Franco, ese enigma:

El Generalísimo en “su” cine, del NO-DO a Madregilda

 

Nathan Richardson

Bowling Green State University

 

En el año 2000, en celebración del vigésimo-quinto aniversario de la muerte de Franco, multitud de revistas y periódicos publicaron artículos, ediciones especiales y dossiers sobre el dictador y su memoria. En estas publicaciones autores, artistas, directores, periodistas e historiadores compartieron opiniones y memorias sobre una figura que, según ellos, resultaba finalmente o malévola o patética, una figura que inventó un movimiento “peor que el fascismo” y dirigió un régimen que acumuló cifras de represión “muy superiores . . . a las registradas en Italia o Alemania” (Montano 41). Para otros líderes políticos de tal estirpe, se han formado entornos culturales que dan testimonio de dichas acciones. El caso latinoamericano es un ejemplo donde la representación de la dictadura cruel se destaca desde Sarmiento hasta Vargas Llosa, quienes se acercan al tema desde ángulos tan variados como el realismo crudo, la parodia o la farsa grotesca (Vargas Llosa 2).

Las opiniones expresadas en las retrospectivas sobre Franco invitarían a esperar lo mismo de la novela peninsular. Los que conocen el campo, sin embargo, ya sabrán que así no ha sucedido. Con la excepción de unas pocas obras–bastante olvidables todas (Y el tercer año resucitó... de Vizcaíno Casas; Franco no estudió en West Point de Gabriel Cardona; Autobiografía del general Franco de Vázquez Montalbán, y más recientemente la trilogía de Juan Luís Cebrián)–la novelística española ha ignorado por completo la figura del hombre que mandó en España durante casi cuatro décadas. Aun más, de las pocas novelas que se han escrito, resalta lo poco que éstas cargan contra el dictador. Ni siquiera la obra de Vázquez Montalbán, autor duramente anti-franquista, llega a expresar la furia, horror, rechazo o fascinación morbosa característica de obras latinoamericanas como El señor presidente, Yo, el supremo, o La fiesta del chivo.(1) La pregunta surge y se plantea como mala sombra sobre la cultura política española: ¿Qué pasa con Franco?  O quizá más exactamente, ¿qué pasa con los que le representan—o los que tienen que haberle representado?

Un posible inicio en nuestra exploración de esta curiosa ausencia se encuentra al expandir nuestra búsqueda del personaje del dictador español hacia otros géneros. En ella, el dossier retrospectivo de El País, en una encuesta de estudiantes universitarios que preguntaba quién era para ellos Franco, uno con cierta guasa contestó: “(Juan) Echanove en Madregilda” (Rodríguez 3). Tal respuesta apunta hacia la premiada interpretación de dicho actor en la interesante película de Francisco Regueiro del año 1993. Tanto la respuesta como su merecida mención por los editores de El País subraya una popular recepción del dictador que tal vez compense la ausencia conspicua del generalísimo de los géneros más minoritarios. Por cierto, si la figura del dictador pasa casi desapercibida por las avenidas literarias, es, nos atrevemos a decir, porque se ha convertido en una figura fundacional del cine español. En éste—género por cierto de muy reducida producción numérica en comparación a la narrativa—hubo en el primer cuarto de siglo tras la muerte del dictador—por lo menos tres largometrajes donde figura Franco como protagonista, un cortometraje (seguramente en este subgénero difícil de contar habrá más) también centrado en el dictador, y un largometraje con el personaje de Franco como actor secundario (y fantasma principal). Además, no sólo aparece Franco más en el cine que en la narrativa, sino que se puede decir que allí se ve aún mejor. Es decir, las películas, a diferencia de las novelas ya nombradas, no son tan olvidables. Dragón Rápide (1986), Espérame en el cielo (1988), Franco no puede morir en la cama (1998) y especialmente Madregilda (1993) recibieron la atención del público y merecen análisis crítico.(2) Entonces, nuestra primera observación notable es que el recuerdo de Franco por alguna razón resulta ser–a diferencia de la tradición latinoamericana–un recuerdo cinematográfico y no literario.

Una segunda observación fundacional al ver estas películas es la cuestión del trato que recibe el dictador en ellas. Si Franco resulta ser una figura más cinemática que literaria, su disposición genérica parece no afectar el afecto popular. Es decir, tal como se ve en el caso de la pobre novelística española sobre el dictador, también el cine se substrae del ataque frontal al dictador, sea éste grotesco o realista. No hay en España ni novela ni película que exprese el rencor o la rabia de las novelas de la dictadura latinoamericana. Tanto en la novela española como en el cine, la figura de Franco emerge sorprendentemente ilesa.

En este estudio entonces planteamos dos preguntas fundamentales: 1) ¿por qué en España ha triunfado el cine del dictador cuando ha quedado muy poca memoria de éste en la novela?; y 2) ¿por qué el retrato cinematográfico tampoco llega a los extremismos de emoción que se ve tan claramente en la novela latinoamericana de la dictadura?  Si hemos de lograr respuestas satisfactorias a estas preguntas, tendremos que volver la vista hacia los años de la dictadura, y preguntar ¿qué pasó en esa España de antaño para que la figura del Caudillo inspirara más al cineasta que al escritor? y ¿qué sucedió para que haya hoy día una cultura posfranquista tan benigna ante esa figura supuestamente tan poco querida?


¿Dónde estaba Franco?

En su retrato biográfico del dictador, Paul Preston medita sobre el hecho de que a pesar de tanto estudio, Franco sigue figurando ante la historia como un gran “enigma” (xx).  Preston presenta en su biografía un personaje que, en su manifestación corporal, según los recuerdos de los que le conocieron era casi imposible de reconocer: “He never showed anything” dice uno; otro afirma, “Franco is a man who says things and unsays them, who draws near and slips away, he vanishes and trickles away” (xviii, xix). Un tercer testigo añade, “A less straightforward man I never met” (xx). Preston entiende tal retranca como una de las claves mismas del poder peculiar de ese hombre. Dice: “The key to Franco´s art was an ability to avoid concrete definition...constantly keeping his distance...always reserved, at innumerable moments of crisis throughout his years in power, Franco was simply absent” (xviii). Unas 800 páginas de investigación después, Preston parece tan vacilante ante la tarea de explicar al dictador como la génesis de su obra, citando todavía los conocidos que aún le llaman “a sphinx without a secret” (782).

La ironía en este dilema del amigo íntimo o el investigador profesional ante el momento de definir al Caudillo, aumenta al considerar la ubicuidad de esta figura en el pueblo. Imposible de conocer para los que disfrutaron del contacto íntimo con él, Franco no era ninguna ausencia para sus súbditos. No es necesario aquí repasar la gran máquina propagandística que giró en torno al Caudillo desde los primeros meses de la guerra civil hasta más allá de su muerte cuatro décadas después. Con su cara en los objetos de uso diario como monedas y sellos, colocada en todas las aulas, y su figura celebrando actos en las pantallas de todos los cines casi todos los días, Franco se hizo una figura fundacional en la vida española. He aquí el enigma: siendo familiar, Franco nunca fue íntimo. Sin ser en nada, estaba en todo. Aunque todos le reconociesen, nadie le conocía. Durante cuatro décadas fue el más visto pero el menos entendido de todos los españoles. Franco era “ese hombre”, como le llamaba el documental celebratorio del vigésimo quinto aniversario de su mando, pero era a la vez siempre algo más y menos que un mero hombre. Para entender esta paradoja, volvamos a la semilla, a aquellos primeros días de aquellas primeras visiones que tuvo el pueblo español de aquel que llegaría a ser durante cuatro largas décadas “ese hombre”. Hablamos, claro, del cine.


Los orígenes de un Caudillo

Para muchos españoles la primera visión del futuro líder les llegó a través de una reproducción fílmica de la liberación nacionalista de la ciudad de Toledo, acto capitaneado por el nuevo máximo jefe de las fuerzas nacionalistas, Francisco Franco. Sucede, sin embargo, que lo que vio el público no fue una reproducción de la verdadera liberación sino una re-presentación, interpretada dos días después del hecho original, organizada para el provecho de las cámaras cinematográficas internacionales (Preston 184). Quizás huelgue decir que la misma liberación de esta ciudad no aportaba nada a la causa nacional, hecho que invita a historiadores desde entonces a ver en esta decisión bélica evidencia de la incompetencia militar del generalísimo. Pero a la vez subraya su genio propagandístico. Dejar de lado una conquista rápida y rotunda de un Madrid debilitado por un acto más simbólico y, con su re-presentación, más visual, indica las maquinaciones de un hombre que comprendía el poder de los medios de comunicación masiva y visual. Gracias a su desvío hacia el histórico Alcázar, pudieron llegar las Brigadas Internacionales para salvar a Madrid, pero también pudo el nuevo Caudillo y defensor de la “verdadera” nación española estrenarse en las pantallas españolas y mundiales como libertador histórico de una nación. Y, a fin de cuentas, se estrenó antes que nada—antes que la mayoría pudiera conocer los efectos de la vida bajo su mando--como figura de cine. Mientras el “Supremo” de Augusto Roa Bastos, el Bolívar de Gabriel García Márquez o el Perón de Tomás Eloy Martínez fueron lectores, escritores o intelectuales, Franco se propuso ser conocido desde el inicio como una imagen cinematográfica.(3)

La conciencia del poder del cine por parte del nuevo dictador viene acompañada por el evidente gusto que tomaba el general en el medio. Stanley Payne lo resume así: “Franco had a lifelong interest in movies, having himself acted in an amateur film of the late 1920s. He endeavored to stimulate the Spanish cinematic industry during the early years of the regime, and was particularly interested in communicating his fundamental values to the Spanish public through the medium of an historical melodrama” (Payne 402). Es bien conocida la costumbre del dictador de relajarse viendo cine de Hollywood en su propia sala de cine que hizo instalar en el Palacio del Pardo. Si Lenin reconoció el cine como “the most important of the arts” (Christie 154), Franco parece haber caído en esa revelación casi con la inocencia de un niño aficionado al cine de los sábados. De todos modos desde la conquista de Toledo, Franco dirigió la adquisición de maquinaria cinematográfica, y pronto se estableció un cuerpo oficial para la producción de cine pro-nacionalista (Tranche 24-34). Gracias a tales proyecciones, cuanto más se prolongaba la guerra civil, un desastre material para los dos lados del conflicto, tanto más se fortalecía la victoria del Caudillo como figura cinematográfica en el imaginario colectivo español. Por cierto, puede uno aseverar que la guerra culminó por fin en 1939 ante todo en una sola victoria, la del hombre—o mejor dicho, la imagen—llamado “Generalísimo”.

Desde entonces, las apariciones del dictador en las pantallas españolas fueron constantes. Estas se oficializaron en 1942 con la creación de los NO-DO, noticieros que precedían por obligación a toda película vista en un teatro español hasta 1975, y de manera facultativa hasta 1981 (Tranche 15). El primero de estos NO-DO comienza como bien se esperaría con un homenaje al Jefe de Estado. La integración del jefe con el medio que le retrata se refuerza desde el primer momento con un tilt que descubre a Franco trabajando sentado en su despacho. La toma se inicia enfocándose en el escudo del gobierno al fondo. Al bajar del escudo para caer sobre el Caudillo se incluye en el marco una pequeña pila de hojas que éste firma con una mano–por cierto–que no le tiembla. Durante los próximos diez minutos asistimos como espectadores a un retrato hagiográfico del general que invita a preguntarse si aquella pila de hojas no eran sentencias de ejecución sino autógrafos de una estrella de cine. La presentación nos ha convertido de sus víctimas a sus “fans”—espectadores y finalmente, público de la celebridad máxima de España. Tal interpelación no cedió nunca a lo largo de unos treinta y dos años más durante los cuales se impone como imagen constante sobre un curso de más de 700 horas de película, saludando repetidamente a su público teatral desde la inauguración de pantanos, la celebración de fiestas y la entrega de premios (Tranche 20).(4)

Si no surgieran de tales interpelaciones verdaderos aficionados al dictador como estrella de cine, nos consta que la visualización y así la imaginación popular del dictador fue transformada por estas apariencias de una figura estrictamente política e ideológica a una figura principalmente cultural. Antonio Muñoz Molina, recordando la época, tras afirmar que Franco estaba en todo, comenta sobre los efectos en los niños de su presencia en los NO-DO, “no acabábamos de distinguir si sus imágenes eran o no de ficción. Franco, en el NO-DO, era un abuelo menudo” (1). De la misma manera, Julio Llamazares, en su novela Escenas del cine mudo, describe a un chico que ve al dictador más como actor de cine que como Jefe del Estado, siempre imaginándole “como le veía en el NO-DO...gesticulando y andando rápido” (155). Este protagonista nostálgico, que llevaba el mismo nombre que su autor, cuenta que como niño sensible “creía que (Franco) era actor, como Charlot o el Gordo y el Flaco, sólo que con menos gracia´” (155). La cita de esta novela algo graciosa en su contexto, pierde su gracia a la hora de considerar el efecto de tal comprensión cuando se extiende a través de toda una ciudadanía, particularmente cuando se considera el estado material en que la mayor parte de ella se encontraba. Pere Gimferrer, recordando las condiciones de miseria material en que se iba al cine, recuerda, “el dilema era: o bien la vida diaria o bien...el cine de los sábados” (cit. en Marí 65). De su estudio de las novelas cinemáticas que retratan esa época, Lecturas especulares, Jorge Marí concluye, “la asistencia a una sesión de cine posee significaciones morales, sociales y materiales que conllevan, entre otros factores, la interacción del narrador con el espacio físico de la sala y con el resto del público congregado en ella. Para ciertos personajes, el acceso a la sala posee connotaciones de iniciación: entrar en ella es traspasar el umbral de un mundo aparte, que prefigura y complementa la experiencia de la proyección” (68).

Pero a la vez, Marí recurre a las reflexiones de Roland Barthes sobre los efectos de la imagen fotográfica, para entender el efecto del cine sobre el imaginario colectivo español de la posguerra. Barthes explica que la imagen subraya tanto la viva realidad del objeto como, a la vez, su ausencia y, como tal, su estado moribundo: “by attesting that the object has been real, the photograph induces belief that it is alive, but by shifting this reality to the past (this-has-been), the photograph suggests that it is already dead” (86-87). En este juego entre presente-pasado, vida-muerte y proximidad-ausencia, lo inmediato se entiende como lo perdido y lo inalcanzable se convierte en la base de lo real. Esta lógica de la imagen, en combinación con la experiencia ritual de ir al cine, convierte entonces la experiencia de la pantalla en una experiencia vital y verídica para el joven espectador de la posguerra. El alpha y el omega de esta experiencia tan impactante sobre el espectador es Franco, como recuerda el protagonista de Llamazares, un Franco que siempre al estar allí, es a la vez algo del pasado, algo irreal.

A pesar de esa presencia constante del Franco de los NO-DO—una presencia siempre ya ausente—en las pantallas de España a lo largo de casi cuarenta años, éste es solo uno de los ingredientes que contribuyeron a la transformación del dictador que nos interesa aquí. Pues, seamos claros: mientras la cualidad deífica (la omnipresencia) pertenece a los seres incorpóreos, a fin de cuentas, el NO-DO, claro está, presentaba a un hombre reconocible, un hombre terrenal de carne y hueso; es decir, ofrecía a Franco interpretando a Franco, una dinámica que hizo que aquel, en su contraste con éste adquiriera cualidades más cercanas a la materialidad. El NO-DO era noticiero y como tal filmaba la realidad material como referente directo de sus narraciones de la realidad española. Franco, en esas películas documentales, todavía era a fin de cuentas, una figura que se parecía de pies a cabeza al Franco de carne y hueso.

Esta historia se complica, sin embargo, cuando se intenta establecer quién fue este Franco intérprete de sí mismo. Tal complicación también tiene sus orígenes en el cine, pero no en el de los documentales sino en el cine ficcional. Dos años antes de que se viera el primer NO-DO oficial, otra historia de Franco, mucho más compleja en términos cinematográficos, se estrenó en los cines de España. Hablamos de la autobiografía velada y glorificada del dictador mismo, Raza. Escrito bajo pseudónimo por el mismo Jefe de Estado, con su estreno en 1941, Raza dio al público español su primera biografía popular del Caudillo, dándole sentido a su vida desde la infancia hasta finales de la guerra. Aunque oficialmente no se supo de su autoría hasta después de la muerte del Caudillo, se susurraba desde antes de su estreno el verdadero origen de la obra. Armado con tal información no le fue difícil al público reconocer en el protagonista, José Churruca, un comodín hecho a la medida de Hollywood para representar a su propio líder político. José Churruca, se sabía entre visillos, era “Franco”. ¿Y quién era José Churruca para el público español? Alfredo Mayo, conocido actor que llegaría a interpretar a lo largo de la próxima década un número importante de películas bélicas en apoyo al régimen. Si para el joven del año 2000, Franco era Juan Echanove en Madregilda, ¿se podría hacer la misma comparación entre el dictador y Mayo en 1941? (5)

El contexto es sin lugar a dudas diferente. Para el año 2000 Franco ya se había vuelto simulacrum; en 1941 Franco todavía era una presencia de mucho peso material en las vidas de los españoles.(6) Mas a la vez, el mismo peso provocaría la búsqueda de modelos de comprender el fenómeno del dictador. Es decir que el ciudadano español buscaría maneras de hacer comprensible la fuerza de la larga sombra de Franco que se proyectaba no sólo más allá de su forma corporal sino de una forma que, para ese sujeto, no podría salir de tan menuda forma. Tenía que haber algo más. Alfredo Mayo como José Churruca no satisfaría por sí solo esa demanda del sujeto español. No obstante, la demanda daría cabida a esa conexión paradigmática. Una parte de la esencia de Franco, por decirlo de alguna manera, remite a Churruca y por eso también a Mayo.

Así se puede sugerir que Franco se incorporó en esta película ante el público español en la forma del ya conocido actor, Alfredo Mayo. A ese actor, rubio, alto, guapo y bien conocido entre el público nacional se le conocía precisamente por su trabajo como actor. (7) Como tal, la presencia de Alfredo Mayo introduce otro nivel de representación en el retrato del dictador: Alfredo Mayo interpretaba el papel de Alfredo Mayo–interpretando–a–José Churruca quien a su manera “era” Franco, quien—a través de sellos, monedas y retratos—ya era una interpretación de sí mismo. Aunque el público general no experimentara tal escala resbaladiza de representaciones de forma tan clara o explícita, es indiscutible que el espectador que iba al cine buscando las huellas de Franco descubría además, a Franco, a Churruca y a Mayo.

Volviendo a Barthes, podemos afirmar que Mayo, gracias a su carrera previa, ya era una de esas figuras siempre presentes y a la vez permanentemente ausentes. Y gracias a la máquina propagandística de la época, lo mismo se puede decir de Franco: era ya una imagen fijada en el papel fotográfico de los periódicos, las revistas y los carteles. Pero tras la experiencia cinemática de Raza, ¿quién era para el espectador español la figura ausente detrás de esta imagen? Volvamos una vez más a la cita del estudiante del año 2000: ¿no podría contestar de la misma manera el universitario de 1942, “Alfredo Mayo en Raza”? Lo curioso de esta respuesta, recordando el análisis de Barthes, es que Mayo es ya, por ser actor, una figura resbaladiza. Así, Franco cede su imagen a un complejo juego de significantes flotantes.

Este juego basado en la conexión Mayo-Franco de Raza se solidifica más precisamente porque no sólo es Mayo actor sino que resulta durante la próxima década uno de los actores más asociados con el cine oficialista del régimen. A Raza le siguió Harka (1941), otra película que glorificaba las hazañas históricas de soldados españoles y en que figuraba Mayo como oficial. A ésta se le pueden añadir Frente de Madrid (1939), Legión de Héroes (1941), Escuadrilla (1941), El crucero Baleares (1941), ¡A mí la legión! (1942), El abanderado (1943), Bambú (1945), Los últimos de las Filipinas (1945), Héroes de 95 (1946), Alhucemas (1947), El santuario no se rinde (1949) y Servicio en la mar (1950). Aunque Mayo no protagoniza todas, aparece en un número suficiente para, según Augusto M. Torres, convertirse “en el prototipo de héroe del cine bélico triunfalista de la década” (308). Es cierto que ninguna funciona como representación medio-explícita del dictador al estilo de Raza; mas la intervención de una figura demarcada como Mayo les convierte en índices del Generalísimo. Más aún, dentro de un contexto donde estas obras son enmarcadas temporal y espacialmente por los NO-DO y sus continuas referencias al dictador, vienen a ser nuevas manifestaciones ficticias del líder supremo de España. Cada nueva película heroica de Mayo, yuxtapuesta con los NO-DO que la precedan refuerza la imagen heroica del dictador. Más aun, la refuerzan precisamente como imagen—una presencia cimentada en ausencia—y de tal forma, expuesta a la disposición del próximo productor, guionista y director, sean éstos buenos falangistas o jóvenes artistas disidentes. Gracias entonces al prólogo que Raza le abrió a Franco, en combinación con la continua aparición de éste en las pantallas españolas a lo largo de otras tres décadas y media, toda representación del dictador adquirió cada vez más un sesgo o tinte fílmico. La base de la respuesta a la pregunta ¿quién es Franco? se vuelve cada vez más una base cinematográfica. El español encontraba las huellas más evidentes y persistentes de su líder político en el cine. Y, para acercarnos hacia la segunda pregunta de este estudio–la cuestión del trato benigno del dictador en las representaciones estéticas–este tinte cinematográfico funciona para diluir las agresiones sobre una figura cada vez más resbaladiza, un simulacro cuya figura se mezclaba con las de protagonistas y actores a quienes los ciudadanos españoles como aficionados al cine ya se sentían naturalmente atraídos. El Franco de la pantalla–y así, cada vez más el de la memoria colectiva popular–es tanto Estrellísimo como Generalísimo. Es José Churruca pero también Alfredo Mayo hecho carne—el actor verdadero detrás del actor falso. En fin, mucho antes de las películas posmodernas del pos-Franquismo, Franco ya había dejado de ser simplemente Francisco Franco y Bahamonde para multiplicarse en una serie de Otros resbaladizos. (8)


Un Franco para todos

Tras una década de llamada penitencia nacional, las condiciones políticas y sociales a comienzos de los años cincuenta permitieron por fin una muy leve cultura de crítica—o por lo menos, una no aduladora—en cuanto a representar e imaginar la vida española. Esta es la época de una tentativa de cine pseudo-neorrealista (Surcos [1951] y unos años después, las películas de Juan Antonio Bardem) y de las primeras representaciones satíricas de la vida española contemporánea. En éstas la vida española en sí—el sufrimiento de la vida campesina, las penurias y choques culturales sufridos por los nuevos inmigrantes a la ciudad—bastaban a la crítica que, de todos modos, las habría encontrado imposibles de identificar como crítica al dictador, a su entorno, o a cualquier representación de una autoridad política. El estilo indirecto de la crítica cómica brindaba más posibilidad de observación irónica a figuras autoritarias o por lo menos, de alguna autoridad que, si no se referían directamente a Franco, de alguna forma u otra le traerían al recuerdo para ciertos sectores del público cinéfilo español.

De todas las comedias de la época, ninguna captó la imaginación del público y de la crítica española como Bienvenido, Mr. Marshall (1953). Al centro de esta comedia se alza la gracia de Pepe Isbert, interpretando el papel del alcalde del pueblo, bajito, gordito, con una voz nasalizada y una disposición de fanfarrón gesticulador cada vez que se acerca a un balcón. Huelga decir que todas estas características serían bien familiares al público peninsular.(9) Mas, si la superficie del alcalde recuerda manierismos franquistas, la psicología del protagonista—expresada en sus sueños de “Sheriff”—nos alerta: esta parodia bucea en aguas políticamente peligrosas. Bien se sabía que el Guionista número uno de España también era aficionado al cine y particularmente a los “Westerns” americanos, llegando en una ocasión a comparar su responsabilidad para con el pueblo español a la del “sheriff in the typical American western” (Payne 398). El mando del alcalde sobre Villar del Río, donde lo controla todo pese a ser incompetente y donde sólo escucha cuando le conviene–haciéndose el sordo el resto de las veces–se vuelve metáfora del gobierno de Franco.

De tal modo, Isbert como alcalde se ve tejiéndose a la tradición de Mayo-como-Churruca-como-Franco, pero de forma tergiversada. En vez de ser una continuación de las películas bélicas de la década anterior, Bienvenido resulta una suerte de anti-Raza. En vez de mostrar el triunfo de la España verdadera, ésta celebra su invasión—una invasión que de paso expone la artificialidad de esa nación. Y en vez de la España imperial en plan épico, Bienvenido ofrece la España reducida al pueblo perdido en plan comedia. Y en vez de Alfredo Mayo, nos presenta a Pepe Isbert. Vista así, Isbert no es una parodia o una imitación perversa del Generalísimo, sino una continuidad de la figura de Franco como “Estrellísimo”—ya hecho una parodia de sí mismo por su encarnación original en Mayo. La figura y la manera de Isbert no cuestionan directamente a Francisco Franco sino que se acoplan al Franco-Churruca-Mayo surgido a partir de una recepción colectiva de más de una década de sábados de cine. El premio al que se apuntan los directores de la oposición ya no es el dictador ni lo podría ser. El Franco re-tratado por su cámara, ese posible blanco de su propuesta crítica, no puede ser el dictador mismo sino una imagen que siempre ya resultaba para la mayoría de los ciudadanos-espectadores españoles una representación de un enigma.

Esta apropiación de la imagen de Franco abre la puerta, entonces, para un acelerado ablandamiento y hasta dulcificación de esa imagen en el cine oposicional como en el popular. Por ejemplo, en 1954, un año después de Bienvenido, se estrena Manolo guardia urbano, una de esas nuevas comedias de los cincuenta que se ríen fácilmente no tanto de sino con la dulce vida española de las clases medias bajas—los nuevos obreros españoles.  En Manolo el uniforme del héroe de las películas bélicas ahora se cuelga sobre un tipo gordote y campechano. Aquí, Isbert y Mayo se funden en el actor Manolo Morán (curiosamente él es quien sustituye a Isbert ante el pueblo en el balcón de Bienvenido, Mr. Marshall). Ahora, el oficial de uniforme es un guardia urbano de las Cibeles—aunque nunca lejos de los recuerdos de su pasado bélico, ya que uno de sus más cercanos, el padrino de su esperado hijo es un viejo veterano del 1898 del Pacífico, es decir, de los “últimos de las Filipinas” (convirtiéndole, en el suelo resbaladizo del cine, en un compañero de uno de los personajes interpretado por Mayo).

Se puede encontrar en esta película hasta una alegoría de esta época de transición. Manolo espera su primer hijo natural. Ya tiene hija—por la edad, nacida a comienzos de la guerra civil—pero es adoptiva. Al transformarse en padre, Manolo cambia de hombre uniformado en la primera mitad de la película, a un estar cada vez más trajeado. A la vez, al nacer el hijo natural se le muere el amigo veterano. Así, Manolo resulta el nuevo Franco de los cincuenta. Siempre creyéndose figura paternal del pueblo que gobernaba, en los cincuenta, Franco ve nacer a quienes verdaderamente serán los hijos del Franquismo: niños nacidos en tiempos más prósperos, más olvidadizos, hijos de un ser cada vez más benigno—y menos militarizado, menos ideológico, menos uniformado. Ya se le ha muerto a Franco la retórica triunfalista y belicosa de la inmediata posguerra. Los tipos y las ideas defendidas por una década de cine bélico quedan atrás en la memoria colectiva. Y dentro de diez años, los nuevos hijos naturales, con el apogeo del “milagro económico” podrán hasta burlarse del hombre de uniforme, acto realizado en 1965 en La ciudad no es para mí. En una película ya totalmente conformista con la política del régimen, el paleto por excelencia, Paco Martínez Soria, reduce a lágrimas la misma figura del guardia urbano y luego abusa de un portero uniformado (y de bigotes a lo Franco), llamándole “General” que “se cree” más importante de lo que es.

Se puede efectuar esta burla porque desde Bienvenido y Manolo, el Franco imaginado por los españoles pertenece cada vez menos al dictador y cada vez más al pueblo. Al burlarse de esta figura, se está atentando no tanto contra el aura del dictador sino contra el abolengo de sus representaciones. De esta forma, la autoridad de Franco se preserva. Mas, a la vez, gracias a estas comedias y a la constante reiteración de la figura del dictador como amigo benigno de los NO-DO, las sátiras acaban reforzando la idea del dictador como simulacro. El resultado es que, mientras el pueblo no le odia a Franco, tampoco le respeta aun cuando crea hacerlo.

La paradoja de esta evolución es que coincide con una creciente politización del pueblo español. Es decir, la imaginación cultural colectiva del dictador que va formulando el pueblo español se suaviza a la vez que la política oficial anti-franquista se va calentando. Estos años de la conversión del dictador en simulacro coinciden en sus fechas con las primeras protestas obreras y universitarias contra el dictador de los años 1950 y con la conversión de la universidad española en un campo de batalla constante a partir de la mitad de los 1960. La preservación de la dictadura, sus continuas violaciones de los derechos civiles de ciudadanos españoles y la suavizada política de censura de la época aseguran que la voz pública de la oposición sea fuertemente contestataria mientras el imaginario colectivo del dictador opera casi en otro plano. Existen la persona y el personaje.

Esta separación se ve en una nueva comedia de uniforme y autoridad de Luis Berlanga, El verdugo (1963). Tal como en Bienvenido, Mr. Marshall, la autoridad en esta obra yace sobre los hombros bajísimos de Pepe Isbert. Si en los años cincuenta, Isbert le robó el disfraz “Franco” a Alfredo Conde, y si al guardia Manolo le tocó ver nacer al hijo natural que le seguiría en la línea que procedía de las glorias de las Filipinas a la bondad del disfraz alegre del milagro, en los años sesenta, Isbert vuelve a la pantalla a realizar la entrega oficial de esa herencia triunfalista a la nueva generación. En El verdugo, Isbert busca descansar algo de sus actividades oficiales, transfiriendo todo, menos su autoridad carismática a un yerno renuente. El verdugo Isbert, como no, lejos de ser un asesino uniformado, aparece como un viejo cansado y hasta entristecido por el maldito trabajo. Y el que hereda el trabajo, aun cuando no lo quiera, al final sucumbe. Hay que ganarse el pan–o el piso–de cada día. El nuevo español–el de la apertura y del milagro, el de la mirada americanizada y del viaje en el 600–es el heredero de Franco, sin lugar a dudas uno figurativo pero, por lo menos según la lógica del cine, casi literal, en una línea que va de Franco a Mayo a Isbert y ahora a Nino Manfredi (el que interpreta el papel del cuñado y próximo verdugo). La cinematografía de Berlanga,,, notable por la repetición de figuras que huyen de la cámara (barcos, coches, verdugos, etc.), subraya la trayectoria de una sociedad que huye sin remedio de las posturas de oposición de antaño.

Poco debe sorprender entonces que para el año de la muerte del Caudillo, el blanco de la rabia “contestataria” de la película alegórica, Furtivos (1975), no sean los cazadores–conectados al gobierno oficial–sino un miembro de la misma familia..  Sin lugar a dudas, los oficiales que van de caza en la finca privada donde se ambienta la película crean las condiciones necesarias para el matricidio de la obra. No obstante, la angustia que lleva a la violencia del hijo contra su madre brota y se queda dentro del entorno familiar. Si los cazadores son “el franquismo”, ellos ya sólo inspiran disgusto, un ligero rechazo que acaba en mera resignación. El protagonista–el objeto de la identificación del espectador–no les quiere pero les sirve sin poner mayores obstáculos. Para él como para el espectador, no hay otro remedio que servir a sus patrones. El régimen militarizado e ideológico, ése que antes se representaba como soldado y oficial, ha desaparecido; de él no quedan ni siquiera recuerdos ni emociones. Los cazadores son meros burócratas, dientes de una maquinaria que ya somos nosotros. Franco–ese demonio que uno quisiera exorcizar–ya es parte del espectador, es familiar, o sea, de la misma familia. Franco, el que se vio y se presentó como padre protector de los españoles, en esta obra se ha convertido en madre. Una cruel ironía dos veces. Ironía ante el dictador, ahora feminizado por un proceso que comenzó con sus propios intentos de aumentar su masculinidad a través de la figura de Mayo. Algo quizá aún más irónico para los que quisieran odiarle. El proceso del amortiguamiento del dictador también ha resultado en la interiorización del hombre. Ya no es el patriarca poderoso pero tampoco es el patriarca unívoco e inequívoco. Vista Furtivos en el contexto de otras películas críticas del régimen de la primera mitad de los años 1970, El espíritu de la colmena (1973) y La prima Angélica (1973), o Cría cuervos (1975), Franco va definitivamente afeminándose hasta volverse cada vez más una abstracción total.

Así es que para el año de su muerte Franco se había desdoblado. Es decir, ya había un Franco de carne y hueso que agonizaba en la cama y otro Franco que existía en el imaginario popular, una figura mucho más difusa y ambigua. Mientras aquel Franco moría, la vida de éste persistía. Claro es que apenas declarada, “Españoles, Franco ha muerto,” la figura oficial de Franco–la del NO-DO–desaparece por una temporada de las pantallas españolas. Geoffrey B. Pingree cuenta de una película documental, La muerte de Franco, preparada en vísperas de la anticipada muerte que pretendía ser un homenaje final al dictador. A pesar de estar lista, nunca llegó el día de su estreno ante el público español. Pingree conjetura: “While the dictator was still alive, no one had been permitted to comment freely in public on the meaning of his life; now, once he was gone, NO-DO, the government agency entrusted to fabricate Franco´s official image for nearly four decades, seemed unwilling to risk the final word” (185). Pingree concluye: “It was as if the pervasive official voice that Franco had acquired through film . . . had now expired with his physical body” (185). Al análisis de Pingree añadimos que la falta del documental para dar conclusión a la presencia oficial de Franco sobre las pantallas españolas le da a la figura del dictador mayores alas de simulacro fantasmal. La última palabra no se dice ni se puede decir ya que Franco, por lo menos la figura que el pueblo español ha aprendido a imaginar a lo largo de tantos años, aún no se ha muerto. Y así se puede estrenar hasta dos años después de su muerte, otra película propagandística sobre el dictador, Raza, el espíritu de Franco (1977). Aunque hubiera fallecido el cuerpo en el Madrileño Hospital La Paz dos años antes, el espíritu, la imagen y la manutención de ésta perduraba.


. . . Y al tercer año, demócrata

Un año tras esta segunda Raza, el autor conservador Fernando Vizcaino Casas, sostiene la idea de un Franco incorrupto en su novela de 1978, . . .Y al tercer año resucitó. En 1980 la novela se llevaría al cine bajo la dirección de Rafael Gil. En la versión cinematográfica, Gil se acerca a la figura fílmica del Caudillo con cautela, introduciendo un “Franco” de carne y hueso en apenas dos escenas—la primera y la última. En las dos, un Franco callado y resignado observa en silencio una nación enfebrecida por lo que el espectador entiende ser reportajes equivocados de que Franco haya resucitado. Aunque pronto se desmiente la desinformación, la decisión del director de meter a un “Franco” en las dos escenas que encuadran la película sugiere que de alguna manera, el dictador aún existe si no sigue ejerciendo poder. Esta inserción de Gil funciona porque jamás le identifica a esta figura de “Franco” explícitamente como Franco. Así puede funcionar como la continuidad de la imagen que todo espectador ya intuye. Mientras confirma la muerte del hombre de carne y hueso y echa luz sobre la obsesión del pueblo español con la figura del dictador—dos hechos verídicos y verificables—también se atreve a sugerir, aunque sin decirlo a voces, que aun cuando sepamos que no es así, Franco puede seguir vivo. ¿Y dónde sigue vivo? No sólo en las memorias o las obsesiones del pueblo, sino sobre sus pantallas donde cualquier figura parecida—hombre o aun mujer—puede cargar el peso cultural del dictador.

Además de mantener “vivo” a “Franco”, la película sigue la tarea de construir un dictador familiar, uno de los nuestros y así cada vez más difícil de odiar. El caos del libertinaje de la película se representa como una fuerza ya fuera de control. Aunque la noticia de la vuelta de Franco les pilla a algunos en plena acción anti-franquista, hasta éstos revelan al final cierto alivio al enterarse de la vuelta del generalísimo. Hasta el líder comunista, un Santiago Carrillo ficcional, se resigna fácilmente a la vuelta del viejo orden que promete acabar con el caos de la nueva democracia. Aún más, a pesar del mensaje explícito de que si Franco viviera no existirían los excesos y el absurdo del destape, la idea implícita de la continuidad del dictador dentro de este mundo sugiere que, a pesar de la pena que le causa, él mismo permite que sus hijos elijan esta nueva vida. O sea que, con tal pose pasiva Franco no sólo se mantiene con vida, sino que se convierte en el mismo padre benévolo de la democracia. En fin, Franco–como el espectador (y Suárez, Carillo, el Rey y los demás locos pero finalmente resignados de la película)–aun vive y resulta que también es demócrata.


Franco, ese simulacrum

Para mediados de la década de los 1980, más firmemente establecida la democracia, los directores se atreven a más con la figura de Franco. En 1986, tras un hiato de casi diez años, “Franco” se apropia de nuevo de su papel de estrella de largometraje en Dragón Rápide de Jaime Camino. Un crítico irredento del régimen franquista, Camino propone recordar el drama histórico de la quincena que conduce a la noche del 17 de julio, 1936, época durante la cual Franco debate consigo mismo la decisión de lanzarse al pronunciamiento que daría comienzo a la guerra civil española. A pesar del pasado político de Camino, su película resulta indiferente si no justificativa ante la figura del futuro dictador. Le muestra como hombre de familia, como amigo y como confidente de su entorno. Si hay alguna especie de crítica dirigida hacia Franco es una que, de nuevo, se mete más con el problema de Franco como simulacro que con el problema de la política de un Franco de carne y hueso. Lo que menos agrada del Franco de Camino es, en fin, una simple arrogancia que gira en torno a su apariencia de héroe, en su afán por crear alrededor de su figura una imagen de líder, un afán que Camino subraya hacia el final de la película cuando Franco, habiendo por fin resuelto juntarse con los rebeldes, se para ante un espejo para afeitarse la barba y así darse otra imagen más propia a la de un líder de una nueva España. El acto, filmado para mostrar al protagonista desde el reflejo de su espejo, no sólo muestra a un Franco consciente ya de la importancia de la imagen, sino que crea para el espectador un momento de autoconciencia: este Franco es de nuevo otro “Franco”, otra imagen espectral que multiplica la construcción original que se presencia simultáneamente, y esta película es a la vez otro espejo y nosotros de nuevo participamos en la construcción continua del dictador. Franco es uno de los nuestros porque Franco está entre nosotros.

Un año después, el espíritu de tal momento de autoconciencia parece inspirar un nuevo largometraje, Espérame en el cielo de Antonio Mercero. La actuación de Franco se complica esta vez con la primera aparición cinematográfica de su muy rumoreado doble. Ahora Franco es explícitamente dos—por lo menos. La película cuenta las aventuras del dueño de un pequeño negocio de prótesis en los años cuarenta que se ve obligado por su apariencia a servir de sustituto del dictador para sus actuaciones más peligrosas. Resulta que estas ocasiones de peligro son más que nada también las ocasiones más vistosas, o sea, las inauguraciones de pantanos, de minas y de fábricas que figuraban con tanta frecuencia en los NO-DO. Implícita en este detalle está la idea de que el Franco que el espectador más conoce no sólo es imagen de Franco, sino que es una imagen de otro hombre enteramente diferente al dictador. Con tal juego, el Franco del NO-DO se convierte literalmente en hombre del pueblo. Para la gracia del espectador, este recluta manipula su suerte hasta servir sus propios intereses, trajeándose de dictador para vengarse de los que resultan infieles a su memoria (y no a la del dictador) y aprovechándose de sus apariciones en pantalla para saludar en clave a su fiel esposa. Ésta, interpretada por la actriz Chus Lampreave, ya muy del pueblo por sus apariencias en las películas cada vez más famosas de Pedro Almodóvar de la época, sorprende a sus amigas enamorándose del Franco que ella ve ahora fielmente todas las semanas en el NO-DO. Sus amigas comentan que ella, antes republicana, de repente se ha vuelto “muy franquista”. (10)

Sin lugar a dudas, el guión y las estrategias fílmicas de Mercero se ríen de la figura antes tan sagrada del dictador. Le muestran como uno que teme, que se equivoca y que no es a menudo lo que decía que era. Sin embargo, la burla acaba borrando las fronteras entre los que se ríen y el objeto–o los objetos–de su risa. Mercero crea varias escenas donde ni el espectador sabe por cierto quién es el verdadero Franco y quién es el que le sustituye. Tal borrón de diferencias sugiere aún más que quizá no fuera Francisco Franco y Bahamonde quien muriera en 1975 sino algún recluta renuente. Subraya que ya hacia mediados del largo mandato del generalísimo, las líneas para el público entre la realidad y la imagen del dictador se habían borrado. A lo mejor, susurra la película, Franco fue, figurativa si no literalmente, uno de los nuestros–y así de veras llevó a cabo sus labores por obligación a la patria como tanto le gustaba decir.

La culminación de la conversión de “Franco” en pura estrella simulada llega en 1993 con el largometraje Madregilda de Francisco Regueiro. Esta memoria surrealista de los primeros años de la posguerra–precisamente la época en que se forjaba la idea del dictador como imagen–retrata a éste de nuevo tanto como hombre de familia como pura imagen. La obra gira en torno a dos eventos. El primero es el partido semanal de mus que juegan el Caudillo, un cura, el héroe mutilado de guerra, José Millán Astray, y un coronel, Longinos, protagonista de la película. El segundo evento es todo un romance familiar que gira en torno a este Longinos. Aproximadamente una década después de la guerra, tanto Longinos como su hijo aún añoran a la mujer y madre que perdieron cuando una orden del generalísimo mismo la convirtió en la prostituta de todo un régimen, estado que luego obligó a Longinos a sacrificarla en defensa de la honra personal. A esa supuestamente muerta, el coronel le ha levantado un altar religioso ante el cual cuenta cada noche, nervioso y agobiado por el deseo, sus andanzas diarias. A la vez, el hijo de los dos frecuenta los balcones de los cines urbanos comulgando cada noche con su nunca conocida madre, quien le aparece en forma de Rita Hayworth vestida de Gilda. El nudo narrativo se desata al volver la supuestamente fallecida mujer del coronel y madre del muchacho a España, renacida como agente especial soviética. Ella viene con la misión de asesinar al último dictador fascista de Europa, Franco. Todo se complica para el espectador con el hecho de que la mujer que vuelve es el mero retrato de Gilda, quien es, ante todo, una imagen de cine que nosotros presenciamos como si fuéramos el público español de los años cuarenta—y tal como hemos conocido a Franco a lo largo de tantos años de NO-DO y tal como le conocemos en esta película. Franco, aunque físicamente presente en los partidos de mus, es ante todo cara de moneda, sombra alargada, blanco de chistes, y el amigo que te sigue al retrete. La consecuencia de esta representación universalizadora de la madre-mujer es a fin de cuentas empalmar ésta y la imagen de Franco, a la vez madre y padre de todos.

No obstante la fuerza de la imagen dentro de la diégesis de la película, la verdadera sombra de Franco que cae sobre la película se experimenta a un nivel más metafílmico. La figura del dictador, si es una cara de moneda o un recipiente para las bromas de un pueblo frustrado, se vuelve omnipresente, convertida en verdadero simulacro, por la interpretación de él que realiza el actor Juan Echanove. Para el público que presencia Madregilda, Echanove, el que para el estudiante era Franco mismo, es para Franco lo que Rita Hayworth es para Gilda, tal como Gilda es para la madre del niño. La interpretación de Echanove, una exageración de los modos y maneras del dictador, convence no por su fidelidad al dictador sino por su fidelidad al recuerdo mediatizado de éste. Echanove llega a ser más dictador que el mismo generalísimo porque no interpreta a la persona sino al personaje. Si “Gilda” es la Madre (Virgen-Rita Hayworth) de Longinos e hijo, Franco es la Gilda de la familia española. Es nuestra Madre Gilda.

Para el argumento de la película este empalmar de las dos figuras simuladas crea un argumento aún más complejo, ya que Franco “crea” a Gilda (por sus órdenes dadas en el campo de batalla) quien años después viene a matarle. En este juego se realizan dos lógicas paradójicas de la España posfranquista. Primero, Franco es Gilda. La película confirma el mismo espíritu autodestructivo que, según artistas de la transición, desde Juan Goytisolo a Carlos Saura, el español de la época contemporánea lleva adentro. Somos todos Franco y Gilda: el deseado y el monstruo; el exiliado intelectual de la dictadura y el dueño material del 600. Para acabar con Franco, tendremos que acabar finalmente con nosotros mismos.(11) Franco nos ha criado y así nos hemos vuelto todos franquistas. Y aunque esto no signifique lo que creemos al oírlo por primera vez, de todas formas nos deja desasosegados. Segundo, Gilda es Franco. La habilidad de sobrevivir que demostró Franco durante casi cuatro décadas y el triunfo de los medios de comunicación masiva de esa época no se pueden separar. Aunque nos guste Hollywood, nuestra madre querida no dista tanto de la política vituperada como quisiéramos.(12)

La película finaliza al decidir Longinos obedecer a la amada antes que al amo. Recibida la pistola de su mujer, el coronel se sienta al partido de mus frente al dictador y le fusila. Sin embargo, más que nada el asesinato del dictador–supuestamente una visión deseada por tantos durante tanto tiempo–nos deja perplejos y hasta sentimentales, con la implicación en la escena final que al matar a Franco nos hemos fusilado a nosotros mismos.


El Generalísimo Francisco Franco morirá en la cama

Quizá la película de Regueiro, totalizador en su acercamiento surrealista a la cuestión de la herencia del dictador en España, quede como la última palabra sobre Franco que nos ofrece la generación de cineastas que vivieron plenamente los años de la dictadura. Antes de finalizar este repaso, sin embargo, conviene ver una pequeña obra que puede reflejar la imaginación colectiva de las generaciones más jóvenes respecto del dictador. El cortometraje, Franco no puede morir en la cama (1998), es la primera y última película dirigida por el ahora conocido guionista, Alberto Macías, nacido en 1969 y por esa razón, más hijo de la democracia que de Franco. En esta pequeña obra, Franco cambia su mus por el Parchisi y quiere más que nunca el compañerismo y amistad de los jóvenes que en esta obra le secuestran. Tal como en Espérame en el cielo y Madregilda, Franco aparece en la película primero como personaje cinematográfico, interpretando su papel de siempre en un NO-DO. Sin resumir la trama, sea dicho que implícita en la obra es, de nuevo, la sugerencia que el Franco que finalmente murió en el Hospital de La Paz, el 20 de noviembre de 1975, en Madrid, no fue sino el doble del verdadero caudillo. Pero ahora, de manera aún más explícita que en Madregilda, nos quedamos con la duda de la identidad del Franco librado por los jóvenes activistas. Es imposible saber ahora cuál es el verdadero—el del secuestro o el que sigue en la tele. A pesar de todo esto, sin embargo, lo más indicativo del sitio ocupado por Franco en la conciencia popular es el hecho de que la cuestión sobre la verdadera identidad del dictador no figura como tema importante del cortometraje sino como uno de los axiomas básicos de su trama: no comprobado y no comprobable, pero a la vez evidente y aceptado, la trama se edifica sobre el concepto de Franco como significante resbaladizo universalmente reconocido. Ya es un hecho dado que Franco a la vez, es y no es Franco, y así oficialmente el dictador resulta nuestro enemigo aunque es tratado por razones prácticas como nuestro vecino.

En fin, el repaso de seis décadas de representaciones fílmicas de Franco nos deja con una figura sorprendente para los que esperaban un tirano al estilo de la novela del dictador latinoamericano. En las obras hechas después de la muerte oficial del dictador de carne y hueso, la figura de Franco resulta aún más sorprendente, figurando como hombre de familia que a menudo habita un mundo femenino, o por lo menos poco patriarcal. Se encuentra además entre amigos, hasta cuando éstos sean de la oposición. En sus capacidades oficiales es donde se halla menos cómodo y a veces reducido a una figura patética. Es la mayoría de las veces un hombre reticente, frustrado, nostálgico y melancólico. Y finalmente, es uno de los nuestros. Pero quizá todo esto sólo fue posible, como sostuvimos al ver los filmes producidos durante la dictadura, porque primeramente el dictador se hizo convertir en imagen de sí mismo. Una vez hecho simulacro de sí mismo—esta transformación realizada dentro de una cultura cada vez más aficionada al mundo del simulacro—la figura de Franco se desdobló, resultando en una separación  entre el ser de carne y hueso y su representación, llegando ésta a ser el único Franco accesible al ciudadano-espectador español que le contemplaba durante la segunda mitad de los años del régimen y más allá de su muerte.

Se ha dicho mucho en la última década sobre la necesidad de recuperar la memoria histórica de la guerra civil española y de los años de Franco entre el pueblo español. El cine español con Franco, tanto el de la época franquista como el de la democracia dan evidencia de la dificultad y hasta, quizá, la imposibilidad de una recuperación sencilla o eficaz. Indica que encima de las razones políticas, o quizá en los cimientos de éstas, hay realidades culturales que explican por qué ni Franco ni la guerra civil han sufrido jamás una rotunda condenación por parte de los políticos o hasta del pueblo español. (13) Difícil es convencer a alguien a pensar históricamente sobre algo que queda inextricablemente integrado al presente. ¿Cómo recordar algo o a alguien que nunca se ha marchado? ¿Cómo se recupera la memoria de un fantasma, de una Gilda? ¿Cómo se distancia uno de su padre, abuelo, esposo o hasta de uno mismo?

Unos treinta y cinco años después de fallecer, Franco, como Gilda, y como Rita Hayworth, yace en el olvido para la mayoría de los de las generaciones españolas más jóvenes. Cuando se le recuerda, la figura del Caudillo puede introducirse por caminos políticos, pero cuando se le siente, el camino es cultural. Podemos reconocer que Franco fue el autor de la muerte, la opresión y el subdesarrollo. Pero le experimentamos más como a uno, que por su ubicuidad mediática, se volvió parte de la subjetividad española y de su propio romance familiar. Si es así, podemos concluir que si Franco sigue apareciendo en el cine español, será más bien como continuación de Juan Echanove ad infinitum que como representación de alguna figura histórica. Este nuevo “Echanove” no será tampoco una aberración, una tergiversación de una auténtica memoria histórica nacional, sino el próximo paso lógico en una línea tanto desigual como constante de una cadena histórica de un Franco que se vuelve cada vez más simulacro de mismo.

 

Notas

(1). El autor mismo reconoce esta cuestión en una reflexión sobre la escritura y recepción de la novela. Explica lo que él mismo llama la “inculpación” de Franco a base de su deseo de demostrar que el franquismo y sus errores fueron mucho más que Franco, que con echar la culpa a Franco, lo cual acabaría “angelizando” a los muchos que se beneficiaron y siguen beneficiándose de su mando (242).

 

(2). Desde el 2000, año de las retrospectivas, siguen saliendo películas que retratan a Franco. Además de unas cuantas apariciones—las mayoría de las veces como actuación especial más que como protagonista—del dictador en películas y mini-series hechas para la televisión, viene a cuenta aquí el largometraje de Alberto Boadella, Buen viaje, excelencia (2003), obra que retrata los últimos dos años de Franco, burlándose de un dictador ya viejo, enfermizo y vuelto de nuevo a una especie de infancia que enfatiza la decadencia del poder. Más adelante en este estudio se hará mención del cortometraje, El sueño de la maestra (2000), obra hecha en homenaje a Luis García Berlanga donde se elabora sobre el famosamente censurado sueño semi-erótico de la película Bienvenido, Mr. Marshall. En otras obras hechas para el cine grande, como ¡Ay, Carmela! (Saura, 199 ) y Balada triste de Trompeta (de la Iglesia, 2010) aparece Franco en escenas claves pero breves. Tampoco se considerarán éstas en este trabajo.

 

(3). La falta de afinidad del dictador para la lectura es bien conocida. Manuel Vicent cuenta “Franco fue tal vez el único estadista del mundo que no mandó hacerse el retrato clásico de prócer con un libro en la mano… No se sabe si Franco leyó un libro entero alguna vez. Está comprobado que el misal no lo leía” (4).

 

(4). Sheelagh Ellwood cuantifica estas apariencias: “Entre 1943 y 1975 apareció 154 veces como el inaugurador de fábricas, pantanos, viviendas o proyectos agrícolos; 375 en actos propagandísticos como desfiles no militares, visitas a ciudades en provincias, recepciones oficiales o concesiones de condecoraciones y premios, y 215 como jefe de Gobierno y/o Estado” (Tranche 110). Rafael Tranche explica que, además, se cuidaban de colocar los fragmentos del NO-DO donde aparecían el jefe de estado estratégicamente dentro del clip entero para que la mayor cantidad de espectadores le vieran (110).

 

(5). Román Gubern también comenta el desdoblamiento de Franco realizado por Raza. Dice, “Esta interesante dualidad esquizoide hace por lo tanto del Generalísimo el Franco-Dios y de José Churruca el Franco-hombre” (Sebastián 163). Francisco LaRubia-Prado, haciendo referencia al rol de Raza en un construcción de Franco como cyborg que produce un “fundamental constitutive schism” en la política del franquismo, añade, “Whether by his own design (Raza) or as an effect of his regime´s propaganda needs, Franco becomes simultaneously human and divine” (135, 148). Tanto la visión de Gubern como la de LaRubia-Prado encajan con mi lectura aquí de un Franco que en su intento de idealizarse a través de Raza acaba convirtiéndose para el pueblo español en un simulacro disponible a una creciente variedad de interpretaciones cinemáticas (Sebastián 163). Con Franco-Dios algodonado en algún rincón del Pardo, Franco-hombre resulta una figura expuesta a las imaginaciones resbaladizas de artistas y público.

 

(6). Uso en este estudio el término simulacrum para referirme a representaciones que desplazan y, desde el punto de vista del espectador, hasta reemplazan el original en que se basa. En este espíritu quiero comprobar cómo la figura de Franco alcanza lo que Jean Baudrillard llama el cuarto nivel de la representación, dónde la figura adquiere una ontología que trasciende cualquier conexión a la realidad que alguna vez inspire una primera representación imitativa. Véase Jean Baudrillard, Simulations 11-13.

 

(7). José Enrique Monterde nombra a Mayo con veinte otros actores como figura principal del “star-system español de los 40” (238).

 

(8). Ante la cuestión del trato benigno que recibe el dictador, a través de su propio análisis de Raza, Alberto Medina Domínguez explica cómo se estableció en esta película una retórica de deuda que invierte la lógica edípica a fin de que el espectador de Raza acabe sufriendo una deuda a priori e irreversible hacia el padre, en este caso, Franco—o según nuestra lectura, el simulacro de Franco (45-47).

 

(9). La comparación Isbert-Franco se confirma en el corto, El sueño de la maestra (2002), obra dirigida por él mismo Berlanga que homenajea Bienvenido. La primera escena del corto dobla una voz imitadora de Isbert, lanzando el mismo discurso que compartió con los ciudadanos de Villar del Río, pero ahora compaginado con la película de Franco echando uno de sus discursos desde el balcón en la Plaza de Oriente. Como se espera, los gestos son los mismos. Si Isbert antes fue Franco, ahora Franco es Isbert.

 

(10). El motivo de la mujer que se enamora del caudillo se repite pocos años después en la novela El año del diluvio (1992) de Eduardo Mendoza, obra que Maarten Steenmeijer ve como parte de un diálogo indirecto de la novela española de los años noventa con el franquismo antes tabú (142-43).

 

(11). Me refiero aquí a la necesidad del protagonista al final de la novela de Goytisolo, Reivindicación del Conde don Julián, de completar su destrucción totalizadora de su “tierra ingrata… espuria y mezquina” asesinando a quien es al fin y al cabo su mismo alter ego el niño Álvaro. Las películas de Carlos Saura de la misma época—Ana y los lobos, La prima Ángelica, Cría cuervos—todas solidamente críticas con el régimen también acaban en alguna forma de auto-destrucción o castigo.

 

(12). Justin Crumbaugh demuestra este hecho en su excelente libro, Destination Dictatorship, donde describe cómo el régimen franquista empleó la supuesta apertura cultural de los años sesenta para retocar su imagen y así consolidar e integrar el discurso franquista dentro de la vida diaria española. De tal forma se aseguró que el franquismo continuara aún después de la muerte de su eje central y hasta se integrara a la ideología democrática que le siguiera. Visto así, la apertura cultural—de la que Gilda fue una temprana representación—no es tanto contestataria del régimen como esencial a su continuidad.

 

(13). Para estudios complementarios de esta conexión entre cultura, olvido y trato benigno del franquismo véase, además del libro de Crumbaugh citado arriba, los ensayos de la colección Traces of Contamination: Unearthing the Francoist Legacy in Contemporary Spanish Discourse, editado por Eloy E. Merino y H. Rosi Song, los de la colección Disremembering the Dictatorship, editado por Joan Ramón Resina, y el libro El mono del desencanto, de Teresa Vilarós, donde se expone la rotura artificial con el pasado que fue el periodo de la transición.

 

 

Obras Citadas

 

¡A mí la legión! Dir. Juan de Orduña. Prod. Cifesa, 1942.

 

El abanderado. Dir. Jesús García Leoz. Prod. Suevia Films, 1943.

 

Alhucemas. Dir. José López Rubio. Prod. Peña Films, 1947.

 

Ana y los lobos. Dir. Carlos Saura. Prod. Elías Querejeta, 1972.

 

¡Ay, Carmela! Dir. Carlos Saura. Prod. Iberoamericana, 1990.

 

Balada triste de trompeta. Dir. Alex de la Iglesia. Prod. Tornasol Films, 2010.

 

Bambú. Dir. José Luis Saenz de Heredia. Prod. Suevia Films, 1945.

 

Barthes, Roland. Camera Lucida: Reflections on Photography. Trad. Richard Howard. New York: Hill and Wang, 1981.

Baudrillard, Jean. Simulations. New York: Semiotext(e), 1983.

 

¡Bienvenido, Mr. Marshall! Dir. Luís G. Berlanga. Prod. Uninci, 1952.

 

Buen viaje, Excelencia. Dir. Albert Boadella. Prod. Lolafilms, 2003.

 

Cardona, Gabriel. Franco no studio en West Point. Barcelona: Littera Books, 2002.

 

Christie, Ian and Richard Taylor (eds). The Film Factory: Russian and Soviet Cinema in Documents. New York: Routledge, 1988.

 

La ciudad no es para . Dir. Pedro Lazaga. Prod. Pedro Masó, 1965.

 

Cría cuervos. Dir. Carlos Saura. Prod. Elías Querejeta, 1975.

 

El crucero Baleares. Dir. Enrique del Campo. Prod. Radio Films, 1941.

 

Crumbaugh, Justin. Destination Dictatorship: The Spectacle of Spain´s Tourist Boom and the Reinvention of Difference. Albany: State U of New York P, 2009.

 

Dragón Rapide. Dir. Jaime Camino. Prod. Tibidabo Films, 1986.

 

Escuadrilla. Dir. Antonio Román. Prod. Productores Asociados, 1941.

 

Espérame en el cielo. Dir. Antonio Mercero. Prod. BMG Films, 1987.

 

El espíritu de la colmena. Dir. Víctor Érice. Prod. Elías Querejeta, 1973.

 

Franco no puede morir en la cama. Dir. Alberto Macías. Prod. Canal+, 1998.

 

Frente de Madrid. Dir. Edgar Neville. Prod. Bassoli Film, 1939.

 

Furtivos. Dir. José Luis Borau. Prod. El Imán, 1975.

 

Gilda. Dir. Charles Vidor. Prod. Columbia Pictures, 1946.

 

Harka. Dir. Carlos Arévalo. Prod. Carlos Arévalo, 1941.

 

Héroes del 95. Dir. Raúl Alfonso. Prod. Ediciones Cinematográficas Faro, 1946.

 

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Legión de Héroes. Dir. Armando Sevilla. Prod. Zenit, 1941.

 

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Madregilda. Dir. Francisco Regueiro. Prod. Tornasol Films, 1993.

 

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Marí, Jorge. Lecturas espectaculares. El cine en la noveal española desde 1970. Madrid: Ediciones Libertarias, 2003.

 

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