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La novela perfecta de Carmen Boullosa:

Una aventura sin límites en el espacio textual

 

Erja Vettenranta
Graduate Center, CUNY

 La novela perfecta (2006) es la primera novela de Carmen Boullosa que desarrolla su acción en Nueva York, la ciudad de residencia de la autora desde 2001. Así, la novela forma parte de un corpus de libros en español que han aparecido en los últimos años, donde los autores hispanos dejan sentir su voz particular dentro del marco de esta ciudad cosmopolita. Algunas de estas obras son Ventanas de Manhattan (2004) de Antonio Muñoz Molina, Llámame Brooklyn (2006) de Eduardo Lago y Chiquita (2008) (1) de Antonio Orlando Rodríguez. Aunque de estilos muy diferentes, comparten características claves con la novela de Boullosa. Una de éstas es el intento de captar, de una manera u otra, la variedad de experiencias y vidas entrecruzadas que se presencian en el quehacer diario de Nueva York. Además, junto con el de Boullosa, estos libros recientes en español celebran la lengua y, sobre todo, la palabra escrita como un recurso imprescindible no sólo para retratar la realidad vertiginosa de la ciudad sino para entender y sentirse parte de este entorno caótico y a veces hasta incomprensible.

En La novela perfecta, se narra la historia de un escritor mexicano expatriado en Brooklyn en la misma calle Dean donde vive Boullosa. De forma autobiográfica, Vértiz, el narrador protagonista, nos relata el proyecto utópico de crear una “novela perfecta” con el nuevo artefacto y software que un vecino suyo ha inventado para grabar y transmitir a la realidad la imaginación completa del autor sin perder el más minucioso detalle o matiz—y todo sin el penoso trabajo de escribir—. Mediante las relaciones interpersonales de Vértiz, la novela de Boullosa desmitifica concepciones tradicionales sobre papeles de género e identidades nacionales mientras rinde homenaje a la diversidad cultural de su comunidad heterogénea dentro del crisol por excelencia que es Nueva York. A la vez, pone de relieve la vigencia de las tensiones y prejuicios culturales que siguen manifestándose dentro del globalismo contemporáneo, marginalizando a ciertos sectores sociales, étnicos o raciales. Por lo tanto, con este nuevo escenario cosmopolita como su trasfondo cultural, Boullosa continúa en La novela perfecta su tarea literaria revisionista que cuestiona tanto el orden categórico del mundo como la visión hegemónica de las historias oficiales. Con su humor e ironía Boullosa hace caer el discurso autoritario y monológico de estas estructuras, precipitando la destrucción simbólica de la “novela perfecta” que presenta únicamente la visión de su autor sin ninguna posibilidad de interpretación. En cambio, como el espacio intermedio de la ciudad, la textualidad de la novela permite un discurso dialógico, sirviendo así de puente comunicativo que arriesga las percepciones previas tanto del autor como de sus lectores.

Estos temas y recursos literarios no son ninguna novedad en la obra de Boullosa, porque toda su producción literaria se caracteriza por esta voz diferencial y revisionista que rechaza etiquetas estereotípicas y que no vacila en enfrentar lo prohibido, lo oculto o lo grotesco (lo otro). Al contrario, busca salir de la zona de comodidad del yo a territorios desconocidos para ofrecer perspectivas nuevas que alteran las oposiciones binarias y tradicionales entre hombre/mujer, civilización/barbarie, centro/periferia, historia/ficción, etc. Es una postura crítica que acerca la obra literaria de Boullosa a la ficción latinoamericana del presente que Josefina Ludmer caracteriza por su “negación sistemática de fronteras: mezcla géneros, mezcla cultura alta y popular, mezcla lo fantástico y lo realista y trata, precisamente, de desdiferenciar la realidad de la ficción” (360, énfasis original). Por su falta de reconocimiento de las divisiones ideológicas de estas categorías, concluye Ludmer, las nuevas escrituras “son ambivalentes en cuanto a las posiciones políticas o ideológicas . . . [mostrando], desde abajo por así decirlo, desde el subsuelo . . . la crisis de la subdivisión de la experiencia humana” (362, énfasis original).

Las novelas históricas de Boullosa son casos por excelencia de esta escritura inconformista, puesto que se llenan de personajes marginales cuya voz auténtica usualmente se ve silenciada por las historias oficiales. Surgidas del interés por la conquista y la historia colonial que la crisis de identidad mexicana de los años noventa despierta en los escritores y artistas mexicanos, (2) estas novelas re-escriben y reinterpretan el pasado para cuestionar el valor de la historiografía y diferentes aspectos del discurso nacional.

Por ejemplo, en Llanto: novelas imposibles (1992), reaparece Moctezuma en la Ciudad de México contemporánea para polemizar sobre su muerte controversial y el verdadero significado de la raza mestiza mexicana. Por otro lado, en Duerme (1994), una mujer trasvesti en el Virreinato de la Nueva España desafía papeles de género de su época. Mientras tanto, en Cielos de la tierra (1997), se superpone, mediante la escritura y la lectura, la historia de un discípulo indígena del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco en el siglo XVI, con la de una mujer mexicana contemporánea y la de una antropóloga en la utópica comunidad futura que quiere eliminar el uso del lenguaje. Se trata de historias, personajes y memorias revisitadas e imaginadas para ofrecer versiones y puntos de vista nuevos del pasado que define nuestro presente.

De esta manera, la ficción se convierte en un tipo de mensajero, en las palabras de Verónica Salles-Reese, “unas veces llenando . . . aquellos silencios y vacíos que se encuentran en la historia oficial y otras apuntando al carácter ficticio de la historia” (142). Por lo tanto, como anota Carrie Chorba en su ensayo “Llanto: A Challenging Approach to Historical Literature and National Identity”, el proyecto literario de Boullosa destaca por su “postmodern commitment to replacing authoritarian, monologic historiography with a plurality of voices” (172).

Otro aspecto crítico de la esritura de Boullosa que nos interesa mencionar antes de empezar el análisis de La novela perfecta es su particular perspectiva femenina, la cual forma parte de la ya mencionada voluntad de destruir discursos y categorías institucionalizados. Aunque Boullosa confiesa escribir desde el punto de vista femenino y su cuerpo de mujer, es difícil clasificar sus obras como literatura femenina según se entiende este término tradicionalmente. Como dice la propia Boullosa, comparada con las obras de algunas otras escritoras mexicanas de gran éxito, su primera novela Mejor desaparece (1987) “era un fraude total para los lectores de los libros de mujeres, porque el nivel de lenguaje es totalmente otro. . . . porque no es una novela sobre una familia, es una novela sobre el mal, sobre el demonio, sobre la muerte . . .” (“Procuro” 38). En la misma entrevista afirma que no le interesa para nada la feminidad dulce y sentimental del orden doméstico sino “el lado oculto de la feminidad, lo salvaje, lo indomesticable, la oscura ley del cuerpo, lo incivilizable del hombre y la mujer o lo que la civilización ha dejado al lado de las palabras, al margen moral. Así me interesa ser una autora femenina. . . . procuro pulir mi ‘feminidad’ asalvajándola” (39-40). En un poema de su colección La salvaja—un título un tanto revelador—se cristaliza perfectamente la actitud distintiva de Boullosa ante las estructuras establecidas: “Pongo mi dedo en el mundo./ Aprieto fuertemente. / Vuelvo rompecabezas la unidad” (150).

En su estudio Gesto de Antígona o la escritura como responsabilidad, Eleonora Cróquer Pedrón iguala esta postura radical con la tradición femenina iniciada en la América Latina por Sor Juana; en las palabras de Cróquer Pedrón, estas voces se colocan conscientemente en el “lugar-mujer-maldiciente  . . . [desde el cual articulan] su desacuerdo” (40). Sin embargo, hay que destacar que aunque hablamos de una posición diferencial femenina, no es una posición determinada biológicamente. Al contrario, en otra entrevista, Boullosa define este tipo de escritura como una manera específica de “percibir la realidad, de comprender la vida. . . . [que] no es exclusiva de las mujeres” (en De Beer 210) sino que también caracteriza la obra de muchos escritores.

Más bien entonces, es una actitud rebelde hacia todo tipo de normas patriarcales que pretenden representar el mundo con nítidas jerarquías. Como subraya Cróquer Pedrón, rompe con las historias oficiales y formas canónicas, sugiriendo catástrofes devastadoras para emprender el camino hacia la restauración de formas más justas (114). Y es esta noción la que nos permite leer en conjunto la diversa obra de Boullosa; toda su escritura se engendra desde la “misma monstruosidad que lleva consigo el poder de desestructurar el orden del mundo, de poner en cuestión las categorías únicas, de recuperar la memoria y de devastar el concreto armado con el cual parece diseñada la civilización” (Cróquer Pedrón 107).

En La novela perfecta,(3) la voz disidente de Boullosa deja sentirse a través del tono juguetón e irónico de la historia de Vértiz, todo un antihéroe en su mediocridad y falta de voluntad de superarla. Como ya hemos mencionado, es un escritor mexicano que vive en Brooklyn,  Nueva York con su mujer Sarah, una abogada norteamericana. Completamente mantenido por ésta, Vértiz se describe como “un perezoso grandes huevos” (18) mientras su mujer y su vecino Paul Lederer—el inventor con quien trabaja para crear la “novela perfecta”—lo perciben tan alejado del mundo que lo rodea que les parece que vive “en la luna” (47, 82). Por un lado, se recrea con la memoria del éxito de su primera—y única—novela Blond Flame, publicada en inglés en México doce años antes. Por otro, se engolosina con su próximo triunfo novelesco que tiene en su cabeza “a punto de estar maduro y llegar completitito a la página” (16). Sin embargo, el letargo de su vida cómoda y patrocinada le impide empezar, en las palabras de su vecino, con “la pesadez fastidiosísima” (24) de la escritura. Por tanto,  nada más conveniente para nuestro escritor indolente que realizar su nueva novela con el aparato de Lederer que le ahorra todo esfuerzo de escribirla.

Desde luego, en la personalidad de Vértiz parecen haberse reunido las peores características de la hidalguía española, de la cultura hacendada de las colonias y de la nueva hegemonía cultural de los Estados Unidos en la vida mexicana. Este último aspecto se manifiesta en la relación exageradamente  polarizada de la pareja dispareja que forman Vértiz y Sarah. Aparte de lo poco que todavía “gotea” (14) su primera novela, Vértiz no ha vuelto a ganar un centavo en Nueva York sino que vive a costa de su esposa, su “Sariux” como le gusta, de forma reveladora, llamarla. Ella, según Vértiz, “adora su papel de abogángster” (52) en esta ciudad prometida de negocios y litigios, de manera que además de depender de su esposa económicamente, ella lo representa verbal y legalmente al trazarse el contrato de la “novela perfecta”. Cuando le piden que autografíe una copia de su primera novela, Vértiz responde con un tono sarcástico que “[n]o firmaría yo nada sin la autorización de mi abogada” (63). Ignorando la evidente veracidad de su broma, acaba confirmando su sumisión completa ante el poder jurídico y discursivo de su esposa-ama.

También es Sarah quien se ocupa de todos los aspectos prácticos de la vida y el hogar del matrimonio, y lo hace con una energía que escandaliza a Vértiz. Hasta los días libres, él observa horrorizado cómo ella se dedica a un sinfín de actividades “como si le hubieran puesto un cuete en la cola” (52). Pero aunque su mujer sea “una chinche” (54) oficinista, Vértiz admite que se encuentra completamente desarmado ante su belleza divina. Para no verse obligado a bajar de la “ermita de [su] patrona” (54), él la corteja con obsequios verbales disculpándose a sí mismo. Por lo tanto, aunque Vértiz fantasea con ser el estereotípico Latin lover que “la tumba” (140) a su esposa para reconciliar sus riñas, el lector se da plena cuenta de que es Sarah quien lleva los pantalones en esta relación. Ella se sirve de su apariencia y posición para manipular a Vértiz  mientras éste parece encadenado por las esperanzas casi inverosímiles de Sarah de que “cualquier día de éstos . . . [esa segunda] novela sí va a pegar y ¡a ganarnos la lotería, señores!” (15).

Cruelmente irónico en esta caracterización burlona de su protagonista, el texto de Boullosa subvierte completamente los papeles de género tradicionales. Reducido a su ámbito doméstico, Vértiz se ve cada vez más mujeril en su pasividad y su retiro del discurso público. Por ejemplo, sus perezosas rutinas matutinas se han convertido, en sus propias palabras, en “femeniniles [sic], aunque la verdad es que femeninininiles” (29, énfasis original). Asimismo se enorgullece de saber “todos los chismes en español de la cuadra” (82), un discurso típicamente privado, femenino.

De este modo, Boullosa no sólo anula el machismo hispanoamericano de Vértiz sino que logra pintar en su protagonista una verdadera caricatura del sujeto (neo)colonial, vencido constantemente por la virilidad potente de la “Sariux”, su nueva divinidad espiritual y cultural. Al encarnar las amonestaciones centenarias de José Martí sobre la amenaza norteña para las naciones latinoamericanas (76), Vértiz acaba personificando la figura estereotípica de una “Malinche” contemporánea. Como caracteriza Octavio Paz a esta figura mítica de la conciencia mexicana en su influyente Laberinto de soledad (1950), es la presencia extranjerizante que “se da voluntariamente al conquistador” (224), traicionando así su propia identidad cultural.

Por consecuencia, las observaciones y los encuentros de Vértiz con los demás inmigrantes hispanoamericanos se caracterizan por la superioridad racial y cultural que Vértiz asume por su vinculación con la civilización occidental y su fácil identificación con la cultura estadounidense gracias a su mamá “mediogringa” (12). Esto se refleja, sobre todo, en sus descripciones peyorativas de los hispanos de evidente sangre indígena o africana. En la mente de Vértiz estos seres siempre quedan relegados al plano marginado del otro, es decir del salvaje, pagano y caduco desde su adoptado punto de vista occidental que niega su propio origen e historia. Sus ataques mentales se dirigen tanto a las nanas oaxaqueñas y poblanas—para él unas “chaparritas cuerpo de uva” (55)—como a los errores ortográficos en la ventana de una tienda espiritual que Vértiz denomina una “versión muchospesos de herbolaria caribeña” (57). Otro tanto lo enojan el “puertoinglés” de una adivina “gorda de cabellos mochados y teñidos de un rubio rájale” y el novio “negrísimo” (59) de ésta que le recomienda los servicios de su novia.

La descripción más completa y elaborada se dedica a una tienda de la esquina con dueños indígenas que se llama “El Indio Mexicano”. Según Vértiz, es “una bodega o supercito o deli o tienda de abarrotes, como le quieran decir, de unos más depricanos que mexis” (57). Le fastidian, sobre todo, la incompetencia culinaria y el atraso estético y tecnológico del lugar que le parecen personificar todo lo peor de una cultura inferior: empleados holgazanes, falta de cajero automático, una selección limitada de productos “invariablemente malísimos” (58), y una evidente falta de voluntad de participar en el renacimiento del resto del barrio. Gente mejor dotada se ha adueñado recientemente del vecindario, el cual Vértiz describe como “gentrificado” (15, énfasis original). Siendo él y Sarah algunos de los “cuasi recién llegados” (15), los ultrajes monológicos de Vértiz—que se justifica ante la decrepitud física y espiritual del “Indio”—nos  recuerdan irremediablemente tanto la incompetencia cultural de los conquistadores españoles del Nuevo Mundo como el celo civilizador, europeizante, de sus descendientes criollos.

Son las crónicas e historias unidimensionales—si no completamente deficientes—de éstos las que muchos de los autores hispanoamericanos desde Comentarios reales (1605; 1609) del Inca Garcilaso de la Vega han deseado “declarar y ampliar” (156). En su libro Mexico, From Mestizo to Multicultural: National Identity and Recent Representations of the Conquest, Carrie Chorba observa cómo en el México del siglo XX, los ideales posrevolucionarios de una identidad nacional uniforme han incitado a las autoridades a valorar la figura mestiza como el mexicano emblemático. Aunque esto haya ayudado a elevar el estatus social del mestizo, Chorba subraya que “[y]et, as a totalizing vision, this mestizophile identity discourse reduced society into a single racial and ethnic essence, thus subordinating—if not denying—the heterogeneous reality of the country” (10). En La novela perfecta, Boullosa se opone a este tipo de “normative and closed masculine historiography” (Oropesa 109) tanto a través de la masculinidad cuestionable de Vértiz como mediante los espacios intermedios de la ciudad que ponen los diversos grupos en contacto de manera casi carnavalesca.

Como consecuencia, la postura arrogante de Vértiz se ve desafiada en cuanto se establece un diálogo entre un empleado de “El Indio Mexicano” y Vértiz—quien se ha detenido a leer el aglomeramiento de anuncios en la puerta, una mezcla ecléctica de inglés y español—. Cuando el empleado le dirige la palabra a Vértiz en mal inglés, éste le contesta en español, incitando la curiosidad del otro: “‘¿pusquíhablas español, güero?’, ‘soy mexicano’, ‘¿pusdiónde?’, ‘chilango’, ‘¡aaah!’, y escupiendo su ‘¡aaaah!’ se echó a correr hacia la puerta de la deli y se metió sin terminarlo—‘¡aaa!’—, como si yo le hubiera dicho ‘tengo tiña y de la que deveras contagia’” (58-9). En este episodio vemos cómo, al asegurarle que él también es mexicano, Vértiz le impone al empleado su propia experiencia e identidad mexicanas con sus tendencias “malinchistas” (4) ya mencionadas. Así, vistiendo al otro metafóricamente de un tipo de camisa de fuerza, llamada México y definida desde el punto de vista “chilanga” del centro oficial del país, Vértiz ejerce una apropiación casi violenta de la identidad de su interlocutor.

Por otro lado, el comentario cómico de Vértiz sobre el indio que huye adquiere importancia en el texto de Boullosa. De modo inadvertido para el propio Vértiz, parece aludir a la grave amenaza física que las enfermedades europeas causaron a la población indígena y que se documentan, por ejemplo, en las relaciones indígenas de la conquista (Leon-Portilla 117-18). Aunque no esté tiñoso, la máscara extranjerizante de Vértiz es quizás igualmente peligrosa, puesto que acaba sacrificando la identidad propia del otro. Las palabras de Vértiz nos recuerdan otra vez las famosas observaciones de Martí sobre la pervivencia de la colonia y la falta de entendimiento constructivo de la pluralidad racial del continente americano (75) no sólo en las repúblicas de su época sino también en las de hoy y hasta en la diáspora latinoamericana actual. Así, la reacción del empleado puede leerse como un acto de defensa propia para escaparse de las limitaciones culturales que Vértiz le impone. Por lo tanto, causar desagrado es acaso el efecto deseado por el indio para llamar la atención al inapropiado discurso unificador de Vértiz. (5)

Además, poco después presenciamos otro episodio muy demostrativo de este tipo de opresión discursiva que intenta establecer una visión armoniosa donde las voces diferenciales se ven literalmente silenciadas por la cultura dominante. Ocurre en la casa de Bergen Street de Paul Lederer, donde los abogados de todos los partidos interesados en la “novela perfecta” se han reunido para firmar los contratos necesarios. De repente aparece ante todos la nana del inventor, según la caracterización de Vértiz “una vieja viejísima, negra como la noche, visiblemente descompuesta” (65) a la cual la aflige una angustia terrible. El dueño de la casa ha apagado sus máquinas productoras de apariencias irreales durante las negociaciones, dejando a su nana sin su peluche virtual que le habla a ella con la voz consoladora del propio Lederer, la cual es, como éste explica, “la que le da más serenidad” (66).

Irónicamente, es Vértiz quien ahora nota con aversión la evidente insensibilidad del inventor hacia la voz particular de este ser vejado que no parece ser más que “una sombra” (66) intangible. Escucha las palabras casi incomprensibles de la criatura salir como “por unas enciotas [sic] hinchadas y secas, llenas de vocales que parecían sangrar” (65, énfasis mío), perturbando el control de Lederer sobre el sosiego de su casa. Por su parte, el propietario admite que no soporta ni quiere “tratos ningunos” con los aullidos salvajes de su nana que expresan, según él, un “dolor de no ser ya lo que fue” (68). Para mantener la apariencia de orden dentro de su hogar, Lederer prefiere extender su propia perspectiva patriarcal mediante las “ensoñaciones que tiene [ella] cuando, satisfecha y segura, se abraza al muñeco que le da la máquina” (68).

Por tanto, sin apenas empezar el proyecto de “la novela perfecta”, este incidente le reitera al lector las sospechas de la naturaleza siniestra del artefacto del Lederer y de las visiones unilaterales que es capaz de captar y proyectar. Como el inventor le ha explicado a Vértiz, la imagen—o la novela—realizada por el aparato no sólo transmite la imaginación completa de su creador sino que también garantiza una lectura “impecable” de ella sin que el lector pueda “escurrírsele al autor y caminar para donde no debiera” (24). Es decir, produce una situación donde el lector/súbdito se queda completamente a merced de la versión del autor/autoridad. En cuanto al efecto que la compañía virtual le da a la vieja negra, a Vértiz se le escapa un comentario sardónico sobre los indiscutibles beneficios sociales y económicos del aparato, lo cual incomoda bastante a las demás personas presentes. A saber, señala su capacidad escalofriante de producir “[s]eres impecables, ejemplares, sin voluntad propia” (69), insinuando así su verdadera utilidad para silenciar las perspectivas diferenciales al orden establecido.

Gracias a esta maquinaria, la nana de la familia de Paul Lederer—procedente del Sur de los Estados Unidos con una historia infame de esclavitud—se mantiene tranquila en su espacio oculto en el sótano de la casa que Vértiz describe como “un mierdero desordenado y sucio” (34). Tanto literal como metafóricamente, este sujeto subalterno se ve completamente subyugado por el poder discursivo del Lederer. Sólo la breve interrupción en el funcionamiento del aparato le permite a la nana el momentáneo ascenso desde las honduras de su escondite y la consecuente ocasión de verdadero contacto entre su realidad desconsolada y la aparente elegancia exclusiva del piso superior de su amo.

En Llanto: novelas imposibles Boullosa ha utilizado una metáfora parecida al hacer renacer a Moctezuma, por las galerías de un hormiguero subterráneo, para que se repensara su figura y la memoria indígena olvidadas en la imaginación nacional. Como esta aparición en Llanto, la presencia reiterada de los personajes subalternos en La novela perfecta sirve el mismo propósito de cuestionar las historias oficiales e identidades nacionales desde la perspectiva de los marginados. Por lo tanto, en las palabras de Chorba, estos roces novelescos con el otro “advocate tolerance and understanding—pillars of multiculturalism” (México 76). En La novela perfecta, Boullosa aplica esta postura revisionista no sólo a México sino a todo el mundo contemporáneo que se caracteriza cada vez más por las experiencias transnacionales tan típicas de Nueva York.       

En su libro The Location of Culture, Homi K. Bhabha enfatiza la importancia de los espacios intermedios en la negociación de los significados dentro de esta realidad posmoderna que borra límites extremos. Según Bhabha, la cualidad esencial de esta tendencia es “the need to think beyond narratives of origin and initial subjectivities and to focus on those moments or processes that are produced in the articulation of cultural differences” (1). Los episodios con el “Indio Mexicano” y la nana del Lederer demuestran claramente esta vocación desmitificadora de Boullosa que coloca a sus personajes en las fronteras culturales donde estos diálogos ocurren.

Otras veces, la comunicación fracasada subraya la falta crítica de esta dimensión intercesora, como, por ejemplo, cuando Vértiz se detiene a contemplar las figuras oscuras de las mujeres árabes en las calles de su comunidad. Las describe “cubiertas de negro de pe a pa, [porque] la burkha [sic] les deja fuera sólo sus ojitos y los zapatos siempre chancleados” (117). Parece intrigado por la manera en que sólo se puede intuir si la persona bajo la tela es muy flaca o muy gorda y si camina “como cargando una depresión de aúpa. . . . o con una elegancia altanera” (117). Es como si la burka les negara todas las características y emociones intermedias a estas mujeres, ahorrándole a su observador la necesidad de ajustar su visión totalizadora de esta masa monótona. Sin embargo, hasta estos personajes logran desmentir el efecto unificador de la perspectiva dominante cuando se les ve, como lo pone Vértiz, “los puños de sus vestidos, las más de las veces de colores” (117). Como lo comprueban el “Indio” y la nana del Lederer, cualquier rajadura en la unidad aparente basta para que el subalterno aproveche siquiera estos instantes pasajeros para manifestar su personalidad particular detrás de la fachada unificadora.

Al explicar sus percepciones sobre los otros grupos étnicos del barrio, la narración de Vértiz se contenta con un papel más o menos objetivo, anotando la mezcla típica neoyorquina donde las oleadas demográficas ocasionan cambios inevitables en cada vecindad. Enumera, por ejemplo, las mezquitas y tiendas árabes al lado de los puestos judíos, un bar de música country, los cafés independientes que todavía resisten la invasión de Starbucks, y la tienda de jabones naturales al lado de alguna farmacia de cadena (117-9). En este vaivén constante, las comunidades anteriores parecen luchar por su existencia—juntas con las de otras religiones o etnicidades—ante la presión inmobiliaria y contra las diferencias y tensiones culturales que puedan separarlas en facciones antagónicas.

Entre los problemas que la novela de Boullosa señala en las encrucijadas interpersonales de este entorno urbano son las inevitables dificultades de traducción cultural y lingüística. Por un lado, Vértiz comenta el letrero de un negocio pakistaní que se anuncia “for all ages”, es decir “para todas las edades”. Revelando su propia voluntad de malinterpretar la intención del “autor” de este rótulo, Vértiz se pregunta con un tono mordaz si con eso “¿quieren decir que no venden pornografía o qué?” (117-8). Por otro lado, el propio Vértiz afronta a lo largo de la novela la dificultad de trasladar de manera exacta las expresiones inglesas de su entorno físico al español de su narración. Duda, por ejemplo, al traducir los poemas que él y Lederer citan mientras trabajan para crear la “novela perfecta”. Sin comprometerse a una sola versión, Vértiz recurre a menudo a ofrecer varias interpretaciones de versos como “[s]he walks in beauty” de Lord Byron, y propone: “[e]lla camina arropada—¿envuelta?, ¿vestida?—en su belleza” (21). Son momentos como éstos los que destacan la variedad de lecturas y visiones posibles que una sola frase puede  insinuar, por no mencionar lo difícil de captar la complejidad de la realidad contemporánea bajo historias oficiales o identidades nacionales uniformes.

A pesar de estas aparentes confluencias y fricciones interculturales e interlingüísticas, los grupos étnicos que Vértiz observa en su narración logran coexistir en ese espacio intermedio de la ciudad. No pierden sus características individuales aunque adopten nuevas identidades híbridas en este espacio internacional, o como lo expresa Bhabha, “the cutting edge of translation and negotiation, the in-between space . . . that carries the burden of the meaning of culture” (38). Por lo tanto, la novela de Boullosa rinde homenaje a este vecindario heterogéneo de Prospect Heights que, en el momento de la publicación de la novela, se ve conminado por la construcción de un enorme complejo comercial, deportivo y habitacional que amenaza demoler partes de la comunidad junto con edificios históricos que caracterizan esta parte de Brooklyn.(6) Como el discurso autoritario de Vértiz sobre el “Indio Mexicano” y la opresión de los chillidos de su nana por el Lederer—con su trasfondo colonial y segregacionista respectivamente—los intereses políticos y económicos contemporáneos se imponen aquí sobre los territorios por conquistar sin reconocimiento de las vidas y comunidades humanas que se ven reemplazadas en el nombre del progreso.

Vértiz alude directamente a esta controversia local cuando describe su asombro al entrar por primera vez en la casa-estudio del Lederer en la calle Dean al lado de su propia “brownstone.(7) Sin paredes y pisos intermedios, la casa del inventor le parece a Vértiz “un inmenso cascarón vacío, pura piel o sólo el esqueleto del XIX” (30). Sigue comentando la hipocresía del vecino en cuya ventana cree haber visto un cartel que abogaba por la preservación de “Brownstone Brooklyn” contra la construcción de “Ratner’s Arena”. Aturdido, se pregunta: “¿[y] esto era una brownstone de Brooklyn? . . . era todo menos eso, un huevo rojizo y vacío” (31). La extracción de las divisiones interiores le parece haber extirpado su esencia, de manera que Vértiz la describe “tan vacía que ni casa era” (31).

De modo satírico, aunque Vértiz confiesa haber preferido vivir sin los problemas estructurales de su propia casa histórica—con todos los “meados que venían lloviéndole por décadas” (34)—la casa-estudio del Lederer le parece casi incomprensible. Es como si la falta de interacción simbólica entre los niveles y estancias diferentes le hubiera quitado el significado y la capacidad de funcionar como “casa” aunque lo parezca desde fuera. Por otro lado, como la voz sangrienta de la nana del Lederer, la luz violentamente colorida que sostiene a esta caverna enorme subraya la atrocidad de esta apropiación de sentido.

En contraste con la casa de Bergen Street y las calles de la ciudad donde los espacios intermedios facilitan—aunque sólo momentáneamente—que los márgenes se asomen a refutar la autoridad de los centros tradicionales, esta “anti-casa” sirve de metáfora para todas las transgresiones de identidad que se presencian en la novela. Representa—como la invasión comercial del vecindario, las visiones totalizadoras de Vértiz, el despotismo del Lederer y las burkas de las mujeres árabes—sólo una imagen totalizadora, superficial, que la despoja de toda complejidad interior y característica particular. En resumen, es como el apodo— estereotípico y sin ninguna profundidad cultural—que Sarah le da a Vértiz y con el cual éste, conforme a su carácter “malinchista”, se contenta: “El Taco de Brooklyn, Nueva York” (115). (8) 

Por lo tanto, no parece accidental que esta casa sea el espacio donde se va a realizar la “novela perfecta”, la historia de amor y sexo de Ana y Manuel, dos adúlteros en la Ciudad de México. Como ya se ha indicado, al transmitir al lector la imaginación intacta del autor—en las palabras del Lederer, “[e]l espejo fiel, y ya leído” (25, énfasis original) de su visión—esta novela tendrá el mismo efecto paralizante que el peluche virtual que apacigua los chillidos inquietantes de la nana del Lederer. Con su puro efecto sensorial de belleza incuestionable, representa el primer paso en la conquista máxima que nos volverá, como explica el Lederer, “uno con las computadoras” (119). Inmediatamente, este plan de su colega le insinúa a Vértiz el discurso cristiano que, desde la conquista española del Nuevo Mundo, ha intentado crear una sola voluntad cultural y política de la heterogeneidad precolombina.(9) En otras palabras, procura crear una Utopía que, como caracteriza Boullosa la de L’Atlàntide en su novela Cielos de la tierra, tiene “un defecto” (“Escribo” 67): al deshacerse del lenguaje, borra tanto la historia social como la memoria individual y, consecuentemente, la identidad de sus habitantes. 

Tampoco nos sorprende que esta visión hegemónica que se pretende presentar con la “novela perfecta” implique sus propios problemas. Aunque bien le fascina la capacidad genial del artefacto de proyectar su imaginación completa, Vértiz—quien se identifica como escritor—instintivamente se rebela contra la declaración del Lederer de que las palabras son insuficientes y hasta inútiles “para retratar con precisión la verdad” (23). De modo que ya desde el principio, Vértiz se desilusiona y pierde “el gusto” (42) con esta novela que él no puede controlar ni completar aparte de sus ensoñaciones, siempre imprevisibles. En otro comentario punzante, Vértiz acepta que su papel se ha reducido a meros “ojos” del “cerebro” (123), es decir, del Lederer, quien lo maneja todo desde su base de controles. Es como si Vértiz también llevara una burka que limita su experiencia a la de un observador pasivo, presentándonos otra vez la imagen del otro, dominado por el discurso del centro de poder.

Como consecuencia, Vértiz empieza a resentir cada vez más esta posición oprimida que las ambiciones del Lederer y su propia esposa le imponen. Gradualmente se convence de que los dos se han aliado para sacarle el máximo rendimiento a sus imaginaciones, aprovechándose así de esta parte más íntima de su ser o, como lo pone el propio Vértiz, de “lo mío, mío” (80 énfasis original). Por lo tanto, se siente sumamente “robado, ultrajado” (81) de su propia identidad, y para justificar su creciente impaciencia con su socio, Vértiz se dice: “soy un artista, no una vaca de establo a la que medicinan para hincharle las ubres y sacarle jugo noche y día, o nomás a veces, pero nunca he dejado de tener mi dignidá. ¿Creía que podía exprimirme así como así? ¡Nomás faltaba! Me enchilé” (106, énfasis mío).

Esta imagen que Vértiz nos pinta de la evidente violación corporal que él experimenta remite otra vez al análisis—tan caricaturesco como el protagonista de Boullosa—que Octavio Paz ofrece de la personalidad mexicana. Según deduce Paz, la vida se presenta al mexicano como “una posibilidad de chingar o ser chingado” (215-6). Por lo tanto, como buena “vaca de establo”, Vértiz encuentra su integridad personal irreversiblemente lastimada, es decir “chingada”, una condición que Paz caracteriza como “lo pasivo, lo inerte y abierto, por oposición a lo que chinga, que es activo, agresivo y cerrado. El chingón es el macho, el que abre. La chingada, la hembra, la pasividad pura, inerme ante el exterior” (214, énfasis mío).

Mortificado ante esta humillación extrema de su mexicanidad enmascarada, la misión de Vértiz se convierte en un intento desesperado de recuperar su identidad cerrada y la autoridad absoluta sobre sí mismo y su novela. Los recursos literarios que autores como Cervantes han utilizado para borrar oposiciones binarias entre historia/ficción o autor/lector se convierten, en las manos de Vértiz, en una parodia de monólogos creativos. Esta determinación de evitar cualquier entrega/abertura propia se aproxima a lo ridículo cuando declara su identificación como autor con “una erección en vivo y un cuerpo, un yo, que es fardo” (96). En una palabra, pretende ser el “chingón”.

Como se puede esperar, esta tentativa acaba en una serie de desastres, puesto que la imaginación del propio Vértiz sigue presentándole posibilidades inesperadas e inconformes con la versión original de su relato. Por ejemplo, las repetidas imágenes controversiales que surgen de la subconciencia de Ana, la protagonista de Vértiz, logran descentrar la monológica historia de Vértiz hasta que él mismo reconoce que su novela no es más que una “retahíla de mentiras” (111). Un doble de ésta se puede ver en el códice falso que un artista azteca del siglo XVI le prepara a su emperador Moctezuma en uno de los sueños de Ana. Fingiendo una escena de paz mientras ya se sabe de la llegada de unos extranjeros armados en la costa, este códice no tiene nada que ver con la complejidad del momento histórico en que se encuentra el imperio mexica. Como la novela de Vértiz, el peluche de la nana y las burkas de las árabes, dicho códice sólo sirve de bocina para los poderes discursivos que, según Chorba, “concretize and institutionalize a singular optic or perspective and contribute to a controlled, configured world vision” (“Actualization” 301).

Al hartarse de la falsedad de su historia y de su propia docilidad “colonial” (112), a Vértiz se le aparece por casualidad una nueva novela alternativa que acaba rompiendo definitivamente la representación impecable de la “novela perfecta”. Es una historia con protagonistas inmigrantes—un traficante de diamantes judío y una aspirante mexicana a estrella de cine—que luchan por sobrevivir y dejar su impronta en la Nueva York del año 1940. Con su trasfondo de guerra y sustancia social auténticas, es una novela bien merecedora de ser escrita. Como las novelas históricas de Boullosa, sería una reapropiación ficcional de la historia que, en las palabras de Chorba, podría servir para “salvage the narrative material of each tale while at the same time incorporating critical commentary or suggestively manipulative reformations” (310-11). Sus ensoñaciones con esta nueva historia le dan a Vértiz la sensación de ser “un escritor de verdad” (138, énfasis original) y la impresión de que sus palabras y frases de veras podrían llenarse de significado—si sólo, como se da cuenta el lector, Vértiz dejara de adueñarse de ellas—.

Mientras estos nuevos fantasmas van cobrando vida en la mente de Vértiz, la utópica “novela perfecta” se auto-destruye en un remolino apocalíptico de su propio sinsentido. Los personajes proyectados por el aparato del Lederer le parecen a Vértiz como si fueran simples “cascarones a los que faltara la clara y la yema” (144). Como las visiones autoritarias y estereotípicas que la novela de Boullosa nos expone, no permiten lecturas que vayan más allá de su apariencia. Este discurso “perfecto” es metafórico del tipo de literatura que Boullosa describe como “desechable, pura baraja de ‘anécdotas’, sin valor en las palabras” (“Destrucción” 216). No estimula más que olvido, y por lo tanto, los personajes acaban siendo víctimas de la misma amnesia social que Anna Reid señala como la causa de la destrucción de L’Atlàntide en Cielos de la tierra y de Macondo en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez (“Operation” 190).

Lo que sí sobrevive este torbellino de alienación es el manuscrito de Vértiz, quien nos narra lo sucedido porque, como confiesa él, tiene la necesidad urgente de desahogarse. Dice: “[lo] hago porque no me aguanto cuanto traigo adentro de mí mismo” (16). Irónicamente, con este relato imperfecto y obviamente abierto—puesto que se escribe desde su condición “chingada”—Vértiz logra escribir una verdadera novela que, según Boullosa “es cinismo, aspira a ser porosa, a tener un cuerpo deforme, a ser un espejo de lo real, y lo real nunca es perfecto” (en Salmerón). Es evidente que la escritura le da sentido tanto a Vértiz como a sus experiencias desconcertantes, rescatándolas del olvido histórico. Al mismo tiempo, sin embargo, permite que sus cosas privadas salgan “chutando hacia el ancho mundo, vueltas mierda” (130), sujentándolas así al juicio e interpretación de sus lectores. Por lo tanto, crea otro espacio intermedio, esta vez  textual, donde el diálogo entre el texto y su lector completa la imagen propuesta por el autor. Como las encrucijadas culturales que hemos analizado y como toda literatura, según Boullosa, este espacio es inquietante y peligroso, puesto que “pone en riesgo” (“Destrucción” 216) todas las concepciones previas sobre la realidad. 

El escritor argentino Mempo Giardinelli caracteriza la literatura latinoamericana del postboom sobre todo por su voluntad “to question, to experiment, to know and to discover. . . . and above all, to remember and perhaps, in this way, to survive” (224, énfasis original). Como hemos intentado demostrar, La novela perfecta de Carmen Boullosa se inserta en esta corriente, extendiendo la mirada revisionista de la autora desde el mundo hispano al entorno cosmopolita de Nueva York. En esta novela, la voz socarrona de Boullosa desafía las oposiciones binarias que siguen fraccionando nuestro mundo a pesar de las aportaciones tecnológicas y comunicativas que podrían ayudar a derrumbar fronteras tradicionales. Por lo tanto, el contacto y traducción culturales en los espacios intermedios de la novela causan que las burkas discursivas se levanten y que las historias “subterráneas”, olvidadas, se asomen para negociar nuevas representaciones culturales. Además, en este contexto híbrido y multicultural, Boullosa lanza su voz particular y mexicana para establecer un importante diálogo con el mundo hispano y su tradición literaria para que este legado cultural no se olvide en la diáspora contemporánea.

 

Notas

 

(1). Incluimos esta novela de Rodríguez que también tiene Nueva York como uno de sus escenarios, aunque  sea el de los fines del siglo XIX y principios del XX.

 

(2). Véase el primer capítulo del libro de Carrie Chorba para una descripción más detallada sobre esta crisis y las manifestaciones artísticas que precipita.

 

(3). Todas las citas de esta novela provienen de la edición de Alfaguara.

 

(4). Paz explica el uso de este adjetivo para denunciar las simpatías extranjerizantes en México (224).

 

(5). Véase el libro de Doris Sommer para su revelador análisis de los recursos que los escritores minoritarios utilizan para esquivar la mirada aparentemente comprensiva de la cultura dominante.

 

(6). Véase, por ejemplo, el artículo de Tom Angotti sobre la polémica en cuanto a la construcción de Ratner’s arena en el centro de Brooklyn.

 

(7). Véase la descripción de Edwin G. Burrows y Mike Wallace de este tipo de casas que, a mediados del siglo XIX, empezaron a definir los nuevos vecindarios de Manhattan y Brooklyn (716-718). 

 

(8). Véase el artículo de Jesús Martín Barbero sobre el papel de los medios de comunicación en crear un sentido de pluralismo falso en que los estereotipos hacen del otro una entidad “assimilable without any need to understand him” (53).

 

(9). Véase, por ejemplo, el análisis de Octavio Paz sobre la conquista de Nueva España (240).

 

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