“El reverso del ‘milagro mexicano:’ la crítica de la nación en Las batallas en el desierto y El vampiro de la colonia Roma

 

Eduardo Ruiz

University of Chicago

 

 

Las batallas en el desierto (1981) de José Emilio Pacheco narra las experiencias y recuerdos de un niño bajo el gobierno de Miguel Alemán (1946-52), tradicionalmente considerado un periodo de estabilización política y progreso económico. Por su edad y pertenencia a una clase media bajo presión por el capitalismo norteamericano, el narrador-protagonista ocupa una situación cuasi marginal, capaz de moverse en estratos altos y bajos, entre niños y adultos, para apreciar con neutralidad el momento histórico. De esta apreciación resulta un concepto de nación dado por el entorno de crisis social y personal sufridas por el narrador, lo que permite una denuncia de códigos oficiales que siguen los lineamientos de la cultura y consumismo norteamericanos, la corrupción burocrática y la moral jerárquica. En El vampiro de la colonia Roma (1979) de Luis Zapata, el narrador-protagonista despliega una crítica semejante, pero desde una marginación (mucho más intensa) gay y picaresca, acorde con un momento histórico de intensificación de la crisis social, marcada en parte por la represión de 1968 y el final del llamado “milagro mexicano.” Aunque también de clase media, el personaje pronto queda reducido a la clase baja, forzado a ganarse la vida mediante la prostitución gay. Producto de una sociedad y moral conservadora en crisis, el narrador exhibe el caos urbano como un reflejo de la nación, un espacio de consumismo “babilónico” y carnavalesco, de corrupción política y moral, ante cuya tradición vertical y autoritaria propone una afirmación del individualismo y del placer.

El origen del concepto de nación en Latinoamérica es objeto de múltiples y a veces contradictorias explicaciones. Adopto aquí el consenso de historiadores que coinciden con Benedict Anderson, para quien este concepto, surgido sobre todo a partir del siglo XIX, es una “comunidad política imaginada” o un “artefacto cultural:” “Es imaginada porque los miembros incluso de la nación más pequeña nunca conocerán, verán o escucharán a la mayoría de sus congéneres, pero en la mente de cada uno de ellos vive la imagen de su comunidad [comunión]” (Anderson 6; Castro-Klarén 162) (1). Por otro lado, el vínculo estrecho que propone Anderson entre la cultura impresa, específicamente los periódicos, y el origen de la nación, debe corregirse para incluir las representaciones culturales en general, de las cuales la imprenta sería un componente más (Chasteen x) (2). En la segunda mitad del siglo XIX, por ejemplo, se observan tendencias estatales de legitimización que recurren, por un lado, a las llamadas exposiciones industriales con el fin de probar un supuesto progreso económico y presentar al país como materia prima explotable para el capitalismo extranjero, y por otro lado, a la impresión de historias nacionales en tiradas lujosas: “las fábulas de identidad de Latinoamérica se constituyeron en gran medida mediante estos catálogos que representaban un espacio y una historia nacionales” (González-Stephan 226).

En el caso del origen de la nación en México, Sara Castro-Klarén señala que el error de Anderson consiste en sobrevalorar el papel de la picaresca de José Joaquín Fernández de Lizardi y de la cultura libresca, ignorando el importante vínculo que hay entre el imaginario mexicano y el culto a la virgen de Guadalupe, como lo demostró entre otras la obra de Jacques Lafaye. También ignora esfuerzos históricos durante la colonia, como el del jesuita Francisco Javier Clavijero (1731-1787) y, antes, el de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), que buscaban “anclar la nación mexicana en una historia de sus antigüedades,” una estrategia de legitimación que se reiteraría de manera clave desde la segunda mitad del siglo XIX en varios países de Latinoamérica, chocando con las corrientes positivistas entonces en boga (Castro-Klarén 163-64; Lafaye 65-66; Ramos 258). Como apunta Julio Ramos, José Martí retomaría esta idea en su proyecto sobre “Nuestra América,” favoreciendo lo autóctono en vez de lo europeo, mientras que en México, además de este énfasis, se presentaría a la cultura popular como la salvadora histórica de las crisis que provocaron la revolución (244-46). La cultura e historia de México se visualizan trascendentalmente, cristalizando en el mito oficial de la nación según el cual el pasado indígena y las convulsiones sociales del siglo XIX aparecen como premisas, y la revolución y sus gobiernos resultantes como el corolario lógico del proceso histórico nacional.

Los gobiernos mexicanos de la guerra y postguerra se legitiman institucionalizando estos mitos de origen y usando estrategias de control político y cultural basadas en una tradición conservadora y patriarcal, a lo que se suma el empuje industrial y consumista de origen estadounidense. El orden resultante queda garantizado por lo que los historiadores Aguilar Camín y Meyer llaman un monólogo institucional dentro de los aparatos estatales (161-63). Por ejemplo, en un discurso de 1945 como precandidato a la presidencia, Alemán traza el hilo histórico oficial del “genio político” del pueblo mexicano, que se manifestó “[d]esde la época colonial,” constituyó “el espíritu de nuestra guerra de independencia,” “floreció en los principios del partido juarista” y “[e]so mismo fueron el Partido Liberal de los Flores Magón y el Antireeleccionista de Francisco I. Madero” (Discursos 71-72; Meyer 322-29). O sea, una línea progresiva y lógica del curso histórico nacional. Unos veinte años más tarde, el presidente Gustavo Díaz Ordaz, en su informe de gobierno de 1966, enfatiza el valor del mestizaje y del principio autoritario para defender la integridad nacional: “como ser nacional nos forma lo mismo el indígena, de cuyo más auténtico barro nacieron Benito Juárez e Ignacio Manuel Altamirano, que el mestizo en el que nos fundimos para renacer como pueblo soberano” (Díaz Ordaz 2.96). Un año después, aludiendo a tensiones ya presentes en sectores universitarios y laborales, advierte contra quienes abusan de la prudencia y tolerancia del gobierno: “preferimos los medios persuasivos [. . .] Pero ni la prudencia es síntoma de debilidad, ni la energía refleja necesariamente capricho o intransigencia” (3.68). Tal línea oficial y orden jerárquico es lo que las narrativas de Pacheco y Zapata cuestionan, exhibiendo algunas de sus resquebrajaduras mediante las voces marginadas de sus personajes protagonistas—un niño que no puede expresar su enamoramiento, un joven forzado a ocultar el placer gay y alternativo que lo define.

La historia del México postrevolucionario entre 1940 y 1980 suele dividirse en un primer periodo de crecimiento acelerado, consumismo y relativa paz social hasta la represión estudiantil de 1968: el llamado “milagro mexicano;”  y un segundo periodo, de mayor efervescencia, inestabilidad económico-social y represión estatal, hasta el comienzo de la crisis financiera a principios de los 80s (Aguilar Camín y Meyer 199-202; Rosado 321-22). Durante la primera fase se dieron también, sin embargo, varios brotes de protesta e inestabilidad; y fenómenos como la devaluación de 1954 y las huelgas obreras de 1958-59 son signos económicos y políticos que apuntan a fallas del modelo nacional. A pesar de la corrupción sistemática entre prensa y gobierno mediante el soborno o embuste, lo que un periodista contemporáneo llamó una relación “idílica,” estas protestas se manifestaron en algunos medios de alcance limitado (Mraz 157). Por ejemplo, en el semanario Presente que circuló casi un año entre 1948-49, el tercero del gobierno de Miguel Alemán, se denunció al presidencialismo, la corrupción de funcionarios “amigazos” del presidente y la miseria del pueblo. En una caricatura se pinta la lujosa mansión del regente de la Ciudad de México, Fernando Casas Alemán, que ante la pregunta de un pobre, “¿Cómo l’hicistes Casitas?,” responde: “Ahorrando . . . ahorrando explicaciones.” En otro cartón político se pinta a Alemán como el carcelero de la Constitución de 1917, representada por una bella mujer en harapos tras unas rejas, y sobre los barrotes las leyendas “Ataques a periódicos,” “Monopolios,” “Gángsters,” “El PRI” (Mraz 166-67, 286).

Aunque publicadas, respectivamente, a treinta y quince años de los periodos aludidos, ambas novelas se sitúan en este espacio histórico, ambas en el mismo espacio urbano de la Ciudad de México y, de hecho, en la misma demarcación: la colonia Roma, que ya en los 50s, como lo revela la madre de Carlos, el protagonista de Las batallas, comenzaba su declive como enclave de clases altas y medias para dar paso a clases más populares y contestatarias, como el personaje picaresco de El vampiro. Según Carlos, su madre “odiaba la colonia Roma porque empezaban a desertarla las buenas familias” (22) (3). Para 1967, el año en que Adonis, el narrador de diecisiete años de El vampiro, se muda a esa colonia, ya se ha convertido en una “fraternidad” gay: “la colonia Roma está llena de gente de ambiente [. . .] entons te sientes como en tu propia casa ¿no? así como en una gran fraternidad” (52). Este cambio demográfico apunta a una caída de la clase media y, al mismo tiempo, a una apropiación del espacio urbano por parte de sectores marginados que la economía estancada no puede contener ni los aparatos estatales silenciar.

El consumismo y los productos estadunidenses marcan la experiencia de Carlos en Las batallas. Hay supermercados y una abundancia de productos extranjeros: coches, refrescos, cigarros, aparatos eléctricos (Packard, Cadillac, General Electric, Mabe, Coca-Cola). En este mundo de mercancías la identidad responde a la relación íntima o lejana con los productos, mejores, de Estados Unidos. El valor de la persona se relaciona directamente con su poder adquisitivo y, por extensión, con su familiaridad con la cultura e idioma del país vecino. El padre de Carlos, dueño de una fábrica de jabones de México, pierde su negocio ante la competencia con jabones extranjeros. En otra ocasión, cuando Carlos sugiere a Mariana, la madre de su amigo Jim, que compraran un asador como el suyo, su amigo responde: “No hay en México [. . .] Si quieres te lo traigo ahora que vaya a los Estados Unidos” (30). La capacidad de compra y de viaje al extranjero deslindan la identidad de clase no en función de un mito autóctono o de raíz histórica revolucionaria, como lo pretende la propaganda oficial, sino en base a la negación u ocultamiento de esos mitos, que se sustituyen por la relación del consumidor con la mercancía extranjera, y también, con el idioma inglés “obligatorio” en perjuicio de la “lengua nacional.”

La nueva identidad basada en el consumismo convierte a las mismas personas en mercancías. La figura más importante después de Carlos es Mariana, el objeto de su enamoramiento. No es ella, sin embargo, producto de una idealización pura, sino de una moral corrompida, patriarcal y consumista: es la querida de un político poderoso, “el Señor,” íntimo amigo del presidente. Durante un incidente público en Las Lomas, un área exclusiva para potentados, Mariana discute con su amante y lo acusa de derrochar “el dinero arrebatado a los pobres.” El amante responde de acuerdo al cartabón oficial: “la abofeteó delante de todo el mundo y le gritó que ella no tenía derecho de hablar de honradez porque era una puta” (62). Así, la mujer representa también una mercancía que el patriarca consumidor compra, usa y desecha: su suicidio simboliza una muerte “comercial” que luego incide en la visión trágica del narrador, quien se queda viendo “la muerte por todas partes,” en “tortas y tacos,” en refrescos y cigarros (“Mission Orange, Spur”). De hecho, como sugiere Karim Benmiloud, Mariana representa, de principio a fin, un producto sexual de pop art: es un poster, una mujer “pin-up,” doble de Marilyn Monroe y producto de “la sociedad de consumo, los mass media y su iconografía importada de los Estados Unidos” (303). En este sentido, su figura y muerte melodramática denuncian al mismo tiempo la moral patriarcal conservadora y el deseo consumista y culpable del narrador.

También Adonis, el vampiro, es una mercancía, pero con una mayor carga comercial y contestataria. Mariana, a pesar de su función desestabilizadora, se mueve íntima aunque veladamente dentro del orden jerárquico, de ahí que su prostitución (un calificativo paternalista) deba matizarse: se trata, más bien, de una restringida objetivación sexual, un complemento del patriarca. Éste, como el “Señor” y como el propio padre del protagonista, debe tener una “casa chica” habitada por otra mujer y otros hijos que lo completen (42). Se trata de una normalidad que debe callarse, la complementariedad erótica e inferida de la heterosexualidad. En cambio, la prostitución del vampiro es literal y responde a necesidades económicas y eróticas. El narrador ha quedado huérfano e indigente, sin medios para sobrevivir: la venta de su cuerpo es una necesidad elemental que refleja una crisis social y una frustración personal. Cuestionando la conveniencia de su prostitución, afirma: “recapacité y me dije ‘bueno si es una forma fácil de ganar dinero ¿por qué no hacerlo?’ [. . .] porque yo tenía ganas de hacer algo ¿entiendes? de juntar dinero y hacer algo” (46-47).

El objetivo de este tipo de narrativa gay, como señala Claudia Schaefer-Rodríguez, es denunciar el consumo capitalista que, en última instancia, implica el consumo corporal—una lógica que no comulga con la nación imaginada:

satirizar, mediante un “consumo” incesante de cuerpos, la reverencia moderna por la acumulación de propiedad [y la] jerarquía vertical que sanciona una conducta apropiada y productiva que se ajuste moral, económica y políticamente a los valores reconocidos y oficiales del matrimonio, embarazo, etcétera (32-33).

 

De manera que el concepto de nación sufre una doble crítica: la de un consumismo que desvirtúa cualquier idealización, incluyendo la de la nación, y la del ataque contra el heterosexismo, lo que implica entre otros, los siguientes postulados: en vez de la productividad y el consumo de mercancías, la productividad y consumo eróticos del cuerpo; en vez del matrimonio y el embarazo, la relación y prostitución gay y la esterilidad; en vez de una práctica abierta y heterosexual, la práctica subterránea del submundo gay que problematiza al heterosexismo, y en vez de una moral del pecado que conlleva la auto-represión y renuncia al placer, una de liberación y afirmación de la identidad a través del placer: “me di cuenta [. . .]  de que la vida vale únicamente por los placeres que te puede dar que todo lo demás son pendejadas” (45). La identidad de este narrador se construye, entonces, por su aceptación del “principio del placer” y su rechazo al “principio de realidad” de la productividad capitalista (Schaefer-Rodríguez 32), aunque ello conlleve la paradoja comercial y consumista de la prostitución.

La corrupción, conectada con el consumismo, es otro tema que socava la idea de nación. Ya vimos cómo Mariana, figura trágica e inocente pero también enajenable, revela la corruptela estatal representada por el amante y falso padre de su hijo. Éste se afana en expresar la línea oficial: su “papá” “siempre está afuera [en el extranjero], trabajando al servicio de México.” Alguien responde sarcástico: “todos en el gobierno de Alemán son una bola de ladrones:” “Alí Babá y los cuarenta ladrones” (20). Las idealizaciones de trabajo y servicio chocan con la realidad de la corrupción y el consumismo. El régimen que el narrador llama un “mundo antiguo” es un mundo trastocado donde privan la inflación, la inmoralidad y la mendicidad (10-11), un cuento de hadas al revés que es el espejo del gobierno. Este nuevo Alí Babá, sintomáticamente, no parece corresponderse con la fábula de Las Mil y una Noches en que un leñador pobre da por azar con la cueva donde los cuarenta ladrones y su jefe guardan el tesoro producto de sus depredaciones, sino que, convertido en el jefe de la banda, simboliza alternativamente al amante de Mariana o al presidente del país. Así pues, frente a la nación idealizada como cuento fantástico donde se trabaja “al servicio de México,” y junto a “alegorías del progreso con Miguel Alemán como Dios padre,” aparece la nación como mercancía o cueva donde se guardan las depredaciones de la familia revolucionaria, el presidente como un Alí Babá nacional y sus clientes políticos como los ladrones responsables del desfalco consumista: “reventa de leche,” “falsificación de vacuna,” “contrabandos de oro y plata,” ganadores de “millones y millones a cada iniciativa del presidente” (18). Si uno de los objetivos de un cuento de hadas es, según Derek Brewer, “dar mensajes de esperanza, ánimos al esfuerzo y expresar el carácter en última instancia bueno de la vida” (33), entonces esta versión política y enrevesada de Alí Babá manifiesta mensajes pesimistas de desesperanza, desánimo y la mala vida de la decadencia social.

La figura de la corrupción del aparato estatal en El vampiro es Zabaleta, diplomático o narcotraficante acaudalado, personaje gay que es quizá el único tipo de amo picaresco en esta readaptación del género (91-102; Covarrubias). Aunque con algunos rasgos positivos, en él se acumulan estereotipos de la corrupción, el consumismo y la vida gay: Zabaleta es opulento y vive en la exclusividad de Las Lomas, en una residencia con muchas habitaciones decoradas, una al estilo francés, otra al inglés, etcétera, y con un zoológico privado. Sus predilecciones reflejan parte de la contracultura de los sesentas: creencias y prácticas de New Age como amuletos, “baños astrales” y brujería. Sus fiestas son derroches donde se dan cita personajes encumbrados de las élites del poder, desde políticos hasta sacerdotes:

eran unas fiestas a las que iban miles de gentes de eso que parecía peregrinación en la villa [. . .] desde políticos hasta bailarinas desveladas desde sacerdotes sin sotana hasta gobernadores trasvestistas [. . .] muchísima [comida] como si se tratara de alimentar a la división del norte [. . .] eran unas fiestas babilónicas (95).

 

El consumismo y mescolanza caótica de estas reuniones apuntan al mundo trastocado del carnaval, el espacio nacional “babilónico” opuesto al mito oficial montado en la vida diaria por Zabaleta y la élite de sus invitados, pero desmontado en noches de orgía excesiva y reveladora. La desacralización operada por este discurso se completa con alusiones satíricas al dogma religioso (el peregrinaje guadalupano a la villa) y político (la división del norte: Pancho Villa y su ejercito petrificados en dogma oficial), temas básicos del credo nacional.

En otra escena, el protagonista refuerza esta desacralización con nuevas alusiones y haciendo una lectura gay del espacio urbano, un intento de reescribir la ciudad y reinscribirse en ella para llenar las incoherencias que el concepto de nación deja sin resolver. La ciudad se sexualiza, se vuelve fálica, pero no de acuerdo a un modelo patriarcal, sino gay, lo que sirve para denunciar la heterosexualidad y, al mismo tiempo, la simbología dogmática de la cultura (el Palacio de Bellas Artes), el progreso económico (la Torre Latinoamericana) y la moral religiosa (el protagonista visualizándose como la estatua de un santo priápico milagroso) (91):

me parecía la ciudad de México la ciudad más cachonda del mundo

[. . .] a mí la torre me parecía el falo más grande de américa latina y el palacio de bellas artes la chichi más gorda [. . .] y así toda la ciudad ¿no? cada rinconcito tenía un encanto muy particular muy sexual (159).

 

Esta reescritura gay completa el perfil urbano hasta entonces marginado o ignorado por la ortodoxia de la nación en un intento por “desarrollar un discurso sexual que naturalice lo proscrito y lo tabú,” que es, como señala David Foster, uno de los objetivos “matrices” del discurso gay (142).

Al tiempo que tal reescritura intenta apropiarse de la urbe y de sus símbolos económicos y patriarcales, queda expuesta la incoherencia del discurso de nación basado en ellos. Como explica Anderson, esta incoherencia es una contradicción esencial, y consiste por un lado en el indudable empuje que ejerce tal idea, y por otro, en la pobreza del concepto: “La potencia ‘política’ de los nacionalismos vs. su pobreza e incluso incoherencia filosóficas” (Anderson 6). Y justamente ahí, en el seno de esos pliegues incoherentes, es que se genera y desenvuelve el discurso gay de Zapata y el temporal-estético de Pacheco.

Tales incoherencias pueden verse como “rupturas o discontinuidades” (Foster) del discurso ideológico, espacios donde proliferan voces alternativas cuya presencia es un acto de afirmación o auto-referencialidad que busca, no la integridad de la nación imaginada (dada su incoherencia esencial) sino una reescritura que incorpore lo marginal y subalterno; o más bien, que reconozca su participación innegable en la construcción imaginada de la nación. Refiriéndose a la narrativa de Pacheco, Hugo Verani señala que su técnica de “rememoración del pasado contrapone la versión objetiva y subjetiva de una misma circunstancia vital, integrando el acontecer individual al imaginario cultural mexicano” (11). Si bien es así, habría que admitir el carácter discontinuo de la nación (trátese de la versión objetiva de la historia o del imaginario cultural) y del discurso literario (la versión subjetiva). En el primer caso, dado su carácter de comunidad imaginada y su apropiación mixtificadora por el aparato estatal, la nación niega o limita la experiencia subjetiva; en el segundo, esta experiencia o “acontecer individual,” aunque se reafirma ante el imaginario colectivo, permanece como recuerdo o deseo frustrado, apuntando a la brecha insalvable entre subjetividad y nación imaginada (o recordada).

A nivel lingüístico, por otro lado, la crítica de la nación se despliega en problematizaciones que afectan también al sujeto marginal, en parte porque éste no se concibe como entidad dogmática. La neutralidad que le habíamos adjudicado pertenece más bien al espacio y estrategias de la incoherencia, pero entendidos positivamente: desde ese espacio y mediante esas estrategias el concepto discontinuo de nación puede tender a su estructuración completa, coherente. En ambas novelas, pero sobre todo en Las batallas, la presencia del inglés es una tensión identitaria constante. El padre de Carlos debe iniciar, ya de edad madura, el estudio del inglés si quiere sobrevivir bajo el régimen económico importado: “no le quedaba otro remedio” (55). El patriarca y la nación (en la medida en que ésta sea representada por aquél) revelan su incoherencia, balbucean palabras básicas: “be, was/were, been [. . .] apple, world, country” o expresiones que sugieren jerarquizaciones clasistas: “My servant did not call me, therefore I did not wake up” (55). En éste ultimo caso la traducción parece reestructurar el discurso nacional a través de la relación sirviente(a)-patrón, quizá una mala traducción que, con todo, continúa debilitando jerarquías nacionales.

En efecto, en la familia del protagonista encontramos una “sirvienta” o “criada” que hace las labores domésticas y que es víctima del acoso sexual de Héctor, hermano del narrador y también, por tanto, hijo del patriarca. Una traducción que buscara reinstituir la jerarquía sirvienta-patrón, por tanto, nos daría quizá la palabra “maid” o alguna de connotación semejante, en vez de “servant,” que sugiere la idea de “butler” (sirviente, mayordomo), en cuyo caso el jefe de esta familia revelaría un deseo reaccionario, de clase alta, acorde con algunas visualizaciones del cine contemporáneo que rememoran con nostalgia la época prerrevolucionaria, o bien que describen la actualidad recurriendo a los códigos idealizados de la dictadura de Porfirio Díaz (1877-1910). De cara al interior de la nación, esta traducción clasista refuerza las jerarquías y revela, respecto del extranjero, una dependencia consumista y cultural.

Más aún, el conocimiento de la lengua extranjera está atado, en un gesto claramente colonial, a la pertenencia a la civilización, de cuyo reducto queda excluido el proyecto nacional mexicano. Tal parece ser uno de los mensajes del encuentro entre el protagonista y su compañero norteamericano Harry Atherton, quien es inscrito en el Colegio de México para que se familiarice “con quienes iban a ser sus ayudantes, sus prestanombres [. . .] sus criados” (25). Entonces, la identidad mediante el consumismo no llega lejos; está bien marcada por la diferencia étnica y racial, tal como lo expresa el padre de Harry: “Honey, how do you like the little Spic?”, así como por la inhabilidad del narrador por observar modales apropiados durante la comida. Como es sabido, “spic” es un peyorativo racista que se aplica a los mexicanos y, por extensión, a cualquier latinoamericano o hispanohablante. Por lo demás, no hay que olvidar que estas diferencias lingüísticas y culturales también indican la incoherencia del narrador frente a otros grupos indígenas de México, cuyos idiomas han sido marginados por la “lengua nacional,” y por el insulto común de “indio” que se aplican entre sí los compañeros de escuela (24).

Así pues, aunque el narrador de Las batallas se define a sí mismo y a su familia como de clase media o alta (la familia se va a Nueva York y él termina estudiando en una escuela del estado de Virginia), la nación resultante puede todavía calificarse de “spic” e “india,” lo que apunta a una identidad consumista fallida, pues la clase media, de cara a la clase baja, se define por su capacidad de compra y consumo de productos extranjeros, pero frente a los estadunidenses no logra sacudirse los peyorativos que alcanzan a todos los “nacionales.” Es cierto que esta clase media modernizada acepta, al principio con renuencia, el pochismo cultural y lingüístico representado por las películas de Tin Tan, suavizando su carga transgresiva de clase baja, de identidad dividida y no acorde con los mitos de uniformidad nacional (11-12). Sin embargo, establece claramente la división entre ambas clases: frente al consumo de coca cola, “los pobres seguían tomando tepache” (12).

En El vampiro el deseo del narrador por aprender inglés no existe. Su amante Zabaleta lo convence para que lo estudie, pero, vencido por el aburrimiento y el impulso erótico, abandona muy pronto ese interés para regresar a la prostitución: “era como una corriente que me arrastraba sin que yo me diera cuenta nomás como un deseo” (100-101). Fiel a este consumismo corporal, el narrador pierde la seguridad económica que tenía y regresa a lo que considera su “verdadera vocación.” Como apunta Schaefer-Rodríguez, esta narrativa gay no puede aceptar el confort consumista, pues ello implicaría una dependencia clara. Se trata, por el contrario, de rechazar la “dependencia (social, política o sexual), la represión, la valorización de propiedad y posesiones” (aunque el protagonista siempre pretenda buscarlas) y, en las palabras de Carlos Monsiváis, “la renuncia al placer” (Schaefer-Rodríguez 32). Este rechazo, a cambio de una vida de placer y desenfado, representa una afirmación de las necesidades eróticas y una demarcación de identidad que deja en segundo plano las presiones consumistas apoyadas por el proyecto de nación.

¿Cómo podemos interpretar, finalmente, el carácter de este vampiro picaresco? Sin entrar a una discusión detallada, señalemos sólo que la figura del vampiro en la literatura, aunque puede representar la de un Drácula violador de menores (Foster 23), admite múltiples y polifacéticas explicaciones: mancillador de damas puras; figura caracterizada por toques de homoerotismo; un “otro” sexual y social; imagen que mezcla y confunde los géneros sexuales; arquetípico criminal; especie de anticristo; depredador síquico o vital, etcétera (Carter 8-10, 43). Ninguno de estos papeles se ajusta a este narrador vampiresco (un cuerpo gay, marginado y prostituido) que, con todo y su deseo de independencia, se da cuenta de su soledad existencial y está consciente de su pertenencia a la clase baja. Su vampirismo es su marginación picaresca, una especie de parasitismo acompañado de consumo corporal por el ejercicio de la vocación que ha escogido, aunque este (auto)consumo sea una afirmación que intenta negar los parámetros oficiales de la identidad, que entonces y después subsisten y renuevan el mito de la nación tanto en la literatura como en el cine (Mora 78-79; Jablonska 324).

Si el pícaro de El Lazarillo de Tormes, el modelo de la picaresca, busca medrar, como apunta Alberto Martino, mediante las enseñanzas del “engañar aparentando” que aprendió con el buldero y el escudero, el vampiro de Zapata le da un vuelco a ese rol tradicional, pues a este nuevo personaje no le interesa el medro sino su existencia desestabilizadora dentro del status quo. Llevado por el placer homoerótico, no está dispuesto a aceptar, como Lázaro, profesiones o compromisos “puramente exteriores” basados en la “hipocresía, la idolatría del dinero, del beneficio” o del “bienestar material” (Martino 1.415). Más que amos, quizá a excepción de uno, tiene compañeros que no son arquetipos individualizados de la sociedad, sino que los factores de la sociedad consumista toda, y la idea de nación que la sustenta, son los que lo consumen, a los que ha de enfrentarse y de los cuales debe aprender y ganar el sustento.

 

Notas

 

(1). Todas las traducciones son mías. Para una discusión sobre la nación en el siglo XVI, ver Barbara Fuchs, Passing for Spain: Cervantes and the Fictions of Identity. Urbana and Chicago: U of Illinois P, 2003.

 

(2). No se trata necesariamente del concepto de Ángel Rama, para quien la “ciudad letrada,” como es sabido, engloba una vision histórico-panorámica con temas arquitectónicos, escriturarios y literarios (Rama 31-46).

 

(3). Se cita la página de las ediciones de Pacheco y Zapata en la bibliografía.

 

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