Las referencias futbolísticas en la narrativa de Alfredo Bryce
Echenique: un encuentro entre oralidad y visualidad.
Erwin Snauwaert
KU Leuven
1. Hacia
una intelectualización del fútbol
Sin querer
ahondar en el fútbol como fenómeno sociológico, (1) nos parece
conveniente esbozar primero cómo este deporte consiguió infiltrarse en la
literatura como tal, para pasar después a su tematización en diferentes
novelas, cuentos y ensayos de Bryce. El fútbol se popularizó al final del siglo
XIX entre las élites universitarias en Inglaterra y, por ser este país el motor
de la revolución industrial y de la internacionalización del comercio, ya
rápidamente se convirtió “en un negocio espectacular [...] que le precedió al
proceso de la globalización” (Carrión, La gol-balización del
fútbol 21-23). Pese a esto, su reconocimiento como fenómeno cultural
es de fecha bastante reciente, ya que mucho tiempo fue menospreciado por los
intelectuales. Así aparecía en la literatura de los años 1910-30 sobre todo como
frivolidad típica de la vanguardia (2) y hasta finales del siglo XX era
visto como “políticamente incorrecto” debido a su relación con unos regímenes
totalitarios (Cappa, 8-10). Mussolini explotó
el mundial de Italia de 1934 como propaganda fascista y la junta militar de
Videla vio en el de Argentina en 1978 una oportunidad para lavarse la cara. Otra
razón por este desinterés es de orden más bien antropológico: el fútbol sería retrógrado
para la raza humana porque “se juega con los pies, lo cual se opone a la
evolución” (Villoro, 1). Por lo tanto, encarnaría en el contexto latinoamericano
el segundo polo de la notoria discusión ideológica entre civilización y barbarie
(Wood, 267) y solo les serviría de escapatoria existencial a los pobres, que
proyectan sus deseos en el equipo favorito (Cappa, 24). Todos estos factores
crearon “una presión social” que por muchos años impidió que la resonancia del
deporte rey “rebasara los límites del barrio, el descampado, el canallesco
arrabal” y se compatibilizara con las letras (Villoro, 1-2).
Junto con
otras manifestaciones de la cultura popular, el fútbol se integró plenamente en
la literatura en
las últimas décadas del siglo XX. Como lo señala Jorge Volpi, el tránsito a
la democracia que se realizó en muchos países de América Latina por
esos años trajo
consigo “como inesperada consecuencia el declive de la literatura política”
(179). Este “ambiente apolítico” (181) infundió en la literatura latinoamericana, que
hasta entonces se había dado a conocer como fenómeno monolítico gracias a la generación del ‘Boom’,
una coexistencia de perspectivas distintas que la convirtió en “una entelequia,
una agrupación artificial sin sentido” ni “rasgos compartidos” (162). Esta
heterogeneidad parece ser una característica fundamental del ‘Posboom’ y se ilustra en la irrupción de unos temas como la
violencia, el amor y el sexo que, a pesar de su gran variedad, todos se
vinculan a la vida cotidiana (Shaw, 260).
Lo
cotidiano, tal como ha sido teorizado por Rita Felski, se describe en base a unas claves temporal, espacial y temática. Mientras,
en lo que atañe a los dos primeros parámetros, implica una atención por lo
repetitivo (Felski, 20) y supone un espacio casero que le garantiza al ser
humano seguridad y privacidad (25), (3) este enfoque despierta el interés,
en el nivel temático, por unos
comportamientos rutinarios y unos sentimientos comunes. Estos resultan ser tan
constitutivos para el individuo como unos sucesos de orden más transcendente,
y, por lo mismo, no deben ser considerados como mecanismos aburridos compulsivos
sino como actos significativos (17-18). (4) Por esta valoración estética
de la vida de todos los días --“the aestheticisation of everyday life” (27)--, la
literatura no solo abre las puertas a las costumbres domésticas, sino a todo lo
que ocurre a pie de calle, como la información trivial comentada por los
noticieros, la diversión y el ocio (16). Al constituir un aspecto de la cultura
popular de lo más común, el fútbol encaja perfectamente en la atención por lo
cotidiano (5) y conecta con lo que Marc Augé llama “une anthropologie du
proche” (16-17). Augé ve esta
antropología de lo próximo como un ejemplo de lo que denomina “surmodernité”,
una tendencia sociocultural que, al fijarse esencialmente en un “ahora” y un
“aquí” intrascendentes, vive pendiente de una aceleración y de una reproducción
ininterrumpida del espectáculo, tal como ocurre en la difusión masiva de fútbol
(Augé y Derèze, 160-161). Por este camino, el fútbol se ha ganado una
resonancia geopolítica impresionante por la que se ha asegurado “su presencia en la cotidianidad de nuestras
vidas” (De La Fuente, 262) y, al mismo tiempo, ha preparado su propia “intelectualización”.
De hecho, hoy día entusiasma tanto a los meros aficionados como a “una amplia
gama de escritores, artistas e investigadores” y “se resignifica como objeto de estudio desde perspectivas
diversas” (Carrión, El fútbol es ancho y ajeno
30-31). (6)
En la
literatura latinoamericana, este nexo entre narrativa y fútbol se patentiza,
por ejemplo, en Cuentos de fútbol (1995), una selección de textos efectuada por el antiguo futbolista
Jorge Valdano, o en El fútbol a sol y sombra
(2010) de Eduardo Galeano. Si en estos escritos el fútbol se elabora sobre todo
como tema, a través del juego mismo o de las emociones que despierta, adquiere
una dimensión literaria más pronunciada cuando su imaginario apoya el proceso de significación de la novela,
combinando así los códigos de una actividad física y de una expresión cultural
(Wood, 273). En otras palabras, “verbalizándose”, el fútbol, más que jugarse,
“se piensa y se interpreta, al mismo tiempo que construye y forma parte de los
imaginarios colectivos” (Carrión, El fútbol es ancho y ajeno
30) y da cuenta de su pertinencia literaria. Esta intelectualización se concreta
en Bryce: mientras en sus primeros textos el fútbol aparece como tema fugaz en los
partidos escolares de Julius (Un mundo para Julius,
1970) o como acotación socio-histórica al
ilustrar la precariedad de la aculturación indígena en Lima,
(7) en las obras posteriores suele acoplarse sobre todo a la técnica
narrativa. Más específicamente, las referencias futbolísticas actúan de
conjunto con las alusiones a las canciones y al cine, otras muestras de la
cultura popular importantísimas en la narrativa global del autor (Krakusin, 37,
40), y hasta intensifican las capacidades que tienen estas para producir respectivamente
unos efectos de oralidad y de visualidad.
2.
Fútbol y oralidad
El interés
por lo diario que echa las bases de la intelectualización del fútbol va
acompañado en la narrativa de una atención por unos medios de expresión
populares y por el uso del registro oral. Como lo formula Huarag Álvarez,
“todos los hechos cotidianos” como “las lecturas que realizan [los héroes], la
música que prefieren y las canciones de la época” (205) coinciden en entrañar una “dimensión mimética” que “se
ve reforzada por la intención de la oralidad” (190). En los textos de Bryce, esta
oralidad (8) es activada entre otros por las abundantes referencias a
unos cantautores populares como, para citar solo a algunos, Toña la negra, Bola
de Nieve, o Carlos Gardel (Bryce Echenique, El hombre que hablaba
87, 136, 298-299). A este respecto, Krakusin alega que las canciones populares
latinoamericanas como el vals criollo, la ranchera, el tango y el bolero le
valen a Bryce para establecer un cuadro de referencia común que “da vida y
consolida formas objetivas que permiten al lector compartir el mundo de los
protagonistas, sus aventuras amorosas y sus desventuras” (Krakusin, 40). (9)
Bourhan El-Dim Khalil comparte este punto de vista añadiendo que “la música
realiza las mismas funciones que apreciamos en una película: crea un ambiente,
simboliza una situación o una época pasada” (116) y, por lo tanto recurre a un
tipo de memoria colectiva que tiende a involucrar al lector. No obstante, la
mayor pertinencia de estas reminiscencias musicales está en sus consecuencias
narrativas. Concretamente, su melodía y su letra familiares llevan a los
personajes a una introspección que les permite “revivir una y muchas veces la
misma experiencia, que [...] es semejante a la técnica usada por el
psicoanálisis, hasta que eventualmente el protagonista llega a un equilibrio
emocional [...]” (Krakusin, 136-137). Igual que lo hace una cura por la
palabra, las canciones populares se presentan como un “significante” que “a partir de su
sin-sentido [...] engendra la significación” (139). Por lo tanto, funcionan
como sueños reparadores, como si fueran “un medio eficaz para la curación de
los problemas mentales” y les brindan a los héroes un discurso que muchas veces
los reconcilia con la realidad (142).
Esta
sensación reconfortante que, según
Felski, es inherente a los rituales cotidianos (20), también se desprende del discurso
sobre el fútbol. Llama la atención, a este respecto, que el tratamiento
psicoanalítico al que se somete el protagonista en La vida
exagerada de Martín Romaña, se hace predominantemente en términos
futbolísticos. En esta primera parte del díptico Cuaderno de
navegación en un sillón Voltaire, el héroe llega a París para sacar
adelante una vocación literaria concebida según los ideales de Proust. A esta
ambición puramente artística se opone su mujer Inés, que le exige a Martín que ponga su talento al
servicio de la revolución cubana y de la literatura de compromiso que estaban
en boga en mayo del ’68. Esta desavenencia hunde al héroe en una depresión muy
fuerte de la que trata de salvarlo un
psiquiatra, ofreciéndole exactamente una imagen inspirada en el fútbol.
Luego [el psiquiatra] añadió-: Relájese usted. Piense, por ejemplo, en
la tranquilidad del equipo rojo, mientras se está jugando cerca a la portería
del ya dominado equipo azul.
Este hombre habla mi idioma, estamos hechos para entendernos. Fútbol,
además, este psiquiatra es un genio (Bryce Echenique, La vida
exagerada 509).
Además, el
héroe sigue utilizando una terminología futbolística para describir la
evolución sentimental que acompaña este proceso curativo. Así califica el amor
platónico en el que se va transformando su relación con Octavia, por los obstáculos que le pone la familia de
la chica, de “operación olvido de Octavia”, cuyas iniciales “O-O” interpreta
como un resultado “cero-cero”. El marcador en blanco significa para él un
“inolvidable empate” al encaminarlo hacia una resignación que le permita
equilibrar nuevamente su vida (Bryce Echenique, El hombre
que hablaba 175). Esta imagen engancha inmediatamente con otra remisión
a la crónica deportiva, más exactamente, la muletilla “deme un comprendido, por
favor, Artacho” (175). Por ella, la radiofónica limeña instaba al citado
periodista para que transmitiera la posición de unos bólidos extraviados en un
rally por una provincia remota del Perú. Aunque tienen que ver con otro
deporte, estas palabras procedentes de “Pregón deportivo” acoplan en cada una
de sus apariciones al “desasosiego” del protagonista un mismo sentimiento de
seguridad y de control, como consta en la letra del himno introductor del
programa: “Un canto de amistad/ de buena vecindad/ unidos nos
tendrá eternamente” (156). De esta manera, el fútbol otra vez juega un rol análogo al de la música, que le
vale a Bryce “para comunicarle ritmo a la obra, lo que le permite al lector
pulsar el estado de ánimo del protagonista y seguir su evolución emocional”
(Krakusin, 137). De hecho, a partir de este momento, las referencias al empate
a cero y a Artacho proliferan en la novela, poniendo de relieve su efecto
benéfico en las situaciones turbadoras que viven el propio Martín u otros
protagonistas como Manongo Sterne en No me esperen en abril.
En esta última novela, que a
su vez le dedica mucha atención a la cultura popular al enumerar varios títulos
de canciones populares y películas, vuelven a aparecer las mismas imágenes. Ahora
es Manongo quien se vale del empate a cero para referirse al desencuentro que
viene instalándose en la relación compleja con su amada Tere (Bryce Echenique, No me esperen 571, 574). También retoma la
expresión “Deme un comprendido, Artacho” para hacer el balance de sus amores. Cuando
cesan las reuniones anuales primaverales, a las que alude el título y en las
que solían juntarse ambos protagonistas, dicho apóstrofe traduce el deseo de
establecer un orden racional que contraste con la desesperanza (504).
Entrometiéndose en las focalizaciones de los personajes centrales, las imágenes
prestadas al fútbol no solo se diseminan por unas novelas específicas, sino que
también trascienden sus límites. Tal recurrencia puede considerarse típica
tanto de una reproducción excesiva de la información que, para Augé, es una de
las características fundamentales de la comunicación de masas de la que
participa el fútbol (Augé y Derèze, 161) como de la práctica narrativa del
autor. Según Ortega, el estilo de Bryce es “obsesivo, a veces maniático de los
detalles” (El hilo del habla, 15), lo que se manifiesta en “una enunciación teatralizada
por su derroche” (36) en la que “los
paralelismos, repeticiones y circularidad del relato se basan en un sistema
rítmico del habla evocativa, dialógica y humorística” (43).
De este modo, las repeticiones de palabras y de
expresiones vinculadas al fútbol concuerdan con la “locuacidad discursiva” con
la que el autor da cuerpo a “una escritura que emula un lenguaje conversacional
y coloquial, lleno de giros populares y capaz de incorporar mil y una
digresiones del narrador [...] a la manera de una buena charla” (Ferreira, 79).
Es muy significativo, a este respecto, que el propio Bryce explicite la
dimensión oral del fútbol, confesando que “los mejores partidos de fútbol en
Lima, nunca los vi en el Estadio Nacional, los ‘vi’, sí, los ‘vi’, en los cafés
y bares donde el público comentaba las maravillosas jugadas que jamás
existieron pero que pudieron haber existido” (Ortega, El hilo del
habla 119). Asimilando a la
narración unos modos redundantes, anónimos, propios del hablar común, (10)
esta oralidad se ajusta a la
cotidianidad, que es inherente al discurso sobre el fútbol y que, como se ha
visto, ha contribuido a asentar la
atención literaria por este deporte (Wood, 271). De esta manera, el imaginario
futbolístico y la oralidad coinciden en poner en primer plano unos fenómenos
propios de la cultura popular que antes “fue considerada como signo de la
barbarie” (Franco, 738), y cooperan en
la representación literaria. Tal como lo formula Marcone, la explotación del
registro hablado en Bryce, lejos de obedecer a un deseo “de fidelidad a un
discurso oral específico”, pone en marcha una construcción discursiva de lo
oral (256). En el presente caso, la oralidad destaca una función
tranquilizadora y terapéutica, cuyo alcance quedará más claro al examinar el
segundo proceso narrativo estimulado por las referencias al fútbol: la
visualidad.
3. Fútbol y visualidad
Además de
propiciar cierta práctica estilística, las referencias futbolísticas llevan a “una
infiltración de la cultura visual en la narrativa”, igual que lo hace, según
Bourhan El- Dim Khalil, la intertextualidad de las películas (104). Como
aparece en la despedida de Martín e Inés en La vida exagerada de
Martín Romaña (586), un calco del famoso final de Casablanca, o en la enumeración de títulos en No me
esperen en abril (57), estas alusiones apelan a “la formación
cinematográfica” del lector y, tal como las canciones, cumplen “una función semiótica” (Bourhan El- Dim Khalil,
108-109) poniendo en marcha una memoria colectiva. Al mismo tiempo, la afinidad
entre novela y cine procede de la importancia que le concede Bryce a lo que se
podría llamar “la visualidad”. (11) Concretamente, esta equivale a una
estrategia por la que “casi todos los hechos, la información que tenemos de los
personajes, sus acciones, vienen narrados desde el punto de vista de algún o de
algunos personajes” (Bourhan El- Dim Khalil, 112) y por la que muchas veces “la
palabra se ve desplazada a un lugar relativamente secundario” por “los
mecanismos de la imagen en movimiento en su estado más puro” (103). (12)
En consecuencia, las menciones del fútbol, por no hacerse con tanta frecuencia
y precisión como las del cine --solo se mencionan contadas veces jugadores o
partidos concretos (13) -- no se prestan en primer lugar a la nostalgia típica
de la “narración sentimental” de Bryce (Krakusin, 43), sino que sobre todo se
empeñan en ofrecer una imagen plástica del relato. Fijándose preferentemente en
el espectáculo mismo, o sea, en el mecanismo del juego y en el ambiente popular
que lo circunda, las metáforas concernidas aprovechan el fútbol en su aspecto
más rutinario y cotidiano (Augé, 160) y, paradójicamente, lo emplean para
representar cierta situación de manera más vistosa. Por estas vías, el fútbol
conecta con “una estética de lo exagerado, que hiperboliza tanto los actos de
vida como los de habla” y que también es típica en el autor (Ortega, Alfredo Bryce Echenique y
la estética de la exageración 75).
A este
respecto, los resultados poco alentadores que suelen sacar los futbolistas
peruanos en campeonatos internacionales visualizan el fracaso amoroso que viven
ciertos protagonistas (14). En su efímero baile con la tan deseada pero
inalcanzable Octavia, Martín se da cuenta de la vanidad de sus aspiraciones y se
compara con “nuestra eternamente quimbera aunque derrotada selección nacional
de fútbol, que sabe ser delicia de las tribunas hasta con seis goles en contra”
(Bryce Echenique, El hombre que hablaba 272). También
la decepción que les reserva a los héroes el crucero a bordo del Victoria, que,
a pesar de reunirlos por un breve período, termina separándolos
definitivamente, es anunciada por el fracaso de Cholo Sotil, el prometedor
jugador peruano que, por falta de disciplina, no pudo lanzar su carrera en el
FC Barcelona (290). Representando de manera más palpable la evolución
sentimental de los personajes, las alusiones al futbol consiguen “dar a
entender una situación, tanto a nivel del espacio narrativo como a nivel
psicológico y emotivo del narrador”, como si de “recursos y procedimientos
cinematográficos” se tratara (Bourhan El- Dim Khalil, 109) y se presentan “como
componentes inseparables del discurso verbal”
(104).
Este
procedimiento se ejemplifica todavía más nítidamente en varias crónicas de Permiso para sentir (2005), en las que Bryce se vale de unas
imágenes relacionadas con la infraestructura futbolística para resaltar el
desquiciamiento de la realidad peruana. De este modo, Pasalacqua y
la libertad (15) trata la irremediable extinción del equipo
del Ciclista Lima Association y recuerda la degradación del antiguo estadio
nacional cuyas “tribunas [...] le regalaron otros países o la colonia inglesa
de Lima” (Bryce Echenique, Permiso para sentir
104). Su aspecto destartalado es pormenorizado en El campeón y
la inmundicia, ensayo en el que el autor rememora a un ídolo
personal suyo, el legendario Lolo Fernández. Este recuerdo reaviva el mal
funcionamiento del Universitario de Deportes, un club en el que los
entrenadores de los equipos juveniles terminaban pidiendo limosna y las
jugadoras de la sección baloncesto casi siempre eran demasiado bajas por causa
de una “deficiente alimentación” (211). Como si esto fuera poco, narra cómo la
flamante piscina del mismo complejo adquirió una dudosa fama cuando un nadador,
en su tentativa de pulverizar el récord mundial de permanencia en el agua, solo
logró ensuciar la pileta con sus excrementos, ante un número limitadísimo de
espectadores. Este valor alegórico aparece otra vez en De regreso
del infierno, que retrata cómo, en los desprestigiados distritos limeños
de La Victoria y Barrios Altos, unos chicos juegan “embadurnados” y “como
locos” en “canchas de carroña” (324), un espectáculo que confirma para Bryce
“la impresión de que, en el Perú, deporte y miseria material y moral han estado
siempre profundamente ligados” (208).
De esta
forma, el deterioro sistemático de las acomodaciones motiva la escasa eficacia
deportiva ya comentada y le endosa al Perú una reputación de eterno segundón. Efectivamente,
el ensayo Los viejos limeños describe cómo, debido
a su nivel deplorable, el juego peruano llega a constituir una disciplina
propia: “el fútbol jugado por peruanos en el Perú” (332-333). El diletantismo
que infiere este apelativo repetidas veces toma cuerpo en “La Selección Peruana de Fútbol” que en No me esperen en abril es vista como “un producto patriótico-nacional,
intocable antes de un campeonato mundial o latinoamericano, mas nunca después”
(Bryce Echenique, No me esperen 581). Gastando sus energías
en unas interminables preparaciones, a la hora de la verdad, es víctima de un
lamentable espíritu de derrota y, para colmo de desdichas, cae “autogoleado por
Bolivia” (237-238, 254). Por lo mismo, el equipo nacional resulta ser tan
ineficiente como Mono Jordán, un personaje que a pesar de “tener tres cojones” no consigue
hacer el amor (254), y explica por qué el Perú suele tener poco impacto en el
escenario internacional. (16)
Tales
caricaturas infunden en los peruanos un complejo de inferioridad, que, además, es agravado por los
estereotipos impuestos por unos países extranjeros, como lo sugiere la escena
de La vida exagerada en la que Martín trata
de surtir efecto en un público de estudiantes parisinos, contando la notoria
tragedia del Estadio Nacional de Lima en todas sus proporciones estereotipadas.
(17) A petición de un amigo inglés, se comporta, atrapado en “la
cinematográfica soledad de King Kong” como “nativo”, como “auténtico peruano”,
que relaciona su relato sobre “los muertos y heridos del fútbol en el Perú” (Bryce
Echenique, La vida exagerada 49) con otros arquetipos
sobre el Imperio Incaico y Pizarro. Aunque, insistiendo en el lado truculento
de los acontecimientos, el héroe también se burla de sus oyentes extranjeros
movidos por el morbo, sobre todo pone en evidencia la imagen reduccionista y discriminatoria que tienen
estos del Perú.
Amplificándoles
las proporciones a estas carencias, las referencias al fútbol dejan
establecidos unos escenarios y unos héroes que, tal como lo explica Aínsa, “encarnan
auténticas alegorías existenciales” y reflejan una “compleja realidad socio-cultural
contemporánea” (Una literatura que hace sociología
407). Por la vistosidad con la que retratan cierto fenómeno, conectan
plenamente con “el poder evocador de las
imágenes y las sugerencias de una metáfora” y resultan ser más pertinentes que
“los datos estadísticos y las informaciones objetivas” (394). Así, la tematización
del fútbol finalmente le injerta a la narrativa un valor de denuncia que supera
el impacto esencialmente memorativo o sentimental de las referencias fílmicas e
invita a una lectura social de los textos citados. Estas implicaciones también
se cristalizan en una imagen que, reformulando las reglas básicas del juego,
pretende convertirse en instrumento adecuado
para sondear la realidad circundante. Este artificio se entreteje en las
reflexiones que se hace Manongo en No me esperen en abril,
al recorrer los muchos meandros de su pasado.
Y Manongo iba conociendo cada vez más la desasosegante sensación de
primer y segundo tiempo, como él mismo la llamaba. La de estar prácticamente en
dos sitios a la misma vez, la de haber jugado el primer tiempo de un partido de
fútbol en un equipo y el segundo en el otro. [...] Era como haber visto siempre
más que los otros, siempre demasiado, y como si al terminar no hubiera nunca
una conclusión definitiva a nada, ni un desenlace verdadero y como si
perteneciese a muchos lugares y a ninguno al mismo tiempo (326).
En esta capacidad, el
funcionamiento de las referencias futbolísticas demuestra, tal como lo
afirma Aínsa, que “la novela no solo es ‘crónica social’ de su tiempo, sino uno
de sus posibles condicionantes” (Aínsa, Una literatura que hace
sociología 393). Insistiendo
en el papel crítico que puede desempeñar para aprehender una realidad
desahuciada, la literatura parece servir en estos textos de Bryce de recurso “al
individuo, a hombres y mujeres en su dimensión más auténtica, perdidos entre
las ruinas de una historia desmantelada por la retórica y la mentira [...] para
justificar nuevos sueños y esperanzas” (Aínsa, Raíces
populares y cultura de masas 85). A través de
este llamamiento a la sagacidad y a la comprensión, la visualidad acaba
encontrándose con la oralidad, reforzando el valor terapéutico que esta tenía,
y, junto con ella, deja su impronta en la representación literaria del fútbol
en las novelas y los ensayos de Bryce.
Conclusión
En la
narrativa de Bryce, las referencias futbolísticas engendran unos procedimientos
retóricos y narrativos análogos a los que ponen en marcha las numerosas apariciones
de la música popular o del cine. Con las primeras comparten una oralidad, que aprovecha
una repetición típica de la cotidianidad y les estructura a los protagonistas
las experiencias como lo haría un discurso psicoanalítico. De las segundas,
toman prestada una visualidad por la que destacan de manera sumamente vistosa unas
taras de la sociedad peruana. Suscitando una preocupación social, esta
visualidad se conjuga con los valores integrados en el registro oral y hasta infunde
en los protagonistas una perspicacia y un espíritu equitativo con los que pueden
poner el dedo de forma más certera en las heridas de una realidad
desacreditada. Por estas vías, el fútbol termina intensificando la función que suelen
desempeñar las reminiscencias cinematográficas y musicales, y apuesta por su propia
intelectualización: si bien las referencias a este deporte se asocian con la
trivialidad, solo raras veces son gratuitas. Al contrario, poniéndose
plenamente al servicio de la representación literaria, esta integración del fútbol a la narrativa solidifica
la posición de un discurso popular en el
conjunto más hegemónico de la expresión literaria (Wood, 271) a la vez que ofrece
una interpretación más amplia de unas estrategias narrativas clave en la obra
del autor.
Notas
(1). El
funcionamiento sociológico del fútbol ya ha sido ampliamente descrito, entre
otros, por sociólogos como Norbert Elias y Eric Dunning (Quest for
excitement. Sport and Leisure in Civilizing Process, 1986) y
periodistas como el argentino Dante Panzeri (Dinámica de
lo impensado, 1967) o el español Vicent Verdú (Mitos, ritos
y símbolos, 1981).
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