¿Cómo hablar del silencio? Contrabando y Un vaquero cruza la frontera en silencio,
dos casos ejemplares del acercamiento ético en la literatura mexicana sobre el narco
El factor más obvio que ha contribuido
a la proliferación de la narrativa con el tópico narco, tanto en el campo de la
ficción como, sobre todo, en el periodismo investigativo, es el recrudecimiento
de la violencia desde que el presidente Felipe Calderón emprendió la lucha
contra el narco en 2006, a pocos meses de haber asumido el mando del país. La
controvertida decisión del mandatario de declarar una guerra que no se puede
ganar ha resultado en una carnicería sin parangones en la historia reciente del
país, con más de 50 mil muertos hasta la fecha –estimación ésta un tanto
conservadora. El negocio narco y sus violentas secuelas –interpretados
habitualmente como una enfermedad endógena característica del norte de México–
se han convertido en un fenómeno que afecta a todo el país donde diversas organizaciones
criminales destajan el territorio nacional y enfrentan sangrientas luchas tanto
por el control de rutas de trasiego de droga hacia Estados Unidos como por el
control de un mercado interno creciente y de actividades criminales de diversa
índole.
Debido a la vigencia de este
tema, que en los últimos seis años acapara las primeras planas de periódicos y
noticieros del país, no sorprende que un número significante de escritores y
periodistas se hayan subido al carro de la popularidad del narco, ya sea para
abordarlo críticamente o para aprovechar el morbo que inspira en busca de
mejores ventas y circulación. La hiperproducción de títulos, tanto en el campo
del periodismo investigativo como en la ficción, genera la impresión de que en
el mundo editorial mexicano funciona, desde hace por lo menos una década, una
suerte de “narcomaquila” literaria que con asombrosa rapidez escupe grandes
cantidades del mismo producto –o por lo menos uno muy parecido– el cual domina
las mesas de novedades en las librerías, ocupa un lugar prominente en las
ferias del libro locales e internacionales, se reseña regularmente en revistas
y suplementos culturales y se galardona con premios literarios. (1)
No obstante, es necesario aclarar que en cuanto concierne al campo de la
ficción, este boom editorial no
necesariamente se ha reflejado –como se supondría– en las superventas de las
narconovelas, sino sobre todo, en el creciente número de autores que abordan
dicha temática y en la proliferación de títulos que cada año publican
editoriales transnacionales con filiales en México, como Random House
Mondadori, Planeta, Alfaguara (Santillana) o Tusquets. (2) Desde
el principio del nuevo siglo, dichas empresas han hecho una contribución
decisiva a la legitimación y promoción de la narconovela mexicana como también a
su conversión de una modalidad literaria regional –la que se publica en las pequeñas
editoriales locales, se lee y disemina sólo en su región y con virtualmente nula
distribución en el resto de la república– en una modalidad literaria
desterritorializada practicada ya no sólo en el norte
sino también a lo largo del país, donde el tema narco ha sido abordado tanto por
los autores consagrados como por los emergentes (3)
Enfrentados con la avalancha de publicaciones
y promoción mercadotécnica de la narconarrativa, el “establishment”
cultural mexicano se ha mostrado escéptico acerca del valor literario de la
misma. (4) Los comentarios críticos
al respecto pueden resumirse en la postura de Christopher Domínguez Michael
quien en un ensayo publicado en 2010 ofrece su diagnóstico del estado de la
narconovela mexicana y afirma que, si bien es poco
probable que surja un Azuela de la narcoliteratura en el país, la prosa
“depurada y lírica de Yuri Herrera” representa, hasta el momento, la cumbre de
esta narrativa: “menos que un principio, [es] el fin de un camino: el imperio narco
reducido (como sólo la buena prosa puede y debe hacerlo) a la mirada falsamente
idiota de un bufón arrimado al palacio”. Domínguez propone que Trabajos del
reino (2004) y Señales que precederán el fin del mundo (2009) de
este autor, son novelas que sobrevivirán el paso del tiempo ya que por la
calidad de su propuesta literaria se distinguen de las “noveluchas
prescindibles” que “irán perdiendo toda relevancia cuando se hable de México en
los tiempos de las guerras del narco”.
Si bien concuerdo con Domínguez en cuanto al
considerable valor estético del trabajo del hidalguense, no comparto su opinión
de que las novelas de Herrera representan el punto culminante y el fin de
trayectoria de la literatura mexicana sobre el narco. Por muy radical que
parezca mi propuesta, creo que la narconovela mexicana alcanzó la cumbre veintiún
años antes de que empezara el boom
editorial de esta modalidad literaria, es decir, cuando en 1991 se escribió una
novela hasta la fecha insuperable tanto estética como éticamente, Contrabando,
del dramaturgo chihuahuense, Víctor Hugo Rascón Banda.
Mi propósito en este ensayo
es extraer del vasto cuerpo de la narconarrativa mexicana, por cierto de
variable calidad literaria, dos obras sobresalientes: la primera, Contrabando que tengo como obra maestra del
narcotráfico mexicano, y la segunda, un pequeño pero potente texto del joven
periodista regiomontano, Diego Enrique Osorno (Monterrey, 1980) Un vaquero cruza la frontera del silencio (2011),
que, si bien no se distingue por una excepcional calidad literaria como la
novela del chihuahuense –literaturnost/literariedad
de todos modos no es su objetivo principal– comparte con el trabajo de Rascón Banda una profunda
postura ética hacia la materia narrada que brilla por su ausencia en el nutrido
cuerpo de la narconarrativa mexicana dominada por la novela negra, thriller y
unas cuantas narcofábulas y narcoparodias. (5) Por postura ética
me refiero, desde luego, a la responsabilidad personal y al compromiso
moral que asume un autor ante el momento histórico que vive y el tema que
narra, y cuyo resultado es una obra que tiene un profundo impacto en el lector y
contribuye a la comprensión del predicamento existencial y del sufrimiento del
otro. (6)
Ambos textos además parecen
existir a espaldas de la maquinaria mercadotécnica de las editoriales
transnacionales y del establishment
crítico: Contrabando permaneció en el
cajón durante diecisiete años hasta su publicación en 2008 por Planeta,
mientras que Un vaquero cruza la frontera
del silencio se distribuye independiente de las fuerzas del mercado, ya que
fue editado y se divulga gratis por parte de Conapred (Consejo Nacional Para
Prevenir la Discriminación). Es interesante notar que estas dos obras
han despertado poco interés crítico; ninguno de los autores mencionados arriba
que reseñan la narconarrativa en las páginas de los suplementos y revistas
culturales del país hace referencia a Contrabando
en su evaluación de esta veta literaria. Se trata de una omisión sorprendente
dado que la misma se publicó ya hace cuatro años. Lo que sorprende menos es la
falta de reseñas del texto de Osorno que se debe posiblemente a su edición
relativamente reciente y al modo de su distribución. (7)
Contrabando
Galardonada con el premio
Juan Rulfo en 1991, pero inédita, como llevo señalando, hasta su publicación en
2008 tras la muerte prematura de Rascón Banda, esta conmovedora y hondamente
sentida novela del dramaturgo chihuahuense aparece en pleno auge de la
narcoviolencia, cuyas dimensiones épicas el escritor había registrado y
anunciado proféticamente dos décadas antes.
Desde la distancia histórica
de dos décadas, Contrabando se lee
como una suerte de espeluznante memoria del futuro, una obra visionaria que
presenta el narcotráfico como una tragedia griega de proporciones épicas donde
las causas sociales, culturales e históricas de la violencia se entretejen con
el destino trágico y universal del ser humano. La obra no es sólo brillante por
su visión del narcotráfico como la gran tragedia mexicana, sino también en
cuanto a su realización literaria pues el autor logra crear un género híbrido
en el cual se conjugan novela, guión, poesía, obra de teatro, testimonio y
autobiografía. La suma de todos estos géneros le permitió plasmar, desde
diferentes estilos y ángulos narrativos, los múltiples efectos del narcotráfico
que han cambiado para siempre la vida en la Sierra Tarahumara, escenario donde
se despliega esta novela. Una fatalidad rulfiana y el pathos poético enmarcan
la obra entera, las historias y testimonios se cruzan y conectan, la última
frase de cada capítulo abre nítidamente el relato que se narra en el próximo,
dando una cohesión perfecta al conjunto.
Contrabando se construye
como un texto polifónico; desde cada capítulo –como si fuera una tumba
solitaria de Comala– habla un alma en pena que cuenta su historia y pide, en
vano, justicia o venganza. Éste es el caso de Damiana Carraveo, “una mujer
muerta en vida” que aparece en un camino de terracería en la oscuridad de la
noche frente al coche en el que viajan Víctor Hugo y su padre. Damiana pide que
alguien cuente su desgarradora historia: la pérdida de toda su familia en la
matanza en el pueblo de Yepachi, después de la cual ella misma termina
torturada y encarcelada, injustamente acusada de ser cabecilla de una banda de
narcos.
Está también el testimonio de
la Jacinta Primera, otrora reina de las Fiestas del Tercer Centenario, quien,
deslumbrada en su juventud por la ostentación y bravuconería de un joven
traficante, pierde la gracia y la belleza y ve desaparecer a su amante. Su
decadencia corporal, sobre la cual reflexiona a lo largo de su testimonio,
refleja en un nivel metafórico la destrucción de todo un pueblo por los efectos
de narcotráfico:
Quién iba a imaginar que también este pueblo cambiaría tanto. ¿Se acuerda?
El aroma de los azahares en la plaza, la gente en el baile, bailando sin
pistola y sin sombrero, los borrachos peleándose en el arroyo a mano limpia, no
con armas […] ¿Y ahora? […] ¿A qué ya no ve lo mismo? Las tiendas cerradas, la
gente escondida, las trocas abandonadas en los caminos. En dónde están los
hombres. Puras mujeres enlutadas y niños huérfanos […]
Ni me parezco, ¿verdad? Dónde
quedaría mi cabello. Y mi cintura de avispa. Dónde quedó mi cutis tan blanco,
tan suave como la piel de los duraznos, según decían. Y aquellas mis piernas,
tan lozanas, tan torneadas; y mis ojos negros con sus pestañas grandes que
sombreaban mis párpados (31).
Rascón Banda forja la novela
con trazos de realidad y elementos autobiográficos. Él mismo, oriundo del
pueblo minero de Santa Rosa de Uruachic, en Chihuahua, aparece como
protagonista en el papel que interpretó en la vida real: abogado, periodista y
escritor. Es por su calidad de letrado que sus interlocutores –campesinos y
otros personajes despojados y desprotegidos de su pueblo natal– esperan los
ayude a difundir públicamente las injusticias y abusos a que los someten narcos
y policías, bandos que, como afirman varios personajes, vienen a ser uno mismo:
Y tú, ¿eres narco?, me preguntó
[Damiana]. Le contesté que no. Entonces eres judicial, afirmó con seguridad.
¿Por qué?, le reclamé. Es que miras igual que ellos, respondió. ¿Y de qué
vives, entonces? Soy escritor. Ah, mira nomás, escritor. Pues haz un corrido de
lo que me pasó, para que el mundo sepa. Yo no hago corridos. Qué lástima, dijo,
como eres escritor, lo pensé (12).
Acá en Santa Rosa no hay ley
que valga ni gente libre de culpa, dice mi madre. No quiero que vuelvas a pisar
este pueblo. Si sientes deseos de vernos, iremos adónde tú estés. Acá no se
sabe quién es quién. Además, tienes una mirada extraña y una pinta que te
perjudica, tiene razón Damiana Carraveo cuando dice que miras como un narco o
como judicial, que para el caso es lo mismo. Y además vistes como ellos. No
vale la pena que corras el riesgo, no quiero perder un hijo. Ya te encomendé a
Santa Rosa de Lima y te entregué a ella. Olvídate de lo que viste y escuchaste
acá. Haz de cuenta que fue una simple pesadilla (209). (8)
Vivida y sentida desde adentro –desde el privilegiado conocimiento de un escritor oriundo de la zona en que se desarrolla la novela y desde la destreza técnica de un dramaturgo–, la visión épica y profundamente ética del narcotráfico de Rascón Banda, como destino maldito de los pueblos del norte, difiere radicalmente del acercamiento de una gran parte de la narconarrativa mexicana surgida tras el boom editorial cuyos autores tienden a abordar el tema a partir de la representación en los medios, la nota roja, los mitos perpetuados en los narcocorridos, o en el cine hollywoodense. Sus excepcionales valores éticos y estéticos, su vigencia y su habilidad de trascender lo local y apuntar a lo universal convierten a Contrabando, en la gran novela del narcotráfico, esa cuya ausencia lamentan los críticos mencionados. Al cabo de los años esta obra no sólo ha pasado la prueba del tiempo –acaso el mejor juez de la calidad literaria– sino también pareciera ser más relevante hoy que cuando fue escrita hace dos décadas.
Considerada en un contexto más amplio latinoamericano de la
narrativa que se ocupa de las consecuencias personales y colectivas de
narcotráfico, la novela de Rascón Banda, en cuanto su profundo impacto emotivo,
su postura ética y la excepcional calidad literaria, a mi ver está a la par con
la elogiada novela Los ejércitos de Evelio
Rosero y su reconstrucción del drama nacional colombiano desde las márgenes,
desde poblados lejanos a la capital, devastados por la violencia perpetuada
tanto por el ejército federal y los paramilitares, como por la guerrilla y los
narcotraficantes quienes, como dirían los personajes de la novela de Rascón
Banda, “vienen a ser lo
mismo” (9).
Un vaquero cruza la frontera en silencio
La segunda obra que aquí quisiera
destacar, Un vaquero cruza la frontera en
silencio, es un texto híbrido que
mezcla biografía, testimonio, ficción, poesía, crónica, ensayo periodístico y
ensayo fotográfico. En él Osorno cuenta dos
historias paralelas del silencio. La primera trata de la trayectoria
personal de su tío Gerónimo González Garza, un hombre sordomudo nacido en el
Rancho Nuevo, ejido de Los Ramones, a 150 kilómetros al norte de Monterrey, a
quien el sobrino le había prometido hace varios años escribir la historia de su
vida: una vida de discriminación y oportunidades limitadas en México, sus
cruces ilegales a Estados Unidos, y sus viajes en la década de 1970 trajinando
por el lado gringo de la frontera vendiendo llaveros junto con sus amigos, un
grupo variopinto de jóvenes hippies sordomudos mexicanos, con los que descubre
un mundo distinto, de oportunidades y servicios especiales, y la posibilidad de
una vida social que en México nunca hubieran podido disfrutar.
La vida de Gerónimo está definida desde su niñez por su
múltiple condición de marginado: es pobre, vive en el campo, es discapacitado,
y más adelante será un inmigrante indocumentado. No obstante, gracias al
trabajo duro en Estados Unidos, con el tiempo llega a ser un ranchero casado
con una mujer americana, Ana, también sordomuda. La historia de Gerónimo se lee
como un relato de superación personal tan caro al discurso norteamericano como
regiomontano, en el cual la figura del tío encarna cualidades míticas de la
identidad norteña como el empeño de superar obstáculos –en su caso la pobreza y
la condición de sordomudo– hasta convertirse en un self-made man.
La segunda historia de silencio que se narra es la historia de
la frontera noreste, en particular la llamada Frontera Chica –la franja
fronteriza tamaulipeca apretada entre Reynosa y Nuevo Laredo– que desde la
explosión de la narcoviolencia en la región, en febrero de 2010, ha devenido el
pedazo más peligroso del territorio mexicano. Como afirma el autor, se trata de
una zona cuya historia de terror –de masacres masivas, pueblos fantasmas y
ranchos abandonados por sus habitantes tras desatarse ese fuego cruzado entre
diversos grupos delictivos y entre éstos y el propio gobierno federal– todavía
no ha sido contada:
La violencia que se desató
aquí ha sido mayor que en otras zonas fronterizas del país. Es mucho mayor que
en Tijuana actual, mayor que la de Sonora, e incluso que la de Ciudad Juárez.
Sin embargo, esta es una zona que parece no usar su voz. Del dolor causado por
la violencia en Tijuana, Sonora y Ciudad Juárez ha nacido lenguaje propio […]
acá en la frontera noreste no pasa eso.
La frontera de noreste de México carece de un
lenguaje propio en estos tiempos de guerra. Y sin lenguaje, la libertad queda
mucho más lejos. El lenguaje es lo que hace posible el pensamiento, marca la
diferencia entre lo que es humano y lo que no lo es. El lenguaje devela misterios.
Pero la frontera noreste no
puede hablar (55).
El texto consta, además, de otras dos secciones que
complementan la historia del tío: un ensayo fotográfico de título evocativo,
“El vaquero que no escucha los caballos relinchar”, de Rodrigo Vázquez, y un
epílogo en el cual habla la voz colectiva de San Fernando, un municipio
tamaulipeco que entró en la historia en agosto de 2010 cuando en uno de los
ranchos aledaños se descubrieron los cuerpos de 72 migrantes masacrados. Las
viñetas fotográficas complementan la narración captando la poética de lo
cotidiano de Gerónimo en sus faenas diarias en el rancho, con su esposa y su
familia, sus ires y venires a Estados Unidos, luciendo bigote, sombrero norteño
y botas vaqueras, signos inconfundibles de su pertenencia norteña. Las imágenes
reflejan la domesticidad y tranquilidad del rancho, cuya aparente normalidad y
el silencio del mundo en que viven sumidos el tío y su esposa proporcionan un
contraste con el paisaje de la narcoguerra y el ruido ensordecedor de disparos
y detonaciones que los rodean y que ellos no pueden escuchar:
Gerónimo estaba a unos
kilómetros de ahí, revisando el techo de una bodega de forraje para animales
[…] algunas veces me ha tocado acompañarlo. Hacemos largos recorridos
silenciosos. Trato de imaginar lo que Gerónimo piensa sobre estos tiempos con
tanto ruido.
Aquella balacera contra la comandancia municipal de Los
Ramones se oyó a varios kilómetros a la distancia. Hay quienes dicen que se
hicieron mil tiros. Gerónimo no la escuchó (56).
La segunda parte del epílogo se escribe como un poema en
primera persona desde el cual habla la voz colectiva de San Fernando para
contar la llegada de “ellos”, quienes aparecieron como “jinetes del Apocalipsis
para sembrar muerte, miedo y desorden”, alterando la vida de la comunidad: “El
mal presente casi ni lo vimos llegar. Llegó poco a poco y llegó disfrazado, ya
instalado fue mucho peor que todos los huracanes y las sequías juntas” (112). En
la interpretación esperanzada de Osorno, evidente en la postura desafiante de
la voz colectiva, San Fernando se resiste a pasar a la historia como el sitio
infernal que se convirtió en la tumba de los migrantes asesinados, mártires y
héroes de este poema de denuncia y testimonio. No obstante, es discutible si
esta actitud desafiante que Osorno atribuye a la comunidad sanfernandina refleja
realmente el espíritu rebelde de la población, o más bien representa un wishful thinking por parte del autor,
una suerte de performance de la expiación
de culpa de un pueblo que paralizado por el miedo a las macabras represalias se
ha quedado sordo y mudo frente a las atrocidades cometidas en su seno. Las
mismas perpetradas no sólo por los “fuereños” que llegaron como los “jinetes del
Apocalipsis” sino también por los muchachos de la localidad quienes –unos
bajo amenazas y otros por voluntad propia– engrosaron las filas de los Zetas.
Visto en su conjunto, Un vaquero cruza la frontera en silencio, denuncia la
dimensión multifactorial de la discriminación en México, la crueldad e
insensibilidad de toda una sociedad para con el otro. Esta actitud, según el
autor, forma parte del mismo cuadro de indiferencia general que rige en el país
hacia el sufrimiento de los demás, ya sean ciudadanos discapacitados, representados
en la figura del tío Gerónimo, o más recientemente, víctimas de la narcoviolencia
acerca de quienes lo más común es suponer que “algo habrán hecho” todos
ellos para terminar así. Una crítica similar de la indiferencia generalizada
y el distanciamiento emotivo que rige en el país la ofrece también Juan Villoro
quien advierte:
El narcotráfico ha ganado batallas culturales e informativas en una
sociedad que se ha protegido del problema con el recurso de la negación: “los
sicarios se matan entre sí”. Más que una rutina aceptada o una indiferente
banalización del mal, las noticias del hampa han producido un efecto de
distanciamiento. Siempre se trata de desconocidos, gente lejana o rara, que
sabrá por qué la degüellan.
La estrategia defensiva
de no mirar o de asumir que los atracos ocurren lejos, en un parque temático
del ajuste de cuentas para el que por suerte no tenemos entradas, se ha venido
abajo.
El crimen ya no puede
ser relegado a la región tranquilizadora de lo ajeno.
Un vaquero cruza la frontera en silencio despliega este mismo compromiso social que caracteriza el resto de la labor periodística de Osorno y constituye un ejemplo elocuente del “periodismo infrarrealista”, el concepto que acuña el mismo Osorno, para referirse a la práctica de un periodismo comprometido, urgente y de trinchera, dedicado a la tarea de revelar puntos ciegos de los grandes relatos mediáticos; de contar historias no contadas de hombres y mujeres comunes, estos ‘ningunos ninguneados’ como diría Eduardo Galeano, cuya experiencia en la vida y la muerte no interesa al discurso oficial. Este compromiso ético con las historias que narra, el uso de la pluma como arma de cambio y de denuncia, tan propio del periodismo contestatario de Osorno, encuentra explicación en su “Manifiesto del periodismo infrarrealista” publicado en agosto de 2011 en las páginas web de Narco News Bulletin, donde afirma:
El periodismo infrarrealista sabe
que no es lo mismo la retórica de guerra que la guerra. El periodismo
infrarrealista no cuenta muertos: Cuenta las historias de los muertos. El
periodismo infrarrealista busca la versión de quienes no tienen vocero ni
oficina de comunicación social, de quienes nunca han convocado a una
conferencia de prensa.
El periodismo infrarrealista salta
dentro del aro de fuego: Quiere arrebatarle la narrativa de lo que sucede a los
policías y a los narcos. ¿Quién cree que las tristezas diarias son por el
enfrentamiento entre un cártel con otro cártel? El periodismo infrarrealista
quiere destruir por completo esa narrativa. Esa narrativa oficial tiene sus
días contados: Ya se chingó. Se hará desde otro lugar, con otra imaginación.
Dejaremos de ser muchedumbre de muertos andantes. El periodismo infrarrealista
sueña vida.
El
periodismo infrarrealista no hace publicaciones al gusto ni ameniza fiestas,
cocteles o reuniones de gabinete. Los reporteros infrarrealistas no se ponen la
corbata de la autoimportancia a la hora de redactar y formar parte así de un
enorme aparato propagandístico sin apenas saberlo.
El periodismo infrarrealista no es una máquina, se resiste a serlo.
Es importante subrayar que en contraste con esta visión solidaria con los afectados que surge de ese periodismo infrarrealista practicado por Diego Osorno y las autoras mencionadas arriba, la mayor parte de los novelistas que abordan el tema narco se muestran fascinados no con las víctimas sino con los asesinos y perpetradores de la violencia. Incluso una ojeada rápida a varias decenas de contratapas de las novelas que tratan dicho tema publicadas en la última década comprobaría que en ellas predominan personajes cargados de adrenalina los cuales propulsan la trama de estos textos: los sicarios, matones a sueldo, jefes y jefas del narcotrafico, narcojuniors, las Narcocinderelas, los narcocorridistas, cybernarcos, los morros y morras del narco. Es esta una razón adicional por la cual la novela de Rascón Banda –en la cual imperan las voces de estas almas en pena que cuentan la tragedia personal que por último se torna en una tragedia nacional de proporciones épicas– contrasta radicalmente con este mar de publicaciones que en el fenómeno narco no leen claves de una tragedia nacional sino materia prima para una novela de acción.
Conclusión
Escritos con una diferencia de veinte años, Contrabando y Un vaquero cruza la frontera en silencio desnudan el predicamento trágico de los pueblos del norte, tan desprotegidos y azotados por la violencia en 1991 cuando se escribe la novela de Rascón Banda, como en 2011 cuando se publica el texto de Osorno. El hecho de que ambos autores son oriundos de la frontera norte, están comprometidos con su terruño y el momento histórico que vive, y han sido testigos de la impotencia y el abandono del pueblo frente a la violencia desatada por los narcos en colusión con quienes en teoría deberían salvaguardar la ley, los sensibilizan frente a la materia que narran y les otorgan una capacidad ejemplar de simpatizar y ponerse en el lugar del otro, elementos clave de su postura ética que los distingue radicalmente de la mayor parte de la producción literaria sobre el tema que, como ya he mencionado, tiende a convertir la tragedia nacional en thriller y novela negra, variantes predilectas de la narconarrativa mexicana.
Además de esta encomendable postura ética ambos comparten el interés por la búsqueda de la mejor manera de narrar el impacto individual y colectivo del narcotráfico, reflejado en esa pregunta sobre cómo escribir sobre el silencio que se plantea explícitamente en el texto de Osorno, y queda implícita en la novela de Rascón Banda. Sus obras estéticamente innovadoras, hondamente sentidas y de un impacto emotivo profundo en el lector ofrecen una respuesta elocuente a dicho interrogante y, de esta manera, desmienten el repetido cliché sobre la impotencia del lenguaje para captar los horrores de la violencia, del que dan cuenta las palabras de Rosana Reguillo: “Frente a estas violencias, el lenguaje naufraga, se agota en el mismo acto de tratar de producir una explicación, una razón; las violencias en el país hacen colapsar nuestros sistemas interpretativos”.
Contrabando y Un vaquero cruza la frontera en silencio, escritas a contrapelo del silencio y la desmemoria, son la prueba irrefutable de que es posible narrar la desbordada y violenta realidad mexicana sin caer en el amarillismo gore, el folclorismo o los lugares comunes. Son, en suma, la prueba de que es posible darle voz a esta “frontera indecible” donde “la barbarie no tiene nombre”.
Notas
(1). Menciono sólo unos cuantos de
los premios comerciales –es decir, aquellos que una editorial otorga a un libro
inédito que ella misma va a publicar– más conocidos: el premio Tusquets 2007 a
Élmer Mendoza por su narco-thriller Balas de plata; y el premio
Grijalbo-Mondadori 2010 a Bernardo Bef Fernández por su narcoparodia Hielo negro. Fuera del contexto
mexicano, el Alfaguara 2011 –uno de los galardones mejor remunerados, con 175
mil dólares– se otorgó a la novela El
ruido de las cosas al caer, del colombiano Juan Gabriel Vásquez. La obra
relata los traumas individuales y colectivos de toda una generación de
colombianos cuya vida entera ha sido marcada por los efectos del narcotráfico.
(2). Es importante señalar que la verdadera
bonanza de la narrativa que trata el tópico narco –la que sí se traduce en
ventas y ganancias considerables– es notable casi exclusivamente en el rubro
del periodismo investigativo. Mientras que la mayoría de las narconovelas
mexicanas difícilmente logra agotar una sola edición de tres mil a cinco mil
ejemplares, la venta de
cinco títulos de periodismo investigativo sobre narcotráfico publicados sólo
por una casa editorial, Random House Mondadori, ha
generado, como
señala la periodista Alida Piñón, alrededor
de 36 millones de pesos. Los trabajos más vendidos de esta casa editorial hasta
abril de 2011 son Los señores del narco
(2010), de Anabel Hernández, con 60 mil ejemplares vendidos; La reina del Pacífico (2008), de Julio
Scherer, con 60 mil; El cartel de Sinaloa
(2011), de Diego Enrique Osorno, con 30 mil; Historias de muerte y corrupción (2011), de Julio Scherer, con 12
mil; y Confesión de un sicario
(2011), de Juan Carlos Reyna, con 10 mil ejemplares. Entre tanto, en la
editorial Planeta –que compite directamente con Mondadori por la “maquilación”
del mismo producto– los cinco títulos más vendidos con la temática del narco,
que suman un total de 148 mil ejemplares vendidos hasta abril de 2011, son
también trabajos periodísticos: La guerra
por Juárez (2009), de Alejandro Páez; El
México narco (2010), de Rafael Rodríguez Castañeda; Tierra narca (2010), de Francisco Cruz; Marca de sangre (2010), de Héctor de Mauleón; y Maquiavelo para narcos (2011), de Tomás
Borges.
(3). Para una perspectiva
panorámica de la narconarrativa mexicana publicada en los últimos diez años y
un estudio de la evolución histórica de la misma, desde su incepción en la
década de 1960 en Sinaloa hasta su desterritorialización a partir de 1999,
véase Palaversich (2009 y 2010).
En el norte, la temática narco ha sido abordada, entre
otros, por Orfa Alarcón, Leónidas Alfaro, Julian Herbert, Élmer Mendoza,
Eduardo Antonio Parra, Hilario Peña, Victor Hugo Rascón Banda, Juan José
Rodriguez, Albaro Sandoval, Miguel Tapia, Carlos Velázquez, y Heriberto Yépez.
En otras partes del país este tema ha sido tratado por Homero Aridjis, Bernardo
Bef Fernández, Carlos Fuentes, Iris García, Sergio González Rodríguez, Mario
González Suárez, Yuri Herrera, Rafael Ramírez Heredia, Martín Solares, Juan
Pablo Villalobos, Juan Villoro, entre otros.
(4). Rafael Lemus, Hector de Malueón, Sergio Rodríguez González y Orlando Ortiz, entre otros críticos, comparten la misma postura respecto a la hiperproducción y comercialización de dicha narrativa como también la ausencia de la gran novela de narcotráfico. En la conclusión de un artículo publicado en el diario La Jornada en 2010, Orlando Ortiz afirma: “La narcoliteratura, en pocas palabras, debe ser mucho más de lo que se ha pretendido que es. La literatura del narcotráfico y la delincuencia organizada está esperando la pluma que, paradójicamente, ‘le haga justicia’”.
(5). En su artículo “Contar la violencia”, publicado en 2010 en el diario español El País, la escritora y periodista catalana Lolita Bosch constata la ausencia de una postura ética en la narconovela mexicana y propone a la novela Los ejércitos, del colombiano Evelio Rosero, como caso ejemplar del acercamiento ético a la representación de la violencia y el tema narco en el contexto de la literatura mexicana y colombiana.
(6). Sobre la relación entre ética y literatura, como también entre ética y crítica literaria, existe un nutrido cuerpo de obras. Véanse, entre otros, Daniel Attridge, Michael Eskin y Martha Nussbaum, cuyos trabajos trazan el “viraje ético” que se ha dado en la lectura de los textos literarios bajo la influencia de la crítica feminista, estudios postcoloniales y estudios queer anclados en lo ético y lo político. Lejos de prescribir una lectura simplista determinada por las fuerzas éticas externas al texto, dichos autores califican de ingenuas las aseveraciones según las cuales los autores de ficción están “naturalmente” eximidos de la responsabilidad ética puesto que sus obras, al ser ficción, tal como reza la frase célebre de Sir Philip Sidney, no mienten ni dicen la verdad (“the poet he never affirms, and therefore never lieth”).
(7). Las primeras reseñas analíticas de Contrabando son las de Ignacio Trejo Fuentes en Revista de la Universidad de México (2009) y Diana Palaversich en Tierra Adentro (2010).
(8). En 1993 Rascón Banda escribió una obra de teatro titulada Contrabando, cuyos segmentos forman parte de su novela homónima. Desde su publicación, la pieza se ha estrenado con éxito tanto en México como en otros países. No está muy claro por qué el autor mantuvo Contrabando, su primera novela, en el cajón, hasta que fue rescatada en forma póstuma por el editor de Planeta, Braulio Peralta, y redactada por el escritor Héctor de Mauleón. A fin de cuentas, pareciera que el autor atendió a la solicitud de su madre de no ponerse en peligro, ya que si bien la novela fue escrita y galardonada en 1991, sólo vio la luz tras la muerte del escritor.
(9). En este contexto del periodismo contestatario, o como diría Osorno infrarrealista, es importante mencionar la labor de Lolita Bosch quien en 2010 a raíz del hallazgo de 72 migrantes asesinados en el rancho de San Fernando, empieza a gestionar el sitio web Nuestra aparente rendición cuya intención, como señala la autora, es “generar reflexión, conciencia, crítica, debate […] reunir voces para pensar en comunidad lo que nos está ocurriendo en México, que es inmenso y es imposible entender sin la ayuda de los demás […] Quería crear un espacio de paz y de diálogo al que finalmente se han sumado 18 voluntarios permanentes, y cientos de colaboradores -dentro y fuera de México- que mantienen activo el portal: activo y con la misma intención exacta. Aunque ahora también empezamos a intervenir en la sociedad, con proyectos como las becas por la paz para las hijas e hijos de las mujeres asesinados de Ciudad Juárez.” Cabe notar que tanto Osorno como las periodistas mencionadas arriba colaboran regularmente con esta plataforma. Ver http://nuestraaparenterendicion.com/index.php
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