Pensar las ciudades: espacios intermediales/espacios interdictorios como escenarios ficcionales en

El hombre de al lado (de Mariano Cohn y Gastón Duprat) y

Medianeras (de Gustavo Taretto)


Hugo Hortiguera

Griffith University

 


Cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone. Italo Calvino. Las ciudades invisibles. (13)



Introducción

¿Cómo podríamos explicar, definir y pensar nuestra experiencia de lo urbano en el siglo XXI? ¿Cómo podemos hacerlo en un mundo en el que la abolición de las distancias fue conformando ciudades globales que, como señala Castells (Castells e Ince 57), “tends to generate a style of architecture, a certain type of cosmopolitan aesthetics, and a series of facilities that characterize the lifestyles of the global elite”?

Si todavía a finales del siglo anterior estábamos ante una “ciudad-memoria” (Augé, El viaje 113), en donde aún podíamos leer en la arquitectura de nuestras ciudades retazos de una historia con la que todavía nos identificábamos, ya en el nuevo milenio ese espacio de la ciudad tradicional se encuentra metamorfoseado, “topológicamente perturbado”, al menos en relación a una visión cartesiana propia de la modernidad (Courtoisie 134). Su forma de narrarlo también habría sufrido cambios sustanciales. Como agrega Castells (The Rise 56) en otra parte, esta ciudad global que se asienta en el nuevo siglo se ha convertido en espacio de flujos, una red de lugares “connected around one common, simultaneous social practice”. (1) Es un territorio cruzado como nunca antes por actividades económicas, sociales, culturales y políticas que trascienden sus propias fronteras y su propia historia. La ciudad global de Castells, en definitiva, es vista más como un cruce de procesos transfronterizos que como un lugar físico concreto, bastante alejado tal vez de aquella definición clásica de Richard Sennett (39): “[A] city is a human settlement in which strangers are likely to meet”.

Sin perder de vista esta mirada, lo que me interesa destacar en este documento es el ámbito imaginario que genera la ciudad en épocas de la sobremodernidad y la cuestión de los nuevos sentidos que va tomando el espacio público.(2) Como bien anota Marc Augé (El viaje imposible 111), la evolución de este ámbito imaginario nos importa porque concierne a las permanencias y cambios del espacio urbano y a nuestra relación cambiante con la imagen que ellas proyectan de nosotros mismos como habitantes del lugar. Preguntarse por la ciudad imaginaria que aparece en nuestras ficciones implica plantearse entonces un doble interrogante. Por un lado, conlleva cuestionarse acerca de la existencia de la ciudad, su naturaleza comunicativa, como lenguaje de interacción de los sujetos que la habitan y su relación con el espacio público. Por otro, supone examinar la existencia de lo imaginario local en un mundo cada vez más bombardeado por imágenes globales que van conformando una ciudad planetaria, “de imágenes y pantallas en las que la mirada se enloquece” (Augé, El viaje imposible 112). En síntesis, siguiendo siempre a Augé (Ficciones 115), “la sobremodernidad afecta simultáneamente a nuestras representaciones del espacio, a nuestra relación con la realidad y a nuestra relación con los demás”.

En el caso de la Argentina, en algunas películas de los últimos años, cineastas como Pablo Trapero, Adrián Caetano o Marcelo Piñeyro, nos han hablado de los espacios fragmentados de la ciudad, a la vez que han aludido a los ámbitos que habría que rehacer o reinventar para reconstruir un lugar de encuentro, hoy en profunda disputa (ver Hortiguera). Para muchos de estos directores, los espacios urbanos han perdido ya su estatus como sitios de comunicación cultural y de interacción social espontánea. Han devenido en lugares partidos, quebrados, plagados de fronteras interiores, en donde se han ido consolidando zonas de exclusión permanente y nuevas formas de soledad y aislamiento.

Tomando este marco conceptual como referencia, el presente artículo propone examinar la visión del espacio citadino desarrollada en dos películas argentinas del nuevo siglo: El hombre de al lado, de Mariano Cohn y Gastón Duprat (2010) y Medianeras, de Gustavo Taretto (2011). Lo que me interesa estudiar en ellas son los modos de circulación simbólica de los miedos en el imaginario urbano que se presentan en estos filmes. El núcleo urbano representado en estos productos fílmicos es un sitio atravesado por la extrañeza y el temor, en donde se ha puesto en discusión la “densidad de interacción” que ocurría en su geografía. Ha dejado de ser aquel lugar “del sentido inscripto y simbolizado, el lugar antropológico”, como dijera Augé (Los no lugares 86), en donde se vive y en donde están los relatos que nos identifican. Se ha convertido ahora en un complejo territorio cruzado por un entretejido de recelos y aprensiones que han desencadenado en su interior nuevos tipos de bordes, fronteras y destierros.

1. Espacios intermediales en la ciudad global: Medianeras.

Se ha dicho que en la primera mitad de los años treinta, Horacio Coppola –famoso fotógrafo y cineasta argentino del siglo XX– construyó con sus registros fotográficos una mirada particular sobre Buenos Aires que tendría un profundo efecto en el imaginario citadino. Era ésta una mirada moderna sobre la ciudad que intentaba construir una “síntesis entre modernidad y tradición, y entre la ciudad y la pampa” (Gorelik 93). Por medio de ella se buscaba descubrir una elusiva esencia moderna que se escurría entre los pliegues de los profundos cambios que atravesaba la capital en los tiempos prósperos del inicio del siglo XX (Gorelik 96).

A su manera, James Anthony Fitzpatrick, famoso productor cinematográfico y documentalista norteamericano, intentó reflejar, como lo hizo Coppola, ese conflicto entre modernidad/tradición de algunos países de América Latina en algunos de sus cortos documentales. Un ejemplo de esto es quizás un corto de nueve minutos titulado “Romantic Argentina” que hizo para su serie Traveltalks. The voice of the globe, y distribuido por MGM en 1932. En él, vemos a una Buenos Aires erigida como ciudad maravillosa, como “pura construcción humana” (Sarlo 153), sin la naturaleza exuberante de otras regiones de América ni la larga historia europea, aunque con un llamativo e incipiente eco del viejo continente. Si bien ya aparecía cruzada por grandes avenidas y bulevares, flanqueados por los edificios eclécticos construidos por su poderosa burguesía (en cita permanente con un modelo europeo con el que se identificaba) y por bellas esculturas, todavía se vislumbraba en algunas de sus imágenes una pampa cercana de tierras fértiles y ríos caudalosos. La cámara de Fitzpatrick se deleitaba una y otra vez en los amplios espacios todavía vacíos de las plazas y calles porteñas, y en la diversión sofisticada de algunos de sus habitantes, con sus regatas y carreras de turf.

Para Fitzpatrick, el espectáculo monumental y preciso que esas calles y plazas presentaban a sus ojos invitaban a una conclusión: era la más pura evidencia de que la naturaleza no podía competir con la creación humana. A esa pampa argentina, plana y monótona, se le había impuesto un orden lineal y coherente que domesticaba un vacío sin límites. Sin embargo, como decía, eran ámbitos todavía signados con una impronta campestre que podía aflorar en cualquier momento. La ciudad aún se debatía entre ser la gran capital orgullosa de América Latina o ser digerida por una pampa que la acechaba y buscaba filtrarse en ella ante cualquier descuido. Este dilema del filme de Fitzpatrick se hace obvio en las imágenes de un lechero ambulante que pasea una res por un suburbio porteño, mientras vende su producto recién ordeñado a los transeúntes, o por unos gauchos que bailan un malambo tradicional en una estancia cercana. La ciudad permitía aún una vida simple y sencilla, de vínculos interhumanos todavía estrechos.

Hacia la década de 1950, Fitzpatrick revisitó la ciudad con sus cámaras para filmar un corto de ocho minutos titulado “Beautiful Buenos Aires”, para Braniff Air Lines. Las nuevas formas de comunicación, como la aviación en este caso, daban lugar a nuevos modos de mostrar el mundo y de configurarlo. Y dado que el corto venía patrocinado por una compañía de aviación, no es raro entonces entender las persistentes imágenes aéreas de la ciudad. Para entonces, Buenos Aires ya había duplicado su población a cuatro millones y aquellos grandes espacios vacíos de su primera visita, que permitían intuir una pampa cercana, se veían saturados ahora por altos edificios, construcciones modernas de estilos varios, un congestionado tráfico que circulaba por sus arterias y una multitud que llenaba sus calles y parques y se divertía “a la moda europea”. La geometría, que se había asentado definitivamente en esos espacios, con sus calles en damero, amplias plazas y paseos llenos de gente, otorgaba una impresión de lugar establecido, de regularidad y previsibilidad, de pujanza y vigor. Eran imágenes de una ciudad estable, en donde se percibían costumbres y hábitos interhumanos arraigados y modelos de comportamiento aceptables.

Medianeras se vincula con algunas de estas visiones, aunque para cuestionarlas. Se abre con una imagen evocativa de estos cortometrajes casi idealizados sobre la Buenos Aires de Fitzpatrick y de esas fotografías de Coppola que mencionaba más arriba. Pero el discurso que la acompaña describe en todo momento una ciudad caótica y desmadrada, que ha perdido la armonía de aquellas imágenes antiguas. La cámara muestra un regodeo por los perfiles de las cúpulas porteñas y algunas fachadas sin estilo, que conforman unos complicados juegos geométricos a contraluz, y más abajo, los habitantes que hormiguean perdidos entre esas altas edificaciones. La desorientación del ciudadano, convertido en individualidades aisladas, es quizás uno de los primeros elementos que plantean esas imágenes.

No obstante, esta relación estética –casi contrapuntística si se quiere– con aquella “visión de cortometraje” no termina en los encuadres solamente. Existe otra, basada en el origen de la historia en sí. En efecto, hacia 2005 se había filmado una primera versión corta de veinte minutos que sirvió como “borrador” de todo el largometraje. (3) En éste se va a extender la anécdota inicial y se van a agregar algunos nuevos personajes y situaciones. Pero en lo sustancial la historia se mantiene. Se sustituye a la actriz original, Mariana Anghileri, que interpretaba a Mariana en la versión corta, por la española Pilar López de Ayala, debido quizás a que, al ser el largometraje una coproducción con España, se requería que una parte del elenco fuera de ese origen. Mientras tanto, se mantenía en la segunda versión al mismo actor que había interpretado a Martín (Javier Drolas) en la primera.

La historia que se cuenta en ambas es muy simple. Mariana y Martín son dos jóvenes que viven en la misma manzana, pero en diferentes edificios. Y en el medio de ambos –separándolos o uniéndolos, según se interprete– se yergue Buenos Aires. Sus caminos se cruzan una y otra vez en el deambular cotidiano, pero jamás se encuentran, porque existen en la ciudad bordes no naturales que se empecinan en separarlos en forma permanente. Aquellas edificaciones, calles y plazas que con su racionalidad y geometría habían avivado el asombro y la sorpresa de Fitzpatrick son percibidas ahora como barreras que fomentan la anarquía. El núcleo urbano presenta una arquitectura arbitraria que lleva a sus habitantes –y a los protagonistas del filme en particular– a vivir en verdaderas islas o archipiélagos (para utilizar la expresión de Svampa 27), separados siempre por obstáculos imprevistos que les salen al paso: escaleras, ascensores, cristales de los escaparates, cascos de motocicletas y la oscuridad de los recurrentes apagones de Buenos Aires en verano. Antes que una ciudad, para evocar a García Canclini (88), las imágenes parecen mostrar un videoclip inconexo y anárquico. Así lo señala el propio Martín, al inicio del filme:

Buenos Aires crece descontrolada e imperfecta. Es una ciudad superpoblada en un país desierto, una ciudad en la que se yerguen miles y miles y miles y miles de edificios sin ningún criterio. Al lado de uno muy alto hay uno muy bajo, al lado de uno racionalista, uno irracional, al lado de un estilo francés hay otro sin ningún estilo. Probablemente estas irregularidades nos reflejen perfectamente (…). Estos edificios que se suceden sin ninguna lógica demuestran una falta total de planificación. Exactamente igual es nuestra vida, la vamos haciendo sin tener la más mínima idea de cómo queremos que nos quede. (Martín)

 

Al igual que esos edificios disímiles que coexisten en esa ciudad “descontrolada e imperfecta” de la que habla Martín, y con la que él mismo se identifica –al fin de cuentas, él mismo es “descontrolado e imperfecto” como vamos a ver de inmediato– se va exhibiendo una relación de los dos protagonistas a contrapunto.(4) Vamos conociéndolos de manera alterna a través de las descripciones de sus pequeñas fobias cotidianas que ellos mismos van declarando en “off” a una cámara a la que ni siquiera miran, como si de un soliloquio se tratara (tan encapsulados se encuentran).

Martín es, según él, “un fóbico en vías de recuperación”. Vive en un pequeñísimo y caótico estudio en el que durante muchos años se recluyó, debido a recurrentes ataques de pánico. Su realidad ha quedado encerrada en el “ciberespacio” de su computadora, con la que trabaja (diseña sitos web), y a través de la cual “hace sus trámites, lee revistas, baja música, escucha radio, compra comida, alquila o ve películas, chatea, estudia, juega y hasta tiene sexo”. Toda su vida está recluida en ese pequeño espacio cerrado de su pantalla, que limita el contacto entre los cuerpos y configura un “espacio intermedio” entre su realidad externa y su zona más íntima.

Irónicamente, esa mediatización se convierte en un mecanismo de cura de su agorafobia, cuando su psiquiatra le propone redescubrir con fotos la ciudad y su gente, y ayudarle a perder el miedo a los grandes espacios abiertos. Pero nótese lo significativo de este redescubrimiento: las posibilidades de sociabilidad de Martín no se dan a través de relaciones cara a cara, sino por medio de deslizamientos de lo real a través de la lente de su cámara, mientras vaga, errante, por las calles y parques.

De esa visión aérea de Buenos Aires, multiforme e irregular, con la que se abre la película, pasamos pronto al desorden del monoambiente en el que habita, a sus prácticas cotidianas obsesivas, a sus manías y aversiones, a sus recorridos y procedimientos absurdos para circular en ella. Su vida es el reflejo de una ciudad que se ha ido alejando de sus habitantes, una ciudad que ya no ofrece la seguridad y protección contra los caprichos del destino y la continuidad o la persistencia de un cierto orden (Bauman, La sociedad sitiada 61). Por el contrario, la ciudad ofrece a los ojos de Martín (y por extensión, a los del espectador) una experiencia de vida indeterminada, absolutamente azarosa, impersonal y, por momentos, peligrosa. Un ejemplo de esto está dado en su distante y cuasi-temerosa relación con ese intimidante mensajero que, encapsulado detrás de un casco oscuro de motocicleta, le trae cotidianamente sus trabajos, y a quien Martín espía con zozobra detrás de la mirilla cuando se marcha. Especie de mensajero de la muerte, ejemplar de Darth Vader de La guerra de las galaxias, el motociclista se aparece acechante detrás de la puerta de su apartamento, para escurrirse y diluirse jadeante en la oscuridad del rellano de su escalera. El afuera se ha convertido en ese espacio en donde los extraños viven, aguardan agazapados o se pasean evasivos.

Para Mariana, por su parte, sus atisbos de sociabilidad se arbitran a través de un espacio de nadie, terra nullius que no pertenece ni a un adentro ni a un afuera de su entorno más inmediato. Como Martín, ella también cuenta con una interface especial entre el ámbito público y su espacio privado. Es esa zona del escaparate en el que trabaja “por (a)hora”, mientras espera frustradamente un empleo como arquitecta que jamás aparece. También como Martín, Mariana parece vivir en un mundo provisorio e inestable que arma y desarma en forma periódica, como esos maniquíes que, como escaparatista, viste y desviste al comienzo de la película y con quienes parece establecer una relación de afecto especial. Esa fragilidad que parece tener le inspira sentimientos particulares con una pequeña categoría de extraños con los que cree compartir ese espacio intermedio de su vitrina, devenido ahora en un “lugar extraviado”, un mundo alternativo que no está en ningún lugar, pero a la vez está a la vista de todos. Es tal vez sólo en ese limbo quimérico en donde se pueden dar conexiones con “amigos virtuales” que, al mirar su trabajo como a través de una pantalla de ordenador, terminen interesados en ella:

Hasta que pueda trabajar de arquitecta vivo decorando vidrieras. (…) Me gusta pensar en las vidrieras como un lugar perdido, que no está ni adentro ni afuera de los locales. Un espacio abstracto y mágico. No puedo negar que reflejan algo de mí y a la vez me tranquiliza el anonimato. Pienso, tal vez, estúpidamente, que si alguien se para frente a la vidriera de alguna manera se interesa en mí.

 

Ambos personajes, entonces, mantienen un contacto particular con su entorno. ¿O quizás debería decir un “desapego” o alejamiento de él? Están allí, pero no sienten que son de allí. Son vidas plagadas de angustias en una ciudad que se empeña en poner trabas a su realización como seres humanos. Para ellos existe siempre la sospecha de vivir en un lugar equivocado, una vida equivocada, o de que algo de vital importancia se les está escurriendo entre las manos, o que han dejado sin explorar o intentar algo trascendente que podría cambiarles la vida para siempre (Bauman, Amor líquido 79). Es una especie de permanente insatisfacción, al descubrir que viven rodeados de gente y sin embargo en absoluto aislamiento, como ese esquivo “Wally en la ciudad” que busca Mariana con desesperación en ese libro que guarda desde los catorce años y ese otro Wally que busca en forma casi desconsolada en la ciudad real (y que encontrará –lo sabremos– al final de la película y en la figura de Martín):


Han pasado los años y hay una página que no puedo resolver: “Wally en la ciudad”. (…) En la ciudad no lo encuentro. Sé que los nervios enceguecen, pero no lo encuentro. Y entonces me pregunto: Si aun cuando sé a quién estoy buscando, no lo puedo encontrar, ¿cómo voy a encontrar al que estoy buscando si ni siquiera sé cómo es?

 

Vivir en la proximidad de los otros inquieta. Y ambos personajes sólo pueden establecer puras “relaciones de bolsillo” (la expresión pertenece a Catherine Jarvie, citada por Bauman, Amor líquido 38), breves, a veces agradables y otras no tanto, pero siempre listas para sacarlas del bolsillo cuando se las necesita con el convencimiento de que no requiere de ellos ningún compromiso ulterior. Esta mixofobia urbana empuja a los protagonistas a encerrarse en sus pequeñas islas en medio de un mar de diversidad y diferencia. Nada parece embargarlos ni conmoverlos (y esa gestualidad casi hierática que demuestran los actores parece corroborarlo).

Los personajes de Medianeras han perdido esa capacidad de “entender, negociar y pactar que exige vivir entre y con la diferencia” (Bauman, Tiempos líquidos 125). Han quedado encerrados en esa “medianera” a la que se asoman y desde la cual sólo perciben fragmentos de comunidad, allá abajo. Viven en ese espacio fronterizo impreciso que la medianera representa. La búsqueda persistente de Mariana (pero también de Martín) por crear una “comunidad de semejantes” (la expresión pertenece a Bauman, Tiempos líquidos 125) desde ese espacio es un síntoma que pone en evidencia la retirada de la alteridad exterior y la renuncia a comprometerse con una interacción interior, trascendental e inspiradora, pero también perturbadora e incómoda.

En palabras de Augé (El viaje imposible 89), entonces, el entorno de estos personajes se ha convertido en un “no lugar”, espacio en el que no puede explicarse o descifrarse nada sobre la propia identidad, ni sobre las relaciones con los otros ni entre los otros porque, en definitiva, lo que está ausente en todo esto es su “sentido de pertenencia”. Es interesante notar ese ir y venir de estos personajes por las calles porteñas. Significativo y curioso resulta, a su vez, el hecho de que no aparezcan en la película “lugares emblemáticos” y reconocibles de la ciudad. La historia podría ocurrir en Madrid, Santiago o Nueva York. Cada uno vive en su mundo, sin contacto directo con su entorno ni con su historia. O mejor aún: son verdaderas burbujas que atraviesan el espacio citadino sin establecer con él ningún tipo de relación. El paisaje urbano se rescinde entre un pasado que se diluye entre los entresijos de su propia historia y un futuro incierto. La pérdida de la experiencia de lo urbano –tal como la entendíamos– se presiente como total.

¿Lograrán Martín y Mariana superar la incertidumbre y convertirla en algo menos desalentador al establecer al fin una relación duradera, una “comunidad de semejanzas”? ¿O terminarán conformando una “comunidad de ocasión” más –como las tantas que han tenido a lo largo de la película–, de expectativa más frágil, ligera y breve? La película no lo dice, porque termina en ese preciso momento del encuentro, en donde se enfrentan los “intereses confluentes” de ambos (Bauman, Amor líquido 43) y donde deberán jugarse su condición de infelices.

2. ¿Espacios interdictorios en la ciudad de hoy?: El hombre de al lado

“La casa es un cuerpo de imágenes que dan al hombre razones o ilusiones de estabilidad”, nos decía Gastón Bachelard en su La poética del espacio (48). Para Le Corbusier, el famoso arquitecto suizo-francés y pionero de la arquitectura moderna, en cambio, la casa era considerada como una “máquina de habitar” y su función podía resumirse en tres presupuestos: (1) proveer protección contra las inclemencias del tiempo, los ladrones y los curiosos; (2) capturar la luz y el sol; y (3) ser el espacio en donde se puede cocinar, trabajar y desarrollar la vida personal (De Botton 57).

Será a partir quizás de estos tres postulados que, como veremos a continuación, se desarrollará El hombre de al lado (2010), película dirigida por Mariano Cohn y Gastón Duprat. Ya no se trata de intentar explicar y entender el lugar por el que circulamos, sino explorar ese “ser concentrado” (la expresión pertenece a Bachelard 48) que representa la casa (entro)metida en un espacio urbano que parece, como nunca, disolverse a su alrededor.

Nominada para los Premios Goya como Mejor película extranjera de habla hispana en 2011, cuenta la historia de Leonardo (Rafael Spregelburd) y Víctor (Daniel Aráoz), dos vecinos que viven en la ciudad de La Plata, esa ciudad que se pensó como contrapeso de Buenos Aires en 1880, cuando ésta se federalizó. Pero la elección de La Plata para el escenario de la acción no es fortuita. La ciudad fue proyectada a fines del siglo XIX, siguiendo una concepción racionalista de los centros urbanos. (5) Pensada como ciudad ideal –con algunos toques masónicos–, La Plata (un cuadrado perfecto con abundantes diagonales que lo cruzan formando rombos, y bosques y plazas colocadas con exactitud cada seis calles) fue diseñada apuntando a que sus habitantes pudieran realizar en su geografía sus objetivos de mejoramiento material y espiritual.

Sin embargo, serán precisamente ese cierto orden racional y esos objetivos los que parecen ponerse en cuestión dentro de la película. Leonardo es un arquitecto y diseñador exitoso de clase media que vive orgulloso con su mujer y su hija en la casa Curutchet, única vivienda familiar que Le Corbusier diseñó y construyó en América Latina. Una mañana su sueño se ve alterado con unos ruidos insistentes que no logra identificar. De inmediato, nota que un grupo de albañiles, bajo las órdenes de su nuevo vecino Víctor, ha abierto un boquete en la medianera que los separa para colocar allí una ventana, cuya vista caerá de lleno dentro de la sala de su casa. Indignado ante lo que considera una invasión de su privacidad y una destrucción de la estética de su vivienda, Leonardo se verá envuelto en una sorda pelea con su vecino que irá in crescendo hasta tomar un cariz que revelará facetas particulares de ambos.

La anécdota en sí es muy simple y casi se podría decir que es mínima. Se trata en definitiva de un conflicto menor entre vecinos que, al igual que la primera versión de Medianeras, podría haberse contado como cortometraje. Y al igual que en aquella, la arquitectura se exhibe aquí con una connotación social fundamental. Como observa Páez (92), aunque las medianeras aíslen a los ciudadanos al ámbito de lo privado, resulta imposible para ellos escaparse del contexto de lo público en su totalidad. Un sustrato ideológico en el que la sospecha y el miedo –que vienen de afuera– son los ejes articuladores de las relaciones interpersonales se instala en el largometraje desde su inicio. Si en Medianeras los miedos giraban en torno al espacio abierto de la ciudad y la casa (con sus muros) era el refugio que protegía a los personajes de un afuera ominoso, El hombre de al lado propone, por su parte, un espacio íntimo en el que se ha instalado –en forma definitiva– la mirada del otro que provoca miedo.

En efecto, la mirada es una protagonista constante en el filme y aparece y reaparece una y otra vez bajo distintas formas. La historia se abre con una pantalla dividida en partes iguales mientras corren los títulos. La escena de la derecha muestra la maza que golpea rítmicamente en el interior oscuro de la habitación de Víctor, en tanto la de la izquierda presenta el otro lado de la medianera: la pared blanca de Leonardo en la que se va abriendo un orificio semejante a un ojo que se agranda. Por un momento las dos perspectivas quedan enfrentadas en la pantalla y parecen conformar un rostro que mira al espectador para advertirle que lo que seguirá será algo ante lo cual se tendrá que tomar una posición. No parece haber escapatoria: o se está de un lado o del otro.

Acto seguido, la cámara se detiene en el ojo entreabierto de Leonardo que, en su cama, se despierta sobresaltado y se levanta para ir hacia el lugar de donde provienen los ruidos. Recorremos con él así la famosa casa, sus grandes espacios vacíos y luminosos, y tenemos la oportunidad de ver de inmediato el minimalismo en el que está sumido. Vemos así sus muebles de diseño, sus cuadros coloridos y de figuras concéntricas y, casi como al pasar, la famosa reproducción de Che Guevara tomada por Korda, convertida ahora en pintura pop art “a lo Warhol”. (6) Y esta reducción a lo esencial que exhibe el espacio de Leonardo no se da porque sea precisamente un asceta sino porque (lo sabremos de inmediato) en él hay toda una “pose” cuidadosamente pensada y calculada hacia un otro particular –e igual– que espera que lo (ad)mire.

“¿Cómo va a hacer un agujero con vista a mi casa?”, le pregunta Leonardo al obrero –con rasgos indígenas– que está abriendo el boquete. Y remata con Ana (Eugenia Alonso), su esposa, después de su conversación con éste: “¡Qué país feo, la puta madre!”. “Tremendo”, le responde ella. En verdad, Ana y Leonardo se sienten delante de un sujeto extraño con el que no tienen ningún lazo en común. No sienten que pertenecen al mismo espacio cultural o comunitario. Tampoco sienten que comparten su geografía y su historia. Al respecto, nos dice Bauman (Amor líquido 139) que el concepto de “sujeto extraño” no es una creación reciente, aunque sí lo es la concepción del extraño que continúa siéndolo para siempre, tal como lo sienten Ana y Leonardo. La incertidumbre, una ansiedad interminable y una agresividad latente se concentran muchas veces en los blancos más cercanos. Y su accionar se sintetiza en un ánimo segregacionista que influye en el crecimiento de enfrentamientos en la ciudad, convertida ahora en un “espacio interdictorio” que divide, segrega y excluye.

Lo más paradójico de la conducta de Leonardo es esta “exposición controlada” al otro particular, que intenta mantener a lo largo de toda la trama. Esta idea se ratifica cuando, acto seguido, nos enteramos de que en la página electrónica que está armando con sus datos personales para publicitar su perfil profesional le propone al diseñador de su sitio que le “oculte su cara”, pero que exponga con claridad que una de las sillas que diseñó fue Premio “Silla del Año” en la Bienal de Estocolmo 2002. Leonardo se ha convertido en una “mercancía espectacularizada”. Su personalidad emerge en tanto producto atrayente para ser consumido, discretamente claro está. (7) Pero cuando el diseñador de su página le sugiere agregar su acción social y participación en la defensa de los grupos aborígenes se niega, aduciendo que “no quiere hacer propaganda de eso”.

Esta parte oculta de Leonardo es algo que se reitera en su interacción con los otros personajes y en el encuadre elegido por los directores en cada una de sus apariciones. En efecto, como espectadores casi siempre lo vemos de espalda o de soslayo en los diálogos que mantiene con Víctor y con los obreros que trabajan en la medianera. Su rostro es siempre esquivo a la mirada de la audiencia, como esquiva será también la actitud que él tomará con Víctor, al adjudicarle a Ana las objeciones que él mismo tiene sobre la abertura en la medianera, y que por cobardía no se anima a hacer suyas (“El otro problema es mi mujer. Es una mina súper obsesiva. Es inflexible. A mí de hecho la ventana no me jode tanto. No me parece tan grave, pero ella no lo va a aceptar nunca.”)

Resulta incomprensible que Leonardo “se esconda” en un espacio –la casa Curutchet– en donde es casi imposible esconderse. Como bien dice el profesor que enseña la fachada a sus estudiantes casi al comienzo de la historia, la famosa casa fue proyectada por Le Corbusier con el fin de “combinar simplicidad, comodidad y armonía”, con amplios ventanales que permiten el contacto visual entre su interior y la calle. La casa forma parte del paisaje. O mejor aún: se integra a él, permitiendo un juego de miradas entre el exterior y el interior. Los habitantes de la casa están expuestos en forma permanente a la vista de un “otro igual”, como lo son los turistas y docentes que vienen a fotografiarse junto a ella. Y de hecho, su empleada doméstica (Loren Acuña), no hace más que limpiar los vidrios en forma constante para mantener esa visión siempre diáfana de la vidriera. Sin embargo, como dije más arriba, Leonardo sólo permite la mirada del otro que sea igual (el profesor con sus alumnos, los turistas con sus cámaras), pero reniega de aquella que proviene de uno diferente que se atreve a sostenérsela en forma desafiante y pueda controlarlo (En este sentido es ejemplar la forma en que Víctor se enfrenta a Leonardo con la mirada fija durante todo el filme, mientras que Leonardo baja sus ojos o evade la mirada frontal):


Leonardo: No se puede hacer una ventana en la medianera con vista a mi casa.

Víctor: Bueno pero parece que al barrio no llegó la noticia. ¿Y estos edificios que están ahí? ¿Aquel y aquel otro?

Leonardo: No, no. Pero eso no tiene nada que ver. Lo suyo es ilegal. Está vulnerando mi intimidad y la de mi familia.

Víctor: Pero si te miran de todas esas ventanas. ¿Qué te jode una más? Estoy tratando de atrapar unos rayitos de sol…

 

Esconderse dentro de una casa convertida en vitrina, detrás de las supuestas objeciones de su mujer o de su suegro, para dejarse ver sólo por aquellos que “son iguales”, es una constante en Leonardo. Pero también decía más arriba que la ciudad en la que la propia casa está inmersa parece disolverse. En efecto, las líneas de fuga de su damero y sus diagonales se enredan como si fuera un auténtico laberinto (como laberínticas son las imágenes que mira Leonardo en su computadora). Los personajes se pierden en los grandes espacios vacíos de una casa que se pierde en los grandes espacios laberínticos –o casi desérticos– de la ciudad (no en vano el desierto era para Jorge Luis Borges también un laberinto). En verdad, no hay casi atisbos de La Plata. Sólo existen imágenes que, como las de Leonardo, se ven de soslayo: desde el auto en que maneja, encapsulado, y sin contacto con las calles semi-vacías o brumosas por las que atraviesa, hasta la vaga percepción de un tránsito que se intuye desde la ventana de su primer piso en sus charlas con Víctor.

La ciudad se disuelve o fragmenta entre la recurrente neblina y ya casi no existe. Su protagonismo está dado, como el Godot de Beckett, por esa extraña relación de presencia-ausencia que se insinúa o amaga a lo largo de toda la película, en paralelo a una casa que se caracteriza también por su vacío (no sólo de objetos, sino también de relaciones). El exterior, en aquellos pocos momentos en que la cámara se atreve a salir del perímetro de la casa Curutchet, se intuye como trasfondo casi siempre borroso, oscuro, o de segundo plano. En esos territorios del afuera no se pueden vislumbrar calles o lugares reconocibles o icónicos de la ciudad. Sólo se verán de ella espacios de flujo por donde circula a veces un tránsito continuo y ruidoso.

El minimalismo de Leonardo, con sus cuadros “a lo Warhol”, sus muebles de diseño y su casi ridícula afectación será el aura que rodeará a los habitantes de la vivienda, caracterizados por su opacidad, su insinceridad, y su imposibilidad por entablar una comunicación franca con el otro. En este sentido se podría decir que minimalista también será la relación entre los miembros de la familia. Lola (Inés Budassi), la hija de Leonardo, por ejemplo, es casi una autista, sumida en un mundo que se ha creado con sus auriculares y en el que no tienen cabida sus padres. Sólo escapa de ese mundo atraída por el show de títeres que le monta Víctor desde su ventana, con botitas de vaquera puestas en sus dedos que bailan cuasi erótica y perversamente sobre una banana. (8) Leonardo y su familia son así como lienzos en los que apenas se vislumbran algunos estallidos concéntricos de color (como esas paredes blancas de la casa) que sólo desnudan estereotipos y diálogos demasiado triviales que exponen un mundo anodino y arrogante, signado por grados de alienación, hipocresía y neurosis. Y en medio de esto, sólo existe una otredad que, por su vulgaridad y frontalidad, asusta y con la que resulta imposible pactar.

Casi al final de la película, Víctor termina aceptando, casi a regañadientes, la sugerencia de Leonardo de construir una ventana fija y angosta, con vidrios oscuros. Esto pondrá un punto final al interminable conflicto entre los vecinos. Sin embargo, Ana se niega y en conversación con Leonardo le señala:


Ana: No puedo creer. ¿Pero qué hizo ahora? ¿No era que iba a tapar? Dejó una  ventana pero más finita.

Leonardo: No bueno, pero falta…

Ana: ¿Qué falta, boludo? ¿Que se mude acá, a vivir a casa con nosotros?

Leonardo: No, no está terminada. ¿No ves ahí? En esa raja va un vidrio esmerilado opaco y además está construida por encima de la altura de la cabeza de cualquier persona. Para mirar se tiene que subir a un banquito. Es imposible…

Ana: No puedo creer que vos permitas todas estas cosas.

Leonardo: Mirá que es un paño fijo. No se abre.

Ana: No entiendo cómo no te calienta que ese oscuro mire a tu mujer, a tu hija y te controle la vida por ese agujero.

Leonardo: Pero así zafa. Están cubiertos más o menos todos los flancos.

Ana: ¡Que se deje de joder! Que tape todo de una vez por todas. O compro cemento y lo tapo yo.

 

Para Ana, esa ventana debe cerrarse definitivamente, porque la sola imagen de una delgada lámina de vidrio –aunque sea fija– que la separe de ese “oscuro”, como ella lo llama, es inadmisible. Hay que mantener al entrometido y verborrágico Víctor –a ese incómodo otro– a una distancia más que prudencial, dentro de su reserva salvaje. Se propone así la negación del otro, pero también la negación de un sentido de comunidad. La ciudad, con sus diferencias y sus otros, ha dejado de existir. En efecto, cuando caracterizamos a esos otros bajo el rótulo de “problema de seguridad”, terminamos por borrarles el rostro en forma definitiva (nótese el matiz discriminatorio de Ana que “le borra” el nombre y el rostro a Víctor: ha pasado a ser “el oscuro”). Como agrega Bauman, “una vez despojado el Otro de ‘rostro’ su debilidad invita a la violencia con naturalidad y sin esfuerzo, a la inversa de lo que ocurre cuando el rostro está puesto y la misma debilidad abre una extensión infinita para la capacidad ética de socorro y cuidado” (Daños colaterales 84. Subrayado en el original).

El final no deja de ser, por sus imágenes, desolador. Víctor sale en auxilio de Ana y de la empleada doméstica de Leonardo, cuando dos delincuentes invaden la casa de su vecino en su ausencia. Uno de ellos le dispara a Víctor en la espalda, mientras la empleada acciona el botón de pánico. Advertidos de que algo está sucediendo en la casa, Leonardo y su esposa regresan de inmediato para encontrar a Víctor herido al pie de la escalera y a punto de morir. Leonardo obliga a las mujeres a refugiarse en los pisos superiores, toma el teléfono con la intención de pedir auxilio para Víctor, pero no lo hace. Se queda a su lado en silencio hasta verlo morir desangrado.

Y hasta aquí llega la película. Una pantalla negra nos muestra, esta vez sólo desde la casa de Víctor, cómo se tapia la abertura en forma definitiva, mientras corren los títulos finales. Un círculo perfecto que se iniciaba con la apertura de la ventana termina con su cierre (en el, valga la redundancia, cierre de la película). En medio de todo esto, la ciudad no está, ha desaparecido, porque tampoco están los vínculos que permiten la existencia de la comunidad representada en ella. No existe ciudad y tampoco existe comunidad (ni afuera ni adentro de la casa). Se desnuda “el debilitamiento y la decadencia de todos los vínculos interhumanos” que Bauman ya observara en su descripción de la “modernidad líquida” (124 Daños colaterales). (9) Faltan los lazos que reconstruyan un entramado urbano y humano, de “comunión-en-lo-público” (la expresión pertenece también a Bauman, Daños colaterales 97), anudados con los hilos del respeto, el diálogo y la confianza de la civilidad. (10) En suma, la película propone un problema de negociación y comunicación entre grupos humanos, un problema de tolerancia y acuerdo civilizado, y un problema alrededor de la existencia misma de la polis.

3. A manera de breve conclusión

Se ha dicho que en la estructura básica de las comunidades existen elementos simbólicos y materiales (Silverstone 160). Las comunidades pueden ser definidas no sólo a través de las trivialidades de la interacción cotidiana, sino también por aquellos elementos más profundos y complejos de la acción colectiva. Sin embargo, como bien observa Silverstone siguiendo a Anthony Cohen, no puede existir una comunidad si no hay una dimensión simbólica, con significados comunes y creencias e identificaciones que compartimos. Si estos elementos no se hacen presentes, no pertenecemos a nada. No tenemos nada para compartir, promover o defender.

Los miembros de una comunidad se sienten como tales porque les adjudican –o creen adjudicarles– un sentido similar a las cosas que los rodean, tanto en asuntos generales como en otros más específicos y significativos. Pero además, son conscientes de que esos sentidos que ellos les dan pueden contrastar y variar con otros asignados en otros lugares. De esta forma, los miembros de una comunidad se reconocen como tales cuando adhieren a ese cuerpo común de símbolos que se oponen, por otra parte, a otros símbolos elegidos por otros grupos (Cohen 16).

Las películas aquí analizadas parecen cuestionar quizás uno de los pilares de esta definición. Lo que ellas parecen sugerir es que en la así llamada “comunidad argentina” existe una falla respecto del permanente sostén y afianzamiento del carácter común de esos símbolos. Ninguno de los personajes que hemos visto se siente parte de ese espacio geográfico que habita y por el que circula. Ninguno parece establecer una comunidad de significados con el otro.

En los casos analizados, todos han llegado a sentir que tienen poco en común entre ellos. Inclusive el caso de Martín y Mariana (de Medianeras) podría ser puesto en dudas. Ya en su momento preguntaba si podrían superar ambos la incertidumbre y sus miedos y establecer al fin una relación duradera, una “comunidad de semejanzas” con el otro. ¿Qué seguridad tenemos de que su historia no pasará a ser una “comunidad de ocasión” como otras que han tenido, de lazos débiles, ligeros y muy breves? No lo sabemos, porque la historia llega hasta el momento preciso en que quedan enfrentados los “intereses confluentes” de ambos y deben ponerse en juego en espacios intermediales. Y esto no implica necesariamente uniformidad, sino aceptación de la diferencia, comprensión y civilidad.

El hombre de al lado, en tanto, demuestra el fracaso definitivo de esos espacios intermedios y el triunfo de los interdictorios, en donde no pueden ponerse en acción esos “intereses confluentes”. El fracaso de la comunidad –representada en la figura de la ciudad– está dado por no poder contener la heterogeneidad de conductas e ideas, de forma tal que el espacio urbano se llena de disonancias que no logran cristalizar en forma coherente. Es en definitiva el fracaso de la comunidad como tal, porque todo lo que queda son espacios interdictorios, en donde se restringe la entrada, circulación o proximidad del otro o se le castiga o elimina si hace un intento por entrar o desviarse (como es el caso de Víctor). No hay otra forma de sacarse a ese otro incómodo de encima, más que eliminándolo completamente del espacio común. No hay interacción con el otro porque no existen –y no se quieren– nexos de ningún tipo con él. No hay ciudad porque no hay comunidad. Aquellas “romantic Argentina” y “beautiful Buenos Aires” de Fitzpatrick que veíamos al comienzo han quedado relegadas al arcón de los recuerdos.

En suma, los esfuerzos por mantener a distancia al “otro”, junto con una abierta decisión de excluir la necesidad de comunicación, negociación y compromiso recíproco, aparecen como la única conducta posible en la ciudad de los espacios interdictos. Sin duda, se trata de una patología del espacio público entendido como espacio de la polis. Es el ocaso del arte del diálogo y el compromiso a favor de la intolerancia, la segregación y la exclusión, que desnudan, en definitiva, la desintegración de la vida comunitaria.

 

Notas

 

(1). “No olvido que el propio Castells rectificó en su momento que el llamado “espacio de flujos” no debería estar asimilado sólo a las élites globales. En efecto, como el espacio de flujos estámaterially based on the new technologies of communication [...], people of all kinds, wishing to do all kinds of things, can occupy this space of flows and use it for their own purposes (Castells e Ince 58). Como señala Castellas en otro lugar: Our societies are constructed around flows: flows of capital, flows of information, flows of technology, flows of organizational interactions, flows of images, sounds and symbols. Flows are not just one element of social organization: they are the expression of the processes dominating our economic, political, and symbolic life. ... Thus, I propose the idea that there is a new spatial form characteristic of social practices that dominate and shape the network society: the space of flows. The space of flows is the material organization of time-sharing social practices that work through flows. By flows I understand purposeful, repetitive, programmable sequences of exchange and interaction between physically disjointed positions held by social actors.” (Castells 412)

 

(2). Por sobremodernidad entiendo, siguiendo a Marc Augé (Ficciones 115), “la toma del poder que realizan los factores de la modernidad tal como era concebida en el siglo XIX: una aceleración de la historia (unida a la globalización de la economía y al desarrollo de los medios de comunicación y al de la información), un estrechamiento del espacio (unido a la aceleración de los medios de transporte y a la difusión de las imágenes ) y una individualización de los itinerarios o de los destinos (unida tanto al ideal de consumo como a los efectos desestructuradores de los dos primeros factores)”.

 

(3). El corto ganó más de cuarenta premios internacionales (entre ellos el Grand Prix de Clermont Ferrand 2006) y se convirtió, según Juan Pablo Russo, en “un hito dentro de la historia del cortometraje argentino”.

 

(4). El propio Martín en conversación con Mariana pasa revista a uno de sus días típicos: “Me desperté a las doce porque me dormí a las cinco. Tenía que empezar a nadar. Desayuné a la una.Tomé un Ibupirac Flex. A las dos empecé a trabajar (…): A las cinco almorcé. A las ocho fui a terapia. Tomé el segundo Ibupirac Flex. Después sonó el teléfono y me ilusioné: era equivocado. Ahora estoy tomando la merienda. Cuando termine de chatear me pego un martillazo en la cabeza para dormirme porque mañana voy a empezar a nadar.

 

(5). Cabe recordar que uno de los exponentes máximos del racionalismo arquitectónico será precisamente Le Corbusier.

 

(6). Esta concepción “concéntrica” de la historia resulta en extremo llamativa y es, podría afirmar, la estructura que sigue la diégesis. El dueño de la casa de Le Corbusier es un arquitecto y diseñador. La casa está en una ciudad racionalista que sigue por momentos algunos de aquellos postulados del funcionalismo arquitectónico propuestos por Le Corbusier. La historia gira –nunca mejor usado este término– siempre alrededor de ese agujero que Víctor hace en la medianera común y que Leonardo se resiste a aceptar. Toda la discusión entre los dos vecinos se centra en “las vueltas argumentativas” que da Leonardo para convencer a Víctor a cerrar la dichosa abertura en la medianera. Pero también Leonardo “da vueltas” en la ciudad sin rumbo muy fijo, a la vez que también da vueltas en su coche por el frente de la casa de Víctor, tratando de reconocer la geografía en la que éste vive. Mientras tanto, Víctor hace lo mismo subido a una furgoneta que parece un tanque de guerra, con vidrios polarizados y música popular a todo volumen. “Dar vueltas” –en el más amplio sentido de la expresión– es una constante de la historia.

 

(7). Su cara aparece varias veces escondida o distorsionada a lo largo del filme. Ejemplos de esto se pueden observar cuando su suegro, debido a su impericia, prueba la nueva cámara filmadora y le borronea el rostro; o cuando Leonardo oculta su cara detrás de un mueble de cocina mientras prepara la cena.

 

(8). Las botitas curiosamente aparecen en una escena anterior puestas en los pies de una de las muñecas de Lola. Algo perverso parece entreverse en la relación entre la chica y su vecino. Asimismo, la misma atracción que despierta Víctor en Lola parece despertarla en los padres de ésta, cuando ellos también espían desde su ventana, amparados en la oscuridad de la noche, las proezas sexuales de Víctor con una chica.

 

(9). Por “modernidad líquida” entiende Bauman (Tiempos líquidos 7) al proceso por el cual el individuo tiene que pasar para poder integrarse a una sociedad cada vez más global, cambiante y carente de identidad fija. Se caracteriza por ser “una condición en la que las formas sociales (las estructuras que limitan las elecciones individuales, las instituciones que salvaguardan la continuidad de los hábitos, los modelos de comportamiento aceptables) ya no pueden (ni se espera que puedan) mantener su forma por más tiempo, porque se descomponen y se derriten antes de que se cuente con el tiempo necesario para asumirlas y, una vez asumidas, ocupar el lugar que se les ha asignado”.

 

(10). Sennet definecivilidadcomo “the activity which protects people from each other and yet allows them to enjoy each other’s company” (264).

 

 

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