizante que el peluche
virtual
que apacigua los chillidos inquietantes de la nana del Lederer.
Con su puro efecto sensorial de belleza incuestionable, representa el
primer
paso en la conquista máxima que nos volverá, como explica el Lederer, “uno con las computadoras” (119).
Inmediatamente,
este plan de su colega le insinúa a Vértiz
el
discurso cristiano que, desde la conquista española del Nuevo Mundo, ha
intentado crear una sola voluntad cultural y política de la
heterogeneidad
precolombina.(9) En otras palabras, procura
crear una Utopía que, como
caracteriza Boullosa la de L’Atlàntide
en su novela Cielos de la tierra,
tiene “un defecto” (“Escribo” 67): al deshacerse del lenguaje, borra
tanto la
historia social como la memoria individual y, consecuentemente, la
identidad de
sus habitantes.
Tampoco nos sorprende que esta visión hegemónica
que se pretende presentar con la “novela perfecta” implique sus propios
problemas. Aunque bien le fascina la capacidad genial del artefacto de
proyectar su imaginación completa, Vértiz—quien
se
identifica como escritor—instintivamente se rebela contra la
declaración del Lederer de que las
palabras son insuficientes y hasta
inútiles “para retratar con precisión la verdad” (23). De modo que ya
desde el
principio, Vértiz se desilusiona y pierde
“el gusto”
(42) con esta novela que él no puede controlar ni completar aparte de
sus
ensoñaciones, siempre imprevisibles. En otro comentario punzante, Vértiz acepta que su papel se ha reducido a
meros “ojos”
del “cerebro” (123), es decir, del Lederer,
quien lo
maneja todo desde su base de controles. Es como si Vértiz
también llevara una burka que limita su
experiencia a
la de un observador pasivo, presentándonos otra vez la imagen del otro,
dominado por el discurso del centro de poder.
Como consecuencia, Vértiz
empieza a resentir cada vez más esta posición oprimida que las
ambiciones del Lederer y su propia esposa
le imponen. Gradualmente se
convence de que los dos se han aliado para sacarle el máximo
rendimiento a sus
imaginaciones, aprovechándose así de esta parte más íntima de su ser o,
como lo
pone el propio Vértiz, de “lo mío, mío” (80 énfasis original). Por lo
tanto, se siente sumamente “robado, ultrajado” (81) de su propia
identidad, y
para justificar su creciente impaciencia con su socio, Vértiz
se dice: “soy un artista, no una vaca de
establo a la que medicinan para hincharle las ubres y sacarle jugo
noche y
día, o nomás a veces, pero nunca he dejado de tener mi dignidá.
¿Creía que podía exprimirme así como
así? ¡Nomás faltaba! Me enchilé” (106, énfasis mío).
Esta imagen que Vértiz
nos pinta de la evidente violación corporal que él experimenta remite
otra vez
al análisis—tan caricaturesco como el protagonista de Boullosa—que
Octavio Paz ofrece de la personalidad mexicana. Según deduce Paz, la
vida se
presenta al mexicano como “una posibilidad de chingar o ser chingado”
(215-6).
Por lo tanto, como buena “vaca de establo”, Vértiz
encuentra su integridad personal irreversiblemente lastimada, es decir
“chingada”, una condición que Paz caracteriza como “lo pasivo, lo
inerte y abierto, por oposición a lo que chinga,
que es activo, agresivo y cerrado. El chingón es el macho, el que abre.
La
chingada, la hembra, la pasividad pura, inerme ante el exterior” (214,
énfasis
mío).
Mortificado ante esta humillación extrema de su
mexicanidad enmascarada, la misión de Vértiz
se
convierte en un intento desesperado de recuperar su identidad cerrada y
la
autoridad absoluta sobre sí mismo y su novela. Los recursos literarios
que
autores como Cervantes han utilizado para borrar oposiciones binarias
entre
historia/ficción o autor/lector se convierten, en las manos de Vértiz, en una parodia de monólogos creativos.
Esta
determinación de evitar cualquier entrega/abertura propia se aproxima a
lo
ridículo cuando declara su identificación como autor con “una erección
en vivo
y un cuerpo, un yo, que es fardo” (96). En una palabra, pretende ser el
“chingón”.
Como se puede esperar, esta tentativa acaba en una
serie de desastres, puesto que la imaginación del propio Vértiz
sigue presentándole posibilidades inesperadas e inconformes con la
versión
original de su relato. Por ejemplo, las repetidas imágenes
controversiales que
surgen de la subconciencia de Ana, la
protagonista de
Vértiz, logran descentrar la monológica
historia de Vértiz hasta que él mismo
reconoce que su
novela no es más que una “retahíla de mentiras” (111). Un doble de ésta
se
puede ver en el códice falso que un artista azteca del siglo XVI le
prepara a
su emperador Moctezuma en uno de los sueños de Ana. Fingiendo una
escena de paz
mientras ya se sabe de la llegada de unos extranjeros armados en la
costa, este
códice no tiene nada que ver con la complejidad del momento histórico
en que se
encuentra el imperio mexica. Como la novela de Vértiz,
el peluche de la nana y las burkas de las
árabes,
dicho códice sólo sirve de bocina para los poderes discursivos que,
según
Chorba, “concretize and institutionalize
a singular optic or
perspective and contribute
to a controlled,
configured world
vision” (“Actualization”
301).
Al hartarse de la falsedad de su historia y de su
propia docilidad “colonial” (112), a Vértiz
se le
aparece por casualidad una nueva novela alternativa que acaba rompiendo
definitivamente la representación impecable de la “novela perfecta”. Es
una
historia con protagonistas inmigrantes—un traficante de diamantes judío
y una
aspirante mexicana a estrella de cine—que luchan por sobrevivir y dejar
su
impronta en la Nueva York del año 1940. Con su trasfondo de guerra y
sustancia
social auténticas, es una novela bien merecedora de ser escrita. Como
las
novelas históricas de Boullosa, sería una
reapropiación ficcional de la historia que, en las palabras de Chorba,
podría
servir para “salvage the
narrative material of each
tale while at the
same
time incorporating critical
commentary or suggestively manipulative
reformations” (310-11). Sus ensoñaciones
con esta nueva
historia le dan a Vértiz la sensación de
ser “un
escritor de verdad” (138, énfasis
original) y la impresión de que sus palabras y frases de veras podrían
llenarse
de significado—si sólo, como se da cuenta el lector, Vértiz
dejara de adueñarse de ellas—.
Mientras estos nuevos fantasmas van cobrando vida
en la mente de Vértiz, la utópica “novela
perfecta”
se auto-destruye en un remolino apocalíptico de su propio sinsentido.
Los
personajes proyectados por el aparato del Lederer
le
parecen a Vértiz como si fueran simples
“cascarones a
los que faltara la clara y la yema” (144). Como las visiones
autoritarias y
estereotípicas que la novela de Boullosa
nos expone,
no permiten lecturas que vayan más allá de su apariencia. Este discurso
“perfecto”
es metafórico del tipo de literatura que Boullosa
describe como “desechable, pura baraja de ‘anécdotas’, sin valor en las
palabras” (“Destrucción” 216). No estimula más que olvido, y por lo
tanto, los
personajes acaban siendo víctimas de la misma amnesia social que Anna Reid señala como la causa de la destrucción de L’Atlàntide en Cielos
de la tierra y de Macondo en Cien
años de soledad de Gabriel García Márquez (“Operation”
190).
Lo que sí sobrevive este torbellino de alienación
es el manuscrito de Vértiz, quien nos
narra lo
sucedido porque, como confiesa él, tiene la necesidad urgente de
desahogarse.
Dice: “[lo] hago porque no me aguanto cuanto traigo adentro de mí
mismo” (16).
Irónicamente, con este relato imperfecto y obviamente abierto—puesto
que se
escribe desde su condición “chingada”—Vértiz
logra
escribir una verdadera novela que, según Boullosa
“es
cinismo, aspira a ser porosa, a tener un cuerpo deforme, a ser un
espejo de lo
real, y lo real nunca es perfecto” (en Salmerón). Es evidente que la
escritura
le da sentido tanto a Vértiz como a sus
experiencias
desconcertantes, rescatándolas del olvido histórico. Al mismo tiempo,
sin
embargo, permite que sus cosas privadas salgan “chutando hacia el ancho
mundo,
vueltas mierda” (130), sujentándolas así
al juicio e
interpretación de sus lectores. Por lo tanto, crea otro espacio
intermedio,
esta vez textual, donde el diálogo entre
el texto y su lector completa la imagen propuesta por el autor. Como
las
encrucijadas culturales que hemos analizado y como toda literatura,
según Boullosa, este espacio es
inquietante y peligroso, puesto
que “pone en riesgo” (“Destrucción” 216) todas las concepciones previas
sobre
la realidad.
El escritor
argentino Mempo
Giardinelli caracteriza
la literatura latinoamericana
del postboom sobre
todo por su voluntad “to
question, to
experiment, to know and to discover. . . . and
above
all, to remember and perhaps, in this
way, to survive” (224, énfasis
original). Como hemos intentado demostrar, La
novela perfecta de Carmen Boullosa se
inserta en
esta corriente, extendiendo la mirada revisionista de la autora desde
el mundo
hispano al entorno cosmopolita de Nueva York. En esta novela, la voz
socarrona
de Boullosa desafía las oposiciones
binarias que
siguen fraccionando nuestro mundo a pesar de las aportaciones
tecnológicas y
comunicativas que podrían ayudar a derrumbar fronteras tradicionales.
Por lo
tanto, el contacto y traducción culturales en los espacios intermedios
de la
novela causan que las burkas discursivas
se levanten
y que las historias “subterráneas”, olvidadas, se asomen para negociar
nuevas
representaciones culturales. Además, en este contexto híbrido y
multicultural, Boullosa lanza su voz
particular y mexicana para establecer
un importante diálogo con el mundo hispano y su tradición literaria
para que
este legado cultural no se olvide en la diáspora contemporánea.
Notas
(1). Incluimos esta novela de Rodríguez que también tiene
Nueva York como
uno de sus escenarios, aunque sea el de
los fines del siglo XIX y principios del XX.
(2). Véase el primer capítulo del libro de Carrie
Chorba para una descripción más detallada sobre esta crisis y las
manifestaciones artísticas que precipita.
(3). Todas las citas de esta novela provienen de la
edición de Alfaguara.
(4). Paz explica el uso de este adjetivo para denunciar
las simpatías
extranjerizantes en México (224).
(5). Véase el libro de Doris Sommer
para su
revelador análisis de los recursos que los escritores minoritarios
utilizan
para esquivar la mirada aparentemente comprensiva de la cultura
dominante.
(6). Véase, por ejemplo, el artículo de Tom Angotti
sobre la polémica en cuanto a la construcción de Ratner’s
arena en el centro de Brooklyn.
(7). Véase la descripción de Edwin G. Burrows
y
Mike Wallace de este tipo de casas que, a mediados del siglo XIX,
empezaron a
definir los nuevos vecindarios de Manhattan y Brooklyn (716-718).
(8). Véase el artículo de Jesús Martín Barbero sobre el
papel de los medios
de comunicación en crear un sentido de pluralismo falso en que los
estereotipos
hacen del otro una entidad “assimilable without any need
to understand him” (53).
(9).
Véase, por ejemplo, el análisis de Octavio Paz sobre la conquista de
Nueva
España (240).
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