La guerra y la palabra: Bagdad, Beirut y Sarajevo
en las letras españolas contemporáneas

                                         

María Montoya

St. Joseph’s College, New York

 

Paisajes de guerra, de Juan Goytisolo, ha cumplido este año una década. Libro de viaje y a la vez crónica sobrecogedora de las luchas en Bosnia, Argelia, la Franja de Gaza y el Cáucaso, esta obra conforma, junto con sus ensayos críticos y colaboraciones periodísticas, una trayectoria vital de creación y compromiso. Considerada como uno de sus análisis más lúcidos de las tensiones entre Occidente y las sociedades islámicas, Paisajes de guerra ha sido reeditada en Guerra, periodismo y literatura, el octavo volumen de sus Obras completas, en el que el autor precisa los motivos que lo llevaron a interesarse por los conflictos bélicos de la última década del siglo XX:

[Me] involucré en ellos por razones éticas y culturales, por un afán de conocer y dar a conocer una verdad forzosamente parcial, como todas la verdades del mundo, pero ajena a la forjada con manipulaciones y amaños de los medios de comunicación de masas: los canales de televisión global y las principales agencias informativas (221). 

 

Guerra, periodismo y literatura incluye, entre otros textos, Cuaderno de Sarajevo, libro que ya había reunido en 1993 los nueve ensayos escritos por Goytisolo, desde la capital bosnia, para el diario El País en los meses de julio y agosto de aquel año. En su tenaz denuncia de las atrocidades perpetradas contra los musulmanes bosnios, el escritor relata las experiencias del viaje a la ciudad cercada por las fuerzas serbias, incorporando otros testimonios y documentos que refuerzan su enérgica condena de la pasividad internacional ante la violencia desatada en la antigua república yugoslava.

El libro o cuaderno, con notas escritas a mano por el autor y fotografías de Gervasio Sánchez, nos aproxima a dos posibles lecturas o viajes: el primero es el que se reconstruye con las diferentes jornadas del periplo, desde el día de salida en París hasta la víspera de la partida en Sarajevo. El segundo, sugerido en el subtítulo de la obra -Anotaciones de un viaje a la barbarie- forma parte de su propio viaje interior o de compromiso ético, que articulan los sentimientos de indignación y repulsa, y cuyo tramo final nos remite a otra ciudad en guerra seis décadas atrás: el asedio y bombardeo de Madrid por las tropas franquistas en 1936.

“As a piece of travel writing”, señala Allison Ribeiro de Menezes en su incisivo análisis de la obra, “the Cuaderno de Sarajevo offers a compelling and persuasive picture of life in a war-torn city. Nevertheless, it is a text full of symbolic associations, imagery, and rethoric” (223). Dichas asociaciones simbólicas forjan, en efecto, la imagen de una ciudad al filo del horror y la ignominia humana. “El viaje a Sarajevo reviste las apariencias de un juego de la oca cuya casilla final sea una ratonera” (21), observa el escritor, cuando refiere el peligroso trayecto recorrido por la tanqueta de las Naciones Unidas en la que se desplaza desde la improvisada sala de prensa del aeropuerto hasta el antiguo edificio de Correos en el centro urbano. Por la mirilla del vehículo, el escritor atisba un mundo desvastado o “geografía de la desolación” (25), un espacio de destrucción y muerte, “lleno de heridas, mutilaciones, vísceras, llagas aún supurantes, sobrecogedoras cicatrices” (24), que asemeja una de sus principales vías –la tristemente conocida como Avenida de los Francotiradores- a la condición de un indefenso y agónico moribundo. Sarajevo es ahora  “una ciudad fantasma, esqueleto descoyuntado o cuerpo sin vida” (25), “ratonera compartida con 380.000 seres humanos” (26) o “cárcel abierta” (28) para sus habitantes, recluidos en sus casas por temor a los disparos de los francotiradores, a los que también se exponen diariamente los sarajevitas en entierros y cementerios, blanco preferido de los chetniks o ultranacionalistas serbios. (1)

En este infierno sin salida, Goytisolo entreteje los testimonios de dolor y resistencia de sus supervivientes con las visitas a tres recintos emblemáticos del antes y después en el urbicidio de Sarajevo. En el hospital Kosovo, el más amplio de la ciudad, se hacinan por falta de espacio heridos y cadáveres; el Oslobodjenje, periódico de renombre, ha reducido a 3.000 ejemplares su tirada cotidiana de 70.000, y el que fue en su día el lujoso hotel Europa, situado también en el casco urbano, se ha transformado, tras los destrozos causados por los bombardeos de los agresores, en albergue para los centenares de refugiados que allí habitan. “No tememos el asalto de la ciudad”, afirman con coraje. “Si lo intentan, sabremos defendernos. Por ello quieren rendirnos por hambre, matanza de civiles, balazos cobardes.” (49).

En una de sus visitas al corazón de la capital bosnia, el escritor se detiene antes los escombros de la que fue durante siglos memoria colectiva de los musulmanes bosnios, la Biblioteca Nacional de Sarajevo, incendiada el 26 de agosto de 1992, y cuya destrucción, a la que califica de memoricidio, vincula con la intolerancia religiosa y étnica que significó la quema en Granada de los manuscritos arábigos decretada por el cardenal Cisneros cinco siglos antes. El presente de Sarajevo y el pasado de la Península confluyen de nuevo en el recorrido por las calles de la comunidad sefardita, diezmada en el genocidio nazi y ahora desmembrada por la guerra serbiobosnia. “Yo soy bosnio, soy judío y soy español” (60), declara el violinist David Kamhi, descendiente de los expulsados de la Península en 1492, al lamentar que el gobierno de España no haya establecido relaciones diplomáticas con la República de Bosnia-Herzegovina: “Oí decir que el Rey ofreció el pasaporte español a todos los sefardíes. Pero, ¿cómo conseguirlo si no abren ningún consulado?” (61).

En cuanto al viaje interior mencionado anteriormente, éste gira en torno a una serie de reflexiones, críticas y emociones que cristalizan en el trecho final del viaje del novelista y que se sustentan en la recopilación de las fuentes citadas -testimonios, entrevistas, informes, reportajes, etc- a lo largo del libro. Tanto “La vergüenza de Europa” como “Adiós a Sarajevo”, los dos últimos ensayos de Cuaderno de Sarajevo, comienzan refiriéndose al volumen de Antonio Machado que ha acompañado al visitante en su periplo solidario. Las palabras del poeta, recriminando a la antigua Sociedad de Naciones por el abandono al que había condenado a la joven República española, tras la sublevación militar, sirven a Goytisolo para fustigar a las potencias occidentales por haber cometido los mismos errores en la crisis de los Balcanes. Junto a esta circunstancia, el autor de Campos de Níjar denuncia, al comparar el sitio de Sarajevo en 1993 con el cerco de Madrid en 1936, la indiferencia y apatía de los escritores de más renombre hacia la tragedia de la capital bosnia, crítica de la que salva a la intelectual norteamericana Susan Sontag, que dirige allí hasta el final del asedio el montaje de Esperando a Godot, la célebre obra de Samuel Beckett. “¿Dónde están”, pregunta el escritor, “los Hemingway, Dos Passos, Koestler, Simone Weil, Auden, Spender, Paz, que no vacilaron en comprometerse e incluso combatir, como Malraux y Orwell, al lado del pueblo agredido e inerme?” (98).          

Por último, Goytisolo comparte con el lector sus propios sentimientos por la ciudad asediada al preguntarse, la víspera de la despedida, lo que sucederá a los miles de sarajevitas atrapados en la ratonera: la inercia de la comunidad internacional que no se decide a poner fin a esta pavorosa tragedia lo llena de zozobra y remordimiento, y las condiciones infrahumanas en las que viven los sitiados le hacen sentir una “avasalladora impotencia” (102), de la que trata de huir recordando algunos instantes gratos de su estancia. “Nadie puede salir indemne de un descenso al infierno de Sarajevo” (106), dice el novelista de una experiencia vivida con indignación y dolor.

La amante en guerra (2008), de Maruja Torres, refiere al modo de una crónica novelada el conflicto bélico que enfrentó al Líbano con Israel en julio de 2006, y del que la escritora ya había informado puntualmente, durante aquel verano, a los lectores de El País en una serie de artículos escritos desde Beirut y Barcelona. El libro, a diferencia de Cuaderno de Sarajevo, no recopila sus crónicas periodísticas, si bien éstas sirven de telón de fondo a la turbulenta relación sentimental de la autora con la capital libanesa: “Esta es sólo una historia de amor entre Beirut y yo que requería un soporte narrativo tan alejado de la crónica como la alterada percepción que tengo de mis vínculos con la ciudad” (12), comenta la autora en la introducción a un texto donde vida y ficción se entrecruzan intermitentemente.  El reencuentro y reconciliación con la ciudad en guerra, tras la ruptura ocurrida dos años atrás, significa para la periodista aceptar de nuevo a Beirut como “la más tierna y cruel de las amantes” (10), y a Barcelona, su ciudad natal, como cónyuge en la “estable relación matrimonial” (15) que ha mantenido a lo largo de los años entre viajes y estancias en la capital libanesa.

La narración del conflicto se desarrolla en dos partes. La primera relata, en sentido cronológico inverso y a la manera de un diario de guerra, las jornadas comprendidas entre la salida de la escritora de Beirut el 25 de julio de 2006, último día de evacuación, y su llegada a la urbe libanesa como una turista más unas semanas antes. La segunda parte es la carta que Maruja Torres, narradora y protagonista del relato, escribe, tras su regreso a Barcelona, a Manuel, el joven arabista con quien compartió los momentos más caóticos de la contienda y con el que ha entablado desde entonces una entrañable amistad. Bajo esta división del material narrativo, se revela un mosaico de espacios y personajes, reales o ficticios, en un Beirut que sucumbe y vuelve a ponerse en pie.

Al examinar la poética de las narraciones bélicas, Antonio Monegal indaga en los límites y contradicciones que rigen habitualmente las convenciones de su discurso: por un lado, el escritor siente la necesidad de contar, de dar testimonio por razones éticas; por otro, se da cuenta de la imposibilidad de poder describir en su totalidad la experiencia caótica y traumática que conlleva el fenómeno de la guerra. A éstas se suma la marcada ambivalencia del relato bélico, “as fiction and event appear unavoidably intertwined” (29-30).  La amante en guerra refleja dicha ambivalencia en una historia que entrelaza los recuerdos y vivencias de la conocida columnista de El País con su imaginación creadora y de la que se nutre en gran medida la ciudad libanesa: “Beirut es una novela que se ha metido en mí, que me ha absorbido y me convertido en uno de sus muchos personajes –secundarios para la ciudad: sin embargo, resulta imposible concebirla sin nosotros, sus criaturas de ficción verdadera- (15).

El diario, memoria, crónica, o “género de lo inclasificable” (15), según se define en la introducción, comienza con el último día de evacuación desde la nueva sede del Instituto Cervantes en Damasco. Los tensos momentos de espera antes del regreso a Madrid adelantan una muestra de las experiencias y reflexiones que recorrerán los recuerdos de los días previos a la llegada a la capital siria y, sobre todo, de los seres y rincones de Beirut homenajeados por la narradora. Sus recuerdos más inmediatos evocan, sin embargo, la imagen de una ciudad en ruinas, un paisaje desolado que no esperaba encontrar de nuevo en este viaje de “accidental turista occidental” (14), que se había imaginado diferente a los realizados anteriormente, como corresponsal de El País, en plena guerra civil libanesa:

He contemplado las ruinas en las calles y también las grietas que se abrían en las personas, hasta en aquellas que físicamente se encontraban a salvo. El desgajamiento de familias, la angustia, el miedo. He visto de nuevo el color de la ceniza y he olido ese tufo que cada ataque arrastra como un caballo muerto. El hedor de la destrucción, de la ponzoña apropiándose del aire, del mar mancillado   (22).

 

El recorrido por Beirut durante los días precedentes a la partida revela un espacio destruido y reconstruido, a lo largo de varias décadas, con las cicatrices de la guerra o las recientes reformas urbanísticas, y en el que despuntan los personajes más cercanos a la escritora. Manuel o Pulgoso, el muchacho bajito y de ojos claros que le sirve de traductor de periódicos o entrevistas callejeras, vive o sobrevive con lo justo cada día. “He perdido un empleo pero he ganado una guerra” (147), dice con humor al referirse a su antiguo puesto de intérprete en una compañía rusa que lo despidió nada más comenzar el conflicto. Nuri, el conductor de todos sus viajes, es un hombre de ochenta y cinco años, sordo, y a quien “los cambios repentinos de luz le deslumbran” (29). El cónsul español, Jesús Santos, dirige las evacuaciones de los turistas y residentes españoles en el Líbano, de ahí que Tomás Alcoverro, corresponsal de La Vanguardia en Oriente Medio, le haya dado el sobrenombre de “encargado de líos” (38). Y Nadim Safa y su mujer Wafa son la pareja de drusos con quienes la novelista se sienta de vez en cuando en la terraza de su casa para charlar y fumar narguile, la pipa de agua para aspirar tabaco.

Entre los retratos más emotivos figura el que la escritora dedica a una joven reportera gráfica que nunca conoció personalmente, la fotógrafa libanesa Layal Nagil, muerta cuando un misil pulverizó el coche en el que viajaba por la región de Tiro, una de las más castigadas por los bombardeos israelíes. La noticia repentina de su muerte junto con la dificultad para recordar su rostro avivan en la protagonista un sentimiento de culpabilidad por no haber podido evitar la tragedia que se avecinaba:

La culpa por los muertos cuyo rostro no se recuerda se parece al remordimiento que sentimos por los suicidas a quienes en vida no llegamos a conocer bien. ¿Habría cambiado en algo su destino si hubiéramos mantenido un diálogo e iniciado una amistad?¿La habría convencido de que no intentara una travesía tan arriesgada? En jornadas de guerra las emociones se yuxtaponen, ninguna borra la anterior. (37).

 

Al igual que otras narraciones bélicas, La amante en guerra conlleva una carga ideológica o moral, que se manifiesta en las reflexiones de su autora sobre el conflicto entre Líbano e Israel. “Journalists interpret war by using tools that are clearly immersed in and given meaning by, among other things, their own social, political and cultural conditionings”, afirma Mercedes Camino al cuestionar la supuesta objetividad de los corresponsales de guerra, ya que al intentar representar una realidad diferente, escriben sobre ellos mismos (117). Los comentarios de la periodista acerca de la política de Hezbolá, Israel y Estados Unidos expresan, sin ambivalencia, su denuncia de los ataques aéreos israelíes y de la corrupta clase política libanesa, así como la impotencia que siente por las muertes diarias de decenas de civiles y la destrucción de los barrios meridionales de la ciudad. Los marines norteamericanos, de nuevo en Beirut, tras haber abandonado veinte años atrás la capital libanesa, son asimismo blanco de sus observaciones irónicas: “Ahora rescatan a los sesenta mil ciudadanos de su nacionalidad que se encontraban en el Líbano. No tenía idea de que hubieran tantos, ¿serán espías? Unos cuantos, supongo.” (96). 

Los mongoles en Bagdad, de José Luis Sampedro, aborda la reciente guerra de Iraq así como la relación conflictiva entre Occidente y el islam. Publicado en 2003, el año de la invasión y ocupación norteamericana de Irak, el ensayo utiliza como marco narrativo el diálogo ficticio entre el narrador, un profesor universitario español ya jubilado, y Ogatai, un viejo amigo mongol y profesor en Harvard a quien conoció cuando los dos compartían la misma habitación de un hospital neoyorquino. Ogatai disfruta de un año sabático y ha decidido viajar a España para conocer de cerca una de sus pasiones, los caballos de la Real Escuela Andaluza de Arte, con el apoyo de una carta de recomendación del cónsul español en Nueva York. Cuando llega a la casa de su amigo en Madrid, éste acaba de escribir un texto confrontando el saqueo de Bagdad por los mongoles en 1258 con el pillaje de la capital iraquí en 2003. Tras la lectura en voz alta del ensayo, el profesor mongol muestra su disconformidad con las ideas de su homólogo español pues considera que sus antepasados luchaban “según los usos y el espíritu medieval” (19) mientras que los actuales invasores no han respetado ninguna de las leyes internacionales.

A la vuelta de su viaje por tierras andaluzas -“me llamaban amistosamente el chino” (42)-, comenta con ironía Otegai al narrador, los dos colegas cavilan de nuevo sobre las diferencias entre las dos fuerzas invasoras y sus respectivas culturas. “Con el dinero como valor supremo”, apostilla el visitante refiriéndose al sistema capitalista, “no hay grandeza para inspirar la epopeya ni la tragedia; no hay héroes contra los dioses y el destino. Se pierde el sentido de lo sagrado, que se rebaja a ritmo y dogma, se olvida el deber, el sentido de la vida como servicio…” (49).

Las reflexiones del narrador esclarecen, por otra parte, las circuntancias históricas que precedieron a la guerra de Irak en 2003, haciendo especial hincapié en varios hitos clave de las últimas dos décadas: la caída del Muro de Berlín seguida del derrumbamiento político y militar de la Unión Soviética, hecho que contribuiría a fortalecer de manera decisiva la hegemonía estadounidense; el fenómeno de la globalización o incremento de las normas desreguladoras mundiales en la década de los noventa; y por último, la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York en septiembre de 2001 como detonante de las reacciones provocadas por dicha agresión, entre las que ocupa un primer lugar la escalada bélica de EEUU en su lucha antiterrorista. 

A las hábiles tácticas de los guerreros medievales, quienes no disimulaban su voluntad de conquista, el narrador contrapone los manejos de los “mogules de la guerra” (83), como califica Otegai al presidente George W. Bush y sus asesores más inmediatos, secundados a su vez por los otros dos miembros del llamado Trío de las Azores -el primer ministro inglés Tony Blair y el mandatario español José María Aznar- que desoyen con indiferencia las voces de protesta de sus conciudadanos contra la ayuda militar a la invasión de Irak. Frente a las razones oficiales para emprender sin el respaldo de las Naciones Unidas “una guerra ilegítima y una ocupación odiosa” (112), el ensayista aduce, entre otras, la riqueza petrolífera del país islámico y “su valor estratégico como cabeza de puente en Asia” (101).

Entre las críticas a la intervención militar de 2003 y a la política de sus promotores, aparecen intercaladas las observaciones eruditas del amigo mongol, quien recalca en el tête à tête con su interlocutor las diferencias entre “estos asaltantes y los medievales” (166), sin mencionar, sorprendentemente, las masacres perpetradas por los hombres de Hülegu, nieto del emperador Genghis Khan, en el asedio y asalto de la capital iraquí a comienzos del siglo XIII. El alegato más contundente contra la guerra de Irak cristaliza, sin embargo, en el ensayo final, “El saqueo de Bagdad”, donde se desgranan las consecuencias catastróficas que la ocupación estadounidense acarrea para el pueblo iraquí, y cuya sublevación presagia acertadamente el escritor desde el inicio de la contienda.  Ante el estupor que provoca el pillaje de la ciudad destruida  -“es demasiado vasto, complejo y doloroso para que yo haya tenido la osadía de contarlo” (182)-, el narrador nos remite a los versos del poeta iraquí Badr Shakir as-Sayab: “¿De qué bosque ha venido esta noche? / ¿De qué cuevas? / ¿De qué cubil de lobos? / ¿De qué nido en las tumbas deslizándose / oscura como el cuervo?” (182).

Basada en la experiencia vital del ensayista y profesor de estudios árabes Waleed Saleh (Mandali, Irak, 1951), la novela Las cenizas de Bagdad (2008), de Antonio Lozano, narra la odisea de Walid Ghalib, un estudiante universitario iraquí, desde el momento de su detención y tortura en Bagdad por la policía política de Sadam Hussein, en la década de los ochenta, hasta su llegada a España en 1993, tras un exilio de varios años en distintos puntos de la geografía marroquí. El relato gira en torno a tres ciudades -Bagdad, Casablanca y Madrid-, que conforman las tres etapas del periplo del protagonista en su lucha por la libertad y una vida digna.

“Bagdad se alejaba, atrás quedaba todo, lo más querido y lo más odiado” (133), observa Walid al despedirse de su ciudad natal desde el avión que lo llevaría a Rabat. Los sentimientos ambivalentes del personaje hacia la metrópoli “que tanta felicidad y sufrimientos le había dado” (127) revelan, en el fondo, dos espacios físicos irreconciliables: por un lado, el espacio abierto y vital de sus calles bulliciosas y del café Tanjah, escenario de las conversaciones amistosas que entabla su patrón, el marroquí Sayed Al-Tanjaoui, con el jovenWalid; por otro, el ámbito abominable que representan las cárceles y celdas ínfimas donde se hacinan los miles de opositores torturados por los agentes de la Mujabarat o policía secreta del sátrapa, cuyas atrocidades redobla con creces la prisión de Abu Ghraib:

No había sangre para saciar tanta sed de dolor ajeno. Todo el mal de la Humanidad parecía haberse dado cita en el penal, como antaño lo hiciera en Auschwitz, en las bodegas repletas de esclavos camino a América, o en los sótanos europeos de la Inquisición. Los muros del presidio guardan en sus grietas la memoria del horror, retenido en ellas el espanto de siglos de barbarie… (46).

 

Junto al relato sobrecogedor de las torturas sufridas por los camaradas de Walid y la detención de éste en la Plaza al-Maydan, figura una carta escrita por el propio protagonista y dirigida a A, quien ha solicitado desde Aguïmes (Canarias) -la población donde reside actualmente el autor de Las cenizas de Bagdad- los datos que necesita para escribir el libro. A caballo entre el plano referencial y el metaficticio, la carta refiere, a modo de testimonio, los recuerdos del horror al que sobrevivió en las salas de tortura y celdas de la Dirección General de Seguridad. “Este ejercicio es una especie de reconciliación, de reencuentro entre las dos personas que habitan en mí”(61), afirma Walid al evocar desde el presente los retazos más amargos de los años transcurridos en Bagdad.

Su lucha, como disidente político, contra la opresión desencadenada por el régimen del tirano, enlaza con el relato de las guerras y matanzas perpetradas a lo largo de una década, de las que el narrador da cuenta denunciando el sufrimiento atroz de sus centenares de víctimas, desde la campaña Al Anfal (1986-1989), dirigida por Alí el químico, primo del dictador, para aniquilar al pueblo kurdo y otras minorías étnicas, hasta la invasión de Kuwait en 1990. Desde el cuartel de Aqra, Kurdistán, al que Walid, tras recobrar la libertad, es destinado para realizar el servicio militar, el nuevo recluta contemplará, en su descenso a la ciudad, un paisaje urbano de odio y desolación, donde “las cicatrices del horror permanecían vivas en las calles, en los edificios en ruina, en los rostros de sus habitantes” (113). A raíz de ésta y otras experiencias, Walid resuelve abandonar “ese país suyo donde era tan díficil vivir” (142) y exiliarse en Marruecos, pocas horas antes de que comenzara la anexión iraquí del Estado de Kuwait.

“Todos los árabes estamos hoy en Bagdad” (173), dice a Walid, el director de la Escuela de Magisterio en Errachidia -la ciudad marroquí donde el joven exiliado imparte clases de literatura árabe- al estallar la Guerra del Golfo Pérsico (2 de agosto 1990 – 28 de febrero 1991). Frente a las protestas que genera el conflicto bélico en el mundo árabe y en su entorno más inmediato, Walid se mantendrá crítico con ambos bandos, condenando por igual la agresión iraquí y la intervención armada de la coalición internacional liderada por Estados Unidos. “Luchemos contra todas las tiranías”, propone Walid a sus alumnos, “[contra] la de la hipocresía, contra la de la mentira.” (177).

En la tercera y última etapa del periplo, la narración en tercera persona es reemplazada por el yo del protagonista para referir uno de los episodios más dolorosos -la orden de expulsión de Marruecos sin que se le informe del motivo- y su decisión de emigrar a España. Como ya había sucedido tras su paso por las cárceles de Sadam, Walid cuestiona su propia ingenuidad ante la absurda sinrazón humana:

De qué materia están hechas las almas humanas y las sociedades creadas por el hombre, ésa era la pregunta que con más frecuencia me hice en esos días. Cuán lejos andaba yo de la realidad de las cosas, qué poco sabía de los secretos de la vida, qué vana lucha, cuán inútiles la encendidas defensas de mis convicciones (237).

 

Es precisamante en este trecho final donde convergen las tres ciudades -Madrid, Casablanca y Bagdad- unidas por la memoria y los anhelos de Walid. La Plaza Mayor, la Gran Vía o la Puerta del Sol enmarcan, entre otros espacios literarios, los encuentros y desencuentros del inmigrante iraquí en una ciudad cuyo idioma desconoce y “a la que la vida me había traído a empujones” (307). Su breve visita clandestina a Casablanca representa, por otra parte, la despedida, sin atisbo de nostalgia, de “la ciudad de la que nunca quise salir” (329), como había sentido años atrás, y de su primo Abbás, compañero del exilio y los proyectos forjados en torno a la metrópoli magrebí. Por último, la ocupación estadounidense de la capital iraquí nos remite, con sus imágenes de los presos torturados en Abu Ghraib, en 2004, al círculo de terror del régimen depuesto. “Las dudas ya se han esfumado: los Estados Unidos no han venido a salvarnos. Son simplemente el reverso del drama de mi país” (336), concluye, con desesperanza, Walid en el epílogo de Las cenizas de Bagdad.

                                        

Notas

 

(1). Se cita por la primera edición de Cuaderno de Sarajevo (1993).

 

Obras citadas

 

Camino, Mercedes. “The War is so Young: Journalism and Male Bonding in Welcome  to Sarajevo and Territorio Comanche.  Studies in European Cinema 2.2 (2005): 115-24. Print.

Goytisolo, Juan.  Cuaderno de Sarajevo: anotaciones de un viaje a la barbarie. Madrid: El País/Aguilar, 1993. Print.

 

---.  Guerra, periodismo y literatura.  Obras completas. Vol. VIII. Barcelona: Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores, 2011. Print.

 

---.  Paisajes de guerra.  Madrid: Aguilar, 2001. Print.

 

Lozano, Antonio.  Las cenizas de Bagdad.  Santa Cruz de Tenerife: Caja Canarias, 2008.

 

Monegal, Antonio.  “Aporias of the War Story.” Journal of Spanish Cultural Studies 3.1 (2002):  29-41. Print.

 

Ribeiro de Menezes, Alison. “Juan Goytisolo’s Cuaderno de Sarajevo:  The Dilemmas of a Committed War Journalist.”  Journal of Iberian and Latin American Studies 12.2-3 (2006): 219-236. Print.

Sampedro, José Luis.  Los mongoles en Bagdad.  Barcelona: Destino, 2003. Print.

 

Torres, Maruja.  La amante en guerra.  Barcelona: Planeta, 2008. Print.