“Me interesa tratar de sembrar dudas respecto de lo que se está contando.”
Una conversación con Sergio Chejfec (1)
 

Liesbeth François
KU Leuven (University of Leuven)

 Caminante perpetuo por varias ciudades del mundo, Sergio Chejfec (1956) empezó su recorrido literario en su lugar natal, Buenos Aires. Después de una trayectoria laboral variada y de diversas publicaciones en revistas literarias (Babel, Punto de vista), Chejfec se lanza por primera vez al mercado editorial en los años ochenta. La dificultad inicial para convencer a los editores contrasta fuertemente con la posición actual del escritor, que es considerado hoy en día como una de las voces más originales de la literatura argentina contemporánea. En 1990, año en que se muda a Caracas, salen sus primeras novelas Lenta biografía y Moral. Desde Venezuela sigue publicando en primer lugar para el lectorado argentino, mientras que el interés de los críticos literarios y académicos por su escritura sigue creciendo. Su producción literaria de este período consta de varias novelas (El aire, Los planetas, Cinco, Boca de lobo, Los incompletos), poemas (Gallos y huesos, “Tres poemas y una merced”) y numerosos ensayos (varios de ellos coleccionados en El punto vacilante). En 2005, decide radicarse en Nueva York, donde actualmente enseña clases de escritura creativa en New York University. Desde entonces, se han publicado los libros Baroni: un viaje y Mis dos mundos, y su novela más reciente, La experiencia dramática, que fue recibida con excelentes críticas en el año 2012.

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Liesbeth François elabora una tesis doctoral sobre el tema del espacio y de la movilidad en la obra de Chejfec.  Entrevistó al autor en un café del barrio de Recoleta en Buenos Aires en agosto del 2012. Con un Buenos Aires medio real y medio tramado por los recuerdos de este autor migrante como telón de fondo, conversaron sobre varios temas relacionados con la interacción entre los dos espacios distintos pero inseparables del discurso literario y del mundo actual. Los aspectos que trataron van desde el impacto de las propias experiencias migratorias de Chejfec en su escritura, pasando por su particular trabajo con las estrategias narrativas y la dimensión espacial del relato, hasta el nivel más general de los espacios, tiempos y personajes que pueblan las páginas de la literatura contemporánea.

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Como declara en varias entrevistas, es usted un escritor tardío. ¿Cuáles fueron sus ocupaciones profesionales antes de convertirse en escritor propiamente dicho?

Yo, antes de empezar a escribir en un nivel más vinculado a lo que yo esperaba hacer cuando tenía expectativas de escribir de una manera consecuente y ser “escritor”, hice muchas cosas, y todas vinculadas con tratar de compatibilizar el “estudio” y la subsistencia. Tuve varios empleos: de librero a taxista, pasando por cadete de oficina. Eran trabajos que me permitían tener cierta independencia de horario para poder estudiar y hacer lo que yo quisiera. Así que no siempre estuve vinculado en el trabajo con el área intelectual o cultural, sino más bien, como vengo de una familia no letrada, mi vínculo con el mundo letrado también dependía un poco de mi propia evolución hacia la literatura…

 

Varios de estos trabajos conllevan la necesidad de recorrer la ciudad de Buenos Aires, y me imagino que le ayudaron a conocerla bien. ¿Siente que eso de alguna manera influyó en los temas y en las imágenes de la ciudad que aparecen en su escritura?

No sé si puedo hablar en términos de “influencia” – tampoco tengo muy claro qué significa la palabra “influencia” – pero lo que puedo decir es que eso pertenecía a mi experiencia de la ciudad en una etapa de formación. Cuando era muy joven, me gustaba mucho andar por la ciudad, no con un objetivo claro, sino más bien con la idea de caminar por ella. Entonces, yo creo que algo habrá quedado de eso, una percepción de la ciudad como si fuera un territorio que puede ser usado en el buen sentido de la palabra, con absoluta libertad, y sin restricciones de movimiento ni inquietud.
En ese momento, la ciudad también tenía algunos rasgos diferentes, si bien era igual a lo que es ahora. Esa ciudad la entiendo como mucho más diversa, mucho más tolerante, y estaba menos segregada en términos urbanos y sociales. Después de los años noventa, comienza un proceso de segregación social y urbana, y eso –  entre otras cosas y dicho muy superficialmente – tiene como consecuencia que los barrios y sectores se cierren de alguna manera y la experiencia de lo diverso como experiencia propiamente citadina se anule. Desde los últimos quince o veinte años, la ciudad ha dejado de ser porosa y abierta como lo era antes, y los diferentes barrios de la ciudad se han convertido en entidades físicas mucho más homogéneas. Y creo que en esa diversidad que había antes, yo como persona más o menos joven podía moverme con más libertad y con más placer.

 

En la literatura argentina hay muchos escritores que tienen una relación un poco conflictiva con la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo Borges y Martínez Estrada. Su literatura se refiere a la importancia de y a la apreciación por Buenos Aires, pero también tiene su vertiente pesimista y crítica, que pone de manifiesto la decadencia de la ciudad. ¿Cuál sería su relación con la ciudad y hay un vínculo con estos escritores en ese sentido?

Yo creo que por un lado está el vínculo que uno tiene con la ciudad como persona y por otro lado está el vínculo con la ciudad que establecen los líderes, donde se ven reflejadas ciertas miradas. Los vínculos reales son vínculos de tensiones de diferentes tipos. Yo no creo en general en las relaciones pacíficas y amables en el sentido en que estas relaciones puedan ser volcadas o trabajadas literariamente para ofrecer un diagnóstico armónico, completamente amable de esas relaciones. Más bien creo que la literatura tiene que funcionar en un sentido inverso, en el sentido de complejizar las relaciones, y representar más bien ese campo como conflicto, como campo de tensión.
Me parece que el vínculo que uno tiene con la ciudad es un poco elusivo en el sentido en que muchas veces uno usa la imagen de la ciudad no para hablar directamente de ella, sino como un escenario, una excusa para escribir otra cosa. Pero al mismo tiempo esa otra cosa a menudo también es una excusa para escribir sobre la ciudad, ya que uno no escribe con un solo objetivo.
Yo tengo una relación un poco distanciada con Buenos Aires porque es la ciudad que me pertenece y donde nací pero donde ya no vivo desde hace más de 20 años. Para mí, la ciudad está tramada por los recuerdos. Uno tiende a hacer actualizaciones permanentes en cada viaje con los cambios que se van produciendo, y llega un momento en que cuando uno se vuelve más grande, se da cuenta de que no solamente pertenece a un lugar físico sino también a un lugar temporal, a un momento – momento de la formación, de la infancia o lo que sea. Allí es donde se produce una mezcla dentro de la cabeza de cada uno respecto del pasado, en la que lo que está presente no es sólo lo físico sino también lo temporal, y esa mezcla es algo parecido a la idea de origen. En un plano personal, diría que esa idea de origen como si fuera una entidad un poco vaporosa, un poco flotante, está presente en lo que hacemos de una manera bastante subterránea, sobreimprimiéndose, determinando lo que escribimos y lo que hacemos.
En un plano más político, mas deliberado, me parece que cuando uno habla de la ciudad, también se está recortando sobre una serie de libros y autores. Buenos Aires es una ciudad muy connotada literariamente, de manera que uno, cuando ubica una ficción en ella, está dialogando con otros autores que representaron la ciudad. El caso de Borges es un caso muy curioso. Como decías, Borges tuvo una relación conflictiva con la ciudad, pero al mismo tiempo lo que queda de la literatura de Borges es una relación bastante armónica, pacífica, en el sentido de que él construye una idea de Buenos Aires que está en muy buenos términos con su propia literatura. Es como si él creara Buenos Aires para que esa imagen de la ciudad fuera la contraparte perfecta para su literatura y para las condiciones de lectura de sus propios libros.
Para Martínez Estrada, la ciudad tiene un valor esencialmente político, cultural. Lo que subrayaría es que la presencia de la ciudad en la literatura es siempre una presencia un poco indirecta. Aun cuando en muchos textos aparezcan directas, está tramada por mecanismos muy alusivos, muy indirectos. Hay literatura que se propone hacer una representación más directa, más referencial de la realidad, que tiene menos espesor. No sé si esa literatura está bien o está mal, pero a mí me interesa tratar de sembrar dudas o inseguridades respecto de lo que se está contando. Por eso Buenos Aires a veces aparece directamente en mis novelas y a veces no, y a veces puede ser una mezcla de varias ciudades.

 

Como dice, su escritura está mediada por los recuerdos y por otras ideas que se mezclan con la representación de la ciudad. ¿Cuál podría decir que es el vínculo que mantiene con el referente real, con la ciudad real? ¿Hasta qué punto cambia o borra la realidad de la ciudad para hacer otra cosa?

Yo creo que tengo un vínculo más o menos normal. La Argentina es un país que durante prácticamente toda su historia ha convivido con la experiencia de expulsar parte de su población por motivos económicos o políticos. A mí me tocó estar fuera por decisión, no porque alguien me haya empujado a estar afuera. Entonces el vínculo mío es normal, yo no me siento muy diferente de cualquier otro argentino que vive afuera y que de cuando en cuando, una vez por año, o una vez cada dos años viene a la propia ciudad a ver su familia, vivir un poco en la ciudad y ver amigos.
Ahora, lo que sí ocurre es que tengo un vínculo sentimental con la ciudad muy tramado por la idea de la tensión entre determinación e indeterminación, a lo mejor por el hecho de estar fuera desde hace mucho tiempo, y por el hecho de haber tenido esa experiencia de la ciudad propia en mi etapa de formación. Necesitamos que en la ciudad todo esté muy determinado para poder ubicarnos en las cosas de todos los días pero al mismo tiempo esa sobredeterminación tiene como contrapartida cierta indeterminación, que deriva de la gran cantidad de cosas que existen en la ciudad. Creo que en esto se produce una especie de ruido, de fricción entre lo determinado y lo indeterminado. Me parece que eso es lo más inspirador en cuanto a la experiencia y la vida nacional: uno puede ser completamente uno mismo entre millones y no tener ninguna duda de que uno se diferencia de todos los demás, pero al mismo tiempo sabemos que uno está siendo uno más dentro de la ciudad, y también medianamente análogo. Entonces, creo que esa ambivalencia está muy marcada en mis libros. Y en un punto, siento que eso muchas veces es el motor que mueve la ficción, un balance, una especie de ambigüedad entre determinación e indeterminación.


Hablando de la temática nacional, creo que se puede notar cierto cambio a partir de su novela Cinco. Sus primeras novelas se desarrollan mayoritariamente en Argentina, por ejemplo El aire en Buenos Aires, y Los planetas también. Sin embargo, a partir de Cinco, las historias se sitúan o bien en ciudades no identificadas, o bien en ciudades de otros países. ¿Cómo podría explicar este cambio?

Fue algo en parte derivado del hecho de estar fuera. Cinco en realidad es el quinto relato, y por eso en parte se llama Cinco. Se escribe después de Los planetas, pero por una cuestión editorial sale antes. Entonces, efectivamente uno podría decir que hasta Los planetas, la presencia de la ciudad estaba más marcada. Escribí Cinco en una residencia en el 96 en Saint-Nazaire, en Francia, y el libro refleja de alguna manera esa experiencia, esa residencia de un mes y medio, en esa ciudad cerca de la desembocadura del Loire. Era una residencia para escritores extranjeros, y existía como sugerencia que los textos estuvieran directa o indirectamente vinculados con la ciudad, Saint-Nazaire. Entonces, yo también me sometí un poco a este mandato, porque era muy interesante.
Dejando de lado esto, entiendo que efectivamente, una vez que tengo una experiencia de vivir afuera con bastante tiempo, se hace más evidente la idea de la representación un poco ambigua, un poco vaporosa de la ciudad de donde provengo. El primer cambio se produce en El aire porque es la primera novela que escribo afuera – Lenta biografía y Moral las escribo todavía estando aquí. El aire ya refleja una especie de extrañamiento o desconcierto frente a Buenos Aires, y refleja también la percepción de una ciudad como Caracas, donde las diferencias urbanas y sociales están de alguna manera más visibles. Caracas tiene cerros y montañas, lo que hace más visibles los diferentes tipos de barrios. En cambio, Buenos Aires es plano, por lo que hay un efecto de invisibilidad; uno tiene que trasladarse mucho en la geografía para ver las diferencias barriales. Entonces El aire reflejaba ya un poco esa experiencia y de alguna manera la sensación de que la Argentina se dirigía a ese tipo de modelo típicamente latinoamericano de exclusión social. De ahí esa presencia un poco amenazante de la disgregación urbana y la descomposición social.

 

¿Por qué dice que es un fenómeno típicamente latinoamericano? ¿En qué sentido difiere de los fenómenos de segregación que se están produciendo en Europa, por ejemplo, o en otros continentes?

En el sentido de exclusión social o desarticulación social en términos socioeconómicos. Cuando decía “típicamente latinoamericano”, me refería a que en general los países latinoamericanos son países que históricamente están “habituados” a tener el 40% - 50% de su población por fuera del sistema económico: casos de pobreza extrema, mucha desocupación, fallas en las redes de servicios de agua, casas de educación pública y sanidad pública, etc. – o sea, una presencia del estado muy limitada. En cambio, muchos países europeos, sobre todo los de Europa occidental, tienen una estructura socioeconómica diferente. La presencia del estado es más fuerte, y si bien se producen fenómenos similares, siempre el cuadro es muy diferente, porque no hay un nivel tan grande de población que está excluida del sistema o que está incorporada a medias. Lo más notorio es que estos países de América Latina estructuralmente ya tienen esa condición y que la historia se modifica muy poco. Por eso decía que, desde los años 90, se podía tomar la percepción de que por lo que ocurría política y económicamente, la Argentina, que siempre había evadido ese tipo de destino, ahora se iba a sumar a ese panorama.

 

Desde el 2005, usted está viviendo en Nueva York, después de un período de quince años en Caracas. ¿Le parece que esa mudanza y el plurilingüismo que conlleva el vivir ahora en un contexto anglosajón han cambiado la manera en que escribe?

No siento una influencia directa y si la sintiera tampoco me parecería relevante como para mencionar y para darle un carácter decisivo en mi escritura. Más bien, el hecho de irme a Estados Unidos para mí fue como volver a Argentina desde cierto punto de vista. El hecho de poder vivir de nuevo en una ciudad muy caminable como Nueva York me permite recuperar buena parte de la cotidianidad que no se puede tener en una ciudad como Buenos Aires o como muchas ciudades europeas. A lo mejor también estimuló un poco esa faceta indeterminada de algunos textos, en la medida en que uno se siente más autónomo, más aislado, más zombi. Y una ciudad como Nueva York es una ciudad que le pertenece. Nueva York es una ciudad fantástica en el sentido de que es muy monumental desde varios puntos de vista, no solamente por la arquitectura y la fisonomía de algunos barrios, sino también porque es sumamente icónica. Es una ciudad plagada de íconos y de signos culturales incorporados en la cultura contemporánea. Eso produce una sensación muy ambigua porque de un lado, te sientes protagonista de algo muy actual y vital, si quieres creerlo, pero de otro lado, tiene un efecto muy abrumador porque te sientes aplastado, limitado, acosado por esa carga cultural icónica. Y me di cuenta que ese tipo de experiencias son las que más me estimulan para escribir y para imaginar escenarios y eventos. Mi literatura no es una literatura que busque contar algo en especial. No pretendo representar, trasmitir experiencia ni tampoco alguna historia concreta con alguna dosis de verdad o de certezas. Yo diría que mi literatura es una literatura de climas, de alusiones, de escenas, que son cosas a las que les doy importancia, pero que no buscan reflejar o declarar directamente algo específico. En ese sentido, el vivir en un entorno en el que constantemente estoy consciente de que soy extranjero y tengo una presencia un poco vaporosa y flotante, para mí es ideal.

 

El debate sobre los llamados nuevos realismos en la literatura argentina es muy actual, y sus novelas han sido calificadas tanto de realistas como de anti- realistas. Martín Kohan, por ejemplo, ha escrito un artículo sobre el tema, en el que habla de su novela Boca de lobo, entre otros libros. Argumenta que Boca de lobo retoma los temas preferidos del realismo, las imágenes tradicionales de la fábrica, de la población obrera, etc., pero que le quita la referencialidad, que era una característica esencial del realismo histórico. ¿Cómo se posiciona usted mismo en esa discusión? ¿Según usted, la literatura tiene el deber de comprometerse, o de comprometerse en parte, con problemáticas sociales?

Yo creo que la preocupación por el realismo es una dimensión permanente en la literatura. Por un lado, se puede hablar del realismo como una tendencia, un movimiento, un momento de la historia de la literatura donde el vínculo mimético con lo real estaba muy marcado y se buscaba representarlo con la menor cantidad de obstáculos y mediaciones posibles, pero eso también es una mediación. Esa ilusión realista también tiene sus procedimientos, sus recursos y de parte del lector requiere mucho trabajo y mucha identificación con ese tipo de literatura. O sea que nunca estamos por fuera de la zona de los procedimientos y los recursos, del artificio propiamente literario.
Pero por otro lado, el realismo también se puede interpretar como una especie de necesidad permanente por la búsqueda del verosímil. Hay una faceta o dimensión realista a la que tiene que ir cualquier tipo de propuesta literaria, porque si no se postula como tal, no es demasiado legible. Entonces, por un lado, lo que dice Martín está bien, pero por otro lado me parece que el punto del realismo también tiene que ver con la verosimilización, con la pregunta de cómo se articulan las cosas dentro de las historias para que tengan un grado de legibilidad tal que el lector vincule esas historias con algo de lo que está pasando con lo que le rodea. Quiero decir que el realismo no sólo tiene que ver con la denuncia o con la representación mimética sino también con un estatuto de legibilidad, que tiene que apelar a condiciones contemporáneas de lectura. Es como si el realismo diera por sentado que el lector y el libro pertenecen a una comunidad lingüística sincronizada.
Entiendo que puede ser una definición o una idea de realismo un poco abstracta, un poco vaporosa, y demasiado maleable, pero es la forma que a mí me permite concebir el realismo como una especie de discurso que apela a varias cosas al mismo tiempo, un discurso que no quiere dejar de lado la problemática más ética, más cruda de la realidad, pero que tampoco se quiere someter a mandatos de representación que ya estéticamente han sido superados. Allí hay, entonces, una serie de complejizaciones que uno padece con los mismos materiales con los que está escribiendo. A la vez, eso no es algo completamente deliberado porque es la forma de escribir que uno tiene. Uno no escribe solamente lo que se propone sino lo que puede escribir.

 

Sus novelas se desarrollan mayoritariamente en espacios desolados, pobres y en estado de ruina. ¿Qué lugar ocupa la ciudad en ruinas en su pensamiento y su escritura? ¿Se puede interpretar como un correlato de la disposición emocional de sus personajes, o podemos ver allí cierto pesimismo cultural?

La verdad es que a mí no me gusta pensar en el paisaje como correlato o consecuencia de la experiencia o sentimientos de los personajes. A veces sí me gusta que haya un indicio de que eso puede ser algún tipo de vía. Si eso aparece, me gusta que sea irónico, como una especie de tributo a formatos literarios realistas, justamente cuando eso formaba parte del código de transmisión de contenidos. Tiendo a preocuparme más por sembrar indicios un poco abstrusos, un poco contradictorios, y muy difusos respecto de la atmósfera, el ambiente y la geografía. Eso también se debe al hecho de que mis historias no se desarrollen por el avance de la acción. El escenario o la historia que se cuenta es como una historia de disgregación o de irresolución del personaje protagonista en medio de una situación o geografía. Por esos procesos pasan las historias en la medida en que el ambiente y la geografía tienen ese carácter, y es ahí donde aparecen esas variables temporales o momentos climáticos o anticlimáticos que uno puede vincular con otras formas de metaforizar la historia, pero que tienen en este caso una función menos marcada y más abierta, más móvil.

 

Las reflexiones que desarrollan sus narradores y personajes muchas veces se articulan alrededor de la idea de pérdida (de una esposa, de una amante, de un amigo, etc.), de un vacío. El filósofo francés Gilles Lipovetsky ha argumentado que estamos viviendo en “la era de lo vacío”, una fase de la posmodernidad que ha perdido su aspecto celebratorio y juguetón para entrar en una fase de mayor preocupación y angustia. ¿Qué le parece esa idea y se puede reconocer de alguna manera en ella, o la puede vincular con sus libros?

Yo no conozco muy en profundidad la obra de Lipovetsky, pero me parece, por lo que describes, que es un dato de la sensibilidad de la época. En ese sentido uno es tributario y víctima de la sensibilidad del momento, y me parece que en varias de las historias que yo escribo hay un sentimiento de decepción. Uno puede pensar que buena parte de los personajes literarios del siglo XX son personajes profundamente deceptivos. Así como la novela del siglo XIX tenía una entonación conflictiva a veces optimista y a veces pesimista acerca de la trayectoria del personaje, que siempre se percibía en términos de conflicto y de resolución, los personajes literarios del siglo XX tienen un lugar apartado de ese paradigma y obedecen más bien a un paradigma de decepción, de fracaso. En vez de representar personajes plenos que se enfrentan al mundo para fracasar o para triunfar, la literatura se ha ido volcando a escenificar experiencias de decepción, individuos derrotados y sueltos, con la voluntad completamente minada. De alguna manera los formatos del siglo XIX siguen existiendo, pero han proliferado en otros esquemas discursivos. Por un lado, en los best sellers, como una parte importante de la literatura, pero por otro lado también en el cine y la televisión, donde uno puede encontrar que esos formatos realistas del siglo XIX están sumamente vigentes. Entonces me parece que es algo bastante común: el personaje ahí suelto, vacío, y la subjetividad como un paisaje bastante carente de significados plenos, más bien como un escenario de irresolución.

 

También podríamos vincular este escenario de irresolución, que aparece muy a menudo en sus novelas, con el no-lugar, que es un tipo de espacio desprovisto de coordenadas sociales. ¿Cómo ve esa idea del no-lugar en relación con sus libros?

Me parece una idea sumamente inspiradora. Muchas veces los lugares determinados – por ejemplo, si una acción transcurre en esta esquina donde estamos nosotros y se menciona en el texto que transcurre en esta esquina – de cierto punto de vista conllevan cierto tipo de contenido, contenido narrativo pero también informativo y argumental. En cambio, los lugares indeterminados a mí a veces me resultan más inspiradores porque pueden reflejar al lector una experiencia más conceptual. Me parece que el lugar indeterminado escenifica mejor cierto tipo de problemas o cuestiones que tienen que ver más con el vínculo entre espacio y tiempo, entre historia que se representa y discurso propiamente narrativo. En mi literatura, como el personaje principal es siempre el narrador, entonces es el narrador el que está cotejando, comparando, y evaluando lo que un personaje piensa o lo que dice. Entonces, en esa estructura de discurso muchas veces la indeterminación en cuanto a localizaciones hace que la cuestión conceptual sea más evidente, que se sostenga más. Es como si en los relatos uno a veces precisara una distancia tan grande respecto del material que esa distancia hace que en muchos aspectos no sea identificable el referente del escenario.

 

Esta idea de los no-lugares como espacios indeterminados, entonces, es muy importante para su literatura. Ahora bien, Marc Augé, el teórico francés que retomó la idea de los no-lugares como una de las características centrales de esta época, se refiere a espacios reales, concretos y dotados de un funcionamiento particular, pero que son indeterminados, vacíos o por lo menos inestables en cuanto a su contenido social. Remite, por ejemplo, a hoteles, aeropuertos, estaciones, etc. ¿Qué lugar podría ocupar esta (re)interpretación del no-lugar en su escritura?

Bueno, yo creo que esos espacios, esos ‘no-lugares’ como dice Augé, son interesantes y son relevantes como lugares donde la experiencia contemporánea y global toma conciencia de sí misma, en el sentido de que hay una especie de ciudadanía global que atraviesa clases sociales y estamentos culturales, y que encuentra ciertos espacios comunes que atraviesan fronteras, momentos y capas. Entonces me parece que incluso en esos lugares que son no-lugares estamos sometidos a la regla de la determinación social y de la interacción social. Porque pese a tener ese nombre de no-lugares, uno termina interactuando socialmente con otros, pero con reglas diferentes a las de los lugares.
Sin embargo, a mí me interesan espacios más indefinidos, incluso identificados como espacios enigmáticos, pero de una manera mucho más temprana. Pienso en paradigmas inspiradores como ese tipo de espacios que les gustaba, por ejemplo, a los dadaístas: identificar de pronto en una ciudad un espacio vacío, un terreno, un sector de la ciudad por determinados motivos completamente inútil, un descampado, o un lugar vacío de manera momentánea, un lugar donde se monta una feria un día por semana o dos días por semana… o sea, una especie de hueco donde no ocurre nada. Los dadaístas organizaban una especie de peregrinaciones irónicas hacia esos lugares tan vacíos de contenido. Yo creo que en las ciudades siguen existiendo ese tipo de lugares que son innominados, que son absolutamente enigmáticos, y que muchas veces obedecen a irresoluciones urbanas o a faltas de planificación. Me parecen mucho más inspiradores que esos no-lugares contemporáneos en el sentido que les da Augé. Esto sin hablar mal de Augé y su diagnóstico; su teoría seguramente ya apunta a otro tipo de cosa, a una sociología de las relaciones humanas. En cambio, a mí me resultan poéticamente mucho más inspiradores esos lugares vacíos, porque creo que ahí es donde el tipo de ficción que propongo, que es una ficción un poco ensayística y reflexiva, se puede ubicar de manera más consistente.

 

En entrevistas previas, usted ha argumentado que la figura del flâneur es una figura residual, que pertenece a cierta especie de modernidad o de transición a la modernidad. Del otro lado, en las últimas décadas se han propuesto ciertas reinterpretaciones de este personaje. Zygmunt Bauman, por ejemplo, destaca al flâneur como una de las figuras que metafóricamente caracterizan a la posmodernidad. Según él, el flâneur posmoderno se pierde en un juego de identificaciones rápidas y fragmentarias, del orden del zapping en la televisión, en la masa, y, desde luego, en esos no-lugares de los que hablamos. ¿Los caminantes en sus novelas corresponden a la idea de flâneur antiguo, o sea, son personajes que no se sienten bien en la época actual? ¿O les podríamos aplicar también la interpretación de esta figura por Bauman?

Yo creo que los personajes de mis novelas que caminan son como esclavos culturales del pasado, en el sentido de que son individuos que están sometidos al régimen de la caminata no porque les pertenezca o porque la caminata sea una actividad vital para ellos, sino porque es una especie de condena cultural a la que están sometidos. En ese sentido, me parece que el flâneur es una figura que pertenece al apogeo de la modernidad y que se inscribe en un contexto en que la ciudad moderna está en plena constitución. El flâneur es el descubridor de los detalles y el héroe cultural adecuado para reflejar ese tipo de trama y de fisonomía urbana. Creo que las ciudades han evolucionado en un sentido específico en todo el mundo y que ya han dejado de ser el escenario del flâneur en términos modernos para ser otra cosa. Uno podría suponer que el flâneur era el sujeto privilegiado de aquella ciudad, pero ahora me parece que hay sujetos que pertenecen a otros órdenes que son más importantes que el del caminante.
Por otro lado, creo también que, como el flâneur es idealizado en una parte de la literatura del siglo XX, o sea, representado con un eco de nostalgia, ahora se lo vende como si fuera algo completamente actual y contemporáneo. Creo que esa mirada un poco conformista respecto del flâneur, que es tributaria de Benjamin y de tantos escritores vinculados con este tema, tiende a ocultar que hay muchos tipos de caminantes. A mí no me gusta esa versión idílica de la ciudad contemporánea como escenario del caminante completamente consciente de sus atributos culturales, que va a “descubrir” una ciudad de la nada. Eso deja de lado otros caminantes mucho más representativos y conflictivos respecto de esta idealización, como los mendigos, los merodeadores, los peregrinos, etc. Es una cultura de la caminata que la ciudad contemporánea está segmentando como para terminar privilegiando una versión muy amable de la caminata, muy poco conflictiva. Me parece que mis personajes caminantes se inscriben un poco en ese escenario de frustración y de decepción respecto de lo que la ciudad les promete comparado con lo que efectivamente les otorga.

 

Entonces podemos decir que en sus libros aparece una versión inquietante del caminante frente a esas versiones conformistas del flâneur…

Me parece que el modelo de la ciudad moderna ha evolucionado de tal manera que se ha demostrado una especie de fracaso, desde mi punto de vista, y el caminante muchas veces es víctima de eso. Antes el caminante tenía el ideal de sintonía absoluta, de consustanciación con el paisaje urbano y en eso consistía su felicidad. Ahora, en cambio, esa sintonía absoluta, esa empatía, se ve constantemente cuestionada y creo que es más bien una ilusión, una especie de conducta ritual.

 

En sus libros, la tradicional dicotomía campo/ciudad recibe un tratamiento especial. En El aire o Boca de lobo, la naturaleza se introduce en la ciudad, en vez de que la ciudad se expanda a costo del campo. En la oposición tradicional entre campo y ciudad, la naturaleza ha sido asociada con lo salvaje, lo primitivo, pero también con la libertad. ¿Qué valor podría asignarle a la imagen de la naturaleza en sus libros?

A mí no me interesa tanto la naturaleza como dimensión de lo natural, porque me parece que la naturaleza silvestre ya no existe. Lo que existe son diferentes organizaciones del aire libre, o diferentes representaciones organizadas o construidas de la naturaleza. Entonces, si el vínculo entre las personas y el ambiente natural ha llegado al punto de precisar una representación constante de lo natural para poder convivir con eso, me interesa a mí describir el fenómeno inverso, que es la naturalización de los paisajes artificiales. Me interesa ofrecer la idea de naturaleza construida como escenario en las novelas: esos ambientes un poco paradójicos, caracterizados por el abandono de lo construido, y por imágenes de la naturaleza mucho más contundente y real que la naturaleza “virgen”. De ahí la aparición de lo construido en clave de ruina, de abandono y de desolación. Me parece que no me preocupa tanto dar una visión idílica del abandono, sino más bien tratar de registrar ese abandono como una especie de destino inevitable. La naturaleza cambia en la medida que nosotros la construimos, pero siempre se termina imponiendo, aun cuando sea como artificio.

 

El espacio ocupa un lugar central en sus libros. En una entrevista del 2009, usted dice que le interesa más trabajar con el espacio que con el tiempo. ¿Podría explicar los motivos de esta preferencia?

Lo que quiero decir con eso es que en general, la literatura en forma narrativa se organiza alrededor del eje temporal, en el sentido de que de una manera u otra las narraciones se construyen alrededor de la idea de cronología. Hay hechos que ocurren antes que otros porque se busca la resolución de conflictos o de una intriga, o la vida del personaje avanza, o la historia de la comunidad representada evoluciona a lo largo del tiempo, etc. Puedes encontrar narraciones que empiezan por el final, por ejemplo, pero siempre es una especie de estrategia técnica, por la cual la cronología está desorganizada, pero siempre existe como referente organizado. En un momento, y quizás derivado de mi distancia física respecto del país o de mi dificultad para narrar narraciones convencionales, encontré que si yo intentaba cambiar un poco el paradigma en ese sentido y pensar narraciones que no se organizaran alrededor de la cronología sino de la organización espacial, a lo mejor yo me sentía estéticamente y poéticamente más conforme con mi propia narración.
Tenemos muchas maneras de medir el tiempo, y existen muchas nociones y reglas para medirlo. Eso da la pauta de cómo estamos acostumbrados a movernos de una manera más natural dentro del régimen temporal que dentro del régimen espacial. El espacio es mucho más abstracto que el tiempo desde mi punto de vista. El hecho de que necesitemos crear obstáculos para crear el espacio es síntoma de eso. Entonces, yo creo que una dimensión espacial que está sobredeterminando el relato hace que se cuestionen los atributos temporales de la historia.
Para mí es importante que las historias reflejen una elastización del tiempo, una elastización del momento. Me parece que eso es en parte posible cuando el espacio representado está sometido a ciertas operaciones, a esa elastización del tiempo, esa ralentización de los efectos, etc. Creo que tiene como objetivo, más allá de que yo lo consiga o no, que cuando el lector termina de leer los relatos, tenga la sensación de que está frente a una escena y no a una historia que se ha desarrollado a lo largo del tiempo. Para eso creo que me sirve a mí esa idea del espacio como escenario que se va autoconstituyendo todo el tiempo y que va sometiendo el régimen temporal, cronológico.

 

La fotografía no es un tema central en sus libros, pero aparece prácticamente en todos. ¿Podría comentarme esa aparición del tema de la fotografía y la importancia de la imagen para usted?

Me interesan las fotografías y las imágenes, no para que aparezcan documentalmente en el texto, sino como una especie de referencia indirecta, para que estén presentes como anclajes de documentalismo. Tengo la impresión que la literatura dejó de establecer vínculos fuertes con lo real, porque los vínculos con lo real desde mi punto de vista están tramados por otros tipos de discursos, vinculados con el periodismo, el cine, la televisión, etc. Más bien creo que la literatura ha encontrado un escape de esa encerrona que implicó el vínculo con lo real en la idea de lo documental como una forma de hablar sobre lo real como si fuera una versión de lo real, pero que mantiene una relación ambigua con él. Todo documento nos da la impresión de que sea un documento de algo verdaderamente ocurrido, pero puede ser manipulado de acuerdo al interés de la ficción. Hay autores que trabajan eso utilizando imágenes y fotografías concretas y puestas en el texto. A mí no me gusta eso porque para mí, uno de los más grandes estímulos para escribir tiene que ver con la descripción de imágenes y la utilización de materiales “gráficos”, pero no puestos, sino más bien funcionalizados de manera escrita. Es como si ese documento adquiriera el estatuto de paisaje.

 

Para la última pregunta, me gustaría retomar el tema de la indeterminación, pero en el plano de la identidad. Varios personajes de sus novelas no tienen nombre, llevan sólo una inicial, o cambian repentinamente de nombre. Esta técnica tiene sus consecuencias para la idea de la identidad personal. ¿Me podría comentar un poco más sobre esa idea de identidad individual que de esa manera se pone en entredicho?

Eso tiene que ver muchas veces con que la literatura contemporánea, o la literatura moderna en general, es una literatura construida alrededor de dos categorías muy fuertes, que ambas están sometidas al régimen de los nombres: la categoría de autor y la categoría de personaje. Hay sensibilidades construidas alrededor de esas categorías: uno puede mencionar a un autor y es como si uno mencionara una marca – Balzac, Flaubert, Joyce, etc. Los personajes, como héroes de la novela, muchas veces han definido sensibilidades y son como cédulas de significado literario. A mí me interesa tratar de plantear alternativas a esa automatización, a esa tendencia de concebir un personaje en términos de individuo con nombre y apellido y con ciertos atributos subjetivos que están dirigidos a inducir cierta identificación por parte de los lectores. Como sabemos, el nombre muchas veces es un atributo esencial de los personajes; de ahí mi gusto por tratar de eludir a veces los nombres, o en el caso de El llamado de la especie, de desestabilizar esa gramática de personajes cambiando la identidad, pero en realidad, cambiando el nombre.

Notas

(1). Agradezco especialmente a María Catalina Chamorro Villalobos, estudiante de la Maestría en Estudios Ibéricos e Iberoamericanos de la KU Leuven, quien realizó la primera transcripción de la entrevista.

 

Obras de Sergio Chejfec

Lenta biografía. Buenos Aires: Puntosur, 1990.

Moral. Buenos Aires: Puntosur, 1990.

El aire. Buenos Aires: Alfaguara, 1992.

Cinco. Saint Nazaire: M.E.E.T., 1996.

Los planetas. Buenos Aires: Alfaguara, 1999.

El llamado de la especie. Rosario: Beatriz Viterbo, 1997.

Boca de lobo. Buenos Aires: Alfaguara, 2000.

“Tres poemas y una merced”. Diario de Poesía 62 (2002): 15.

Gallos y huesos. Buenos Aires: Santiago Arcos, 2003.

Los incompletos. Buenos Aires: Alfaguara, 2004.

El punto vacilante. Buenos Aires: Norma, 2005.

Baroni: un viaje. Buenos Aires: Alfaguara, 2007.

Mis dos mundos. Buenos Aires: Alfaguara, Barcelona: Candaya, 2008.

Sobre Giannuzzi. Buenos Aires: Bajo La Luna, 2010.

La experiencia dramática. Buenos Aires: Alfaguara, 2012.

Modo linterna. Buenos Aires: Entropía, 2013.