Infinito e improvisación en Cervantes

 

Roberto González Echevarría

Yale University

            

Se declara qué cosa es altura del Sol y cómo se ha

de tomar para saber el lugar en que el hombre está.
Pedro de Medina, Arte de navegar (1545).

                

El agujero en el techo de la venta de Juan Palomeque que permite ver las estrellas, donde tantos episodios ocurren en el Quijote de 1605, es la apertura hacia un espacio infinito que rebasa los límites del edificio y de la imaginación, porque sugiere lo inasible, lo sin forma ni fin y disloca la firmeza del punto de mira del observador -- "el lugar en que el hombre está," para remitirnos al epígrafe. Ese desasosiego, que excede la capacidad mental para conceptualizarlo, conduce a la improvisación porque trastorna la perspectiva producto de la mirada, y reduce o elimina la certidumbre del conocimiento recibido, hecho de límites y reglas, una atalaya desde la cual observar. En gran medida, esa sensación de desconcierto y mareo ontológico, ese sentido de la fragilidad del ser como sostén de conocimiento, marca la llegada de la edad moderna, en que todavía vivimos. El más reciente esfuerzo por entender el infinito, y el más convincente, es la teoría de la relatividad, que está más allá del alcance del individuo que no sea un físico nuclear.

La presencia del inasible infinito se hace sentir en todas las áreas del pensamiento moderno, como en el aún vigente existencialismo, y en la estética, muy en particular la poética. El Ulyses de Joyce, The Wasteland, de Eliot, la pintura de Picasso, el Sein und Zeit de Heidegger, los relatos de Borges, delatan su tutela, para no hablar de las exploraciones del cosmos que, a pesar de sus innegables avances, son de un alcance insignificante en relación a las dimensiones inconmensurables del espacio galáctico. El Quijote es el primer texto europeo significativo en que es perceptible, aún de forma esquiva e incipiente, la sacudida causada por el descubrimiento de la inmensidad del universo. Su impacto, se nota en la génesis y estructura de la gran novela de Cervantes, como se vio en mi ensayo anterior sobre el tema (2012), pero también en algunos episodios específicos y en características generales del libro y sus personajes que voy a comentar en éste. El giro definitivo lo produjo Copérnico, pero también Colón y Magallanes, que habían comprobado la esfericidad de la tierra, y con ésta la posibilidad de que rotara alrededor del sol y no a la inversa como siempre se había creído.

La revolución copernicana tuvo precursores en áreas no implicadas directamente en la cosmología, pero sí en el pensar y teorizar sobre el espacio, su orden, percepción y conocimiento, además de su reflejo en las artes. Me refiero a los escritos de León Bautista Alberti sobre la perspectiva y las especulaciones filosóficas de Nicolás de Cusa (Ver Karsten Harris). Alberti, en sus tratados sobre arquitectura y pintura, concibió la noción de la perspectiva y con ésta la del perspectivismo. Sus ideas fueron revolucionarias en lo que respecta a la percepción de los objetos y a la manera de concebirlos y representarlos. La idea de que la realidad se alinea desde el punto de mira del observador, y muestra sus dimensiones en relación a la distancia entre éste y los objetos, tuvo consecuencias decisivas en la manera de imitar no sólo las cosas sino la figura humana, que ahora aparece con su peso y medida, inserta en planos escalonados que la sitúan en el espacio. No cabe duda de que el énfasis en la perspectiva del ser que observa está vinculado al individualismo renacentista; la preeminencia del hombre con respecto al mundo, que ya no aparece subordinado a la mirada omnisciente y organizadora de Dios, para quien no existen distancias ni perspectivas. Ahora el volumen de sus componentes es determinado por la posición de cada uno en el universo y desde dónde los observa el espectador. En la distancia hay implícito también, pienso, un intervalo temporal –lo que demoraría llegar a los objetos. Somos ahora conscientes del tiempo que nos separa de las cosas.

Las implicaciones de esta manera de concebir el espacio llevaron a Nicolás de Cusa a conclusiones más radicales aún sobre la organización del universo. Con implacable lógica, de Cusa pensó el universo como un espacio infinito con múltiples centros, haciendo estallar el perspectivismo de Alberti para sustituirlo con una vertiginosa idea del cosmos. Todo esto en el siglo XV; en el XVI Copérnico habría de darle un fundamento matemático a estos conceptos que descentraría para siempre la prevalente visión ptolemaica, geocéntrica del cosmos, en el momento en que ésta se establecía como parte del programa de rescate humanístico del pensamiento clásico. El cosmógrafo helénico, cuyas ideas habían sido ampliamente diseminadas durante la Edad Media en populares tratados como Sphera mundi,  de Juan de Sacrobosco, ofrecía una visión estable del universo, organizado en esferas (cielos) alrededor de la tierra, en torno a la cual giraban los siete planetas, observados y anotados desde la Antigüedad. A este panorama ptolemaico se aliaba la astrología, que combinando estrellas y signos le confería al sistema una facultad profética. El complejo y hermoso, pero errado sistema de Tolomeo, una hazaña de la imaginación con pocos asideros comprobables en lo real, habría de convertirse en tópico literario que sobreviviría como tal por muchos años después de haber sido desacreditado no ya por Copérnico, que trabajaba en abstracto, sino por Galileo que, asistido por nuevos instrumentos como el telescopio, manejaba pruebas concretas en su contra.

El concepto heliocéntrico del universo llegó a imponerse, desde luego, pero no sin controversias. La iglesia se alarmó por el surgimiento de ideas que contradecían nociones seculares convertidas en dogma integradas a la filosofía escolástica, que había absorbido y cristianizado el pensamiento de Aristóteles, sobre todo en la Suma teológica, de Santo Tomás de Aquino, y constituía el fundamento de su doctrina. Galileo sufrió por ello, como es notorio, pero más Giordano Bruno, teórico del infinito y de otros conceptos subversivos, que fue quemado públicamente en Roma por su obstinada defensa de algunos de estos (ver Ingrid D. Rowland). Bruno había nacido en 1548, un año después de Cervantes, y su punto de partida fue Nápoles, centro del poder español en Italia, país y ciudad que el autor del Quijote conoció bien. Cervantes vivió las décadas de más encendida polémica sobre estos asuntos, de la cual tuvo que estar muy al tanto.

Ha habido, como era predecible, disputas sobre el grado de penetración de las ideas de Copérnico y de sus precursores y seguidores en España, y sobre cuándo y cómo ocurrió, pero pienso que hoy la balanza se inclina en favor de reconocer la influencia de sus teorías en la Península, sólo que el proceso fue complicado, hecho de avances y retrocesos. En su abarcador y ampliamente documentado Spain and the Western Tradition, Otis H. Green refiere que la obra de Copérnico se estudiaba en la Universidad de Salamanca durante la segunda mitad del siglo XVI (desde 1561), que aparece reflejada de forma manifiesta en el comentario de Diego de Estúñiga al Libro de Job, en 1584, y en el volumen de Andrés García de Céspedes Teoría de los planetas según la doctrina de Copérnico (circa 1606). En efecto, Green acota que defender la teoría de Copérnico en España sólo fue prohibido en 1616, estipulándose que ésta debía presentarse como hipótesis, no como ley natural (II, 49). Pero no hay que olvidar tampoco, advierte Green, que en 1559 Felipe II había prohibido que los españoles estudiaran en universidades extranjeras, con la excepción de las de Nápoles y Coímbra, que la nueva astronomía fue atacada por el jesuita Fray Juan de Pineda, y que el dominico Mancio de Corpus Christi (maestro de Fray Luis de León) llegó a la conclusión de que la fe católica se apoyaba en el concepto aristotélico del universo, porque éste era el adoptado por Santo Tomás de Aquino. Mancio se impuso y el sistema tolemaico regresó a los salones de clase españoles, donde permaneció hasta el siglo XIX (III, 234). J.H. Elliott, en su hermoso y autorizado Imperial Spain, da 1594 como la fecha en que se recomendó el estudio de Copérnico en Salamanca (235-36). Pero añade que, aunque algunos españoles mostraron interés y conocimiento de ciertas áreas de investigación científica, y Galileo fue invitado a la España de Felipe III, viajeros extranjeros encontraron al país retrasado y la gente sin interés en cuestiones científicas y tecnológicas (291). Pero, claro, debemos suponer que Cervantes se movía entre los interesados en éstas.

En un trabajo más especializado, sobre la actitud de Lope de Vega ante la astrología y la astronomía, Frank G. Halstead da información pertinente sobre el paso de la perspectiva tolemaica a la copernicana en la España del Siglo de Oro. Su conclusión es que éste fue lento porque el arraigo de la cosmología tolemaica era grande, como tópico, en la literatura y las artes, y que continuó usándose de manera formal cuando ya los autores sabían que, como astronomía, era obsoleta --era algo paralelo a la mitología clásica, que sobrevive en las artes el ocaso de sus dioses. (Estos dos fenómenos son de especial pertinencia para entender el barroco). El sistema tolemaico era algo de valor estético, pero además con vastas ramificaciones simbólicas que abarcaban, muy especialmente, la astrología, y que por lo tanto se desbordaban sobre los debates referentes al libre albedrío prevalentes en la época. En estos, seguía gobernando la doctrina de que las estrellas inclinan, pero no obligan. Halstead menciona numerosas obras de Lope y afirma que “Aunque el poeta [Lope] había nacido veinte años después de la publicación de la obra de Copérnico De Revolutionibus, aparentemente no sabía nada de astronomía copernicana” (210). Debió haber conocido Lope, sin embargo, el Sphera mundi de Sacrobosco, propagador de nociones tolemaicas, que se usaba en las escuelas. También dice Halstead que Lope pudo haber sido influenciado por el portugués Juan Bautista Labaña, cosmógrafo mayor, que había sido traído a España por Felipe II. Con éste Lope “estudió algo de esos delirios de la Astrología judiciaria,” y pudo haber sido alumno también del asistente de Labaña Pedro Ambrosio Ondériz y de Juan de Córdoba (215).

Esto último es de singular importancia, porque las cuestiones relativas a la astronomía tenían un impacto directo en asuntos de navegación, profusamente practicada por todo el vasto imperio español en el siglo XVI, y que Cervantes experimentó de primera mano en sus viajes a Italia y Africa del norte, de lo cual hace alarde en la historia del cautivo y los episodios barceloneses del Quijote y a todo a lo largo de Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Tiene que haber estado consciente el marino de Lepanto de la navegación celestial, que hacía siglos se practicaba en el Mediterráneo. José María López Piñero, en su fascinante  El arte de navegar en la España del Renacimiento demuestra que la navegación representa un área en la que hay una convergencia de teoría y práctica que acarrea un progresivo acercamiento a lo real, por oposición a lo sacado de libros y que conduce a Descartes y la filosofía moderna. Es ésta una tendencia que se inicia con Alberti en el siglo XV y los teóricos que empezaron a pensar en un cosmos infinito, como de Cusa, según ya se vio. López Piñero sugiere que todo el siglo XVI español parece haber sido un conflicto entre ptolemaicos y copernicanos. El debate no era sólo a un nivel intelectual, sino también práctico, por lo que representaba para la navegación transatlántica y transpacífica. Salamanca fue uno de los centros de esa polémica y Sevilla el otro, como era de esperar. Cervantes conoció ambas ciudades, sobre todo Sevilla, donde la Casa de Contratación fue sede importante de estudios de navegación, con cátedra dedicada a la disciplina. Se publicaron no pocos libros sobre navegación en vida de Cervantes, como el de Francisco Suárez Argüello, mencionado por López Pineda, que es de 1608, o el de Andrés García de Céspedes, Regimiento de navegación, que es de 1606. Dos años antes de su nacimiento, en 1545, se había publicado Arte de navegar de Pedro de Medina (ver también Ursula Lamb). ¿Pudo haberlos ignorado el autor del Quijote que decía leer hasta los papeles que recogía en la calle?

Fue Américo Castro quien, en 1925, dio el paso decisivo respecto a las ideas del autor del Quijote con su todavía no superado El pensamiento de Cervantes. La tesis principal de Castro es que Cervantes no fue un “ingenio lego,” como se había sostenido, sino que estuvo muy al corriente del pensamiento renacentista, sobre todo del italiano (106): “Creo que es conveniente ir abandonando el dogma de Cervantes ‘ingenio lego’ en el sentido de persona inculta y algo sandia en cuanto al intelecto.” Demuestra Castro con lujo de detalles que si bien Cervantes no fue filósofo sabía lo que se estaba formulando en su época en los principales campos del saber, del arte y de la literatura. Corolario importante de esa tesis es el perspectivismo manifiesto en sus obras, concepto que se convertirá a su vez en lugar común de los estudios cervantinos, apuntalado más tarde por ideas de Ortega y Gasset. Dice Castro (39) que en Cervantes “la verdad será, en último término, armonía con el punto de vista de quien la considere.” Y añade (77), “Cada uno a lo suyo, podría ser el lema de Cervantes.”    Y continúa (89): “Cervantes […] ha dramatizado en sus obras, sobre todo en el Quijote, uno de los problemas centrales que inquietaron el pensamiento moderno en el alba de la formación de los grandes sistemas. El mundo de Cervantes se resuelve en puntos de vista, en representación y también en voluntad…”  Lo cual reitera aún mejor así (90): “la novedad extraordinaria es que las cosas puedan ser al mismo tiempo yelmo y bacía, y que vivan como tales.” Se recordará que el perspectivismo se remonta al siglo XV, a los tratados de Alberti y de Cusa, y surge en el seno de la idea de que el universo sea infinito. Sabemos que eran estas propuestas reñidas con la doctrina católica. Lo que se dramatiza en el Quijote, propone El pensamiento de Cervantes, es una verdad doble (41): “La fuente de esta teoría de la doble verdad (la épico-poética y la histórica) está en León Hebreo y en los preceptistas italianos… […]. Cervantes tuvo, al hacer el Quijote, la genial ocurrencia de presentar en dramática pugna ambas maneras de verdad, caso que a Robortelli y al Pinciano les habría causado espanto…”  En cuanto a las ideas de su tiempo, Castro dice, en proposición lapidaria (43): “Él [Cervantes] no construye ciencia nueva, como Galileo o Descartes, porque su genio es de otra índole; pero conscientemente lleva a su obra, como elementos creadores, los supuestos primarios de la cultura de su tiempo.” Conscientemente, es decir reflexivamente (77): “La reflexiva conciencia de lo que va realizando artísticamente no le abandona un solo momento.” Para Castro, Cervantes tenía una perspectiva crítica siempre alerta. En cuanto a la astrología y la naciente astronomía afirma (103): “Dada la correlación que, en efecto, existe entre los astros y la vida terrena (estaciones, climas, mareas), siendo vaticinables los eclipses, ¿dónde podía ponerse realmente el límite entre astronomía y astrología?" Lo crucial del libro de Castro es que propone que Cervantes practicaba, aplicándose a sí mismo el perspectivismo, la “doble verdad,” la de la religión y la otra, la de la vida intelectual de su tiempo (252): “verdad de fe, verdad de razón.” Concluye, con frase escandalosa que levantó ronchas en 1925 (248), que “Cervantes es un hábil hipócrita, y ha de ser leído e interpretado con suma reserva en asuntos que afecten a la religión y a la moral oficiales; posee los rasgos típicos del pensador eminente durante la Contrarreforma.” El más típico de esos rasgos que comparte con otros pensadores y escritores de su polémico momento es la práctica de la ambigüedad, que lo pone a buen resguardo de la Inquisición. Bruno fue reducido a cenizas en 1600, es decir, en vida de Cervantes y apenas cinco años antes de la publicación de la primera parte del Quijote.

Con respecto a la cosmografía, Castro piensa que Cervantes se adhería, como casi todo el mundo entonces, a la ptolemaica (107): “La física y la astronomía de Cervantes eran las naturales en un escritor nacido en 1547. El admite los cuatro elementos, los once cielos y el sistema de Tolomeo como era corriente en su tiempo, no sólo en ‘ingenios legos’, sino en personas muy doctas y latinizadas.” Aquí me permito diferir de Castro y proponer que son los personajes de Cervantes los que demuestran tener creencias basadas en Ptolomeo, pero esto no quiere decir que fueran las mismas de su creador. Sancho es un campesino analfabeto, y Don Quijote un devoto de las novelas de caballerías, con una mentalidad anacrónica para su tiempo por ser en muchos sentidos medieval.  No es raro que tuviera a Ptolomeo en la cabeza.  Un análisis detenido de las escenas en que se mencionan ideas cosmográficas revelará que hay una distancia irónica entre lo que creen los protagonistas y lo que piensa el narrador, y por inferencia el autor, o por lo menos el autor implícito en la obra. No es distinta esa ironía de muchas otras que atraviesan el Quijote. Ya se ha visto algo de ello en los techos virtuales o agujereados de la primera y segunda parte, donde los límites del espacio han sido violados o son inciertos. El infinito y sus enigmas se ciernen sobre toda la creación cervantina.

La sensación de infinito primero aparece en el Quijote cuando el hidalgo, en su recién improvisado atuendo de caballero andante, traspasa las puertas del corral de su casa y, jinete sobre Rocinante, trota alegre por el campo de Montiel sin rumbo fijo (45): "una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo, con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo." Se combinan aquí el infinito y el acto de improvisación que consiste en el hidalgo inventarse caballero andante, que se había narrado en el capítulo I con pormenores sobre la preparación de la armadura, la selección de nombres para su dama y su caballo y el suyo propio. Al atravesar la puerta del corral, Don Quijote traspasa la cerca que delimita el espacio doméstico, contenido en sí mismo, para salir a lo extenso sin barreras, que representa tanto el vértigo de lo desconocido como la libertad.  También es significativo que la salida sea al romper el día, el comienzo de una unidad de tiempo cuyo fin no se divisa todavía. Es un principio puro porque el alba sugiere siempre posibilidades sin fin. Es esta una de las escenas más conmovedoras de la literatura occidental.  Por contraste, la salida que da inicio a la segunda parte es crepuscular y conduce a la noche en el Toboso, escena a la cual regresaré porque también es pertinente para mis tesis.

Don Quijote no nace, se hace. Hay un parentesco entre infinito y muerte, y entre ésta y la improvisación. La muerte es un estado infinito, creamos o no en el más allá, "Death´s dateless night," para recordar el soneto 30 de Shakespeare. El acto de Alonso Quijano de transformarse en Don Quijote obedece al horror al vacío, es decir, al infinito de la muerte. El hidalgo es ya un hombre entrado en años, no un joven que sale a buscar fortuna, muy consciente de la proximidad del final. El suyo es un acto de voluntad que refleja confianza en sí mismo y en su capacidad de creación y autocreación. Todos los improvisadores en la novela también están dotados de ella --Sansón Carrasco, el mayordomo de los duques, el propio Sancho gobernador de Barataria. Es el ánimo y resolución dibujados en la cara de Velázquez en "Las Meninas," y la determinación del propio narrador de la novela, que se lanza a buscar el balance de la historia cuando se le agota el manuscrito que ha estado transcribiendo, y que hace traducir del árabe la versión que encuentra por azar. El denuedo de Dorotea que le permite salir adelante después de haber sido burlada por Don Fernando, y la valentía de Zoraida que se transforma en Leila Marién por su deseo de hacerse cristiana, y la del cautivo que organiza escapes para regresar a España y casarse con ella. Es, también, la autodeterminación de Ricote, que se disfraza para regresar a su tierra luego de haber deambulado por el exilio impuesto por la expulsión de los moriscos. La acción de inventarse del protagonista se refleja en la de muchos otros personajes que también hacen uso de su voluntad para transformarse según las circunstancias. El entorno que los impulsa es el infinito.

El espacio y la perspectiva son el asunto central del famoso episodio de la bacía de barbero mencionado por Castro, que tantos comentarios ha suscitado en torno al perspectivismo en el Quijote. Pero las discusiones se han centrado, como se hace evidente en las palabras de Castro, sobre la opinión propia de cada personaje, en la libertad del observador de ofrecer su impresión sobre un objeto o incidente cualquiera. Esto es típico del pensamiento postromántico que todavía nos domina, que nos hace fijarnos en el ser interno del individuo, unido a resabios del existencialismo, que subrayaba la individualidad y sus avatares --Castro estuvo muy influido por Heidegger, a través de Ortega. No se ha tomado en cuenta, sin embargo, que la escena inaugural sobre la bacía --la final es otra cosa y la comentaré-- se centra en cuestiones de espacio, distancia y percepción; es decir, en la perspectiva en el sentido más concreto posible, que remite a Alberti y de Cusa. El caballero y su escudero primero ven, de lejos, a un individuo montado sobre un asno con algo que brilla sobre la cabeza. Don Quijote decide inmediatamente que se trata del yelmo de Mambrino, pero su escudero se muestra más cauto y dice: "--Lo que yo veo y columbro--respondió Sancho-- no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra"(223). El verbo que escrupulosamente usa Sancho, "columbrar," según el Tesoro de Covarrubias, quería decir "Devisar una cosa de lexos, que apenas se puede percebir lo que es" (339), que sigue siendo su significado hoy, como consigna del Diccionario de la lengua española, de la Academia: "Ver una cosa desde lejos sin distinguirla bien" (329). Se trata de un engaño a los ojos, como repiten varias veces caballero y escudero, provocado por la distancia y por la contingencia de que ha empezado a llover (224), la única vez que esto ocurre en la novela; el agua hace brillar la bacía, que a la distancia puede parecer otra cosa: "desde media legua relumbraba" (224). Es todo un asunto de distancias y puntos de vista en el sentido literal. El pobre barbero se desplaza de una villa donde vive y ejerce a otra que no tiene barbero cuando lo ven nuestro par, y, para mala suerte suya se les aproxima, acortando el trecho que los separa de ellos y facilitando así el ataque de Don Quijote. Desde luego, Don Quijote ha malinterpretado la realidad llevado por sus "desvariadas caballerías y malandantes pensamientos" (224), pero ésta ha conspirado en su error por el espacio que separa al objeto del observador y por su transitoria condición reluciente; son los avatares de la perspectiva, que revela y oculta a la vez.

La hilarante discusión sobre qué sea la bacía si bacía o yelmo hacia el final de la primera parte, capítulo 45, es una sátira de las disputas escolásticas, que hace exclamar a la pobre víctima del asalto y robo: "--¡Válame Dios! -- dijo a esta sazón del barbero burlado--. ¿Qué es posible que tanta gente honrada diga que ésta no es bacía, sino yelmo? Cosa parece ésta que puede poner en admiración a toda una universidad, por discreta que sea" (466). No creo que se trate aquí tanto de una cuestión de perspectivismo como de una crítica de los debates escolásticos, donde la realidad percibida desaparece en las redes de la dialéctica, que cada vez parecen más ajenas a la verdad. Todos los personajes saben que se trata de una bacía, y que Don Quijote está loco y traduce la realidad al discurso de las novelas de caballerías, y juegan con él y entre sí para divertirse. Los problemas del perspectivismo se dramatizan en la escena en el camino, cuando Don Quijote y Sancho primero divisan al zarandeado barbero.

Cervantes juega también con los problemas de perspectiva con la introducción de personajes bizcos¸ como Ginés de Pasamonte y Pandafilando de la Fosca Vista, el gigante inventado por Dorotea cuando hace el papel de la Princesa Micomicona, según he estudiado en otra parte (1999). Ginés es importante al respecto porque representa a una figura del autor, porque, en el episodio de los galeotes se revela que, en galeras, se ha dedicado a escribir una autobiografía a todas luces picaresca, que es una parodia del Guzmán de Alfarache. Cuando primero se describe al galeote, el texto reza: "Tras todos éstos venía un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía el un ojo en el otro un poco" (204). Luego, en la refriega que se desata cuando Don Quijote y Sancho ponen en libertad a los prisioneros, Ginés se aprovecha de este defecto para desafiar simultáneamente a dos de los guardias "arremetiendo al comisario caído, le quitó la espada y la escopeta, con la cual, apuntando al uno y señalando al otro sin disparalla jamás, no quedó guarda en todo el campo" (208).  Pandafilando es, en la historia inventada por Dorotea sobre las cuitas de la Princesa Micomicona, un gigante que amenaza con hacerse con su reino, y es conocido por De la Fosca Vista "porque es cosa averiguada que, aunque tiene los ojos en su lugar y derechos, siempre mira al revés, como si fuese bizco, y esto lo hace él de maligno, y por poner miedo y espanto a los que mira" (303). Su bizquera es producto de su ambición y de su lujuria, así como la de Ginés de su condición de autor moderno, porque ve las cosas desde perspectivas no armónicas; su punto de vista no es monocular, en otras palabras.  Cervantes sugiere con estos personajes las limitaciones del perspectivismo, que tampoco da acceso a una verdad única e indiscutible y que, como la suya propia, es irónica desde el interior mismo del ser individual que no es una unidad integral que mira como si tuviera un solo ojo sino en conflicto consigo misma. La suma de las varias perspectivas individuales no es igual a la verdad, como supone la versión de un Cervantes liberal y democrático de la crítica castrista.  Es en esto que el autor del Quijote sugiere una idea que, aunque derivada de Alberti, de Cusa y hasta Copérnico, los rebasa y aboca a una visión radicalmente moderna. Desde ella, sólo la improvisación, movida por la voluntad es factible.

Pero la conciencia de esa desarmonía radical no les es dada a los protagonistas, sino que la sugiere el narrador y las acciones de estos. Don Quijote y Sancho siguen sujetos a la cosmografía tolemaica y a nociones populares sobre el cielo y las estrellas que permiten confianza en el entorno físico. En el episodio de los batanes, por ejemplo, descubrimos que Sancho dice saber la hora, en medio de la noche cerrada, porque sabe cómo interpretar el movimiento de los cuerpos celestes: "lo que a mí me muestra la ciencia que aprendí cuando era pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas, porque la boca de la bocina está encima de la cabeza y hace la media noche en la línea del brazo izquierdo" (176). Una nota puntual de la edición del Instituto Cervantes aclara que "La bocina es la Osa Menor: la Estrella Polar era la embocadura, y las estrellas extremas la boca" (210). Claro, los protagonistas están debajo de unos árboles y no pueden ver el cielo, además de que, como Don Quijote le dice a su escudero "hace la noche tan escura, que no parece en todo el cielo estrella alguna" (176). Se trata de un embuste de Sancho para salir del aprieto en que se encuentran. Pero es significativo que la presencia del cielo y las estrellas la sientan durante esta escena de miedo y vértigo en medio de la noche, aterrorizados por sonidos que no reconocen pero parecen amenazadores, sin saber cabalmente dónde están. La desorientación y desconocimiento del lugar que pisan alude al infinito y su capacidad para extraviar al individuo por la falta de asideros, de marcas en el espacio que revelen el rumbo y posición; señales como las estrellas fingidas de Sancho. Las condiciones y reacciones de los protagonistas se repetirán en otros episodios en que se alude a la bóveda celeste. 

La tercera salida de Don Quijote, que formará la segunda parte, empieza con el episodio de la visita al Toboso, donde los protagonistas esperan encontrar el domicilio de Dulcinea, que Sancho dijo haber visitado en cumplimiento de la embajada que le encomendara su amo. Es un episodio fantasmagórico en el que los protagonistas se pierden en el pueblo dormido en medio de una noche entreclara; es un ambiente dominado por lúgubres sonidos de animales y el del arado que arrastra un hombre que se dirige temprano a su trabajo. Dos son los elementos significativos en esta escena. El primero la desorientación en la oscuridad y el segundo que al toparse con la iglesia también lo hacen con la muerte por la presencia del cementerio. A la sensación de extravío la aumenta el hecho de que, al preguntarle al hombre del arado donde está la casa (para Don Quijote, palacio) de Dulcinea, éste responde que es forastero y no puede orientarlos --no hay auxilio posible para salir del laberinto en que andan perdidos. El único ser que encuentran no es de allí. Desde luego, lo que buscan tampoco existe sino en la mentira de Sancho, por lo que el "norte" de toda posible orientación es falso. En cuanto a lo sugerido por el cementerio, Sancho no deja lugar a dudas. Dice: "plega a Dios que no demos con nuestra sepultura, que no es buena señal andar por los cimenterios a tales horas…" (610). Es, en otras palabras, de mal agüero haber dado con la iglesia y anexo cementerio; el rumbo que han tomado los ha conducido a la muerte. El entorno oscuro, la hora, "Medianoche era por filo" (609) empieza el capítulo, todo conspira para crear una sensación de despiste, desconcierto y desazón, y sugiere la presencia de dos infinitos insondables: la oscuridad y la muerte. A partir de esa angustiosa confusión Sancho improvisará a la "Dulcinea encantada," la labradora que quiere hacer pasar por la dama de Don Quijote, creación que va a proyectar su sombra sobre toda la segunda parte, irrumpiendo en la acción principal inopinadamente en otras ficciones, o metaficciones, como las ideadas por el mayordomo de los duques, y el episodio de la Cueva de Montesinos. Sancho, inventor de este personaje, se vuelve víctima de su propio artificio, en el que se enreda hasta el final, y que le cuesta la carga de azotes que debe propinarse en el trasero para "desencantar" a Dulcinea: es decir, para salvarla de la metaficción que él ha creado y que se ha multiplicado en la de otros personajes autores en sus propias invenciones. La entrada al Toboso, con su secuencia oscuridad-desorientación-improvisación, da la tónica de toda la segunda parte, y rige la estructura de algunos de los más memorables episodios, como el de la Cueva de Montesinos y el desfile del bosque.

Pero las alusiones más explícitas a la cosmografía aparecen en los episodios de "barco encantado" y el vuelo de Clavileño. En la aventura del barco, Don Quijote le pide a Sancho que se palpe para ver si se le han muerto los piojos, porque era creencia de los navegantes españoles que viajaban a las Indias Orientales que éstos morían al cruzar el Ecuador, que él llama la "línea equinoccial" (774), e insiste: "Haz Sancho la averiguación que te he dicho, y no te cures de otra, que tú no sabes qué sean coluros, líneas, paralelos, zodíacos, eclípticas, polos solsticios, equinoccios, planetas, signos, puntos medidas, de que se compone la esfera celeste y terrestre…" (775). En la edición del Instituto Cervantes, una nota explica que éstos son "Términos técnicos de la astronomía y de la navegación; indican que DQ está viajando por un libro, el Tratado de la esfera, que se aprendía en las escuelas, y no por un paisaje" (871). Es un paisaje, pero imaginario, de enorme extensión, que contrasta con la corta distancia que navegan el caballero y Sancho por el Ebro, como el escudero insiste. Se trata una vez más de un contraste de perspectivas en el sentido más concreto y espacial posible.  Pero no cabe duda de que Don Quijote refleja aquí un conocimiento ya obsoleto de la cosmografía y de que su parrafada respecto a ésta debe ser motivo de risa para el lector enterado y cómplice, que el narrador supone. En nota del volumen suplementario de la misma edición se especula sobre el elemento satírico de la escena: "El seguro conocimiento y uso de la teoría copernicana en la península puede hacer pensar que la enumeración de lo que no sabe Sancho, tan cercana a las formas estilísticas de fray Antonio de Guevara, es una pura broma o una crítica a la inmovilidad 'oficial' de la ciencia durante la Contrarreforma" (540). Otro tanto ocurre en el episodio de Clavileño, donde el locuaz cosmógrafo resulta ser Sancho.  Primero, Don Quijote, al sentir el viento que con fuelles les echan encima sus burladores, se expresa según la estricta cosmología tolemaica: "--Sin duda alguna, Sancho, ya debemos de llegar a la segunda región del aire, adonde se engendra el granizo y las nieves; los truenos, los relámpagos y los rayos se engendran en la tercera región; y si es que de esta manera vamos subiendo, presto daremos en la región del fuego…" (860). Habla el caballero de las cuatro regiones sublunares en que Ptolomeo dividía la atmósfera. Después del "aterrizaje," más bien forzoso y violento, Sancho relata cómo "aparté tanto cuanto el pañizuelo que me tapaba los ojos y por allí miré hacia la tierra y pareciome que toda ella no era mayor que un grano de mostaza, y los hombres que andaban sobre ella, poco mayores que avellanas…" (863). Más adelante, amplía aún más su invención diciendo que se apeó de Clavileño "Y sucedió que íbamos por parte adonde están las siete cabrillas, y en Dios y en mi ánima que como yo en mi niñez fui cabrerizo, que así como las vi, me dio una gana de entretenerme con ellas un rato…"(863). En cuanto a la visión de la tierra a distancia de Sancho, es sabido que Cervantes alude aquí a un pasaje del Sueño de Escipión ciceroniano. Resulta claro, pues, que como ha observado Giuseppe Mazzotta, se trata de una versión irónica del perspectivismo renacentista, de la búsqueda del conocimiento, y del conocimiento total. Dice el ilustre dantista: “el viaje de Sancho en Clavileño, en el instante en que el escudero anuncia el haber alcanzado la perspectiva trascendente que le permite observar la totalidad del mundo, se convierte en lo que me parece constituye el verdadero objetivo de Cervantes: la crítica de las limitaciones del ‘perspectivismo’ renacentista como vía de conocimiento” (185). Yo me atrevería añadir que hay como una inversión de la mirada "telescópica" de Galileo, pues cuando miramos al revés por un telescopio los objetos parecen más pequeños y distantes. Además, ver la tierra como "un grano de mostaza" supone que ésta es redonda, como propone la nueva cosmología. El lugar común ciceroniano es verla como un punto. Sancho acierta sin saberlo en su entusiasmo inventivo. La crítica es, entonces, aún más concreta y vigente, y destaca la distancia que Cervantes establece entre las creencias cosmológicas de sus protagonistas, que son populares pero obsoletas, y lo que se sabe ya en su época sobre la configuración del universo. El lector debe reírse de ellos, como hacen el duque y sus cómplices. En su imaginación Don Quijote y Sancho vuelan por un espacio infinito, al que le ponen límites basados en conceptos tolemaicos que ya no son válidos --la más dramática representación del vuelo de Clavileño con amo y escudero abordo es la bella ilustración de Gustave Doré, en que se ven suspendidos en el aire contra un trasfondo oscuro sideral. El gran dibujante ha sabido captar  y expresar el ascenso fingido de Don Quijote y Sancho y sus maneras de concebirlo.

La improvisación, producto de la sensación de infinito que a su vez genera la de la  ausencia de límites y carencia de antecedentes determinantes, juega un papel crucial en la estética de Cervantes, si por ello entendemos su concepto de lo bello y su representación. Esto se extiende no sólo a otros escritores, sino también a pintores como El Bosco y Velázquez. Me refiero a la predilección de Cervantes, y de esos artistas también desde luego, por lo feo, lo disforme, lo contrahecho. Aquí se cruza este concepto con la figura del monstruo barroco que he estudiado antes,  hecho de contrarios, y está vinculado a la perspectiva y por consiguiente a la anamorfosis. Como en Velázquez, los personajes cervantinos más memorables son los feos: Don Quijote y Sancho, para empezar, pero también Maritornes, y otros menores como la joven Clara, mitad bella mitad fea en el episodio de Barataria. En "La española inglesa" hay una joven bella cuya gradual transformación en fea se describe de manera significativa, según se verá. Para lo feo no hay modelos, como no sea los tomados de la realidad misma y su circunstancial marcha ante el artista, que es como la de Don Quijote y Sancho por el camino que se extiende ante ellos; surgen de la infinidad de posibilidades que el mundo ofrece y su correspondiente variedad. Surgen de lo contingente. Arquetipos de belleza abundaban, sobre todo en un renacimiento tan marcado por el neoplatonismo. Y no es que falten algunos de estos en Cervantes, sobre todo en el Quijote, donde la belleza de las jóvenes que aparecen --Luscinda, Dorotea, Zoraida -- va en aumento. En Cervantes conviven, como tantas cosas contradictorias más, esos ideales de belleza con la fealdad más extrema --y cuál es su límite es asunto de interés también porque la ausencia de modelos ideales abre la puerta al infinito, de lo cual Cervantes es consciente. La improvisación es obligatoria para representar lo feo.

En el capítulo primero de la primera parte, se describe a Alonso Quijano de la siguiente manera: "Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro…" (28). Son estos rasgos fisionómicos, como es sabido y explica una nota, que coinciden con "el temperamento colérico y melancólico, según la caracterización de la medicina antigua" (28). Pero Don Quijote no es ni lo uno ni lo otro; es "ingenioso," lo cual quería decir "imaginativo," "inventivo." "Ingenio," según el Tesoro de Covarrubias, significa " "Vulgarmente llamamos ingenio una fuerça natural de entendimiento, investigadora de lo que por razón y discurso se puede alcançar en todo género de ciencias, disciplinas, artes liberales y mecánicas, sutilezas, invenciones y engaños…"(737). Esto se aviene más con el Examen de ingenios de Juan Huarte de San Juan, si hay que encontrarle antecedente.  Pienso que lo importante es notar que Don Quijote es delgado, de cara descarnada y deslucido, todo lo contrario de las descripciones de los caballeros andantes, que eran apuestos, ágiles, capaces de grandes proezas físicas, aunque la complexión "recia" del hidalgo significa que es fuerte, nada enclenque.  Los rasgos feos de Don Quijote se destacan durante el episodio del cuerpo muerto, capítulo 19 de la primera parte, cuando Sancho le da a su amo el sobrenombre de Caballero de la Triste Figura:


--Si acaso quisieren saber esos señores [dice Sancho] quién ha sido el valeroso que tales los puso, dirales vuestra merced que es el famoso don Quijote de la Mancha, que por otro nombre se llama el Caballero de la Triste Figura.

Con esto se fue el bachiller, y don Quijote preguntó a Sancho que qué le había movido a llamarle "el Caballero de la Triste Figura," más entonces que nunca.

--Yo se lo diré --respondió Sancho--, porque le he estado mirando un rato a la luz de aquella hacha que lleva aquel malandante, y verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura, de poco acá, que jamás he visto; y débelo de haber causado, o ya el cansancio de este combate, o ya la falta de las muelas y dientes.  (171)


Sancho se refiere  exclusivamente a la cara de su amo, a su figura, que Covarrubias aclaraba "Tómase figura principalmente por el rostro, por ser la principal parte, en la qual nos diferenciamos unos de otros" (593). Es de notarse que Sancho explica cómo miró a Don Quijote, a la luz de la antorcha, en medio de la oscuridad de la noche, lo cual hace resaltar la exactitud de su observación por el ángulo o perspectiva de la misma, a lo que añade el intervalo de tiempo que ésta ha tomado ("un rato"). Pero sobre todo debe notarse que la fealdad del caballero se debe a accidentes recientes, a lo contingente: las pedradas de los pastores, que le han hecho perder varias muelas, con lo cual su cara, para empezar flaca, ha quedado todavía más hundida, grotesca. Lo feo delata los avatares del tiempo, que dejan huellas sobre el cuerpo --el antecedente más claro aquí es la cicatriz en la cara de Celestina, que recuerda un pasado violento. Esas marcas pueden ser infinitas, como el tiempo mismo. En la segunda parte Don Quijote será asaltado por gatos, uno de los cuales "le saltó al rostro y le asió de las narices con las uñas y los dientes, por cuyo dolor don Quijote comenzó a dar los mayores gritos […] Quedó don Quijote acribado el rostro y no muy sanas las narices…" (898). Más patética --triste-- será ahora su figura.

De Sancho se tiene un concepto deforme inscrito en su propio apellido, Panza, que sugiere que es barrigón. A esa costumbre de imaginarlo rechoncho, bajo, y en general de cómica apariencia se suman las muchas ilustraciones que así lo representan, contrastándolo con su delgado y enhiesto amo, de donde dimanan otros contrastes más abstractos que los oponen por sus apetitos y preferencias: frugal y cerebral el caballero, goloso y ordinario el escudero y así sucesivamente. En realidad, la única descripción de Sancho es la que aparece en el manuscrito hallado por el narrador que le permite continuar la historia, donde se lee, bajo una ilustración: "Junto a él [Rocinante] estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía 'Sancho Zancas,' y debía ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas…" (87). Luego, en la aventura de los batanes, cuando Sancho defeca empinando el trasero, se dice que sus posaderas eran "no muy pequeñas" (181). Y en uno de los sonetos burlescos al final de la primera parte, dedicado al escudero, se lee: "Sancho Panza es aquéste, en cuerpo chico,/pero grande en valor ¡milagro estraño!" (532). También contribuyen a su comicidad los errores que comete al hablar, su imperfecto lenguaje, y las burlas de las que es víctima, como el manteamiento que le hacen sufrir unos maleantes en la venta. Pero la "fealdad" de Sancho obedece un tanto a la tradición del teatro cómico y sus toscos personajes rurales, por lo cual pienso Cervantes no sintió la necesidad de describirlo.

Maritornes, por contraste, es un caso de fealdad más original, "velazqueña." De su aspecto físico leemos: "Servía en la venta asimismo una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía de cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera" (138). Es de notar, por cierto, que aún peor que la bizquera de Ginés y Pandafilando, Maritornes es tuerta y el otro ojo no está sano, por lo que ella no es sólo una figura digna de la anamorfosis, sino que su propia percepción visual es también defectuosa, a lo cual se suma la distorsión de ésta por el hecho de que su joroba la hace mirar hacia el suelo. Aquí tenemos otra perspectiva trastornada por el punto de mira del observador. Pero lo fundamental de la apariencia de Maritornes son sus exageradas deformidades físicas, como la cara chata y redonda, el cogote ancho, las espaldas encorvadas y la estatura exigua que prácticamente la hace enana --son todas desproporciones de tamaño (estatura), o profundidad (cara y cogote planos), visibles por la falta de volumen que sólo la perspectiva puede revelar. Luego, cuando se encuentra en la cama de Don Quijote, resulta que tiene además mal aliento: "y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto ni el aliento ni otras cosas que traía en sí la buena doncella no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero…" (143). El arriero era el cliente de Maritornes que habría de pasar por alto sus defectos, aunque no el aliento, gracias a la reinante oscuridad de la venta. Como en la escena de los batanes y la entrada al Toboso, la oscuridad es un entorno que borra dimensiones y límites.

Cuando creemos encontrar algo en Cervantes que ha escapado a su conciencia crítica, damos con que le ofrece al lector algún pasaje en que la idea en juego se presenta en toda sus sutilezas, casi como un experimento de laboratorio. Este es el caso de Clara Perlerina, doncella inventada por los personajes que han armado el tinglado de Barataria, descrita por uno de ellos disfrazado de labrador que comparece ante el Sancho para hacerle una petición.  Podemos suponer que se trata de una de las invenciones del mayordomo del duque, de fértil imaginación literaria. La figura de Clara, de doble y contrastantes apariencias, encarna los problemas de perspectiva que he venido comentando arriba:


--Digo, pues --dijo el labrador--, que este mi hijo que ha de ser bachiller se enamoró en el mismo pueblo de una doncella llamada Clara Perlerina, hija de Andrés Perlerino, labrador riquísimo; y este nombre de Perlerines no les viene de abolengo ni otra alcurnia, sino porque todos los de este linaje son perláticos, y por mejorar el nombre los llaman Perlerines. Aunque, si va a decir la verdad, la doncella es como una perla oriental, y mirada por el lado derecho parece una flor del campo: por el izquierdo no tanto, porque le falta aquel ojo, que se le saltó de viruelas; aunque los hoyos del rostro son muchos y grandes, dicen los que la quieren bien que aquéllos no son hoyos, sino sepulturas donde se sepultan las almas de sus amantes. Es tan limpia, que por no ensuciar la cara trae las narices, como dicen, arremangadas, que no parece sino que van huyendo de la boca; y con todo esto, parece bien por extremo, porque tiene la boca grande, y, a no faltarle diez o doce dientes y muelas, pudiera pasar y echar la raya entre las más bien formadas. De los labios no tengo que decir, porque son tan sutiles y delicados, que, si se usaran aspar labios, pudieran hacer de ellos una madeja; pero como tienen diferente color de la que en los labios se usa comúnmente, parecen milagrosos, porque son jaspeados de azul y verde y aberenjenado […] si pudiera pintar su gentileza y la altura de su cuerpo, fuera cosa de admiración, pero no puede ser, a causa de que ella está agobiada y encogida, y tiene las rodillas con la boca, y, con todo eso, se echa bien de ver que si se pudiera levantar, diera con la cabeza en el techo; y ya ella hubiera dado la mano de esposa a mi bachiller, sino que no la puede extender, que está añudada…(906-07)


Clara anticipa las figuras de Picasso. Su cara esta hecha de dos planos contrapuestos, uno de belleza ideal, descrito con lugares comunes del neoplatonismo en uso ("perla oriental," "flor del campo"), el otro grotesco por su extrema fealdad, causada por enfermedades que la han vuelto asquerosa. Lo primordial es que Clara está como vista desde dos perspectivas diferentes a la vez, subrayando y superando el perspectivismo; esto es lo que tiene de experimento de laboratorio la figura. Clara es una imagen de imposible imitación, más allá de las posibilidades de la mímesis renacentista. Sobrecoge la inventiva de Cervantes y su penetración crítica en las cuestiones de representación, que aquí se exhiben de manera dinámica.

Por el lado malo, que es donde Cervantes hace alarde de su capacidad de improvisación porque no hay modelos previos, le falta a Clara, como a Maritornes, un ojo, que perdió por causa de unas viruelas, y el cutis lo tiene cubierto de hoyos  también resultado de esa enfermedad. Tuerta, Clara carecería de visión de profundidad, de perspectiva. La nariz la tiene torcida hacia arriba, como escapando de la boca, lo cual le confiere a la imagen movimiento; la fealdad es un proceso, no una visión estática. Y ésta no es sólo grande sino que por eso mismo revela además la falta de muchos dientes y muelas, lo cual recuerda la faz hundida del Caballero de la Triste Figura, y sugiere lo repulsivo de posibles actividades eróticas con Clara. ¿Quién se atrevería a besarla? A lo anterior se suma la descripción de los labios, de variados colores y delgados como cuerdas, que alcanza un nivel caricaturesco que parece insuperable. El color aberenjenado de estos le da un toque arcimboldesco al retrato (¿habrá visto cuadros de Arcimboldo Cervantes en Italia?). En contraste con Maritornes, Clara es alta en extremo, pero jorobada como ésta y con manos retorcidas, para completar su repelente perfil sensual.

Toda esta descripción usa y abusa del litote como figura irónica, con lo cual revela el pasaje su carácter descaradamente literario y la artificialidad --teatralidad-- de la escena, que ha sido compuesta para una vez más poner a prueba a Sancho, aunque el agudo gobernador improvisado se da cuenta del embuste. Pero sobre todo, creo yo, esta compleja figura sirve para advertirle Cervantes a un lector alerta que se divierte aquí con sus propios conceptos y práctica de la perspectiva y la representación, llevando hasta más allá de sus límites la mímesis.

El Quijote de 1605 delataba los resultados de la improvisación en su apresurada estructura, con sus historias intercaladas, algunas como la del cautivo de considerable longitud, otras como la del curioso impertinente que son como un pegote que no pasa de ser un relleno a pesar de su valor intrínseco. La primera parte tiene algo de colección de relatos a lo Decamerón, con el pretexto de las aventuras de Don Quijote y Sancho como expediente para que estos se cuenten. Desde luego, las peripecias de los dos protagonistas dominan la trama, pero no pocas veces de forma precaria. La segunda parte tiene más unidad formal, pero aun así su estructura es de enorme complejidad, con recursos juguetones en su justificación, como el contrapunto de capítulos, unos dedicados al caballero y otros al escudero, cuando éstos se encuentran en casa de los duques. La improvisación es ahora un recurso consciente, con el que se juega, que se representa en sus procesos y resultados. Pienso que es una decisión teórica de Cervantes que anticipa conceptos muy contemporáneos de la textualidad. El mejor ejemplo de ello es el capítulo V de la segunda parte, una especie de contrapartida del prólogo de 1605. El capítulo empieza con la siguiente aseveración como entre paréntesis: “Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que él las supiese; pero que no quiso dejar de traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía, y así, prosiguió diciendo:” (581). Más adelante añade, también como entre paréntesis: “Por este modo de hablar, y por lo que más abajo dice Sancho, dijo el traductor desta historia que tenía por apócrifo este capítulo)” (584). O sea, el texto de este capítulo pone en tela de juicio su legitimidad desde el principio, y luego repite, sobre la marcha, la duda sobre ésta. El texto se deshace a medida que se hace. Vale la pena hacer un escrutinio más detallado de la ficción genética que se le propone al lector. Leemos que el traductor “dice,” pero ¿cuándo y dónde lo dice y a quién? ¿Cuál es la sustancia ontológica del texto que leemos? ¿Qué es cómo y dónde? Tenemos que suponer que es una trascripción de lo que ha traducido el traductor, junto con notas suyas que el transcriptor tiene a bien comunicarnos pero que no podemos leer directamente.  Es decir, que en el capítulo leemos una refundición que además se anuncia falsa. En otras palabras, es una improvisación hecha a base de lo que hay a la mano y que tanto el traductor como el transcriptor se resignan a transmitirnos.

Además, se plantea en estas declaraciones marginales que realmente no lo son, un problema de mimesis, de realismo. Sancho, el Sancho que conocemos, no puede hablar de la manera en que lo hace, se trata de un error, no sabemos si deliberado o no, ni por parte de quién en la representación del personaje, que ha adquirido inopinadamente características que no le son propias. La advertencia denuncia una falta de realismo, una falla en la representación de lo real, un no haberse ceñido a las prescripciones de los preceptistas sobre ésta. ¿En qué se basa y con qué autoridad se permite el traductor hacer semejante juicio? ¿Qué teorías o doctrinas estéticas lo informan? ¿Podemos o no confiar en la representación de Sancho en otros momentos, así como la de los demás personajes, si ésta es defectuosa? El prisma de la reproducción de la realidad se ha agrietado irreparablemente, y la historia de su rotura ha ocupado el primer plano.  Hay encima de todo esto un problema de temporalidad. ¿En qué momento existe el texto en relación a los originales, a la traducción y a la trascripción? Una solución sería decir que sólo existe como tal en el momento de la lectura, en cada momento de lectura. Esta sería nuestra respuesta hoy como tal vez lo fue para Cervantes. De lo que sí no cabe duda es que en esta segunda parte la confección de las ficciones es intencional y expresamente improvisada, y el producto es tan imperfecto como el texto mismo del libro entero.

Los autores internos de la segunda parte conciben sus historias --bromas complicadas por lo general-- y las ponen en práctica, y son éstas como las historias intercaladas de la primera parte, sólo que ahora involucran a los protagonistas. Los episodios en Barcelona, magníficos en sí mismos, como la visita a la imprenta y el caso de la cabeza parlante, parecen un añadido para poder Cervantes ofrecernos una novelita bizantina, con batalla naval y todo, y pasear a su protagonista por un entorno urbano. Pero Don Quijote es tan ajeno a la gran ciudad como los episodios mismos. Ambos existen en un ámbito puramente teatral. El regreso a casa, tras la derrota del caballero, que incluye un retorno al palacio ducal, como para insertar un par de burlas más, la del velorio de Altisidora, un episodio brillante lleno de resonancias literarias, tiene algo de coda innecesaria, sólo justificada por la obligación de repatriar a los protagonistas a su "lugar de la Mancha." Todo esto revela que Cervantes lucha con la realización de un final plausible; busca una forma de cerrar correcta para una ficción que no tiene antecedentes ni moldes a los que atenerse. El final es un límite, y el apremio de Cervantes lo produce la sensación de infinito que he venido estudiando que no tiene límites.  La única aventura digna de esa situación es la muerte, y hacia ella se dirigen el caballero y su historia, como completando un círculo que se había abierto con la entrada al Toboso y el encuentro con la iglesia y el cementerio.

La derrota de Don Quijote a manos de Sansón Carrasco disfrazado de Caballero de la Blanca Luna concluye un nivel de la ficción --la que el hidalgo se ha inventado, y la que le ha añadido el bachiller con la suya propia, que se ha convertido en la segunda parte. Pero Don Quijote no puede volver a ser Alonso Quijano en Barcelona, tiene que hacerlo en su propia casa y lugar para que tenga sentido. El viaje de vuelta, con su interludio en la casa ducal, lo van a enfrentar a un simulacro de muerte, la de Altisidora, de profundas resonancias. El velorio simulado de la fingida dama enamorada es una síntesis paródica de antecedentes monumentales en la tradición del amor cortés y la poesía renacentista,  la de Garcilaso en especial, con la clásica incluida (Dido). Es como el final apoteósico de toda esa caterva de amores desdichados y amadas muertas que contiene a Beatriz, a Laura, a Isabel, y claro, ahora a Dulcinea. Este episodio nocturno, iluminado por un edificio virtual de luces artificiales que frágilmente contiene el inmenso cielo oscuro, tiene algo de wagneriano, pero con la típica dosis cervantina de ironía. Es la contrapartida del agujero en el techo de la venta de Juan Palomeque en la primera parte, sólo que ahora es enorme, con bordes incorpóreos.

Sancho le da el toque de gracia a la tradición amorosa cuando declara que "esto de morirse de amor los amantes es cosa de risa." Se van deshaciendo las ilusiones, es decir, las ficciones que han venido cubriendo el agujero en el techo de la venta que da entrada al cosmos inconmensurable, construcciones tenues que se deshacen ante el infinito inevitable de la muerte. Los anuncios han sido bastante claros. Don Quijote y Sancho han llegado al límite de España, Cataluña, es una región fronteriza, amenazada por hugonotes franceses. Han llegado al mar, límite de la Península, lejos del centro del lugar en La Mancha de donde partieron, y al que ahora regresan. El final de las bromas en el palacio ducal marca también la conclusión de las aventuras literarias inventadas por el mayordomo y sus secuaces. Se acaban las obras de los autores internos. El retorno de la cordura de Alonso Quijano y su muerte son un anticlímax, un bajón en todos los sentidos.

 

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