Las referencias futbolísticas en la narrativa de Alfredo Bryce Echenique: un encuentro entre oralidad y visualidad.
 

Erwin Snauwaert

KU Leuven

Según el conocido crítico literario Fernando Aínsa, se lleva a cabo en la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX una “recuperación, a través de nuevas formulaciones estéticas, de la oralidad, del imaginario popular y colectivo” así como una notable “integración de expresiones de la cultura popular y de la cultura de masas” (Raíces populares y cultura de masas, 76). Esta tendencia, que también continúa en las primeras décadas del siglo XXI, no solo se concreta en las numerosas referencias al cine, a la tele o a la música que se incorporan a los textos literarios, sino también en una creciente tematización del deporte y, sobre todo, del fútbol (80). Basta pensar en un cuento clásico como Puntero izquierdo (1954) de Mario Benedetti, en el que un futbolista decide inoportunamente un partido comprado, o, más recientemente, en La pena máxima (2014), novela en la que Santiago Roncagliolo hace avanzar una trama político-detectivesca al compás de los encuentros disputados por la selección peruana en el mundial de Argentina del 1978. Es importante, a este respecto, que el fútbol no constituya un mero telón de fondo de la acción, sino que, gracias a “la teorización estética del juego mismo” (Aínsa, Raíces populares y cultura de masas 81), participe plenamente del proceso de significación del texto. Este procedimiento se perfila de manera muy ilustrativa en la obra de Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939), en la que las frecuentes referencias futbolísticas, al sintonizarse con otras muchas alusiones a películas y canciones populares, alimentan unas estrategias narrativas como la visualidad y la oralidad y resultan ser significativas para la representación literaria.  
1. Hacia una intelectualización del fútbol
Sin querer ahondar en el fútbol como fenómeno sociológico, (1) nos parece conveniente esbozar primero cómo este deporte consiguió infiltrarse en la literatura como tal, para pasar después a su tematización en diferentes novelas, cuentos y ensayos de Bryce. El fútbol se popularizó al final del siglo XIX entre las élites universitarias en Inglaterra y, por ser este país el motor de la revolución industrial y de la internacionalización del comercio, ya rápidamente se convirtió “en un negocio espectacular [...] que le precedió al proceso de la globalización” (Carrión, La gol-balización del fútbol 21-23). Pese a esto, su reconocimiento como fenómeno cultural es de fecha bastante reciente, ya que mucho tiempo fue menospreciado por los intelectuales. Así aparecía en la literatura de los años 1910-30 sobre todo como frivolidad típica de la vanguardia (2) y hasta finales del siglo XX era visto como “políticamente incorrecto” debido a su relación con unos regímenes totalitarios (Cappa,  8-10). Mussolini explotó el mundial de Italia de 1934 como propaganda fascista y la junta militar de Videla vio en el de Argentina en 1978 una oportunidad para lavarse la cara. Otra razón por este desinterés es de orden más bien antropológico: el fútbol sería retrógrado para la raza humana porque “se juega con los pies, lo cual se opone a la evolución” (Villoro, 1). Por lo tanto, encarnaría en el contexto latinoamericano el segundo polo de la notoria discusión ideológica entre civilización y barbarie (Wood, 267) y solo les serviría de escapatoria existencial a los pobres, que proyectan sus deseos en el equipo favorito (Cappa, 24). Todos estos factores crearon “una presión social” que por muchos años impidió que la resonancia del deporte rey “rebasara los límites del barrio, el descampado, el canallesco arrabal” y se compatibilizara con las letras (Villoro, 1-2).
Junto con otras manifestaciones de la cultura popular, el fútbol se integró plenamente en la literatura en las últimas décadas del siglo XX. Como lo señala Jorge Volpi, el tránsito a la democracia que se realizó en muchos países de América Latina por esos años trajo consigo “como inesperada consecuencia el declive de la literatura política” (179). Este “ambiente apolítico” (181) infundió en la literatura latinoamericana, que hasta entonces se había dado a conocer como fenómeno monolítico gracias a  la generación del ‘Boom’, una coexistencia de perspectivas distintas que la convirtió en “una entelequia, una agrupación artificial sin sentido” ni “rasgos compartidos” (162). Esta heterogeneidad parece ser una característica fundamental del ‘Posboom’ y se ilustra en la irrupción de unos temas como la violencia, el amor y el sexo que, a pesar de su gran variedad, todos se vinculan a la vida cotidiana (Shaw, 260).
Lo cotidiano, tal como ha sido teorizado por Rita Felski, se describe en base a  unas claves temporal, espacial y temática. Mientras, en lo que atañe a los dos primeros parámetros, implica una atención por lo repetitivo (Felski, 20) y supone un espacio casero que le garantiza al ser humano seguridad y privacidad (25), (3) este enfoque despierta el interés, en el nivel  temático, por unos comportamientos rutinarios y unos sentimientos comunes. Estos resultan ser tan constitutivos para el individuo como unos sucesos de orden más transcendente, y, por lo mismo, no deben ser considerados como mecanismos aburridos compulsivos sino como actos significativos (17-18). (4) Por esta valoración estética de la vida de todos los días --“the aestheticisation of everyday life” (27)--, la literatura no solo abre las puertas a las costumbres domésticas, sino a todo lo que ocurre a pie de calle, como la información trivial comentada por los noticieros, la diversión y el ocio (16). Al constituir un aspecto de la cultura popular de lo más común, el fútbol encaja perfectamente en la atención por lo cotidiano (5) y conecta con lo que Marc Augé llama “une
anthropologie du proche” (16-17). Augé ve esta antropología de lo próximo como un ejemplo de lo que denomina “surmodernité”, una tendencia sociocultural que, al fijarse esencialmente en un “ahora” y un “aquí” intrascendentes, vive pendiente de una aceleración y de una reproducción ininterrumpida del espectáculo, tal como ocurre en la difusión masiva de fútbol (Augé y Derèze, 160-161). Por este camino, el fútbol se ha ganado una resonancia geopolítica impresionante por la que se ha asegurado “su  presencia en la cotidianidad de nuestras vidas” (De La Fuente, 262) y, al mismo tiempo, ha preparado su propia “intelectualización”. De hecho, hoy día entusiasma tanto a los meros aficionados como a “una amplia gama de escritores, artistas e investigadores” y “se resignifica  como objeto de estudio desde perspectivas diversas” (Carrión, El fútbol es ancho y ajeno 30-31). (6)
En la literatura latinoamericana, este nexo entre narrativa y fútbol se patentiza, por ejemplo, en Cuentos de fútbol (1995), una selección de textos efectuada por el antiguo futbolista Jorge Valdano, o en El fútbol a sol y sombra (2010) de Eduardo Galeano. Si en estos escritos el fútbol se elabora sobre todo como tema, a través del juego mismo o de las emociones que despierta, adquiere una dimensión literaria más pronunciada cuando su imaginario apoya el  proceso de significación de la novela, combinando así los códigos de una actividad física y de una expresión cultural (Wood, 273). En otras palabras, “verbalizándose”, el fútbol, más que jugarse, “se piensa y se interpreta, al mismo tiempo que construye y forma parte de los imaginarios colectivos” (Carrión, El fútbol es ancho y ajeno 30) y da cuenta de su pertinencia literaria. Esta intelectualización se concreta en Bryce: mientras en sus primeros textos el fútbol aparece como tema fugaz en los partidos escolares de Julius (Un mundo para Julius, 1970)  o como acotación socio-histórica al ilustrar
la precariedad de la aculturación indígena en Lima, (7) en las obras posteriores suele acoplarse sobre todo a la técnica narrativa. Más específicamente, las referencias futbolísticas actúan de conjunto con las alusiones a las canciones y al cine, otras muestras de la cultura popular importantísimas en la narrativa global del autor (Krakusin, 37, 40), y hasta intensifican las capacidades que tienen estas para producir respectivamente unos efectos de oralidad y de visualidad.
2. Fútbol y oralidad
El interés por lo diario que echa las bases de la intelectualización del fútbol va acompañado en la narrativa de una atención por unos medios de expresión populares y por el uso del registro oral. Como lo formula Huarag Álvarez, “todos los hechos cotidianos” como “las lecturas que realizan [los héroes], la música que prefieren y las canciones de la época” (205) coinciden  en entrañar una “dimensión mimética” que “se ve reforzada por la intención de la oralidad” (190). En los textos de Bryce, esta oralidad (8) es activada entre otros por las abundantes referencias a unos cantautores populares como, para citar solo a algunos, Toña la negra, Bola de Nieve, o Carlos Gardel (Bryce Echenique, El hombre que hablaba 87, 136, 298-299). A este respecto, Krakusin alega que las canciones populares latinoamericanas como el vals criollo, la ranchera, el tango y el bolero le valen a Bryce para establecer un cuadro de referencia común que “da vida y consolida formas objetivas que permiten al lector compartir el mundo de los protagonistas, sus aventuras amorosas y sus desventuras” (Krakusin, 40). (9) Bourhan El-Dim Khalil comparte este punto de vista añadiendo que “la música realiza las mismas funciones que apreciamos en una película: crea un ambiente, simboliza una situación o una época pasada” (116) y, por lo tanto recurre a un tipo de memoria colectiva que tiende a involucrar al lector. No obstante, la mayor pertinencia de estas reminiscencias musicales está en sus consecuencias narrativas. Concretamente, su melodía y su letra familiares llevan a los personajes a una introspección que les permite “revivir una y muchas veces la misma experiencia, que [...] es semejante a la técnica usada por el psicoanálisis, hasta que eventualmente el protagonista llega a un equilibrio emocional [...]” (Krakusin, 136-137). Igual que lo hace una cura por la palabra, las canciones populares se presentan como  un “significante” que “a partir de su sin-sentido [...] engendra la significación” (139). Por lo tanto, funcionan como sueños reparadores, como si fueran “un medio eficaz para la curación de los problemas mentales” y les brindan a los héroes un discurso que muchas veces los reconcilia con la realidad (142).
Esta sensación reconfortante  que, según Felski, es inherente a los rituales cotidianos (20), también se desprende del discurso sobre el fútbol. Llama la atención, a este respecto, que el tratamiento psicoanalítico al que se somete el protagonista en La vida exagerada de Martín Romaña, se hace predominantemente en términos futbolísticos. En esta primera parte del díptico Cuaderno de navegación en un sillón Voltaire, el héroe llega a París para sacar adelante una vocación literaria concebida según los ideales de Proust. A esta ambición puramente artística se opone su mujer Inés, que  le exige a Martín que ponga su talento al servicio de la revolución cubana y de la literatura de compromiso que estaban en boga en mayo del ’68. Esta desavenencia hunde al héroe en una depresión muy fuerte de  la que trata de salvarlo un psiquiatra, ofreciéndole exactamente una imagen inspirada en el  fútbol.


Luego [el psiquiatra] añadió-: Relájese usted. Piense, por ejemplo, en la tranquilidad del equipo rojo, mientras se está jugando cerca a la portería del ya dominado equipo azul.
Este hombre habla mi idioma, estamos hechos para entendernos. Fútbol, además, este psiquiatra es un genio (Bryce Echenique, La vida exagerada 509).


 A partir de este momento, el imaginario futbolístico le permitirá a Martín tamizar su crisis y, además, le servirá de criterio para focalizar todo lo que pasa en su derredor. Concretamente, se ve como “portero del equipo rojo”, color con el que trata de contrarrestar el ambiente “grisáceo” en el que lo dejó su depresión y se defiende ante el azul del adversario (Bryce Echenique, La vida exagerada 511). Este color azul representa sistemáticamente lo negativo: el yo-narrador aborda su relato proponiéndose “salir de la melancolía blue blue blue” (13), tilda a los profesores decepcionantes de la Sorbona de “señores azules” (31) y apoda a un médico incompetente de “Danubio Azul” (563). También en la segunda parte de su  cuaderno de navegación, El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, Martín califica de este mismo color unos sitios donde no consigue amar plenamente a Octavia, como el “hotelucho” de Bruselas (Bryce Echenique,  El hombre que hablaba 82) o el barco Victoria con su imponente chimenea azul (293). La oposición cromática inducida por las camisetas de ambos equipos se establece con tanta insistencia que acaba motivando la denominación de las dos partes del díptico (Snauwaert, 105). Mientras Martín llama “cuaderno azul” a La vida exagerada, que relata el fracaso de su matrimonio y su inhibición literaria, le reserva el nombre de “cuaderno rojo” a El hombre que hablaba, novela en la que espera resarcirse mediante el amor por la joven Octavia. Señalándole a Martín los efectos benignos del color rojo, el psiquiatra le anima a escribir sus vivencias, tarea en la que le ayudará la muchacha. Así la extensa ‘talk cure’ lleva a la redacción misma de los dos tomos y termina por  “convertir” a Martín en un “escritor” (Bryce Echenique, La vida exagerada 510) que, paradójicamente, “andaba hablando por el mundo” (Bryce Echenique, El hombre que hablaba 185).
Además, el héroe sigue utilizando una terminología futbolística para describir la evolución sentimental que acompaña este proceso curativo. Así califica el amor platónico en el que se va transformando su relación con Octavia,  por los obstáculos que le pone la familia de la chica, de “operación olvido de Octavia”, cuyas iniciales “O-O” interpreta como un resultado “cero-cero”. El  marcador en blanco significa para él un “inolvidable empate” al encaminarlo hacia una resignación que le permita equilibrar nuevamente su vida (Bryce Echenique, El hombre que hablaba 175). Esta imagen engancha inmediatamente con otra remisión a la crónica deportiva, más exactamente, la muletilla “deme un comprendido, por favor, Artacho” (175). Por ella, la radiofónica limeña instaba al citado periodista para que transmitiera la posición de unos bólidos extraviados en un rally por una provincia remota del Perú. Aunque tienen que ver con otro deporte, estas palabras procedentes de “Pregón deportivo” acoplan en cada una de sus apariciones al “desasosiego” del protagonista un mismo sentimiento de seguridad y de control, como consta en la letra del himno introductor del programa: “Un canto de amistad/ de buena vecindad/ unidos nos tendrá eternamente” (156). De esta manera, el fútbol otra vez  juega un rol análogo al de la música, que le vale a Bryce “para comunicarle ritmo a la obra, lo que le permite al lector pulsar el estado de ánimo del protagonista y seguir su evolución emocional” (Krakusin, 137). De hecho, a partir de este momento, las referencias al empate a cero y a Artacho proliferan en la novela, poniendo de relieve su efecto benéfico en las situaciones turbadoras que viven el propio Martín u otros protagonistas como Manongo Sterne en No me esperen en abril.

En esta última novela, que a su vez le dedica mucha atención a la cultura popular al enumerar varios títulos de canciones populares y películas, vuelven a aparecer las mismas imágenes. Ahora es Manongo quien se vale del empate a cero para referirse al desencuentro que viene instalándose en la relación compleja con su amada Tere (Bryce Echenique, No me esperen  571, 574). También retoma la expresión “Deme un comprendido, Artacho” para hacer el balance de sus amores. Cuando cesan las reuniones anuales primaverales, a las que alude el título y en las que solían juntarse ambos protagonistas, dicho apóstrofe traduce el deseo de establecer un orden racional que contraste con la desesperanza (504). Entrometiéndose en las focalizaciones de los personajes centrales, las imágenes prestadas al fútbol no solo se diseminan por unas novelas específicas, sino que también trascienden sus límites. Tal recurrencia puede considerarse típica tanto de una reproducción excesiva de la información que, para Augé, es una de las características fundamentales de la comunicación de masas de la que participa el fútbol (Augé y Derèze, 161) como de la práctica narrativa del autor. Según Ortega, el estilo de Bryce es “obsesivo, a veces maniático de los detalles” (El hilo del habla, 15), lo que  se manifiesta en “una enunciación teatralizada por su derroche” (36) en la que  “los paralelismos, repeticiones y circularidad del relato se basan en un sistema rítmico del habla evocativa, dialógica y humorística” (43).

De este modo, las repeticiones de palabras y de expresiones vinculadas al fútbol concuerdan con la “locuacidad discursiva” con la que el autor da cuerpo a “una escritura que emula un lenguaje conversacional y coloquial, lleno de giros populares y capaz de incorporar mil y una digresiones del narrador [...] a la manera de una buena charla” (Ferreira, 79). Es muy significativo, a este respecto, que el propio Bryce explicite la dimensión oral del fútbol, confesando que “los mejores partidos de fútbol en Lima, nunca los vi en el Estadio Nacional, los ‘vi’, sí, los ‘vi’, en los cafés y bares donde el público comentaba las maravillosas jugadas que jamás existieron pero que pudieron haber existido” (Ortega, El hilo del habla 119).  Asimilando a la narración unos modos redundantes, anónimos, propios del hablar común, (10) esta oralidad  se ajusta a la cotidianidad, que es inherente al discurso sobre el fútbol y que, como se ha visto,  ha contribuido a asentar la atención literaria por este deporte (Wood, 271). De esta manera, el imaginario futbolístico y la oralidad coinciden en poner en primer plano unos fenómenos propios de la cultura popular que antes “fue considerada como signo de la barbarie” (Franco, 738), y cooperan  en la representación literaria. Tal como lo formula Marcone, la explotación del registro hablado en Bryce, lejos de obedecer a un deseo “de fidelidad a un discurso oral específico”, pone en marcha una construcción discursiva de lo oral (256). En el presente caso, la oralidad destaca una función tranquilizadora y terapéutica, cuyo alcance quedará más claro al examinar el segundo proceso narrativo estimulado por las referencias al fútbol: la visualidad.

3. Fútbol y visualidad
Además de propiciar cierta práctica estilística, las referencias futbolísticas llevan a “una infiltración de la cultura visual en la narrativa”, igual que lo hace, según Bourhan El- Dim Khalil, la intertextualidad de las películas (104). Como aparece en la despedida de Martín e Inés en La vida exagerada de Martín Romaña (586), un calco del famoso final de  Casablanca, o en la enumeración de títulos en No me esperen en abril (57), estas alusiones apelan a “la formación cinematográfica” del lector y, tal como las canciones, cumplen  “una función semiótica” (Bourhan El- Dim Khalil, 108-109) poniendo en marcha una memoria colectiva. Al mismo tiempo, la afinidad entre novela y cine procede de la importancia que le concede Bryce a lo que se podría llamar “la visualidad”. (11) Concretamente, esta equivale a una estrategia por la que “casi todos los hechos, la información que tenemos de los personajes, sus acciones, vienen narrados desde el punto de vista de algún o de algunos personajes” (Bourhan El- Dim Khalil, 112) y por la que muchas veces “la palabra se ve desplazada a un lugar relativamente secundario” por “los mecanismos de la imagen en movimiento en su estado más puro” (103). (12) En consecuencia, las menciones del fútbol, por no hacerse con tanta frecuencia y precisión como las del cine --solo se mencionan contadas veces jugadores o partidos concretos (13) -- no se prestan en primer lugar a la nostalgia típica de la “narración sentimental” de Bryce (Krakusin, 43), sino que sobre todo se empeñan en ofrecer una imagen plástica del relato. Fijándose preferentemente en el espectáculo mismo, o sea, en el mecanismo del juego y en el ambiente popular que lo circunda, las metáforas concernidas aprovechan el fútbol en su aspecto más rutinario y cotidiano (Augé, 160) y, paradójicamente, lo emplean para representar cierta situación de manera más vistosa. Por estas vías, el fútbol conecta con “una estética de lo exagerado, que hiperboliza tanto los actos de vida como los de habla” y que también es típica en el autor (Ortega, Alfredo Bryce Echenique y la estética de la exageración 75).
A este respecto, los resultados poco alentadores que suelen sacar los futbolistas peruanos en campeonatos internacionales visualizan el fracaso amoroso que viven ciertos protagonistas (14). En su efímero baile con la tan deseada pero inalcanzable Octavia, Martín se da cuenta de la vanidad de sus aspiraciones y se compara con “nuestra eternamente quimbera aunque derrotada selección nacional de fútbol, que sabe ser delicia de las tribunas hasta con seis goles en contra” (Bryce Echenique, El hombre que hablaba 272). También la decepción que les reserva a los héroes el crucero a bordo del Victoria, que, a pesar de reunirlos por un breve período, termina separándolos definitivamente, es anunciada por el fracaso de Cholo Sotil, el prometedor jugador peruano que, por falta de disciplina, no pudo lanzar su carrera en el FC Barcelona (290). Representando de manera más palpable la evolución sentimental de los personajes, las alusiones al futbol consiguen “dar a entender una situación, tanto a nivel del espacio narrativo como a nivel psicológico y emotivo del narrador”, como si de “recursos y procedimientos cinematográficos” se tratara (Bourhan El- Dim Khalil, 109) y se presentan “como componentes inseparables del discurso verbal” (104).
Este procedimiento se ejemplifica todavía más nítidamente en varias crónicas de Permiso para sentir (2005), en las que Bryce se vale de unas imágenes relacionadas con la infraestructura futbolística para resaltar el desquiciamiento de la realidad peruana. De este modo, Pasalacqua y la libertad (15) trata la irremediable extinción del equipo del Ciclista Lima Association y recuerda la degradación del antiguo estadio nacional cuyas “tribunas [...] le regalaron otros países o la colonia inglesa de Lima” (Bryce Echenique, Permiso para sentir 104). Su aspecto destartalado es pormenorizado en El campeón y la inmundicia, ensayo en el que el autor rememora a un ídolo personal suyo, el legendario Lolo Fernández. Este recuerdo reaviva el mal funcionamiento del Universitario de Deportes, un club en el que los entrenadores de los equipos juveniles terminaban pidiendo limosna y las jugadoras de la sección baloncesto casi siempre eran demasiado bajas por causa de una “deficiente alimentación” (211). Como si esto fuera poco, narra cómo la flamante piscina del mismo complejo adquirió una dudosa fama cuando un nadador, en su tentativa de pulverizar el récord mundial de permanencia en el agua, solo logró ensuciar la pileta con sus excrementos, ante un número limitadísimo de espectadores. Este valor alegórico aparece otra vez en De regreso del infierno, que retrata cómo, en los desprestigiados distritos limeños de La Victoria y Barrios Altos, unos chicos juegan “embadurnados” y “como locos” en “canchas de carroña” (324), un espectáculo que confirma para Bryce “la impresión de que, en el Perú, deporte y miseria material y moral han estado siempre profundamente ligados” (208).
De esta forma, el deterioro sistemático de las acomodaciones motiva la escasa eficacia deportiva ya comentada y le endosa al Perú una reputación de eterno segundón. Efectivamente, el ensayo Los viejos limeños describe cómo, debido a su nivel deplorable, el juego peruano llega a constituir una disciplina propia: “el fútbol jugado por peruanos en el Perú” (332-333). El diletantismo que infiere este apelativo repetidas veces toma cuerpo en  “La Selección Peruana de Fútbol” que en No me esperen en abril es vista como “un producto patriótico-nacional, intocable antes de un campeonato mundial o latinoamericano, mas nunca después” (Bryce Echenique, No me esperen  581). Gastando sus energías en unas interminables preparaciones, a la hora de la verdad, es víctima de un lamentable espíritu de derrota y, para colmo de desdichas, cae “autogoleado por Bolivia” (237-238, 254). Por lo mismo, el equipo nacional resulta ser tan ineficiente como Mono Jordán, un personaje que  a pesar de “tener tres cojones” no consigue hacer el amor (254), y explica por qué el Perú suele tener poco impacto en el escenario internacional. (16)
Tales caricaturas infunden en los peruanos un complejo de  inferioridad, que, además, es agravado por los estereotipos impuestos por unos países extranjeros, como lo sugiere la escena de La vida exagerada en la que Martín trata de surtir efecto en un público de estudiantes parisinos, contando la notoria tragedia del Estadio Nacional de Lima en todas sus proporciones estereotipadas. (17) A petición de un amigo inglés, se comporta, atrapado en “la cinematográfica soledad de King Kong” como “nativo”, como “auténtico peruano”, que relaciona su relato sobre “los muertos y heridos del fútbol en el Perú” (Bryce Echenique, La vida exagerada 49) con otros arquetipos sobre el Imperio Incaico y Pizarro. Aunque, insistiendo en el lado truculento de los acontecimientos, el héroe también se burla de sus oyentes extranjeros movidos por el morbo, sobre todo pone en evidencia la  imagen reduccionista y discriminatoria que tienen estos del Perú.
Amplificándoles las proporciones a estas carencias, las referencias al fútbol dejan establecidos unos escenarios y unos héroes que, tal como lo explica Aínsa, “encarnan auténticas alegorías existenciales” y reflejan una “compleja realidad socio-cultural contemporánea” (Una literatura que hace sociología 407). Por la vistosidad con la que retratan cierto fenómeno, conectan plenamente con  “el poder evocador de las imágenes y las sugerencias de una metáfora” y resultan ser más pertinentes que “los datos estadísticos y las informaciones objetivas” (394). Así, la tematización del fútbol finalmente le injerta a la narrativa un valor de denuncia que supera el impacto esencialmente memorativo o sentimental de las referencias fílmicas e invita a una lectura social de los textos citados. Estas implicaciones también se cristalizan en una imagen que, reformulando las reglas básicas del juego, pretende convertirse en  instrumento adecuado para sondear la realidad circundante. Este artificio se entreteje en las reflexiones que se hace Manongo en No me esperen en abril, al recorrer los muchos meandros de su pasado.  


Y Manongo iba conociendo cada vez más la desasosegante sensación de primer y segundo tiempo, como él mismo la llamaba. La de estar prácticamente en dos sitios a la misma vez, la de haber jugado el primer tiempo de un partido de fútbol en un equipo y el segundo en el otro. [...] Era como haber visto siempre más que los otros, siempre demasiado, y como si al terminar no hubiera nunca una conclusión definitiva a nada, ni un desenlace verdadero y como si perteneciese a muchos lugares y a ninguno al mismo tiempo (326).

 La alteración de la lógica que gobierna el enfrentamiento entre dos equipos destaca una vacilación entre diferentes puntos de vista que, más que reflejar indecisión, constituye una fortaleza mental. Dando cuenta de unas posiciones aparentemente opuestas gracias a  una privilegiada ubicación en “dos sitios a la misma vez”, esta sensación lleva a una perspicacia que permite “ver más que los otros” y, por lo tanto, hasta les atribuye a las referencias futbolísticas un significado moral. Es revelador, además, que este deseo de relativización y de imparcialidad coincide perfectamente con la actitud que a menudo adopta el propio Bryce en su obra ensayística y se remonta a su experiencia como jugador. En el equipo infantil del Universitario de Deportes, pidió jugar después del descanso en la alineación rival del Independiente argentino con el solo fin de ponerse en el pellejo del adversario (Bryce Echenique, Permiso para vivir 315). Es como si, por esta inversión de los roles, el autor pretendiera adjudicarse una visión multifocal que le permita ponderar en varias situaciones los pros y los contras y juzgar así más cabalmente la sociedad en la que le toca vivir. Así vuelve la misma imagen en la entrevista En España está surgiendo un racismo extraño (Bryce Echenique, Crónicas perdidas 124) y en su ensayo Crianza y malacrianza literaria para defender su predisposición al “eclecticismo” (Bryce Echenique, Penúltimos escritos 65-66) como antídoto contra unas posiciones políticas o literarias que, por ser demasiado pronunciadas, obstaculizan una visión más matizada de la realidad.
En esta capacidad, el funcionamiento de las
referencias futbolísticas demuestra, tal como lo afirma Aínsa, que “la novela no solo es ‘crónica social’ de su tiempo, sino uno de sus posibles condicionantes” (Aínsa, Una literatura que hace sociología 393). Insistiendo en el papel crítico que puede desempeñar para aprehender una realidad desahuciada, la literatura parece servir en estos textos de Bryce de recurso “al individuo, a hombres y mujeres en su dimensión más auténtica, perdidos entre las ruinas de una historia desmantelada por la retórica y la mentira [...] para justificar nuevos sueños y esperanzas” (Aínsa, Raíces populares y cultura de masas 85). A través de este llamamiento a la sagacidad y a la comprensión, la visualidad acaba encontrándose con la oralidad, reforzando el valor terapéutico que esta tenía, y, junto con ella, deja su impronta en la representación literaria del fútbol en las novelas y los ensayos de Bryce.
Conclusión
En la narrativa de Bryce, las referencias futbolísticas engendran unos procedimientos retóricos y narrativos análogos a los que ponen en marcha las numerosas apariciones de la música popular o del cine. Con las primeras comparten una oralidad, que aprovecha una repetición típica de la cotidianidad y les estructura a los protagonistas las experiencias como lo haría un discurso psicoanalítico. De las segundas, toman prestada una visualidad por la que destacan de manera sumamente vistosa unas taras de la sociedad peruana. Suscitando una preocupación social, esta visualidad se conjuga con los valores integrados en el registro oral y hasta infunde en los protagonistas una perspicacia y un espíritu equitativo con los que pueden poner el dedo de forma más certera en las heridas de una realidad desacreditada. Por estas vías, el fútbol termina intensificando la función que suelen desempeñar las reminiscencias cinematográficas y musicales, y apuesta por su propia intelectualización: si bien las referencias a este deporte se asocian con la trivialidad, solo raras veces son gratuitas. Al contrario, poniéndose plenamente al servicio de la representación literaria,  esta integración del fútbol a la narrativa solidifica la posición de un  discurso popular en el conjunto más hegemónico de la expresión literaria (Wood, 271) a la vez que ofrece una interpretación más amplia de unas estrategias narrativas clave en la obra del autor.  

Notas

(1). El funcionamiento sociológico del fútbol ya ha sido ampliamente descrito, entre otros, por sociólogos como Norbert Elias y Eric Dunning (Quest for excitement. Sport and Leisure in Civilizing Process, 1986) y periodistas como el argentino Dante Panzeri (Dinámica de lo impensado, 1967) o el español Vicent Verdú (Mitos, ritos y símbolos, 1981).

(2). De este modo, el fútbol se tematiza en la obra de unos  poetas vanguardistas españoles como Miguel Hernández, Rafael Alberti o Gerardo Diego. También sigue apareciendo en la literatura española más reciente, como por ejemplo en  Javier Marías, quien alude esporádicamente al fútbol en sus novelas y hasta le dedica unos ensayos exclusivos en Salvajes y sentimentales (2007).

 (3). Visto que la casa es el espacio tradicionalmente reservado a la mujer y que la organización cíclica del tiempo parece oponerse a una concepción masculina del tiempo, enfocada en el cambio continuo, Felski considera estas claves como “femeninas” (19).

 (4). Josefina Ludmer insiste todavía más en la importancia de la cotidianidad, explicando cómo la narrativa reciente echa mano de unas “escrituras del presente” que, en el caso extremo, tienden a borrar los límites entre los géneros, entre realidad y ficción, entre lo económico y lo cultural y hasta  cuestionan la autonomía de la literatura misma (1-2). Esta concepción “postautónoma” de la literatura aprovecha lo diario de manera gratuita, disociándose de los conceptos de equivalencia y de comprensión y, por lo mismo, no corresponde con la integración de lo cotidiano por medio del fútbol en la obra de Bryce que, como se verá, está íntimamente vinculada a la problemática de la representación literaria. 

(5). Felski advierte que lo popular y lo cotidiano no son términos simplemente intercambiables, visto que los miembros de las capas altas también llevan una vida cotidiana y tienen sus costumbres (16). El fútbol sí integra los dos componentes en la medida en la que como deporte popular ampliamente difundido se ha anidado en la experiencia diaria de casi todo el mundo.

(6). Esta intelectualización del fútbol ya se vislumbraba a mediados el siglo XX en Europa. Así Albert Camus  confesó encontrar en este deporte una “ética” de lo arbitrario que presidía a su filosofía existencialista y contrastaba con la intransigencia de Sartre, que difícilmente se puede imaginar como “preocupado por la suerte del Paris Saint-Germain” (Villoro, 1-2).

(7). Este aspecto se ilustra en los encuentros callejeros que disputa Manolo con unos serranos en Su mejor negocio (Huerto cerrado, 1968). Una vez que el héroe se entera de la condición humilde de sus adversarios, deja de jugar con ellos y disocia así unas capas sociales que, en realidad,  tendrían que convivir. Al referirse a  las migraciones internas de los andinos a Lima a mediados del siglo XX, este relato remite, como lo afirma Wood, a un contexto urbano en el que a continuación se desarrollará la pasión por el fútbol (267-268). De hecho, Wood considera este aspecto urbano como el factor que condiciona una primera ola  de interés por el fútbol en el Perú. Las dos otras fases decisivas son las dictaduras izquierdistas de Velasco Alvarado y Fujimori, que valoraban la cultura popular en los años 1960 y 1990 respectivamente (267-268).  Para Wood, la presentación a través del fútbol de los problemas de la aculturación y de la sociedad clasista a los que alude Su mejor negocio también se observa  en Los ríos profundos de José María Arguedas, donde los deportistas serranos  tienen un estilo  menos sofisticado que los costeños, y en Los cachorros de Mario Vargas Llosa, donde la castración por mordida de perro del joven futbolista Pichula Cuéllar simbolizaría el estancamiento de la clase media (280).

(8). La “oralidad” ya ha sido avanzada como una de las características fundamentales del estilo de Bryce por Ortega (El hilo del habla, 22) y Marcone.  Siguiendo a Marcone (250), la consideramos aquí en su repercusión en el registro y en el estilo de la narración y no en su elaboración temática tal como se perfila en otras novelas peruanas como El canto de la sirena (1977) de Gregorio Martínez o El hablador (1987) de Mario Vargas Llosa.

(9). Solo señalamos aquí el parentesco en el funcionamiento de la música, del cine y del fútbol, ya que no es nuestra intención hacer un  análisis sistemático de las canciones o de las películas citadas en la obra de Bryce. En lo que se refiere a las canciones, remitimos a Krakusin, que estudia la influencia de la música popular sobre todo en la novela La última mudanza de Felipe Carrillo. A este respecto, la autora avanza que, por la integración de la música, Bryce también pone en evidencia un  sentimentalismo que rompería con la tradición machista que impera en las letras latinoamericanas (Krakusin, 136, 140).  Aunque el fútbol inevitablemente trae consigo una connotación masculina y agresiva, importa decir que Bryce la subordina completamente, como lo veremos, a su impacto social generado por los procesos de oralidad y de visualidad.

(10). El lenguaje ordinario también es considerado por de Certeau como una de las más importantes manifestaciones de la vida diaria en la literatura (35).

(11). También Paz Gago se refiere a “la visualidad” como concepto que tiende el puente entre cine y novela (Escritores de cine, 44). Según este mismo investigador, el parentesco entre estos dos medios y la transposición de uno a otro depende sobre todo del grado en el que cierto texto se asemeje a un guion y contenga descripciones precisas que permitan “mostrar o poner ante los ojos” cierta situación (Paz Gago Propuestas para un replanteamiento metodológico, 222). Aunque no es nuestro objetivo analizar aquí las posibilidades de una transposición de los textos tratados a un medio visual, este planteamiento sí da cuenta de la importancia del efecto visual que establece el fútbol en la obra de Bryce.

(12). Según Bourhan El- Dim Khalil, esta estrategia coincidiría con la técnica cinematográfica del “encadenamiento fundido” (112), que consiste en la rápida sucesión de las perspectivas de distintos personajes. En cuanto a su elaboración formal en la obra de Bryce, este procedimiento es agilizado por unas técnicas de focalización implícita que, prescindiendo de marcas que indiquen la percepción, permiten que los puntos de vista de los personajes se enganchen y se repartan fácilmente sobre las novelas y hasta entre ellas (Snauwaert, 12).

(13). Solo aparecen muy esporádicamente unos futbolistas peruanos como, por ejemplo, Hugo ‘Cholo’ Sotil (Bryce Echenique, El hombre que hablaba 290) o Teodoro ‘Lolo’ Fernández (Bryce Echenique, Permiso para sentir 208).

(14). El paralelismo entre el amor y la pasión por el fútbol se nota también en Tantas veces Pedro, cuando el héroe califica los pasos de baile con los que se conquista a Beatrice el doctor Chumpitaz -cuyo apellido posiblemente recuerda a otro célebre futbolista peruano- sucesivamente de “gol peruano” (Bryce Echenique, Tantas veces Pedro 143), “gol de media cancha” (144) y de “Perú campeón” (145).

(15). Este  relato figura también en Cuentos de fútbol,  el ya mencionado florilegio de Valdano.

(16). Esta idea del ‘second best’ aparece asociada a otro deporte en Tantas veces Pedro. En esta novela el héroe se califica, por  sus amores que nunca llegan a realizarse plenamente, de “Poulidor del amor” como referencia al “ciclista más popular de Francia [...] que nunca ganaba una carrera y siempre llegaba segundo [...]” (Bryce Echenique, Tantas veces Pedro 126).

(17). Esta catástrofe, que Martín describe como “la tarde aquella en que centenares de personas murieron o resultaron heridas en un partido de fútbol, porque a un árbitro se le ocurrió tocar el pito cuando no debía tocar el pito” (Bryce Echenique, La vida exagerada 49) tuvo lugar en 1964 cuando la anulación de un gol al Perú provocó un asalto a la cancha que se saldó con centenares de muertos.

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