Espantapájaros, de Oliverio Girondo: al margen de todo(s).

 

Cristina Pérez Múgica

Universidad de Salamanca


Sólo después de arrojarlo todo por la borda somos capaces de ascender hacia nuestra propia nada.                  
Oliverio Girondo

 

Tras leer Espantapájaros (al alcance de todos), Ramón Gómez de la Serna no dudó en calificar la tercera publicación de Oliverio Girondo como la obra más transgresora de la vanguardia. En su opinión, la obra fecundaba el porvenir, se entrometía en el futuro para usurparle realidades por nombrar. Cualquier militante vanguardista podía preciarse de inventar cada día modelos de radical novedad. Las vanguardias evocan el pecado de hybris, ya que pretenden destruir los nombres de las cosas para rehacer el mundo y sus valores. Tal propósito, sin embargo, no siempre cristalizó en creaciones trascendentes, por lo que debemos conceder una especial importancia a las opiniones de Ramón que, lejos de constituir uno de esos agresivos elogios que los vanguardistas intercambiaban, manifiestan una percepción ajustada y clarividente de Espantapájaros. Por ello hemos querido abrir esta reflexión con el recuerdo del gran vanguardista español, cercano en varios sentidos a Girondo. Es evidente que estas líneas no abarcarán los innumerables puntos de discusión que la obra puede suscitar. Sin embargo, procuraremos demostrar que el creador de la greguería acertó de pleno con sus elogios.

El carácter novedoso de Espantapájaros no sólo debe afirmarse en relación a otros experimentos vanguardistas, sino también por contraste con la anterior producción de su autor. Antes de 1932, Girondo había publicado los poemarios Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) y Calcomanías (1923). Ambos responden al espíritu de la modernidad estética, acogiéndose a la nueva noción de belleza exaltada por las vanguardias. En tal sentido, giran en torno a los principios de dinamismo, instantaneidad y fragmentación, sincronizándose con el frenético ritmo de la urbe industrial. Pertenecen, además, a una tradición privilegiada en el ámbito  latinoamericano: el libro de viajes, en este caso, de estirpe vanguardista y, por tanto, fundado en la subversión de tradiciones decimonónicas y en la reivindicación de una mirada transgresora que reinventa el paisaje. En efecto, ambos textos están protagonizados por el viajero moderno que rechaza el escapismo para asumir una actitud activa ante lo real, cuyos ingredientes maravillosos debe descubrir despojándose de toda convención y autoridad.

Estos elementos sobreviven en Espantapájaros, pero resulta más llamativa la distancia ideológica y estética que lo separa de sus predecesores. Quizá ello explique las dificultades que marcaron su recepción, limitada e incompleta. La obra señala cambios decisivos en la trayectoria de Girondo, marcando la consolidación de una voz propia, ajena a generaciones y escuelas, que instaura varios principios esenciales: experimentalismo llevado a sus últimas consecuencias, humor negro, parodia autorreflexiva y tono existencial. Tales propuestas abren camino a En la masmédula (1953), ejercicio definitivo de individualidad artística.

Puede que este giro obedeciera en parte al impacto del movimiento surrealista, cuya doctrina se fija por primera vez en 1924, un año después de publicarse los dos primeros poemarios de Oliverio. En el momento de aparecer Espantapájaros, los surrealistas ya habían realizado considerables esfuerzos para concretar y difundir sus principios en escritos teóricos y productos artísticos. Sin duda, todo ello impresionó a Girondo, conocedor de los ismos europeos y siempre atento a las novedades.

Entre los proyectos vanguardistas, el surrealismo fue la escuela con mayor capacidad de impacto y supervivencia. Esto se explica por su habilidad para sintetizar las grandes preocupaciones ideológicas, morales y artísticas propias de la Modernidad. Así, centra sus energías en destruir la institución burguesa del arte, restableciendo las relaciones entre vida y trabajo estético. Este impulso es común a todas las escuelas vanguardistas, tal como señala Peter Bürger:

Los movimientos europeos de vanguardia se pueden definir como un ataque al status del arte en la sociedad burguesa. No impugnan una expresión artística precedente (un estilo) sino la institución del arte en su separación de la praxis vital de los hombres. Cuando los vanguardistas plantean la exigencia de que el arte vuelva a ser práctico, no quieren decir que el contenido de las obras sea socialmente significativo. La exigencia no se refiere al contenido de las obras; va dirigida contra el funcionamiento del arte en la sociedad, que decide tanto sobre el efecto de la obra como sobre su particular contenido (Burger, 2000: 103)

El surrealismo lleva este planteamiento a sus últimas consecuencias, presentándose como un proyecto estético, antropológico y político-social. Pretende suscitar una revolución integral del hombre moderno, al que ofrece herramientas innovadoras para interactuar con lo cotidiano y afrontar dilemas existenciales, en especial, el eterno conflicto entre eros y tánatos. Estos principios permiten analizar la filiación surrealista de Espantapájaros. Pese a su apariencia fragmentaria, la obra muestra una gran coherencia teórica, dando a conocer la posición del autor ante la condición humana, el dilema existencial o el enigma del mundo externo. Como tendremos ocasión de observar, muchas de las opiniones vertidas en estos ámbitos se relacionan con las doctrinas bretonianas. Así, el texto puede entenderse como un manual de instrucciones antirracionalista, una pequeña guía en 24 pasos para modificar la praxis burguesa a partir de transgresiones estéticas.

No obstante, conviene tener presente la distancia recorrida por las teorías parisinas, que se enfrentan en Latinoamérica con realidades socioculturales inéditas o espíritus tan peculiares como el de Girondo. Los procesos de relectura y contaminación no pueden pasarse por alto, aunque Espantapájaros exhiba un innegable aire de familia. Por otra parte, no basta con acudir a etiquetas tan limitadas como escuela o movimiento para explicar un texto escrito con vocación de inquietar y subvertir.

En tal sentido, buena parte de la fascinación ejercida por el libro obedece a las dificultades para encasillarlo en un contexto que no sea el de su única y original existencia. También el autor resulta difícil de apresar, pues forja un idioma personal, parodiando los discursos epocales. Así, Girondo construye un cuerpo doctrinal antidogmático que se adelanta en varios años a las propuestas de Julio Cortázar. La comparación entre ambos autores nos permitirá mostrar cómo el primero cuestiona tanto modelos burgueses como propuestas vanguardistas de resistencia, de tal forma que su obra termina por constituir una especie de biblia surrealista al revés, desafiando toda forma de autoridad absoluta.

Cortázar subvierte el modelo burgués de la instrucción, que suele utilizarse para establecer sistemas reglados. La crítica a la asfixiante cotidianeidad permite reivindicar el derecho individual a manejar lo real de forma libre y espontánea. Así, la obra no se conforma con demoler el molde tradicional, sino que ofrece un nuevo manual alternativo, inspirado por la utopía de reconciliación entre arte y vida. Girondo, sin embargo, redacta un texto que trasciende el parricidio vanguardista para asumir caracteres fratricidas e, incluso, suicidas.

Así, construye un hablante marginal, obstinado en no abandonar la periferia tanto del sistema oficial como de las alternativas críticas. Sus delirantes parlamentos están marcados por una casi enfermiza tendencia a deconstruir cuanta idea con visos de absoluta cae en sus manos, por lo que cabe hablar de una mirada oblicua consagrada a proyectar fuertes dosis de escepticismo sobre el agitado universo generacional. Esta agresiva desmitificación también afecta al sujeto poético, que no se presenta como un poseedor de llaves ni parece dispuesto a pontificar u ofrecer solución a los enigmas. En esta capacidad omnidestructora reside una importante clave interpretativa: Espantapájaros emprende un vuelo hacia la nada, aniquilando todo término absolutizador para confirmar que la ausencia de respuesta es la única certeza a que conduce la indagación existencial.

Los aspectos señalados se concretan a lo largo de los 24 fragmentos que componen el texto. A continuación analizaremos algunos momentos clave incidiendo en esa compleja relación que el autor mantiene con la vanguardia, objeto de parodia y homenaje. La obra manifiesta una clara vocación de parricidio cultural, moral y estético que se traduce en ejercicios de rebeldía contra todo comportamiento o creencia establecidos por la tradición. Esta revisión crítica de lo oficial muestra claras conexiones con el pensamiento surrealista. Así, buena parte de los fragmentos contribuyen a la cruzada antiburguesa, parodiando los más sagrados principios y valores de las clases medias. Girondo coincide con Breton al presentar la costumbre como una enfermedad social, que obliga al individuo a aceptar un orden de vida esclavo e impuesto desde fuera. El círculo vicioso de la rutina bloquea la imaginación, único instrumento que da acceso a lo maravilloso, esa otra cara de lo real cuya existencia defienden los surrealistas y Girondo (1). Para confirmar esta idea basta recordar las palabras con que Breton abre el Primer manifiesto surrealista:

Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida real, naturalmente, que la fe acaba por desaparecer. El hombre,  soñador sin remedio, al sentirse cada día más descontento de su sino, examina con dolor los objetos que le han enseñado a utilizar, y que ha obtenido al través de su indiferencia o de su interés, casi siempre al través de su interés, ya que ha consentido someterse al trabajo o, por lo menos, no se ha negado a aprovechar las oportunidades… ¡Lo que él llama oportunidades! (Breton, 2002: 15).

Por lo que respecta a Espantapájaros, podemos mencionar esa suerte de decálogo hipervital que constituye el texto 14, atribuido a la abuela del protagonista:

La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas. Poco a poco nos aprisiona la sintaxis, el diccionario, y aunque los mosquitos vuelen tocando la corneta, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles. Cuando una tía nos lleva de visita, saludamos a todo el mundo, pero tenemos vergüenza de estrecharle la mano al señor gato, y más tarde, al sentir deseos de viajar, tomamos un boleto en una agencia de vapores, en vez de metamorfosear una silla en un transatlántico (Girondo, 1999: 95) (2).

En definitiva, para estos autores el hábito lastra todo posible desarrollo integral, constituyendo la más importante patología de las modernas sociedades industriales. Tales principios reaparecen en los años 60 como parte de la reacción neovanguardista a la desoladora posguerra mundial: la reflexión sobre el problema de la vida cotidiana jugará un importante papel en la recuperación del espíritu revolucionario (3). En este contexto, destacan la influencia de Girondo y el surrealismo sobre Julio Cortázar. En su estudio ¿Es Julio Cortázar un surrealista?, Evelyn Picon Garfield presenta la cruzada que el argentino mantiene contra la rutina como síntoma de su filiación bretoniana:

Generalmente Cortázar rechaza la rutina como absurdo, el mundo aparente como “cárcel, la conformidad vacuna, la alegría barata y sucia del trabajo y el sudor de la frente y las vacaciones pagas” como “la verdadera condena”, el trabajo como “monstruo”, la realidad doméstica como una de las “peores pesadillas”, la costumbre como “el lugar donde estamos muertos” y los “minutos de las sacrosantas obligaciones” como “castradores” (Picon Garfield, 1975: 126).

Las expresiones citadas permiten establecer claras conexiones con Espantapájaros. De hecho, existen numerosas coincidencias ideológicas y formales entre el texto de Girondo e Historias de cronopios y de famas. Así, el prólogo al “Manual de instrucciones”, propone buscar lo maravilloso en una cucharilla de café y en una polilla (Cortázar, 2000: 407-408) (4); de igual modo, para la abuela de Espantapájaros “el dolor de muelas, las estadísticas municipales, la utilización del aserrín, de la viruta y otros desperdicios, pueden proporcionarnos una satisfacción insospechada” (Girondo, 1999: 95). En ambos casos objetos triviales e, incluso, desagradables, se reivindican como portadores de lo maravilloso. Este punto remite a las teorías surrealistas sobre el tratamiento y percepción del objeto. Como indica Pierre Mabille:

(…) Lo maravilloso está en todas partes. Incluso en las cosas, aparece cuando llega a penetrar un objeto cualquiera. El más humilde, él sólo, promueve todos los problemas. Su forma, testimonio de su estructura personal, resulta de las transformaciones que le fueron hechas desde el origen del mundo y contiene en germen las innumerables posibilidades que el futuro se encargará de realizar (cit. en Pariente, 1996: 214-215) (5).

En Espantapájaros los objetos cotidianos despliegan su caótica y agresiva diversidad, se ofrecen cargados de perfiles sorprendentes y, a menudo, desempeñan funciones catárticas o liberadoras. Así, se construye un catálogo de artefactos en libertad, que, gigantescos y amenazadores, deslumbran al sujeto, imponiéndole una mirada nueva. Esta perspectiva transgresora conecta con un principio básico del surrealismo. Nos referimos a lo que Salvador Dalí llamó “Santa Objetividad”, concepto que permite superar la proverbial dicotomía sujeto-objeto, así como la tendencia racionalista a privilegiar el primero de estos términos. En efecto, el yo ilustrado se presenta como agente ordenador de una realidad que, constreñida en apriorismos, no puede manifestarse o percibirse en todas sus posibilidades. Paul Nogué analiza el problema en los términos siguientes:

Tenemos una barra de hierro. Para el juez, es el instrumento del crimen, para el minero, piqueta, para el químico, lingote. O al menos tiende a serlo. De esta forma se habla de “deformación” profesional. Es una manera que se tiene de esquivar el problema, o de minorarlo. De hecho sólo admite una solución, es decir, que el objeto al máximo de realidad toma los rasgos de aquel que lo prueba, que lo piensa, que lo inventa de acuerdo con la tendencia habitual de su espíritu. Nuestro descuido y la tosquedad de las aproximaciones con que se conforma nuestra vida corriente, hacen que nuestra colaboración con el objeto pase normalmente inadvertida (cit. en Pariente, 1996: 238).

Como respuesta a esta limitada concepción del mundo objetivo, las vanguardias proponen una mirada desprejuiciada y abierta al comportamiento imprevisible de lo real. La subjetividad racional resulta fraudulenta, puesto que no procede del yo sino de abstracciones impuestas por la tradición. Por otra parte, la proyección sentimental traduce un temor o inseguridad ante los objetos: constituye una forma más de enajenarlos para que resulten asimilables. Observando tal hecho, los vanguardistas rechazan la tendencia romántica a empapar la realidad de fluidos interiores, pues entienden que descubrir lo maravilloso cotidiano exige una lectura objetiva: en tanto materia de invención, el objeto debe liberar su agresividad y potencial lírico. En definitiva, se reivindican los “ojos de mosca” que Girondo atribuye a Monet en uno de sus Membretes (Girondo, 1999: 64): una mirada poliédrica, un ojo diseccionado como el presentado por Buñuel en Un chien andalou. Al agredir la mirada tradicional se recupera la libertad necesaria para captar lo extraordinario, los secretos poderes que lo cotidiano escamotea a la perspectiva burguesa.

En cuanto a Espantapájaros, estas cuestiones se tratan en el fragmento 10, que detalla las posibilidades de la “sublimación”. El texto se abre con una sorprendente confesión: “Aunque ya han transcurrido muchos años, lo recuerdo perfectamente. Acababa de formularme esta pregunta, cuando un tranvía me susurró al pasar: “¡En la vida hay que sublimarlo todo… no hay que dejar nada sin sublimar!”. Un objeto prosaico y cotidiano es portador de la más esencial sabiduría, pues ofrece claves para superar una realidad tan pobre e insatisfactoria que hace sentir al hablante “ímpetus” de suicidio: “Lo que antes me resultaba grotesco o deleznable, ahora me parece sublime. Lo que hasta ese momento me producía hastío o repugnancia, ahora me precipita en un colapso de felicidad que me hace encontrar sublime lo que sea: de los escarbadientes a los giros postales, del adulterio al escorbuto” (Ibíd.: 89).

Como puede verse, Girondo usurpa una categoría básica del arte oficial para arrojarla en la cotidianeidad, mostrando lo absurdo y anquilosado de las reglas y principios establecidos (6). Recordemos que la idea burguesa del arte, visto como una esfera separada de la vida, carente de utilidad y propósito, se apoya en las opiniones de Kant sobre el juicio estético. Según el filósofo alemán, el arte tiende a captar lo sublime, es decir, aquello que no puede conocerse ni expresarse en términos racionales. Por ello, debe permanecer al margen de la praxis cotidiana. Girondo atribuye al concepto de sublimación el significado contrario: el artista descubre facultades poéticas en lo prosaico, convirtiéndolo en un instrumento de liberación integral. Así, el texto culmina con una apasionada declaración de principios:

Que otros practiquen -si les divierte- idiosincrasias de felpudo. Que otros tengan para las cosas una sonrisa de serrucho, una mirada de charol. Yo he optado definitivamente por lo sublime y sé, por experiencia propia, que en la vida no hay más solución que la de sublimar, que la de mirarlo y resolverlo todo desde el punto de vista de la sublimidad (Ibíd.: 90).

Estos propósitos se perciben con mayor claridad en el texto 19. Ante la amenaza de la muerte o el sinsentido, Girondo reivindica una existencia fundamentada en las maravillas que ofrece la vida rutinaria: “Lo cotidiano podrá ser una manifestación modesta de lo absurdo, pero aunque Dios- reencarnado en algún Sacamuelas- nos obligara a localizar todas nuestras esperanzas en los escarbadientes, la vida no dejaría de ser, por ello, una verdadera maravilla” (Ibíd.: 102). Para el autor, las realidades triviales constituyen “el más auténtico de los milagros”, dada la presencia en ellas del azar, definido como causalidad metafísica. Así, nos dice:

Cuando se tienen los nervios bien templados, el espectáculo más insignificante -una mujer que se detiene, un perro que husmea una pared- resulta algo tan inefable… es tal el cúmulo de circunstancias que se requieren -por ejemplo- para que dos moscas aterricen y se reproduzcan sobre una calva que se necesita una impermeabilidad de cocodrilo para no sufrir, al comprobarlo, un verdadero síncope de admiración (Ibíd.).

La pasión por la vida, entonces, debe manifestarse ante “las estatuas ecuestres” o “los tachos de basura”. Al igual que Cortázar, Girondo nos invita al descubrimiento o acogida entusiasta de lo insólito cotidiano: “Días, semanas enteras, en que no logra intranquilizarme ni la sospecha de que a las mujeres las pueda nacer un taxímetro entre los senos”. Se reivindica, en fin, una mirada nueva, capaz de “lamer la vida” y descubrir a “Dios (…) al doblar las esquinas, en los cajones de las mesas de luz, entre las hojas de los libros (Ibíd.).

Para generar esta perspectiva poliédrica, Girondo recurre a diversos procedimientos de estirpe vanguardista. Así, la técnica de enfocamiento intenso permite superar los modelos racionales de proporción: los objetos adquieren dimensiones insólitas, multiplicando sus perfiles y mostrando facetas ocultas a la percepción tradicional. Al mirar con atención un mosquito, por ejemplo, se descubre que “vuela tocando la corneta” como un “arcángel” (Ibíd.: 95).

Por otro lado, y siguiendo los consejos de Rimbaud, el autor intenta provocar un desarreglo total de los  sentidos. A este respecto, nos ofrece un buen ejemplo el comienzo del fragmento 4: “Abandoné las carambolas por el calambur, los madrigales por los mamboretás, los entreveros por los entretelones, los invertidos por los invertebrados” (Ibíd.: 82). En este caso, se combinan realidades entre las que una percepción reglada no hallaría relación alguna. Este particular sistema de opciones excluyentes desafía nuestras categorías de orientación, forzándonos a una lectura más profunda e imaginativa: la carambola, mera artimaña formal, es sustituida por el calambur, figura de pensamiento, mientras que los mamboretás, símbolo de pasión animal y salto a la realidad otra, se prefieren al vacío sentimentalismo de un madrigal.

El fragmento 18 también recurre a la deconstrucción de paradigmas tradicionales, reorganizando lo real desde perspectivas nuevas. El autor parte de un cliché comunicativo, “llorar a lágrima viva”, para denunciar las absurdas convenciones idiomáticas que codifican y constriñen la expresión emocional. El lenguaje se ve devaluado por la costumbre, los prejuicios morales y la carencia de espontaneidad y compromiso. Frente a ello, Girondo asocia el llanto con una descabellada serie de objetos, colores y procesos, desafiando la lógica racional:

Llorar la digestión. Llorar el sueño. Llorar ante las puertas y los puertos. Llorar de amabilidad y de amarillo. (…) Llorar como un cacuy, como un cocodrilo… si es verdad que los cacuies y los cocodrilos no dejan nunca de llorar. Llorarlo todo, pero llorarlo bien. Llorarlo con la nariz, con las rodillas. Llorarlo por el ombligo, por la boca. Llorar de amor, de hastío, de alegría. Llorar de frac, de flato, de flacura (Ibíd.: 101).

El autor pretende devolver al lloro su función catártica original, un sentido liberador en tanto expresión de impulsos no realizados. Para ello, lo inserta en este insólito universo de objetos surrealistas. Las puertas, la camiseta, la nariz, el flato o la flacura constituyen realidades cotidianas que al empaparse de llanto revelan una insospechada capacidad para expresar lo irracional. Además, depuran las lágrimas de clichés cursis o sentimentales, devolviéndolas a un ámbito más humano en que pueden generar una revolución integral.

Las últimas ideas apuntadas remiten a otro rasgo crucial del objeto surrealista. Este proyecta considerables dosis de violencia pues, al combinarse en libertad, subvierte los sistemas tradicionales de recepción. Incluso llega a manifestar su agresividad de forma consciente: hablamos de cosas sin piedad, que muerden y atacan al individuo para obligarlo a tomar conciencia de su alienación. Estas facetas se expresan en los interrogantes que abren el fragmento 19: “¿Qué las poleas ya no se contentan con devorar millares y millares de dedos meñiques? ¿Qué las máquinas de coser amenazan zurcirnos hasta los menores intersticios?” (Ibíd.: 102).

Otras veces la agresividad se ejerce contra convenciones sociales que impregnan la mirada de rutina y aburrimiento. En este caso, los objetos desempeñan funciones catárticas o liberadoras. Así sucede en el fragmento 2, donde el autor transforma la casa familiar, importante fetiche de la ideología burguesa, en un espacio de transgresión. Los objetos se rebelan contra hábitos y normas, generando una atmósfera mágica que neutraliza toda forma de sometimiento a lo establecido. De hecho, las inexplicables vibraciones que emiten convierten cada ademán vacío en una provocación, fenómeno que se describe en el siguiente fragmento:

En el acto de entregar su tarjeta, por ejemplo, los visitantes se sacaban los pantalones y antes de ser introducidos en el salón, se subían hasta el ombligo los faldones de la camisa. Al ir a saludar a la dueña de la casa, una fuerza irresistible los obligaba a sonarse las narices con los visillos, y al querer preguntarle por su marido, le preguntaban por sus dientes postizos. A pesar de su enorme esfuerzo de voluntad, nadie llegaba a dominar la tentación de repetir “Cuernos de vaca” si alguien se refería a las señoritas de la casa y, cuando éstas ofrecían una taza de té, los invitados se colgaban de las arañas, para reprimir el deseo de morderles las pantorrillas (Ibíd.: 79).

Girondo juega con un motivo reconocible y característico de la literatura fantástica: la casa encantada. Pero aquí la agresividad no procede del plano sobrenatural, ajeno al individuo, sino de lo cotidiano. En este sentido, no basa su eficacia en el terror a hechos desconocidos, sino que pretende provocar angustia ante lo siniestro familiar: las potencias ocultas en la realidad circundante que pueden desatarse en cualquier momento. Por tal motivo, el autor señala con ironía que en esta casa “jamás se había oído el menor roce de cadenas” (Ibíd.).

Pero el objeto vanguardista también se distingue por generar una identificación trascendente con el sujeto. No olvidemos que los surrealistas persiguen una integración de contrarios, que permita al individuo percibirse como parte de una unidad cósmica. Por ello, y según indica Picon Garfield, desarrollan el principio de ubicuidad, que convierte los objetos transformados por la imaginación y el deseo en una forma de apertura al Absoluto. En palabras de la crítica mencionada:

El objeto (…) simboliza la realidad externa y como tal es la otra vertiente de la dicotomía sujeto-objeto, la cual anhelan fundir los surrealistas. Para llevar a cabo la conciliación de esta dualidad es necesario salirse de sí, ganar otra perspectiva que no sea la propia. Y mediante la posesión total, el sujeto en el objeto y viceversa, nos asomamos a la ubicuidad (…) En el Segundo Manifiesto, Breton apoyó la teoría hegeliana de la compenetración del mundo subjetivo y del objetivo. Además, los surrealistas, basándose en él, consideraban que el verdadero conocimiento de la existencia dependía de la interrelación de lo interno y lo externo (Picon Garfield, 1975: 173-174).

En el fragmento 16 Girondo verbaliza estos conceptos de posesión ontológica y participación subjetiva en lo real mediante la idea de transmigración. Los objetos que suscitan esta capacidad pertenecen a los tres reinos naturales. El mineral queda representado por la piedra, que permite al hablante “dormir una siesta mineral”, y por la tierra, que lo integra en “la voluptuosidad (…) de sentirse penetrado de tubérculos, de raíces, de una vida latente que nos fecunda…y nos hace cosquillas”. También participa de la mirada vegetal sumergiéndose en el eucalipto o en el cerebro de la nuez y la castaña. Por último, accede al reino animal convirtiéndose en abejorro, chancho, caballo, cangrejo, sapo, camaleón, cucaracha o gato. El inventario se completa con realidades tomadas de la cotidianeidad más prosaica: el jamón, la manzana y la zanahoria (Girondo, 1999: 98-99) (7).

Así pues, Girondo aporta la posibilidad de establecer correspondencias cósmicas a partir de lo más trivial y cotidiano. Pero el autor también plantea la necesidad de identificarse con el otro, procurando una inmersión absoluta en la conciencia de los congéneres, de quienes el individuo se halla separado por los muros de incomunicación y soledad que impone la tradición racionalista. En la defensa de una empatía basada en la fusión total de identidades, Girondo participa, una vez más, de las teorías surrealistas que, siguiendo la afirmación de Rimbaud, postulan una comunicación sincera y espontánea que nos permita reconocernos en los demás. Los aspectos señalados se observan con exactitud en las siguientes líneas:

(…) A mí me gusta meterme en las vidas ajenas, vivir todas sus secreciones, todas sus esperanzas, sus buenos y sus malos humores (…) ¡Pensar que durante toda su existencia la mayoría de los hombres no han sido ni siquiera mujer!... ¿Cómo es posible que no se aburran de sus apetitos, de sus espasmos y que no necesiten experimentar de vez en cuando, los de las cucaracha… los de las madreselvas? Aunque me he puesto muchas veces un cerebro de imbécil, jamás he comprendido que se pueda vivir, eternamente, con un mismo esqueleto y un mismo sexo (Ibíd.).

El intercambio de identidades incluye el encuentro erótico, pues la inmersión en el otro puede ser fuente de insospechados placeres: “Poseer una virgen es muy distinto a experimentar las sensaciones de la virgen mientras la estamos poseyendo” (Ibíd.: 98). En definitiva, sólo cuando el sujeto sale de sí mismo para ir al encuentro de la otredad, emprende un auténtico viaje interior

Yo, al menos, tengo la certidumbre de que no hubiese podido soportarla (la vida) sin esa aptitud de evasión que me permite trasladarme adonde yo no estoy: ser hormiga, jirafa, poner un huevo, y lo que es más importante aún, encontrarme conmigo mismo en el momento en que había olvidado, casi completamente, mi propia existencia” (Ibíd.: 99) (8).

En definitiva, vemos que el poeta vanguardista, despojado de lastres racionales y morales, se ve avasallado por una realidad exterior violenta y esplendorosa, cargada de efectos maravillosos e insólitas posibilidades. Al igual que en las Residencias nerudianas, la transmisión poética de ese mundo debe prescindir de orden y continuidad espacio-temporal, así como de cualquier referencia a la lógica sensorial. Todo ello remite a una poética de las cosas, basada en la absoluta soberanía de un espacio objetual en que el hombre no constituye sino un artefacto más, susceptible de manipulación creadora. Estos principios ocupan un lugar privilegiado en el pensamiento de Girondo, tal como demuestran sus membretes, aforismos invertidos muy próximos a la fórmula de la greguería (matemática+humor+poesía). En ellos, el autor denuncia las poéticas onanistas que conciben la creación como mero desahogo o vómito emocional. Por eso advierte a los “señores poetas” de que “el ombligo no es un órgano tan importante” (Ibíd.: 66) y subraya que “no hay que confundir poesía con vaselina; vigor con camiseta sucia” (Ibíd.: 68). Frente a esta empobrecedora concepción, afirma la misión trascendental del arte como estrategia cognoscitiva que permite iluminar zonas ocultas a la lógica tradicional: “La poesía es siempre lo otro, aquello que todos ignoran hasta que lo descubre un verdadero poeta” (Ibíd.: 73).

Para que la lírica cumpla esta función el hombre debe adquirir una mirada infantil, que le permita enfrentarse a lo real con la confianza, ímpetu y libertad del niño. De acuerdo con esto, Girondo proclama en un membrete la necesidad de “trasladar al plano de la creación la fervorosa voluptuosidad con que, durante nuestra infancia, rompimos a pedradas todos los faroles del vecindario” (Girondo, 1999: 71). Esta mirada de hombre-niño posibilita el descubrimiento de lo maravilloso, al suspender los principios de verosimilitud. En tal sentido, se pregunta el autor: “¿Por qué no admitir que una gallina ponga un transatlántico, si creemos en la existencia de Rimbaud, sabio, vidente y poeta a los doce años?” (Ibíd.: 70). Por este camino se superan los conceptos burgueses de arte y belleza pues, tal como señala otro membrete, “¡El Arte es el peor enemigo del arte!… un fetiche ante el que ofician, arrodillados, quienes no son artistas” (Ibíd.: 68). Las ideas esbozadas justifican el recurso a la imagen vanguardista, que procede por yuxtaposición de realidades lejanas, basándose en posibilidades de combinación descubiertas por la nueva objetividad.

Volviendo al texto que nos ocupa, la crítica antiburguesa formulada por Girondo también se centra en las instituciones y principios reguladores de la rutina social. En este sentido, el autor comparte el rechazo surrealista por la familia, considerando que la clase media ha convertido la forma más natural de agrupación en un sistema jerárquico encaminado a fortalecer la moral represora. Estas nociones quedan claras en el fragmento 5, donde recurre a su ya comentada teoría de la transmigración para reinterpretar el concepto de lazos familiares. La identificación cordial del sujeto con su realidad lo integra en la gran familia cósmica, más auténtica y liberadora que el reducido modelo burgués:

(…) Los vínculos de consanguinidad no se detienen en la escala zoológica. La certidumbre del origen común de las especies fortalece tanto nuestra memoria, que el límite de los reinos desaparece y nos sentimos tan cerca de los herbívoros como de los cristalizados o de los farináceos. Siete, setenta o setecientas generaciones terminan por parecernos lo mismo y (aunque las apariencias sean distintas) nos damos cuenta de que tenemos tanto de camello como de zanahoria (Ibíd.: 89).

Como los maestros de la ironía Jonathan Swift y Alfred Jarry, el autor se hace con las armas del enemigo: mimetiza expresiones asociadas con la familia burguesa para denunciar su absurdo semántico. Esto resulta más evidente al integrar tales fórmulas en una insólita concepción del parentesco:

Después de galopar nueve leguas de pampa, nos sentamos ante la humareda del puchero. Tres bocados… y el esófago se nos anuda. Hará un periodo genealógico, este zapallo, ¿no sería un hijo de nuestro papá? Los garbanzos tienen un gustito a paraíso ¡pero si resultara que estamos devorando a nuestros propios hermanos! A medida que nuestra existencia se confunde con la existencia de cuanto nos rodea, se intensifica más el terror de perjudicar a algún miembro de la familia. Poco a poco, la vida se transforma en un continuo sobresalto. (…) Antes de mover un brazo, de estirar una pierna, pensamos en las consecuencias que este gesto puede tener para toda la parentela (Ibíd.).

Parodia y humor negro permiten rechazar una institución que criminaliza las expresiones pulsionales, impidiendo al individuo devorar la vida:

Cada día que pasa nos es más difícil alimentarnos, nos es más difícil respirar, hasta que llega un momento en que no hay otra escapatoria que la de optar, y resignarnos, a cometer todos los incestos, todos los asesinatos, todas las crueldades, o ser, simple y humildemente, una víctima de la familia (Ibíd.: 89) (9).

El fragmento citado remite a otro aspecto clave, que ratifica la genealogía surrealista de Espantapájaros: la relectura del binomio eros-tánatos. Comencemos por abordar el primer término de esta dicotomía. Para los surrealistas amor y encuentro sexual constituyen la forma más perfecta de fusión entre contrarios, permitiendo transformar la realidad y la propia identidad. En el orgasmo, el individuo se descubre en el otro y recupera la conexión con el cosmos, redimiéndose de su destierro. Por eso el único amor concebible es el loco, aquel que enuncia un discurso transgresor: frente a los usos amatorios convencionales, que tienden a justificarse en lo estable, cómodo o conveniente, la pasión surrealista implica un elemento de riesgo, azar y provocación (10).

Girondo contribuye a esta crítica del amor institucional con el fragmento 7, basado en la obstinada repetición del término absolutizador. Ese “amor con una gran M”, pierde toda trascendencia cuando las asociaciones y metáforas vanguardistas denuncian su naturaleza inauténtica: “amor al portador, amor a plazos, amor analizable, analizado, lleno de prevenciones, de preventivos, lleno de cortocircuitos, de cortapisas, amor desinfectado, amor con sus accesorios, con sus repuestos, amor impostergable y amor impuesto”. El autor hace ver cómo la clase media infecta la pasión con principios de utilidad y profilaxis, sustituyendo su vitalidad por clichés de ofensiva cursilería. Muestra, así, que el individuo alienado se limita a vivir un “amor pasado por agua, a la vainilla, (…) con leche (…) chorreando de merengue, cubierto de flores blancas, (…) untuoso, (…) que incendia el corazón de los orangutanes” (Ibíd.: 85).

En este plano temático destaca la crítica al matrimonio, presentado como una artimaña más de esa violenta conjura tramada por la burguesía contra el instinto. Estas ideas se apuntan en el fragmento 4, donde el poeta declara: “Conjuré las conjuraciones más concomitantes con las conjugaciones conyugales” (Ibíd.: 82). También resulta interesante el texto 3, donde una mujer explica a su marido, empleado de correos incapaz de satisfacerla, las fantasías sexuales con que palia el tedio matrimonial:

Eras fuerte. Escalaste los muros de un monasterio. Te acostaste con la abadesa, La dejaste preñada. (…) Te has jugado la vida tantas veces, que posees un olor a barajas usadas. ¡Con qué avidez, con qué ternura yo te besaba las heridas! Eras brutal. Eras taciturno. Te gustaban los quesos que saben a vejiga de sátiro… y la primera noche, al poseerme, me destrozaste el espinazo en el respaldo de la cama (Ibíd.: 80) (11).

La incomunicación que se da en esta pareja queda confirmada cuando el inepto esposo se empeña en demostrar que no ha ambicionado “durante toda su existencia, más que a ingresar en el Club Social de Vélez Sársfield”. La mujer le sugiere entonces que muera “abrazado al pescuezo de alguna vaca” (Ibíd.: 80-81) (12). Frente a situaciones de este tipo, Girondo atribuye al sexo proporciones cósmicas, afirmando que nos hace descubrir las verdades del universo. Para confirmar este planteamiento podemos enfrentar el fragmento 7 con el 12. El inmovilismo transmitido en el primero por la casi exclusiva presencia de adjetivos y sustantivos es reemplazado por la dinámica instantaneidad de la acción pura: sólo verbos para describir el encuentro de los amantes sin nombre, lanzados al absoluto. Esta serie verbal remite a destacados principios de la erótica surrealista. Así, el retorno a la espontaneidad animal (se olfatean, se chupan, se babean, se agazapan, se apresan) o la dimensión violenta (se mastican, se enarcan, se retuercen, se estrangulan, se aprietan, se acometen, se entrechocan, se dislocan, se perforan, se incrustan, se acribillan, se desgarran, se muerden, se asesinan).

Por otra parte, el encuentro erótico conecta con la destrucción, pues exige un sacrificio identitario para sumergirse en el otro. Como explica Octavio Paz en Piedra de sol, amor y muerte constituyen experiencias paralelas en su doble naturaleza constructiva-destructiva: caen “las máscaras podridas” para generar una ontología cósmica o carente de contradicciones (Paz, 2000: 346). De estas ideas procede el famoso tópico del orgasmo como la pequeña muerte, también presente en el texto a través de grupos verbales que marcan el final de cada acto sexual y el comienzo de un nuevo intento: “se demudan, se adormecen / despiertan, se iluminan / se disgregan, se aletargan, fallecen / se reintegran / se desmayan / reviven, resplandecen” (Girondo, 1999: 93).

También percibimos la dimensión teológica atribuida al acto erótico. Según el surrealismo, penetrar en el sexo femenino equivale a comulgar, pues el individuo se encuentra con un hecho sublime no ajeno al hombre, sino participante de su humanidad. Esta idea justificaría la presencia de verbos como “iluminar”, “resplandecer” o “resucitar”. Además, permite conectar el fragmento con “Topatumba”, poema de En la masmédula. Aquí el autor lleva la vocación transgresora a sus últimas consecuencias: ante la imposibilidad de expresar con plenitud la revelación sexual, altera la raíz misma del idioma para hablar del sexo femenino como “la piel cal de luna de tu trascielo mío que me levitabisma” (Ibíd.: 254). Su compañera lo eleva a verdades supremas, experiencia asociada con la levitación, al tiempo que lo reconcilia con sus instintos primitivos, para al fin arrojarlo al abismo del enigma existencial. Esta oda al orgasmo culmina en dos creaciones verbales muy próximas a las manejadas en el fragmento 12 de Espantapájaros: “cremar”, es decir, arder en la pasión para despojarse de la vieja identidad y “edenizar” o recuperar la inocencia primigenia frente al pecado original, nombre con que la tradición judeocristiana designa la conciencia de la nada (Ibíd.).

Un último aspecto de la crítica vanguardista al pensamiento establecido se relaciona con el significado tradicional de la muerte. Para los surrealistas, la superficialidad burguesa ha gestado una cultura de encubrimiento y temor que se resiste a encarar la mortalidad desaprovechando su potencial estético. Así, el individuo se acoge a un hipervitalismo palurdo e ineficaz que, en realidad, excluye toda forma de pasión. Manejando tales nociones, Espantapájaros denuesta las teorías oficiales sobre el  viaje final. Así, el fragmento 11 denuncia la “ignorancia del bienmorir” y nos introduce en un cementerio poblado de individuos groseros, dispuestos a transplantar allí la bajeza e hipocresía de sus lamentables vidas. Incluso pretenden dar rienda suelta a bajos instintos adulterados por una existencia de represión:

Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio (Girondo, 1999: 91).

Tanto este fragmento como el 24 parecen anticipar la literatura absurdista. Este último ofrece una propuesta alternativa de enfrentar el fin. Apelando a lo fantástico, el autor construye un espacio liberador donde la muerte se asume como un arte o forma de comunicación imaginativa y entusiasta. Los habitantes de una ciudad deciden enfrentar cara a cara su absurdo destino, asumiendo el enigma existencial con una cruel carcajada que prefigura las propuestas de Camus:

(…) La población demostró una inventiva y una vitalidad admirables. Hubo suicidios de todas las especies, para todos los gustos; suicidios colectivos, en serie, al por mayor. Se fundaron sociedades anónimas de suicidas y sociedades de suicidas anónimos. Se abrieron escuelas preparatorias al suicidio, facultades que otorgaban el título “de perfecto suicida”. Se dieron fiestas, banquetes, bailes de máscaras para morir. La emulación hizo que todo el mundo se ingeniase en hallar un suicidio inédito, original (Ibíd.: 112) (13).

El estilo celebratorio de morir restablece valores primitivos, transformando la defunción en una experiencia colectiva. Por otra parte, la rebeldía se lleva a sus últimas consecuencias, desafiando el cliché de la muerte digna: “Sin preocuparse de la dignidad que requiere cualquier cadáver, la gente se dejaba morir en las posturas más denigrantes”. Por eso el pensamiento oficial termina por abortar la experiencia a través de una irónica “misión con fines sanitarios” que, al no poder “desinfectar” la ciudad mediante un falso optimismo de “globitos hinchados, confetis afrodisíacos y bombas llenas de vitaminas”, deciden “abrasarla en una sola llama para evitar que cunda el miasma de la certidumbre de la muerte” (Ibíd.: 111) (14).

En definitiva, al igual que los surrealistas Girondo propone afrontar el dolor sin paliativo alguno, entendiendo que cuanto provoca temor o sufrimiento confirma la existencia, empujándonos a devorarla más allá de la razón o la costumbre. Por eso afirma en el fragmento 19:

Es bastante intranquilizador -sin duda alguna- comprobar que no existe ni una hectárea sobre la superficie de la tierra que no encubra cuatro docenas de cadáveres; pero de allí a considerarse una simple carnaza de microbios… a no concebir otra aspiración que la de recibirse de calavera… […] De ahí ese amor, esa gratitud enorme que siento por la vida, esas ganas de lamerla constantemente, esos ímpetus de postergación ante cualquier cosa… (Ibíd.: 102).

En esta misma línea destaca el texto 21, desiderátum invertido que nos invita a participar de toda transgresión, por insólita o dolorosa que resulte:

Que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto, para que los espejos, al mirarte, se suiciden de repugnancia; que tu único entretenimiento consista en instalarte en la sala de espera de los dentistas, disfrazado de cocodrilo, y que te enamores tan locamente de una caja de hierro, que no puedas dejar, ni un solo instante, de lamerle la cerradura (Ibíd.: 107).

En fin, la llamada a la violencia se condensa en el texto 13 cuyo protagonista, convertido en patada, borra “de la faz de la tierra” toda manifestación burguesa: “Familias disueltas de una sola patada; cooperativas de consumo, fábricas de calzado; gente que no ha podido asegurarse, que ni siquiera tuvo tiempo de cambiarle el agua a las aceitunas… a los pececillos de color” (Ibíd.: 94). Este hablante energúmeno, agente de escándalo o cataclismo, resulta fundamental para comprender la dimensión fratricida de la obra. Ante todo, debemos considerar la dimensión simbólica del espantapájaros como precario simulacro de la persona humana, abocado a una misión marginal (15). Al identificarse con esta figura, el protagonista no se erige en mesías epocal y pude examinar el mito moderno del poeta-profeta con importantes dosis de ironía. Este afán ridiculizador se aprecia en el fragmento 10:

Ah, (…) el contento de comprobar que uno mismo es un peatón afrodisíaco, lleno de fuerza, de vitalidad, de seducción; lleno de sentimientos incandescentes, lleno de sexos indeformables (…). Bípedo implume, pero barbado, con una barba electrocutante, indescifrable. ¡Ciudadano genial -¡muchísimo más genial que ciudadano!- con ideas de embudo, ametralladoras, cascabel; con ideas que disponen de todos los vehículos existentes, desde la intuición a los zancos! (Ibíd.: 89).

Este sujeto nos invita a asumir nuestra precariedad con una sonrisa. En tal sentido, anticipa la propuesta existencialista de Albert Camus, para quien la única posibilidad efectiva de rebelión consiste en aceptar el sinsentido en su faceta humorística. La carcajada sarcástica trama la venganza del individuo contra la sorda divinidad responsable de su existencia: la desesperante labor de Sísifo vale la pena si este sonríe mientras carga con la piedra, sin más propósito que la acción pura, sin más esperanza que verla caer para izarla de nuevo (16). En idéntica línea, el yo desmitificado de Espantapájaros no convierte su rebeldía en un estímulo megalómano sino en la irónica constatación de lo precario. Por ello exhibe una identidad fragmentada o múltiple, basada en imágenes caricaturescas y comparaciones aberrantes que dificultan la empatía.

En el fragmento 6, por ejemplo, aparece un individuo grotesco, incompleto y mutilado: “Todavía, cuando llovizna, me duele la pierna que me amputaron hace tres años. Mi riñón derecho es un maní. Mi riñón izquierdo se encuentra en el museo de la facultad de Medicina”. La marginación y el fracaso constituyen los territorios naturales de este ser excéntrico: “He perdido a la lotería hasta las uñas de los pies, y en el instante de firmar mi acta matrimonial, me di cuenta que me había casado con una cacatúa” (Ibíd.: 84). Además, presenta rasgos animales o monstruosos que lo empujan a ejercer la violencia sobre cuanto le rodea:

Si por casualidad, cuando me acuesto, dejo de atarme a los barrotes de la cama, a los quince minutos me despierto, indefectiblemente, sobre el techo de mi ropero. En ese cuarto de hora, sin embargo, he tenido tiempo de estrangular a mis hermanos, de arrojarme de algún precipicio y de quedar colgado de las ramas de un espinillo (Ibíd.: 84).

En definitiva, se trata de un ser alienado que no encuentra consuelo o respuesta:

Las márgenes de los libros no son capaces de encauzar mi aburrimiento y mi dolor. Hasta las ideas más optimistas toman un coche fúnebre para pasearse por mi cerebro. Me repugna el bostezo de las camas desechas, no siento ninguna propensión por empollarle los senos a las mujeres y me enferma que los boticarios se equivoquen con tan poca frecuencia en los preparados de estricnina (Ibíd.: 84).

El párrafo citado podría aludir a la enfermedad moderna por excelencia: el tedium vitae, spleen o ennui. De hecho, se mencionan dos vías de redención frecuentadas por los artistas melancólicos: erotismo y literatura. Pero el personaje de Girondo establece una irónica distancia con el mal de siglo. Así, no hay nada de sublime o poético en su terrible declaración final: “En estas condiciones, creo sinceramente que lo mejor es tragarse una cápsula de dinamita y encender, con toda tranquilidad, un cigarrillo” (Ibíd.). La voluntad de convertirse en una antorcha humana trasciende el tópico del suicidio: el personaje pretende envolver a sus congéneres en una onda expansiva de violencia y agresividad. Esta idea queda confirmada en el fragmento 20, cuyo protagonista es capaz de provocar sangrientos accidentes a su paso, ahuyentando toda posibilidad de empatía:

Necesito esqueletos pulverizados, decapitaciones ferroviarias, descuartizamientos inidentificables, y es tan grande mi amor por lo espectacular que el día que no provoco ningún cortocircuito, sufro una verdadera desilusión. En estas condiciones mi compañía resultará lo intranquilizadora que se quiera (Ibíd.: 103).

Esta brutal confesión parece ridiculizar el deporte vanguardista por excelencia: escandalizar al burgués mediante la exaltación lúdica de lo morboso, criminal o desviado. La vocación fratricida remite de nuevo al fragmento 10, burlona deconstrucción del poeta heroico, cuyo protagonista se autoproclama “mamón que usufructúa de un temperamento devastador y reconstituyente, capaz de enamorarse al infrarrojo, de soldar vínculos autógenos de una sola mirada, de dejar encinta una gruesa de colegialas con el dedo meñique” (Ibíd.: 89). Aquí la verborrea prometeica e hipermasculina no consigue disimular una ontología patética: el ángel caído es, por naturaleza, un ángel sin alas cuyos delirios rebeldes no permiten trascender los precarios límites que su condición le impone.

En este plano Girondo anticipa el trabajo desmitificador de autores posmodernos como Nicanor Parra. El individuo que tartamudea en Espantapájaros conecta con el energúmeno reivindicado por el poeta chileno hasta el punto de existir un innegable parecido entre el fragmento citado y el poema “Como les iba diciendo”:

Imbécil me decían en el colegio

Pero yo era el primer alumno del curso

Tal como ustedes me ven

Joven –buenmozo- inteligente

Genial diría yo

-irresistible-

Con una verga de padre y señor mío

Que las colegialas adivinan de lejos

A  pesar de que yo trato de disimular al máximo (Parra, 2006: 272).

Como hace Parra en su “Manifiesto”, Girondo denuncia “la poesía de pequeño dios, de vaca sagrada y de toro furioso” (Ibíd.: 142), y también parece sostener que “el poeta no es un alquimista” sino “un hombre como todos”, “un constructor de puertas y ventanas”, que, eso sí, “está ahí para que el árbol no crezca torcido” (Ibíd.:146).

En definitiva, Espantapájaros constituye un despliegue de estrategias desvalorizadoras. El hablante grotesco juega a revestir sus afirmaciones de seriedad para a continuación desmentirlas con una mueca de autodesprecio pues, como el niño, no logra empatizar con emociones y normas ajenas. Por ello, este collage de anécdotas y reflexiones recurre al absurdo, herramienta que congela toda posibilidad de obtener respuestas, tal como se aprecia en el arranque del texto 10: “¿Resultará más práctico dotarse de una epidermis de verruga que adquirir una psicología de colmillo cariado?” (Ibíd.: 89).

Girondo maneja la técnica absurdista de insertar realidades inconexas en un paradigma reconocible o propio del discurso racional; en este caso, la estructura comparativa. Así genera una apariencia de normalidad que impulsa a recibir su afirmación como si de un grave dilema se tratase: la ironía implícita en su pregunta retórica se constituye en agente de desorientación o angustia (17). El impulso destructor también alcanza a la erótica surrealista, cebándose con los mitos femeninos gestados por la escuela bretoniana. Como ya explicamos, las vanguardias presentan una mujer cósmica, instrumento de conocimiento y redención. Personajes como Nadja, la Maga o Esplendor remiten a una canonización basada en la síntesis de arquetipos como la femme fatale o la donna angelicata (18). En este sentido, el surrealismo aporta destacadas reflexiones sobre la situación de la mujer burguesa, privada de su potencial mágico por la necesidad de responder a roles y expectativas machistas.

Pero la lectura surrealista de lo femenino también encubre ciertas dosis de objetualización y falseamiento. Girondo pudo pensar en ello al redactar el fragmento 1 de Espantapájaros, donde la imagen chagalliana de la mujer voladora pone en marcha una espléndida parodia del mito femenino en sus diversas facetas. Así, el autor comienza por mostrarse indiferente ante los cánones de belleza:

No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias (Ibíd., 78).

A continuación describe a su insólita amante, figura esperpéntica y desproporcionada, digna compañera para un espantapájaros catastrófico: “¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado?” (Ibíd). Esta mujer responde al nada poético nombre de Maria Luisa y, aunque es capaz de volar, se desenvuelve en contextos poco sublimes: “Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres” (Ibíd). Si tenemos en cuenta el sentido figurado del verbo volar, podemos pensar en Girondo como un irónico portavoz de la doctrina machista y su ideal sobre la perfecta casada, aquella que realiza las tareas domésticas con rapidez y eficacia. La entusiasta declaración “¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera!” también encubre un juego polisémico, pues María Luisa parece siempre dispuesta al encuentro sexual: la naturalidad con que encara el erotismo sería percibida por la ideología tradicional como ligereza o inmoralidad. En este sentido, la mujer voladora podría entenderse como una fantasía sexual construida por el sujeto para estimular sus actividades onanistas. Esta idea no resulta descabellada si tenemos en cuenta que sus encuentros se caracterizan por el silencio, una de las cualidades más estimadas en la mujer según la doctrina patriarcal. De hecho, María Luisa parece desaparecer tras el clímax erótico y el texto se cierra con una confesión del hablante sobre su incapacidad para relacionarse con mujeres terrestres o reales.

En realidad, la masturbación formaba parte del programa surrealista como práctica liberadora del instinto. Salvador Dalí, por ejemplo, catalogaba el exhibicionismo como “uno de los actos más puros y desinteresados que es capaz de perpetrar un hombre en esta época de envilecimiento y degradación moral” (cit. en Morris, 2000: 26). Pero Girondo trasciende la reivindicación festiva para mostrar el doloroso fracaso que marca la búsqueda erótica, abocada a la incomunicación. En Espantapájaros el ejercicio solitario del placer constituye una forma más de marginación para este lamentable personaje incapaz de acceder al otro. En este sentido debemos interpretar los consejos sexuales que ofrece la socarrona abuela del texto 14:

Las mujeres cuestan demasiado trabajo o no valen la pena. ¡Puebla tu sueño con las que te gusten y serán tuyas mientras descansas! (…). Cuando unas nalgas te sonrían, no se lo confíes ni a los gatos. Recuerda que nunca encontrarás un sitio mejor donde meter la lengua que tu propio bolsillo, y que vale más un sexo en la mano que cien volando (Girondo, 1999: 95).

De hecho, incluso las mujeres que pueblan sus sueños húmedos resultan ser peligrosos y aberrantes súcubos, que convierten el sexo en una literal lucha a muerte. Veamos, por ejemplo, la angustiosa experiencia que narra el fragmento 17:

Era inútil que le escupiese en los párpados, en las concavidades de la nariz. Era inútil que le gritara mi odio y mi desprecio. Hasta que la última gota de esperma no se me desprendía de la nuca, para perforarme el espinazo como una gota de lacre derretida, sus encías continuaban sorbiendo mi desesperación; y antes de abandonarme me dejaba sus millones de uñas hundidas en la carne y no tenía otro remedio que pasarme la noche arrancándomelas con unas pinzas, para poder echarme una gota de yodo en cada una de las heridas (Ibíd., 100).

El súcubo figura en la erótica surrealista como una encarnación de la femme fatale, emperatriz de las regiones subterráneas que ejerce el sexo de manera subversiva y, por tanto, liberadora. Pero Girondo prescinde de esas referencias mítico-literarias, que no hacen sino estilizar la figura monstruosa transmitida por la tradición cristiana. Así, destaca los ingredientes más violentos y aberrantes, mostrando una criatura de “brazos chatos y violenta viscosidad de molusco” con un sexo “lleno de espinas y tentáculos” (Ibíd). La deconstrucción de fetiches eróticos permite cuestionar seguridades patriarcales: más que un ejercicio provocador, el onanismo debe entenderse como el último recurso de un sujeto fracasado, incapaz de comunicarse con mujeres reales. Cabe, entonces, decir que los personajes femeninos de Espantapájaros responden a una cierta vocación desacralizadora: las mujeres voladoras, eléctricas o vampíricas exhiben una clara dimensión paródica y parecen sugerir que toda canonización literaria sirve de alimento a la megalomanía masculina, impidiendo la expresión autónoma del sexo opuesto.

En definitiva, Espantapájaros constituye uno de los productos vanguardistas más originales y transgresores. Su feroz vocación crítica no sólo ejemplifica el cambio operado en los 30, sino que anticipa destacadas experiencias posteriores. Esta voluntad catastrófica queda patente en el caligrama introductorio, que presenta el gran drama moderno como un lenguaje insulso y repetitivo: las dolorosas expresiones de una generación desorientada se identifican con el nada creativo “cantar de las ranas”. Así, la búsqueda sin sentido y el deambular absurdo que dirige la existencia humana quedan fijados en los versos que forman la barba profética del espantapájaros: “Y subo las escaleras arriba / y bajo las escaleras abajo / ¿Allí está? ¡Aquí no está! / ¿Allá está? ¡Acá no está!” (Ibíd.: 77).

 

Notas

 

(1). Frente a la noción racionalista de realidad como “ausencia aparente de contradicción”, Louis Aragon define lo maravilloso como “la contradicción que aparece en lo real” (cit. en Pariente, 1996: p.214).

 

(2). Esta abuela surrealista se configura como un antimodelo, versión irónica y subversiva de un tótem familiar asociado a la tradición burguesa. Como la anciana de los cuentos es portadora de sabiduría pero, a diferencia de ella, no ofrece consejos encaminados a consolidar el orden establecido. Así, defiende una mirada capaz de trascender la lógica racional para acceder a esa realidad otra o superrealidad, donde se resuelven las contradicciones y los objetos se modelan según el deseo.

 

(3). Destacadas corrientes epocales se centran en la denuncia de los tópicos y patrones que saturan las mecanizadas sociedades modernas, impidiendo la realización personal y el encuentro con el otro. Constituyen ejemplos de esta línea las teorías situacionistas, el Grupo de investigación sobre la vida cotidiana, organizado en París por Henri Lefebvre, el proyecto Fluxus, de orientación neodadaísta, o el movimiento hippie.

 

(4). La imagen de la cuchara fue utilizada por Benjamin Péret en 1943: “Entretanto lo maravilloso está en todas partes (…). Este cajón que abro me muestra (…) una cuchara de ajenjo. A través de los agujeros de esta cuchara viene hacia mí una banda de tulipanes, desfilando al paso de la oca” (cit. en Pariente, 1996: 215).

 

(5). La cursiva es del texto.

 

(6). Desde el punto de vista formal, su crítica se basa en una técnica que, años más tarde, recomendaría Camus: la reiteración obsesiva del término absolutizador, que permite revelar su vacío semántico.

 

 (7). En relación con este catálogo de objetos, deberíamos recordar El incongruente, novela de Ramón Gómez de la Serna, cuyo protagonista confiesa ser en sueños una mesa, un pez de acuario y un ídolo negro. También debemos pensar en Lointain intérieur, texto en que Henri Michaux describe su ingreso en una manzana.

 

 (8). De manera similar, André Breton señala que para rehabilitar al individuo es necesario recuperar el ser colectivo. Años más tarde, el protagonista de Rayuela afirmará la necesidad de poseerse para poseer a los demás.

 

 (9). La fascinación por este tipo de perversiones también es característica de los surrealistas y explica su interés por el Marqués de Sade.

 

(10). Según Octavio Paz, el amor es “un acto antisocial, pues cada vez que logra realizarse, quebranta el matrimonio y lo transforma en lo que la sociedad no quiere que sea: la revelación de dos soledades que crean por sí mismas un mundo que rompe la mentira social, suprime tiempo y trabajo y se declara autosuficiente.”. Así pues, el amor siempre cristaliza “en formas extrañas y puras: un escándalo, un crimen, un poema” (Paz, 1992: 242-243).

 

(11). En el universo cortazariano el correo también funciona como un símbolo de aburrimiento e incomunicación.

 

(12). El texto puede entenderse como un alegato en favor de la masturbación femenina, conducta recomendada por el psicoanálisis para liberar impulsos reprimidos. La defensa del onanismo también aparece en el fragmento 17, protagonizado por todo un icono de la fantasía surrealista: el súcubo. Este personaje recoge el mito freudiano de la vagina dentada, cargando de violencia el encuentro sexual. También recuerda a la mujer onírica que, en la superrealidad del sueño húmedo, devora al hombre para hacerlo renacer con un nueva identidad. En Espantapájaros la galería de personajes femeninos incluye mujeres voladoras, insecto, vampiro, eléctricas y de sexo prensil. Todas ellas podrían percibirse como un insólito producto de esa “propensión a la masturbación” que, según el caligrama introductorio, caracteriza la época (Girondo, 1999: 77).

 

(13). Girondo maneja una técnica propia de la escritura absurdista: la acumulación o efecto bola de nieve. Los sucesos absurdos se encadenan hasta alcanzar un punto de no retorno donde fallan las categorías lógicas obligándonos a enfrentar el sinsentido.

 

(14). En su configuración y manejo del humor el texto recuerda a “La carne”, relato del cubano Virgilio Piñera.

 

(15). No obstante, es capaz de infundir terror a los pájaros, esos impertinentes seres alados que, siguiendo la metáfora de Plauto, Girondo identifica con las autoridades literarias y sociales.

 

(16). Cfr. Camus, Albert. El mito de Sísifo.

 

(17). También el surrealismo francés preconizó la necesidad de organizar lo real en paradigmas nuevos, desafiando las expectativas lógicas. Así, C.B. Morris estudia la tendencia a generar aforismos invertidos que “adquieren una importancia desproporcionada en relación con su contenido” (Morris, 2000: 139). En este sentido, la solemnidad con que Girondo plantea su dilema conecta con el tono erudito de Éluard al afirmar que “Nadie conoce el origen dramático de los dientes”. (cit. en Morris, 2000: 139). Cortázar también recurre a esta forma de provocación en “Now shut up, you distasteful Adbekunkus”: “Quizá los moluscos no sean neuróticos, pero de ahí para arriba no hay más que mirar bien; por mi parte he visto gallinas neuróticas, perros incalculablemente neuróticos; hay árboles y flores que la psiquiatría del futuro tratará psicosomáticamente porque ya hoy sus formas y colores nos resultan francamente morbosos. A nadie le extrañará entonces mi indiferencia cuando a la hora de tomar una ducha me escuché mentalmente decir con visible placer vindicativo: Now shut up, you distasteful Adbekunkus. (Cortázar, 1998: 275).

 

 (18). La mujer surrealista ofrece un consuelo trascendente al poeta moderno a través de “su condición excelente para el placer” (Vallejo, 1991: 72). Octavio Paz la invoca así en Piedra de sol: “tienes todos los rostros y ninguno, / eres todas las horas y ninguna, / te pareces al árbol y a la nube, / eres todos los pájaros y un astro (…) yedra que avanza, envuelve y desarraiga / al alma y la divide en sí misma” (Paz, 2000: 338-339).

 

 

Bibliografía

 

Breton, André. Manifiestos del surrealismo. Madrid: Visor, 2000.

 

Burger, Peter. Teoría de la vanguardia. Barcelona: Ediciones Península, 2000.

 

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Cortázar, Julio. Obras completas (2 vols.). Madrid: Alfaguara, 1998.

 

Girondo, Oliverio. Obras completas. Madrid: ALLCA XX, 1999

 

Morris, C.B.El surrealismo y España 1920-1936. Madrid: Colección Austral, 2000.

 

Pariente, Ángel. Diccionario temático del surrealismo. Madrid: Alianza Editorial, 1996.

 

Parra, Nicanor. Obras completas. Barcelona: Círculo de lectores (Galaxia Gutenberg), 2006.

 

Paz, Octavio.  El laberinto de la soledad. Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1992.

 

Paz, Octavio. Libertad bajo palabra. Madrid: Cátedra, 2000.

 

Picon Garfield, Evelyn. ¿Es Julio Cortázar un surrealista? Madrid: Gredos, 1975.

 

Piñera, Virgilio. Cuentos completos. Madrid: Alfaguara, 1999.

 

Vallejo, César. Trilce. Madrid: Cátedra, 1991.