Lehman
College
A writer’s country is a territory within his
own brain; and we run the risk of disillusionment if we try to turn to such
phantom cities into tangible brick and mortar.
Virginia Woolf, “Literary Geography”
El lenguaje ha supuesto inequívocamente que la conciencia no sea un instrumento para explorar el pasado, sino su escenario. Es el medio de lo vivido, como la tierra es el medio en el que yacen sepultadas las ciudades muertas. Aquel que pretenda aproximarse a su propio pasado sepultado ha de conducirse como un hombre que cava [. . .].
Walter Benjamin, “Crónica de Berlín”
En los últimos años, de Tijuana ha surgido una imagen distinta y
sorprendente que compite ahora con las que de ella son
bien conocidas: Tijuana como zona de tolerancia, como edén del crimen y tráfico
ilegal de narcóticos y personas, como patio de recreo de gángsteres y starlets hollywoodienses, como refugio de los
pudores etílicos y sexuales del puritanismo estadounidense, y un prolongado
etcétera. Esta flamante Tijuana, que se desprende de los escritos y las
esperanzas tanto de urbanistas como de teóricos de la posmodernidad, es una
especie de “laboratorio” alquímico donde se llevan a cabo múltiples y novedosos
experimentos en lo referente a prácticas económicas, políticas, sociales y
culturales (1). Es ésta una ciudad preñada de futuridad, que en su constante
trasiego de gentes, capital y prácticas de todo tipo, no tiene tiempo, en su
presurosa marcha (o fuga) hacia delante, de tornar la mirada hacia atrás.
Ciudad posmoderna por excelencia, esta urbe fronteriza en sí se ha convertido
en una especie de no-lugar, un sitio de pasada, una venta o posada posmoderna,
cuya función primordial es la de ser umbral del futuro. La palabra clave que se
evoca con frecuencia en referencia a esta Tijuana tránsfuga y proteica es la de
“desterritorialización”, término con que se da nombre
a toda una serie de procesos heterogéneos y dispares que a grandes rasgos se
pueden definir como el desprendimiento de personas, capital, y prácticas
culturales y sociales de su lugar de origen.
Inspirados en las teorías de Deleuze y Guattari, varios pensadores de la actualidad han visto en
tal fenómeno, asociado con la globalización y el capitalismo tardío, una
especie de liberación del deseo, un soltar las amarras a un sinfín de
potencialidades y reconfiguraciones nuevas (2).
El objeto de este trabajo es dilucidar cómo se ve representado este tipo de
ruptura en la novela corta “Todo lo de las focas” del escritor tijuanense Federico Campbell. Asimismo se pondrá de
relieve cómo responde el narrador-protagonista de la obra a tal “pérdida de la
relación natural” con su ciudad, a esa transitoriedad y transfiguración constante
e incesante de sus espacios vitales (García Canclini
388). Enajenado y exiliado en su propia
ciudad, el narrador de la novela de Campbell se desplaza por la urbe de manera
obsesiva, caminándola y descaminándola, tratando de recuperar, de exhumar en cada
rincón, en cada calle, en cada ruina, aquella Tijuana perdida, o, más bien,
aquellas múltiples Tijuanas que se han esfumado o que
han quedado soterradas, pero no sin antes haber dejado el espacio urbano
sembrado de espectros, de huellas que se niegan a desaparecer y que el narrador
rastrea con obcecado empeño. La ciudad en sí aparece en la novela como una
especie de palimpsesto que el narrador, por medio de varias estrategias,
descodifica; al hacerlo, pretende no sólo llegar a un entendimiento del texto-ciudad
o asimilarlo como tal sino también, de cierta manera, apropiarse de él, hacerlo
suyo; busca, en suma, inscribirse a sí mismo en éste, dejando consignados en
sus márgenes y entre líneas sus propios deseos y fantasías, sus memorias y
olvidos, sus miedos y miserias.
De entrada, hablar de Federico Campbell como escritor tijuanense pudiera
parecer en sí un tanto problemático dado que, pese a haber nacido éste en
Tijuana y a haber transcurrido ahí su infancia y adolescencia, Campbell ha
residido la mayor parte de su vida en la Ciudad de México, donde ha trabajado
como periodista para varios rotativos. No obstante, un somero vistazo a su obra
en conjunto bastaría para reparar en el marcado protagonismo que la ciudad
fronteriza ostenta en sus narraciones, ya que es en Tijuana, y en sus aledaños,
en la zona de Baja California Norte y no en la Ciudad de México donde las
narraciones de Campbell han encontrado su más feraz y natural escenario. La novela corta “Todo lo de las focas” viene
incluida en un tomo que lleva el nombre de Tijuanenses. El título recoge otros cuatro textos más
breves, que pese a haberse publicado originalmente en momentos distintos y en
circunstancias dispares, comparten con “Todo lo de las focas” el mismo
“escenario del crimen original [...] una Tijuana imaginaria, una Tijuana
subjetiva, una Tijuana adolescente, es decir: una fantasía” (Post scriptum
triste 104). La repetición anafórica
del topónimo “Tijuana” en una misma oración delata esa marcada preocupación
personal de parte de Campbell para con lo que él llama su “Ítaca”, obsesión
que, propagándose como eco a través de todos los relatos que conforman la
colección, encuentra su más amplia manifestación en “Todo lo de las
focas”. Por otro lado, el gentilicio
“Tijuanenses”, descriptor e identificador que da nombre a la colección, denota
claramente una relación de origen, relación que en el caso de Campbell se
caracteriza por estar transida de agudas tensiones y conflictos como se puede
observar claramente en su obra.
Es importante subrayar aquí el hecho de que todas las narraciones que
conforman el libro de Tijuanenses tienen, ya sea en mayor o en menor
medida, un marcado perfil autobiográfico. En su diario literario Post
scriptum triste el autor nos dice sin remilgos, por ejemplo, que uno de los
cuentos incluidos, el que lleva el título de “Anticipo de Incorporación”, es
“un texto descaradamente autobiográfico”. De la misma manera, nos dice Campbell
que “Todo lo de las focas” es una “disimulada autobiografía que se pasa de
contrabando” (104). Si bien esta breve novela dividida en 17 segmentos narrados
desde la perspectiva subjetiva y fragmentaria de un narrador anónimo pudiese
leerse como una especie de autobiografía velada o cifrada, aunque claro,
dispersa y parcial, también es cierto que el texto se presta a otros tipos de
lectura no menos fértiles. Resulta sumamente provechoso y oportuno, por
ejemplo, leer la novela como si ésta fuese una especie de mapa psicogeográfico,
o bien, una topografía afectiva de la ciudad de Tijuana, trazada y vista a
través de la subjetividad del narrador.
Este mapa psicogeográfico trazado por los ansiosos pasos, la ávida mirada y la herida añoranza del narrador no deja de ser un mapa poco navegable, lleno de escollos y dificultades. De hecho, la imagen de Tijuana como ciudad-problema, o más bien como ciudad-trauma, se manifiesta de manera recurrente a lo largo de “Todo lo de las focas”, así como en las otras narraciones más breves que conforman Tijuanenses. Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar que Federico Campbell abra su obra con un epígrafe extraído de Las sergas de Esplandián de Garci-Ordoñez de Montalvo, novela de caballería en donde se “inventa” la mítica California en el significativo año de 1492:
...y a la diestra mano de las Indias había una isla llamada California, a
un costado del paraíso terrenal, toda poblada de mujeres, sin varón ninguno.
Eran de bellos y robustos cuerpos, de fogoso valor y de gran fuerza... En
ciertos tiempos iban de la tierra firme hombres con los cuales ellas tenían
acceso y si parían mujeres las guardaban, y si hombres, los echaban de su
compañía... (11)
Queda claro que desde el principio Campbell procura insinuar cierta
asociación entre Baja California, estado fronterizo donde se encuentra Tijuana,
y lo femenino. A este respecto es difícil no coincidir con lo que sugiere sobre
esta novela Debra Castillo en un perspicaz artículo:
“Though the novella is narrated
by a man, the city he describes is a woman’s territory, contained by fences and water boundaries” (“Borderliners” 160). Más allá de esta visible feminización de
la ciudad fronteriza es preciso señalar que este espacio femenino es sumamente
problemático para el narrador puesto que es un ámbito por cual él se siente
emocionalmente rechazado. Se podría decir incluso que Tijuana es imaginada como
una especie de madre cruel que lo ha expulsado de su regazo tal como las madres
de la California de Garci-Ordoñez de Montalvo
repelían y exiliaban a sus hijos varones. Visto desde esta perspectiva, no son
en lo absoluto insignificantes las recurrentes y obsesivas imágenes, escenas, referencias
y alusiones al aborto a lo largo de la narración. Quizás sea ése el trauma o
crimen simbólico al que Campbell se refiere cuando llama a Tijuana el
“escenario del crimen original” en Post scriptum triste como si hablara de una especie de pecado
original (104).
Así es como vemos en las páginas de “Todo lo de las focas” a un narrador
que se siente abortado metafóricamente; éste, desvalido, alienado y huérfano procura regresar a la matriz de esa especie de ciudad madre
que lo repele y le niega un sentido de pertenencia. Esta inhospitalaria ciudad en
sí aparece tan fragmentada, mutilada, y dispersa como la misma narración. Es
una ciudad de muchas maneras incomprensible, inasible y desconcertante. Es una
urbe cuyo desenfrenado y caótico desarrollo urbano ha dejado a sus habitantes
de muchas maneras desarraigados, en vilo, sin verdaderos asideros
existenciales. Y es natural que esto sea así considerando que a lo largo del
siglo XX, como nos lo explica el narrador, Tijuana
se fue extendiendo hacia los cerros, vivía del contrabando de leche y
gasolina, llantas y accesorios de automóvil, se barrían los dólares con escoba,
su población flotante dejaba de serlo en cuanto terminaban las guerras, y así,
de una ranchería de finales de siglo pasó a ser un pueblo fantasma al
principio, luego una maravillosa tierra de nadie en la que tanto los visitantes
como los nativos se sabían perdidos y sólo fraguaban negocios de remuneración
inmediata y aspiraban a industrializar el aborto, los juegos de azar, los
centros de diversión y las baratijas artesanales.
(26-27).
Esos bruscos cambios económicos, políticos y urbanísticos que llevaron a Tijuana a convertirse en esa “tierra de nadie” y que han dejado tanto a nativos como a visitantes “perdidos” han hecho de la urbe fronteriza un tipo de espacio irreal, cuasi quimérico. Los parajes por los que transita el narrador de Campbell constituyen un espacio que, lejos de reconfortarlo y darle seguridad, lo llena de zozobra e incertidumbre. Incluso las mismas calles de Tijuana por donde transita el narrador
Y, sin embargo, el narrador sin amilanarse sale decidido a recorrer estas mismas
calles-interrogantes, a exigir de ellas respuestas que lo ayuden a comprender y
a leer su ciudad.
No obstante, como ya se ha insistido antes, esta urbe, tal y como está
representada en “Todo lo de las focas”, no se presta a ser fácilmente asimilada
ni leída. La Tijuana de Campbell es muy
poco “legible”, para emplear del término propuesto por Kevin Lynch en su
célebre libro The Image of the City. Según
Lynch, para que una ciudad sea satisfactoriamente habitable y transitable, ésta
ha de ser legible; es decir, tiene que revestir ciertas características bien
definidas (lo que él llama “nodos, bordes, hitos, sendas y barrios”) que le den
forma y coherencia y que inspiren y fortalezcan cierta relación afectiva e
identificadora de los habitantes para con su ciudad. Es decir, estos elementos no sólo deben ayudar
a orientar al transeúnte urbano sino que también han de funcionar como
referentes identitarios, anclándolo afectiva y
psicológicamente al espacio que lo circunda. Es curioso notar cómo la Tijuana
que retrata Campbell guarda cierta semejanza con una de las urbes examinadas
por Lynch en su estudio, la ciudad de Los Ángeles:
In Los Angeles there is an impression that the fluidity of the environment and the absence of physical elements which anchor it to the past are exciting and disturbing. Many descriptions of the scene by established residents, young or old, were accompanied by the ghosts of what used to be there. Changes, such as those wrought by the freeway system, have left scars on the mental image. (45)
Al igual que la ciudad estadounidense descrita aquí, la Tijuana de Campbell
está poblada por fantasmas, por rastros y escombros de lo que un día estuvo ahí
y ya no está. Cual si fuera detective, el narrador sale a recorrer las calles,
a rondar y a escudriñar las ruinas de la ciudad en busca de estos espectros, de
esos puntos de referencia que le concedan a la ciudad cierto sentido de
historicidad y permanencia y que le ayuden a él a imaginarse e integrarse en
esa Tijuana de antaño ahora perdida. Se
podría decir que sale en busca de sus propios hitos, nodos, bordes, senderos y
barrios, en suma, esos sitios para él cargados de significación afectiva y
psicológica. De esta manera, la novela
en sí traza una especie de mapa muy personal y subjetivo de Tijuana, algo muy
semejante a un mapa psicogeográfico.
Vale la pena detenerse un poco en el concepto de “psicogeografía”, que se extrapola aquí de los planteamientos de sus primeros teóricos y propugnadores, los miembros de la Internacional Letrista primero y luego la Internacional Situacionista, que durante los años cincuenta y sesenta preconizaban la necesidad de reimaginar, dinamizar y revitalizar los espacios de las grandes urbes modernas. Tal como lo define el líder del grupo y su más célebre personalidad, Guy Debord, la psicogeografía es el estudio de los efectos psicológicos y afectivos del ambiente en el ser humano (7) (3). El psicogeógrafo se lanzaba a las calles empleando métodos como “la deriva”, una especie de deambular aleatorio y lúdico, con el objeto de llegar a entender los efectos psicológicos y afectivos que los distintos ambientes urbanos tenían sobre los habitantes de la ciudad. Hay que entender el proceder o la actividad psicogeográfica como ejercicio lúdico, experimental, una especie de juego abierto y espontáneo que se efectuaba entre sujeto y ambiente. El objeto era nada menos que llegar a la liberación del individuo y de las ciudades de la esclerosis y la enajenación urbanas, consecuencias nefastas éstas de una planificación urbanística llevada acabo e impuesta desde arriba, desde el poder y sus intereses económicos. La idea de fondo era que, con la llegada de la modernidad, el capitalismo industrial y el tipo de planificación urbana que éstas habían traído de la mano, con su énfasis en el obtuso racionalismo deshumanizante, en el funcionalismo, en la eficacia y en la rapidez, se había parcelado, ordenado e instrumentalizado el espacio según estrechos intereses mercantilistas, sin mayor consideración por el bienestar psicológico y afectivo de los ciudadanos. En suma, las fuerzas que habían“producido” (para emplear el término de Lefebvre) el espacio de la urbe moderna para ser centro de producción y consumo de bienes materiales, habían a la vez reificado y ajado los espacios, creando así “un ambiente mortecino y estéril” que limitaba al habitante de la ciudad, dejándolo insatisfecho, reprimido, desarraigado y enajenado de su ambiente y de sus vecinos (Constant 71) (4).
De ahí la necesidad imperante de retomar, de rescatar las calles de la ciudad a fin de liberarlas y potenciarlas, de desplegarlas a la imaginación, a la espontaneidad y el obrar del ciudadano común. Y es que, en esencia, había que encontrar el modo de reescribir el texto urbano a fin hacerlo de nuevo legible según las necesidades existenciales de los ciudadanos. Dicho de otro modo, era preciso unir los fragmentos dispersos de la ciudad, reordenar el rompecabezas, en fin, recuperar cierta unidad o armonía que el habitante urbano alguna vez había tenido con su entorno pero que infaustamente había perdido.
Este tipo de intento de comunicación y de comunión del individuo con su ambiente no estaba exento de cierta pulsión erótica como se desprende de algunos de los escritos situacionistas y también de sus mapas psicogeográficos. De entre estos vale la pena mencionar los realizados por Guy Debord y Asger Jorn, los más importantes de los cuales llevan los títulos, respectivamente, de: “Guía psicogeográfica de París: Discurso sobre las pasiones del amor” (1956) y “La ciudad desnuda” (1957). Está más que claro que si bien para Debord y Jorn la ciudad era texto, también lo era cuerpo. En esto no andaban tan alejados de las ideas de otro pensador parisiense, Roland Barthes, para quien el texto es cuerpo y la lectura, acto de comunión erótica. Estos dos mapas documentan el itinerario parisino de Debord y Jorn en busca de sitios que aún no habían sido degradados o esterilizados por el excesivo racionalismo de la planificación urbanística de cuño capitalista. Había que encontrar y señalar estos focos de estímulo, de irradiación magnética, rastrear con el ojo y los instintos estas zonas erógenas donde el paseante urbano aún podía comulgar consigo mismo y con su entorno.
Al igual que el psicogeógrafo, el narrador de Campbell también se desplaza
por las calles de Tijuana con el fin no sólo de entender su relación afectiva y
psicológica con ella sino que, también, para conectar con ella, o mejor dicho,
para reconectar, si bien metafóricamente, su cordón umbilical con esta
ciudad-cuerpo, cordón que a la vez sirva de hilo de Ariadna que le ayude a
salir del dédalo de su enajenación. Esparcidos por este texto-cuerpo que es la
Tijuana de Campbell también aparecen focos de irradiación que atraen al
narrador a ciertas zona erógenas, o bien, centros de atracción topofílica a donde va en busca de los espectros que habitan
su memoria e impregnan sus deseos; estos sitios son, a saber: las ruinas del antiguo
casino de Agua Caliente, el aeropuerto, las playas de Tijuana, y algunas
esquinas que ronda, ciertas calles que, por usar un verbo muy borgiano,
“fatiga” de noche y de día.
Estas balizas topográficas funcionan también en la novela como sitios de excavación. En este tenor, la obra sintoniza con lo que escribe Ivan Chtcheglov en su “Formulary for a New Urbansim”, piedra angular del movimiento situacionista: “All cities are geological. You can’t take three steps without encountering ghosts bearing all the prestige of their legends. We move within a closed landscape whose landmarks constantly draw us towards the past” (2). Estas calles que el narrador de “Todo lo de las focas” ronda, la playa, el aeropuerto y las ruinas del Casino de Agua Caliente son las zonas magnéticas que lo invitan, que lo seducen hacia el pasado; es ahí a donde va a buscar y a exhumar fantasmas, a hurgar en las heridas y en las ausencias que estragan su existencia. Este último sitio en particular, el viejo casino de Agua Caliente, está cargado de energía y de significación. Para el narrador, el Casino representa, a grandes rasgos, el espectro de una Tijuana mítica revestida del glamour y opulencia que murió junto a las circunstancias que le dieron vida, es decir, aquellas creadas por la Era de la Prohibición en los Estados Unidos. Además, el casino funciona como una especie de inconsciente de Tijuana, el sitio donde la ciudad esconde sus tesoros ocultos, sus deseos prohibidos y soterrados, la memoria de sus oscuros pecados:
En los bajos recintos del casino se prolongaban túneles inescrutables.
Eran las horas de clase, o después de la jornada cuando la colonia se quedaba
sin alma, los túneles comunicaban los diversos y difusos subterráneos se
convertían en el laberinto fascinante de juegos solitarios, de muchachas
perseguidas y aterrorizadas. Eran los claustros de risas y voces devueltas por
el eco; eran los fantasmas de Jean Harlow; era la búsqueda adolescente de
legendarias fornicaciones. (87)
El narrador excava porque necesita comunicarse con estos túneles
subterráneos donde sus propias memorias y deseos afluyen con los del casino y
los de la propia Tijuana. En los muros
del viejo Casino, que hacia 1935 había
sido clausurado para pasar a ser escuela preparatoria, están inscritos los
nombres de una muchedumbre de jóvenes deseadas y a la vez temidas, testimonios
éstos no sólo de ansias y obsesiones adolescentes sino también de la necesidad
humana de proyectar e inscribir sus deseos en sus espacios vitales. Es en el Casino donde el narrador, como joven
estudiante, había sentido las primeras pulsiones del deseo. Y es ahí donde
vuelve una y otra vez al encuentro de Beverly, inasible y escurridizo fantasma que
es la personificación misma de todas sus ansias y frustraciones eróticas.
El narrador también asocia las ruinas del viejo casino con la memoria de su
padre que durante aquellos años vertiginosos y deslumbrantes del boom
tijuanense había trabajado en él como telegrafista. Andando por las ruinas del
casino, al narrador se le aparece la figura de su madre quien a su vez rememora
con nostalgia los sueños, las fantasías y el glamour de los años veinte. El
casino representa para ella todo lo que deseaba mas no podía tener, pertinaz
añoranza que lega a su hijo:
En aquellos años tu padre tenía la edad que ahora tú tienes. Eran años
fabulosos. Me fascinaban los trajes cruzados, como los de tú papá, los
sombreros de plumas, los zapatos de charol, ver el debut de Rita Cansino en
Agua Caliente, oír hablar del amante tijuanense de Jean Harlow, apostar en la
ruleta y arrojar los dados en el bacará, esperar el amanecer desde la terraza
del Salón de Oro. Me encantaba alguien como Isidora Duncan: no ser bailarina
las veinticuatro horas del día, encontrar y expresar una nueva forma de vida,
iniciar una fiesta en París, continuarla en Venecia y concluirla semanas más
tarde en un yate sobre el Nilo, gastar tres mil dólares en lilas; querer ver a Zelda Fitzgerald, la dama del
sur, escandalizando en Nueva York encima de los pianos o atravesando con Scott
la Quinta Avenida sobre el techo de un taxi; ¿Pero, por qué añorar algo que no
conocimos? (37-38)
Ni el protagonista ni la madre, ni siquiera nosotros sabemos la respuesta a
tal interrogante; sin embargo, este deseo por la Tijuana de antaño es una de
las fuerzas principales que mueven al narrador y que tejen los hilos de la
narración. Los lugares que le interesan y atraen al narrador en esta “ciudad
deformada por autopistas” son principalmente aquellos que están atados “de
alguna manera al esplendor de una época que, desteñida, apenas se deja ver en
las paredes resquebrajadas de los búngalos y los moteles en proceso de demolición”
(68). Es esta Tijuana de pasado mítico reverberante de erotismo y excesos
dionisiacos donde el narrador busca no sólo enmarcar y aferrar su identidad
sino también insertarse a sí mismo en ella. En otro punto de la narración, por
ejemplo, el narrador nos dice que por las noches sale a
recorrer, uno a uno, los cabarets del río, un poco oscuros
y sin clientes. Algunas veces como maestro de ceremonias del Waikikí, anunciaba la actuación de Rosa Carmina: (Yes, siir! Rosa
Carmina! Greatest ballerina from Mexico City!) y a la entrada,
en el pórtico, hacía propaganda (Take a look inside, folks! No cover charge. The Showison,
the show is on) [...]. (48)
Este espacio, como muchos de los espacios que atraen al narrador, funciona
como una especie de mise-en-scène en la que éste despliega sus fantasías,
poniéndose a sí mismo en escena como protagonista. En este ejemplo, un
individuo marginado y desvalido de pronto se convierte en maestro de ceremonias,
en presentador de esta Tijuana de cabarets y legendarias rumberas cubanas de la
época de oro del cine mexicano e invita tanto a los transeúntes como a los lectores
a que se atrevan a adentrarse en esta ciudad prohibida y espectacular.
Otros de los sitios predilectos del narrador de “Todo lo de las puertas” es
sin duda el aeropuerto, ese espacio que para muchos es la representación misma del
típico “no-lugar” tal y como lo define Marc Augé en
su célebre Non-Places: Introduction to an Anthropology of Supermodernity. Según Augé, un lugar (“a place”) es aquel que puede
ser definido como “relational,
historical and concerned with identity” mientras que “a space which cannot be defined as relation, or
historical, or concerned with identity will be a non-place” o no-lugar (78). No-lugares
son todos aquellos espacios de tránsito, sitios de pasada cuya carencia de
historia y significación propias dificultan u obstaculizan del todo la
formación de vínculos afectivos e identitarios por
parte de sus usuarios. Son espacios, en suma, con los que las personas no pueden
formar vínculos afectivos e identirarios. Curiosamente,
en el caso del narrador de Campbell, vemos que el aeropuerto es un sitio
cargado de significación, un espacio con el cual él se identifica profundamente
y con el cual identifica además su ciudad. Es decir, para éste el aeropuerto es
sin duda un “lugar” en el sentido más pleno de la palabra según la definición de
Augé.
El aeropuerto funciona, como también funciona el casino de Agua Caliente,
como una especie de sitio de excavación arqueológica para el narrador. El
narrador ronda el aeropuerto y sus alrededores rebuscando entre escombros tras
las huellas de la ciudad perdida. Así, mientras se pasea por el aeropuerto y
sus inmediaciones, su vista se ve irresistiblemente atraída por los restos
herrumbrosos de un viejo aeroplano que le trae a la memoria la imagen del padre
“y un grupo de compañeros suyos telegrafistas, abrazados, a fines de los años
veinte, bajo el ala amorosa de un Ford trimotor” (18). Y no sólo le recuerdan
al padre esos vestigios oxidados; en otra época ese mismo “ganso de hojalata”
abandonado formó parte de la flota que se empleaba en “el servicio de taxis
voladores entre Hollywood y el casino de Agua Caliente (18). Es decir, es
también prueba de que esa Tijuana mítica y glamorosa algún día existió, y de que
la memoria de esa cosmopolita y espectacular ciudad aunada al recuerdo de su
padre le pertenece a él. Esa misma “masa de herrumbre”, nos dice el narrador,
ese “el trimotor” abandonado,
servía de marco a las imágenes, y su desvencijada
carlinga, por cuyas hendiduras entró el teleobjetivo de mi cámara, encuadraba a
contraluz la pista y la alambrada del aeropuerto, el pie de Berverly
que poco a poco, desde el ala de la avioneta, tocaba el suelo con la punta de
los dedos, y luego se delineaba ella de cuerpo entero, la mascada volándole
hacia atrás. Ante el tenue desvanecimiento de la luz, las últimas fotografías,
fueron manchas oscuras, sin matices, una ilustración de la nada: el
señalamiento de una ausencia, la definitiva desaparición de la Piper y sus pasajeros, el abandono total del aeropuerto
como base o punto de contacto meramente aduanal. (19)
Lo primero que hay que señalar es que esa “masa de herrumbre” le sirve “de
marco a las imágenes” que el narrador capta a través del teleobjetivo de su
cámara fotográfica. De cierta manera, metafóricamente, el narrador necesita ver
su ciudad y verse a sí mismo en ella dentro de ese marco compuesto de vestigios,
de fósiles de una ciudad perdida que, sin embargo, aún pervive en la memoria y
en el deseo. Mucho de lo que hace el narrador ya sea de una manera consciente o
bien inconsciente es movido por el deseo de recuperar, de poseer y de preservar
esta ciudad perdida.
No obstante, esa necesidad de atraparlo todo por medio de su cámara delata
un marcado grado de ansiedad en su empeño. Susan Sontag, en su ensayo
“In Plato’s Cave”, sugiere que la fotografía le permite al ser humano moderno tomar
posesión de los espacios en los cuales se siente inseguro. De ahí que la cámara
fotográfica sea fiel compañera del turista y de todo aquel que aventura sus
pasos por parajes que le producen ansiedad. Tomar fotografías es una manera de
mitigar la ansiedad y de sentirse en control de la situación y el espacio
circundante (9). De cierta manera el narrador de “Todo lo de las focas” se
comporta como si fuese un turista inseguro dentro de su propia ciudad apuntando
su cámara hacia todo aquello que quiere comprender y a la vez poseer pero que
en realidad no puede. No obstante, la
fotografía en el caso del narrador de Campbell no es una mera actividad lúdica
como lo sería en el caso del turista: es una necesidad vital. No hay más que
leer el siguiente fragmento para percatarse de la centralidad que la fotografía
ocupa en la vida de nuestro narrador:
Vago uncido a mi cámara fotográfica. La siento como un instrumento de
relación. Me parece que no puedo seguir viendo a nadie, a ninguna mujer, con el
único, desvalido, pobre recurso de mis ojos. De nada me sirve mi mirada
desnuda: veo sin ver, veo sin aceptar la vida de los objetos, la palpitación
incesante de la gente, sin conceder valor a la vida que pasa por la calle, al
margen mío. En la que no he podido participar. (75)
La cámara es para el narrador “un instrumento de relación”, es decir, algo
que necesita para relacionarse con la ciudad y su gente. Es una manera de intervenir
indirectamente en esa vida en la que no ha podido participar de manera plena. Más
que nada la fotografía le proporciona cierta seguridad y le provee pruebas
físicas de que esos espacios en ruinas tan necesarios para él en verdad
existen, de que esa ciudad perdida aún no está perdida del todo y aún es
rescatable por medio de sus esfuerzos.
En The Practice of Everyday Life, Michel de Certeau
nos dice que “there is no
place that is not haunted by many different spirits hidden there in silence,
spirits one can ‘invoke’ or not. Haunted places are the only
ones people can live in” (108). El narrador de “Todo lo de las focas” se niega a vivir en un espacio sin
historicidad, sin fantasmas evocables, sin los vestigios de esas ausencias que justifican
su propia presencia y existencia dentro de esa ciudad imposible que es Tijuana.
Se niega a aceptar la no-lugaridad de Tijuana excavando
y rebuscando por los laberínticos cuetos y vericuetos de las calles y ruinas
tijuanenses y de su memoria en pos de la ciudad perdida, en pos de sus más
entrañables signos y señas de identidad.
Notas
(1). En Culturas híbridas
Néstor García Canclini define a Tijuana “como uno de
los mayores laboratorios de la posmodernidad” (292). Véase también Postborder City: Cultural Spaces
of Bajalta California de Michael Dear y Gustavo Leclerc’s, 1-30.
(2). Como apunta Debra
Castillo y María Socorro Tabuenca Córdoba, García Canclini
emplea los términos “desterritorializacion” y “reterritorializacion” sin atribuírselos a sus acuñadores y
teóricos originarios, Gilles Deleuze
and Félix Guattari (Border Women 194).
(3). “Psychogeography sets for itself the study of the precise
laws and specific effects of the geographical environment, whether consciously
organized or not, on the emotions and behaviour of
individuals” (“Introduction to a Critique of Urban Geography” 7).
(4). “The crisis in
urbanism is worsening. The layout of neighborhoods, old and new, conflicts with
established patterns of behavior and even more with the new ways of life that
we are seeking. The result is a dismal and sterile ambience in our
surroundings” (Constant 71).
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