Desfamiliarizaciones y discontinuidades: una metapoética de la narración en
Caza de conejos de Mario Levrero
University of Minnesota-Duluth
Al día de hoy, los alcances estéticos de la narrativa de Mario
Levrero (Jorge Mario Varlotta Levrero, Uruguay, 1940-2004) han sido
relativamente poco estudiados en el terreno de la crítica académica. Más allá
de la reacción inaugural de Ángel Rama a principios de los años 70 acerca de la
producción de este autor, de algunos artículos dispersos y breves prólogos que
acompañan selecciones de sus cuentos o novelas en colecciones de narrativa, el
impulso académico en torno al corpus levreriano ha carecido de planteamientos
pormenorizados hasta más o menos el último quinquenio. (1)
En realidad, son los escritores iberoamericanos que
publican sus primeros trabajos substanciales de ficción en la primera década de
los años 2000, autores menores de cuarenta años en su mayoría, quienes suelen
comentar con mayor frecuencia las implicaciones estéticas de la prosa de
Levrero. (2) A pesar de que los préstamos de Julio Cortázar continúan
siendo citados hoy en día como grandes influencias cuando se trata de las
dislocaciones de lo “real,” Levrero se ha convertido en poco menos de diez años
en un autor clave para los nuevos escritores de la región. (3). En su
obra no solo subyacen la monstruosidad y la crueldad de la existencia representadas como figuras
gelatinosas o fetos contrahechos, sino también sobresale un humor negro
decididamente peripatético y absurdo. (4) Aun con la presencia de
imaginarios como los de Juan José Arreola o Augusto Monterroso, este humor
negro levreriano, plagado de trastornos y situaciones ominosas, no parece tener
verdadera rivalidad o siquiera analogía en el archivo de la ficción
iberoamericana de la segunda mitad del siglo XX. De algún modo, la ficción de
Levrero ha logrado desmarcarse y crear un microcosmos paradójico, así como una
forma de representar el mundo fundada en la discontinuidad, la
desfamiliarización del relato aristotélico y los límites de lo soportable. (5)
Tal y como menciona Luis A. Intersimone al hablar del
cliché de lo “singular,” las obras de Mario Levrero resisten, en términos
generales, el ordenamiento y la tipificación (270). Desde mi punto de vista, los
textos firmados por Levrero esquivan ciertos códigos, abrazando, al menos desde
el plano filosófico, algunos de los principios de extrañamiento de las
vanguardias históricas, y reconfiguran de este modo la tradición narrativa de
nuestra región a través de una multiplicidad de formas y contenidos de carácter
mutacional. (6) Al mismo tiempo, al compás de sus continuas
interacciones con el posmodernismo, principalmente con el afán de hibridación
posmodernista, los textos levrerianos distorsionan y desestabilizan nuestra
convicción certera acerca de las leyes naturales y el mundo concreto. (7)
Las piezas que componen la serie narrativa Caza de conejos, escrita en 1973 y
publicada por primera vez en 1986, caen fundamentalmente en esta
categorización. En términos generales, Caza
de conejos parte de una asociación de ideas que simula un “mal sueño,” y
narra una cacería absurda y discontinua en un bosque inverosímil, donde los
acechadores y las presas intercambian roles y voces hasta el infinito. Se trata,
además, de un texto que implica, a partir de la celebración de la
discontinuidad y la experiencia ilógica, una metamorfosis del libro como
concepto sólido, al tiempo que aboga por la desjerarquización reiterada de la
construcción narrativa lineal a través de la mutación lúdica y la desfamiliarización.
En Caza de conejos, Levrero nos presenta
también una exclusiva metapoética narrativa, un discurso implícito y artístico
sobre las posibilidades de la estructura interna del texto, que comenta acerca
de conceptos narratológicos como la lógica causal, el tiempo y la verosimilitud
sociohistórica al cambiar la tradicional fábula aristotélica por un texto
híbrido y mutante donde la referencialidad y el encadenamiento dialéctico se
hallan dislocados.
Como punto de partida para hacer una lectura de Caza de conejos resulta importante
rescatar momentáneamente la definición del recurso literario conocido como desfamiliarización o extrañamiento y estudiar cómo este
constituye uno de los cimientos fundamentales del corpus levreriano previo a
los años 90. (8)
La desfamiliarización u ostranenie, tal como la entendemos a partir del trabajo de Viktor
Shklovski, consiste primordialmente en separar el contenido de las obras de
arte del “automatismo” de la percepción natural, obligando al receptor de la
obra a discernir de una forma “extraña,” “singular,” “desfamiliarizada” el
contenido de una pieza artística. De acuerdo con Shklovski,
la finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como
reconocimiento; los procedimientos del arte son los de la singularización de los objetos y el que consiste en oscurecer la forma, en aumentar la
dificultad y la duración de la percepción. El acto de percepción es en [el]
arte un fin en sí y debe ser prolongado. El arte es un medio de experimentar el
devenir del objeto: lo que ya está
realizado no interesa para el arte. (60, el énfasis es mío)
Shklovski propone que a través de la singularización o la
desfamiliarización de los objetos, el creador es capaz de subvertir los lugares
comunes, facilitando otro tipo de apreciación;
esta “otra” percepción acerca de los objetos se aleja de lo
estrictamente lógico y busca en cambio una particularidad alternativa. Lo
desfamiliarizado, según Baxter,
“make[s] the familiar strange, and the strange familiar” (31).
Para Alan Wall, asimismo, el propósito de la
desfamiliarización es:
to set the mind in
a state of radical unpreparedness; to cultivate the willing suspension of
disbelief. We see and hear things as if for the first time […] In other words,
the conventionality of our perceptions is put into question. We see the world
afresh. This requires effort. We do not economize our creative effort in
defamiliarization; instead we maximize it. By “making strange” – ostranenie – we force the mind to
rethink its situation in the world, and this requires an expenditure of effort.
(20)
El acto desfamiliarizador, en todo caso, tiene relación a
priori con la creación de una visión
del objeto y no precisamente con su reconocimiento
(Shklovski 60-61); a través de esta “visión” no convencional será posible
repensar y redefinir lo conocido: ver el mundo como si fuera un “mundo nuevo,”
emisario de diferentes significados. Este recurso, naturalmente, demanda una
alta suspensión de la incredulidad, pero en el caso específico de Levrero, por
medio del influjo de una metapoética de la narración, involucra también el
cuestionamiento implícito de la representación verosímil con la intención de
proponer textos en los que la falta de lógica causal, validez y certidumbre
convierte lo anormal en un elemento central del relato, creando una “fluida
continuidad entre vida cotidiana y experiencia extraordinaria” (11), como bien señala
Ezequiel De Rosso.
Caza de conejos parte sin duda
de una premisa similar a la presentada por Shklovski para resaltar el arte como
artificio; en otras palabras, se apoya en la lógica del extrañamiento que
singulariza el derrotero de la obra artística para explorar otros modelos
discursivos y morfológicos, singularizando tanto la “realidad” de la cacería,
en el mundo ficcional, como la percepción y la recepción del texto, en el plano
extradiegético.
Tal y como señala Pablo Capanna, los libros de Levrero
“suelen no suministrar indicios del contenido; son una pieza más en la
enumeración caótica de trozos de realidad minuciosamente aislados para ser
ensamblados luego al estilo de Dalí” (300). Existe, desde luego, una
composición desfamiliarizadora constante en Caza
de conejos, aparentemente “caótica,” que se hace posible a partir de la
generación de discontinuidades que ayudan a vehiculizar en este texto no solo
la sensación de lo inusual sino también una propuesta distinta respecto de los
cánones de la escritura, una metapoética narrativa que se distancia del efecto
verosímil de los proyectos realistas más convencionales.
Carmen Pardo, en
el contexto de la música experimental, ha dicho que las discontinuidades
(sonidos y experiencias sin antecedentes dentro de una composición) son
instantes que “afirman que es preciso resistir” (324). Desde el mundo de la
ficción, y sobre todo en Caza de conejos,
Levrero parece referirse a lo mismo, construyendo un universo ficcional que
descotidianiza la lógica y la narración lineales para resistirse al modelo de representación de la fábula aristotélica,
“aquel conjunto de hechos o episodios [cuya totalidad] está vinculad[a] por
unas relaciones de causalidad y continuidad en la sucesión temporal” (Estébanez
Calderón 187).
Teniendo en cuenta esta sensibilidad estética, podemos
presentar la idea de que la prosa de Mario Levrero, como señala Verani,
“transgrede los enlaces mecánicos con la realidad reconocible [y] desestabiliza
la compulsión referencial de la narrativa realista” (160), todo ello en busca
de fabricar un texto morfológicamente mutante que quiebre el encadenamiento
ordenado de ideas y la verosimilitud de las formas de representación más
tradicionales, ya sea a través de la discontinuidad experimentalista o la
fragmentación desfamiliarizadora.
A pesar de haber iniciado su producción a mediados de los
años 60 y de haber publicado de manera constante hasta poco antes de su muerte
en el año 2004, en un principio aparentemente solo Ángel Rama vio en los textos
publicados por Levrero un ejemplo de novedad que mereciera una interpretación
teórica. En esta primera lectura académica, Rama indica que a través de la
experimentación y las huellas de lo absurdo y lo onírico, Levrero se distancia
del realismo urbano, de la “conciencia crítica” y de la impronta nacionalista
del grupo de escritores inmediatamente anterior. (9)
Si bien Rama no tiene una certeza total acerca de lo que
Levrero podrá construir con dichos elementos en el futuro, llegando incluso a
usar la frase “libertinaje de la imaginación” (244), y si bien ideológicamente
parece tener una relación más estrecha con los escritores de las décadas del 40
y 50, es a la vez muy claro al señalar que la obra levreriana pertenece a una
vertiente heteróclita, cuyas fijaciones apuntan hacia una “irracionalidad de
las experiencias que se cumplen en el campo de una realidad que nunca llega a
estructurarse lógicamente” (243). Al mismo tiempo, Rama añade que:
en Levrero se manifiesta más nítidamente la experiencia de la inseguridad y
variación de la realidad […] desde sus primeras páginas partimos de una
constancia del cambio incesante y de la imprevisión del futuro, no regulable
por proyectos lógico-racionales. Detrás de cada uno de sus cuentos y aún detrás
de su novela, a pesar del esfuerzo en “reinquiciar” su materia dentro de una
estructura general más rígida y coherente, encontramos la inseguridad acerca
del tramo inmediato, la variación imprevisible que construye la vida. (242)
De acuerdo con Rama, parte de la singularidad de Levrero
está conectada con el surrealismo y con ciertas lecciones aprendidas de la
estética kafkiana, y es justo reconocer que muy tempranamente atiende a una
constante narrativa basada en las tendencias “no regulable[s] por proyectos
lógico-racionales.” Rama no se refiere solamente al cadáver exquisito como
método constructor, sino también a la representación de pensamientos ocultos y
prohibidos como detonantes de aquella “experiencia de la inseguridad y
variación de la realidad.”
Ciertamente, la estetización de la interioridad onírica y
el sinsentido suelen plasmar en productos culturales de rasgos surrealistas una
suerte de superposición del inconsciente, tal y como sucede en obras
universalmente celebradas como Las tetas
de Tiresias, Un chien andalou o Los campos magnéticos. En los relatos de
Levrero, en todo caso, y un ejemplo por excelencia es la serie narrativa que
compone Caza de conejos, esta
superposición controla fundamentalmente la continuidad de la narración al
romper el orden lineal, optando por una fragmentación ilógica que emula la
incoherencia de los pensamientos recónditos y antirreferenciales. Como ha
anotado Hugo Verani, el mundo de Levrero “es un mundo pesadillesco en el cual
sucesos anómalos trastornan el acontecer cotidiano, generando procesos
interiores atormentados e inestables, portadores de un simbolismo difuso e
inaccesible a la razón” (158).
Al resaltar la importancia de lo visual en la escritura
del autor de Caza de conejos, Jesús
Montoya Juárez ha atendido también a este tipo de construcción onirista y
difusa llamándola “póetica ecfrástica” (“El lugar de Mario Levrero”), aludiendo
a la representación verbal de una obra pictórica, pero quizá la conexión más
apropiada sea la cinematográfica/audiovisual y la relación de la obra de
Levrero con el montaje discontinuo o yuxtapuesto, que a la vez que
desfamiliariza también construye un poética metaficcional. (10) Lo
realmente significativo, en todo caso, es que el cuestionamiento de los efectos
de una narración lógica y la impronta de la incoherencia —aquella resistencia a la representación
tradicional— llegan a fusionarse en varios textos de Levrero. Como ejemplo de
esta recurrencia Montoya Juárez señala que en el relato “Los muertos”:
son aceptados por parte del narrador
los elementos incoherentes con el funcionamiento de las leyes de la causalidad
vigentes en el mundo físico. Conviven el universo “realista”, con lo fantástico o lo extraño,
que emerge generalmente bien de la
interioridad de lo inconsciente individual, identificado con lo exiliado
o reprimido en la subjetividad, bien en los comportamientos incoherentes de los
otros, en el espacio de lo cotidiano. (Realismo
del simulacro 218-219)
Ya en su reseña sobre “Gelatina,” Elvio Gandolfo aludía a
la “atmósfera ambigua” del relato y a una unión de dimensiones opuestas (19),
insinuando extrínsecamente cierto parecido temático con una serie de televisión
como The Twilight Zone (La dimensión desconocida, 1959-1964),
cuya locución de apertura, narrada en voz en off por Rod Serling, señalaba lo
siguiente: “You're traveling through
another dimension, a dimension not only of sight and sound but of mind; a
journey into a wondrous land whose boundaries are that of imagination. That's the signpost up ahead—your next stop, the
Twilight Zone” (el énfasis es mío).
Dicha dimensión “desconocida,” conectada a lo fantástico
y lo ilógico, se hace fundamental en la escritura de Levrero, ya que no solo
puede ser apreciada por los sentidos típicos de la vista y el oído, que suponen
una relación empírica con la materia, sino también por la imaginación
desbordada (procesos abstractos y oníricos que modifican las relaciones
concretas y las prácticas de causa-efecto y análisis-síntesis). Esta percepción
distinta, que supone a la vez un tipo de representación más cercano a la
interpretación de los sueños del psicoanálisis, a las vanguardias históricas y
a la escisión respecto de las leyes de la causalidad, ocupa en los textos
levrerianos un rol cardinal que disloca lo esperado por el receptor de la obra,
donde no solo la forma sino también el discurso, como apunta Sergio Capurro
Álvarez, “se impregna de unidades de sentido que tienden a despistar al lector”
(161).
En este caso, Capurro Álvarez alude a la misma constante
que Rama señalaba en un inicio, “la inseguridad acerca del tramo inmediato”
(Rama 242), y a lo que Pablo Fuentes ha entendido también como distanciamientos
respecto del realismo en muchos textos del autor de Caza de conejos (315-318).
Varios de los protagonistas de Levrero, siguiendo otra vez a Capurro
Álvarez, se instalan: en lo irreal, en lo fantástico, en mundos cerrados
configurados sobre lo irracional y la transgresión de las leyes físicas y/o
naturales. Lo cotidiano, tal como lo conocemos, no existe o se presenta al
lector en forma tan perturbada que se
hace irreconocible como, por ejemplo, en “Aguas salobres”, “El crucificado”
o Caza de conejos. (309; el énfasis
es mío)
Esta marca, la de la perturbación de lo reconocible, nos
suele indicar que muchas de las obras de Levrero se desprenden de lo cotidiano
para generar desconcierto, escapando a las definiciones concretas del
procedimiento narrativo realista y despojando al lector de la seguridad que
requiere para sostenerse firme ante la experiencia de la obra de arte. La
incertidumbre, a diferencia de lo que sucede en las propuestas puramente
góticas o fantásticas, radica aquí en la resistencia a la fábula aristotélica y
en la creación de un artefacto literario que desarticula los modos y los
afectos a los que el lector está habituado. En Caza de conejos, Levrero narra un sinsentido a la vez que reflexiona
metapoéticamente sobre los códigos formales y las elecciones que pueden
manifestarse en un texto de ficción.
Para Levrero el pasado experimento artístico de las
vanguardias históricas, siguiendo la relación vanguardia y posmodernidad
formulada por Huyssen (153), deja atrás el proyecto meramente político y se
instala en la estrategia lúdica y “acrítica” que opta, mediante la
transformación de las formas imperantes, por la perturbación de la doctrina de
la referencialidad mimética y la desestabilización de la validez que deriva del
razonamiento causal. Caza de conejos es
tal vez el ejemplo más tajante de esta directriz dentro del corpus levreriano, ya
que el juego de discontinuidades y mutaciones presentes en el texto confirma la
“corriente alternativa,” la “asimetría” y la “arquitectura irregular” que Pablo
Fuentes destaca como partes elementales de la escritura del autor (318),
brindándonos una metapoética narrativa que, como ya hemos señalado, busca
constantemente alejarse de la narración tradicional al plantear la construcción
de textos alternativos.
Siguiendo la división que emplea Jorge Olivera (331-334),
el corpus levreriano puede partirse en dos grandes modelos: el ficcional (el
Levrero enteramente “imaginativo” hasta fines de los años 80) y el
autobiográfico (que abarca aproximadamente los últimos quince años de su
producción). Caza de conejos es sin
duda parte del primero de ellos y quizá uno de los trabajos más experimentales del
mismo. Olivera menciona que esta etapa levreriana está guiada por rasgos que
“contribuyen a desestabilizar la narración en primera persona: el
desdoblamiento, la percepción extraña de la realidad, el onirismo, el desprendimiento
de las leyes de la causalidad y la fragmentación” (334). Capanna, por otro
lado, ha distinguido el tema de la metamorfosis como recurrente en varios
textos de Levrero (300), un rasgo que ha sido reconocido también por Fuentes,
ya no solo relacionándolo con ciertos personajes que desestabilizan el ideal
corporal humano sino también con la “metamorfización constante” de los espacios
físicos (311).
Entre los
ejemplos que he estudiado y que pueden inscribirse en esta línea temática
mutacional destacan sin duda el relato “Gelatina” (1968), acerca de una gran
pasta cremosa que ocupa Montevideo, alimentándose del entorno y modificando la
vida de sus personajes marginales, (11) así como los textos “Noveno
piso” (1972), una alegoría acerca del paso del tiempo centrada en un hombre que
debe subir al piso nueve de un edificio mientras todo a su alrededor se
deteriora, “Capítulo XXX” (1984), la historia de un joven que se transforma en
un ser de aspecto vegetal después de enterrar tres misteriosos huevos rojos en
su casa, y el relato “Aguas salobres” (1983), cuya trama narra el asenso al
poder de un feto malvado que cambia radicalmente la vida de un pueblo habitado
por seres asimétricos.
Los tópicos
literarios de la mutación, la metamorfosis y el cambio, ya sea al asociarse con
lo espacial o lo corporal, son parte de las fijaciones temáticas de Levrero en
varios pasajes de aquella etapa creativa que la crítica ha denominado “ficcional.”
Sin embargo, nos parece importante reconocer también la importancia de la
transformación del texto en sí, de la estructura interna, que pasa de lo que
sería una segmentaridad “dura,” partiendo de las ideas de Deleuze y Guattari, a una línea de
fuga que modifica dramáticamente las relaciones narratológicas con los dispositivos
artísticos convencionales, en este caso con los dispositivos de la literatura
puramente verosímil, de la que Levrero se distancia en su etapa ficcional al
utilizar el sincretismo de géneros y lenguajes, así
como la mezcla de estructuras inconexas en mutación.
Si leemos Caza de conejos partiendo de la idea de
la mutación estética y cultural, tanto las discontinuidades, los
desdoblamientos del narrador y las fragmentaciones que componen la obra, pueden
ser leídos como una forma de implementar, a partir del artefacto literario, “variabilidad y actos de disenso que fluyen gracias a
principios de transformación y a un potencial de cambio e inminencia” (Raggio
28). En otras palabras, a partir de este “factor mutante,” Levrero
desestabiliza, desmonumentaliza y descentra lo típico, resistiéndose a los modos
tradicionales de expresión y a la representación lineal y verosímil.
Caza de conejos es una serie
narrativa compuesta por un prólogo, un epílogo y una centena de fragmentos
breves que conforman una nouvelle de
“cualidades camaleónicas” (Intersimone 271); camaleónica, como la describe
Intersimone, porque la premisa de la obra es confundir al receptor a través de
fragmentos antirreferenciales e inconexos que mutan constantemente, de los
cuales además deriva la idea de un montaje consciente —pero a la vez ilógico—
que añade extrañeza a una obra que de por sí tiene ya una trama bastante
desfamiliarizada. (12) A simple vista, el planteamiento de la obra nos
engaña por su simpleza: “Fuimos a cazar conejos,” indica la primera línea del
fragmento titulado “Prólogo,” y a continuación el narrador expone lo siguiente:
(13)
Era una expedición bien organizada que capitaneaba el idiota. Teníamos
sombreros rojos. Y escopetas, puñales, ametralladoras, cañones y tanques. Otros
llevaban las manos vacías. Laura iba desnuda. Llegados al bosque inmenso, el
idiota levantó una mano y dio la orden de dispersarnos. Teníamos un plan
completo. Todos los detalles habían sido previstos. Había cazadores solitarios,
y había grupos de dos, de tres o de quince. En total éramos muchos, y nadie
pensaba cumplir las órdenes. (Levrero 7)
Fuera del evidente humor negro que cae en lo absurdo (una
cacería pensada detalladamente y al estilo militar, capitaneada por un idiota,
pero en la cual nadie piensa obedecer órdenes), este primer fragmento marca el
tono del resto de la serie y nos advierte acerca de la poca claridad que
encontraremos en el libro debido a la manera en que lo aparentemente cotidiano
se descotidianiza para crear un efecto siniestro a partir de una comunidad
imaginaria unida por el sinsentido. Levrero reafirma así la subversión del
concepto de mímesis para formular en cambio una diégesis con reglas muy
particulares.
La primera dislocación de la cacería común y corriente a
la que nos enfrentamos se presenta cuando el narrador hace una enumeración del
armamento que llevan con ellos: “ametralladoras, cañones y tanques,”
herramientas totalmente ajenas a la caza y más próximas a un conflicto bélico.
El mismo narrador luego comenta que algunos “llevaban las manos vacías,”
desdibujando un tanto la imagen de la guerra armada, para después añadir otro
elemento perturbador al exponer la desnudez de una cazadora llamada Laura,
quien durante el resto de la narración aparecerá siempre del mismo modo,
asociada a la sexualidad libre, la naturaleza y el deseo, y como un
recordatorio de la incontinencia del bosque. Asimismo, Caza de conejos plantea una oposición espacial al enfrentar los
terrenos del “bosque” y el “castillo.” Una de las pocas certezas que nos provee
la narración es el hecho de que el bosque simboliza el aspecto peligroso y
oscuro del inconsciente, donde suceden las mayores atrocidades y absurdos (en
su versión, Levrero incluye monstruos marinos y elefantes), mientras que el
castillo es representado como un espacio de descanso y salvación, al menos
hasta que los capítulos LXXVI y LXXVIII nos relatan el asedio y la toma del castillo
por parte de los conejos. (14)
Los fragmentos I y II, que en una narración convencional
deberían brindarnos claves sobre el soporte de la acción o la descripción
exhaustiva del espacio y el tiempo de la historia, continúan desfamiliarizando las
leyes naturales de la cacería y, de manera arbitraria, fracturan el hilo
conductor al presentar las primeras discontinuidades del texto:
I. Yo sentía pinchazos en las piernas. Al principio no les daba
importancia; lo atribuía al pasto y a los yuyos. Pero luego, cuando el dolor
fue subiendo, y un poco más tarde aún, cuando el dolor y el mareo me hicieron
vacilar y caer, vi –antes de que la vista se me nublara y cuando mi cuerpo
comenzaba a retorcerse en los espasmos de la muerte–, vi la araña con ropas de
cazador y sombrero rojo, y mirada perversa y divertida, arrojándome sin pausa
los darditos envenenados a través de su pequeña cerbatana.
II. Al oso amaestrado lo habíamos disfrazado de conejo, y bailaba en el
bosque, saltaba en el bosque y movía las orejas blancas del disfraz. Era
penosamente ridículo. (Levrero 7)
En esta obra, “la cohesión y [la] coherencia,” como
señala Intersimone, “no son implícitas” (271). Atendemos primero, siempre
recordando que el fragmento anterior al número I es el Prólogo, a una
exposición por parte del yo narrador acerca de unos misteriosos “pinchazos en
las piernas” que le ocasionan varias molestias y “retorcerse en los espasmos de
la muerte,” para después comprender que los pinchazos son en realidad dardos
lanzados por una “araña con ropas de cazador y sombrero rojo.” En este caso,
Levrero no solo rompe la lógica del mundo concreto con la humanización de la
araña, sino que plantea una discordancia en la historia respecto del futuro del
narrador-protagonista, ya que si siguiéramos el hilo conductor y la lógica del
fragmento, “los espasmos de la muerte” representarían el fin del cazador,
víctima del envenenamiento arácnido. Lo singular, no obstante, es que nunca
alcanzamos un desenlace natural, típico de una muerte en dichas condiciones,
debido a la dislocación de la cadena narrativa que sustenta el referido
fragmento y la obra en su totalidad.
El fragmento número II, en cambio, y a pesar de su
concisión, implica una discontinuidad ascendente. El yo narrador, víctima de
los dardos en el fragmento I, muta a un nosotros múltiple que se refiere ahora
a la comunidad imaginada del Prólogo (aquella secta, grupo o asociación de
cazadores indescifrables). A su vez, esta pieza disloca de forma categórica la
narración lineal (que ahora solo se sustenta en la premisa general de la caza disparatada
y ya no en una ley de causalidad específica o en una supuesta secuencia
numérica que “ordena” una serie). Levrero inserta de este modo un oso
disfrazado de conejo por los propios cazadores, quienes pierden el tiempo que
deberían dedicar a la caza observando el baile de un mamífero carnívoro
convertido en bufón. De allí, desde luego, que Intersimone proponga una lectura
bajtiana
de este texto, enfocándose en lo carnavalesco de “la humanización de animales y
la animalización de humanos” (275).
Las variaciones y las mutaciones en Caza de conejos, en todo caso, se entrelazan con un mundo onírico
donde confluyen distorsiones, humorismo y una serie de imágenes que se
contradicen entre sí, sobre todo si recordamos que, de acuerdo con el fragmento
número VI, en el bosque donde sucede la historia está “prohibido cazar conejos”
(12). (15) Con relación a los mismos rasgos desfamiliarizadores, Verani
ha apuntado que “por medio de estas proyecciones imaginarias, refugios de una
conciencia disociada, se ahonda en una suspensión onírica, en un ensamblaje de
componentes heterogéneos que desautomatizan la lectura convencional” (172).
Esta sensación de vivencia “surrealista,” en todo caso,
se acrecienta al prestar atención a las dieciocho ilustraciones de Pilar
González que acompañan la primera edición uruguaya del libro, mucho menos
humanizadas y definibles que los celebrados dibujos de Sonia Pulido en la
versión publicada en España en 2012. (16)
En las ilustraciones de González, la acuarela, a través
de una técnica de lavado, superpone figuras amorfas de apariencia carnavalesca (conejos,
cazadores y guardabosques estrambóticos) pintados con tonalidades sepias y
grisáceas; asimismo, el contraste entre el papel blanco, espacio vacío que contiene
a las figuras dentro de la composición onirista, y las sombras de aspecto biomorfizado,
crean una oposición siniestra que termina fusionando paratextualmente los
límites entre un libro infantil y un cuento de horror.
Ya hemos
mencionado que las discontinuidades en Caza
de conejos son parte fundamental de la política de extrañamiento de la obra,
o de lo que Verani denomina “la pérdida del sentido de lugar” (161). Muchas de
estas discontinuidades, sin embargo, no se presentan solamente a través de la
fragmentación o la yuxtaposición de piezas absurdas sino también por medio de los
frecuentes desdoblamientos del narrador.
Al inicio de la historia, por ejemplo, creemos estar ante
una primera persona protagonista, un cazador que procederá a detallar las
aventuras de un grupo de personas que caza roedores de una manera bastante
singular. Al cabo de unos pocos fragmentos, no obstante, esta lectura va
alterándose y mutando cuando el grado de confiabilidad del narrador y su punto
de vista varían, pues si bien continúa predicando absurdos y realzando la farsa,
lo hace ya asumiendo distintas personalidades. En el fragmento número VII, por
ejemplo, no nos queda muy claro si quien habla es el cazador original, una
araña o un híbrido cazador-araña (14). La misma falta de certeza y
desfamiliarización nos invade en el fragmento XII, donde alguien que podría ser
un cazador enloquecido o un conejo envidioso y humanizado relata sus razones
para fabricar complejas trampas para atrapar cazadores (20). Siguiendo esta
línea, un punto de dislocación y desdoblamiento concreto es la discontinuidad ubicada
entre los fragmentos XIV y XV, el primero narrado por un guardabosques y el
segundo por un cazador “auténtico” que condena a los “falsos cazadores”:
XIV. En ocasiones me gusta pasarme al bando de los guardabosques; entonces
se produce un desequilibrio entre las fuerzas, y los cazadores son derrotados
con facilidad. Nosotros, los guardabosques, no sufrimos ninguna baja.
XV. Dicen que van a cazar conejos, pero se van de pic-nic. Bailan alrededor
de una vieja victrola, se besan ocultos tras los árboles, pescan o fingen
pescar mientras dormitan; comen y beben, cantan cuando vuelven al castillo en
un ómnibus alquilado que siempre resulta demasiado pequeño para todos. Los
conejos aprovechan los restos de comida. También es frecuente que los falsos
cazadores, borrachos, olviden su victrola. Entonces los conejos bailan hasta el
amanecer, a la luz de la luna, al son de esa música alocada y antigua. (Levrero
22)
El desdoblamiento del narrador, su insistente mutación en
formas completamente variables: araña, conejo, cazador, cazador “auténtico,”
guardabosques, etc., no solo produce cierto extrañamiento sino que destotaliza el
relato —la fábula aristotélica— como un acto de lectura causal y lineal, ratificando
de nuevo que en mucha de la obra de Levrero somos testigos de una “acumulación
de situaciones excéntricas y de encuentros fortuitos” [que suspenden una y otra
vez los] “mecanismos psicológicos previsibles” (Verani 163). Esta postura
levreriana es en realidad indicativa de un interés que va más allá del simple
experimento y refuerza a la vez el planteamiento consciente de una metapoética
narrativa que se resiste a ser encasillada dentro de un solo modelo de
representación.
De este modo, Caza
de conejos cobra relevancia metaficcional cuando, de forma reflexiva, el
narrador —mutando nuevamente— le recuerda al lector que está ante una obra de
ficción acerca de conejos:
Para escribir historias de conejos, es preciso dejarse crecer un bigote
sedoso y espeso. Después se hace inevitable pasarse varias horas acostado en la
cama, mirando el techo, mientras los dedos, inconscientemente, acarician con
curiosidad y ternura la novedosa mata. Luego de un tiempo, los dedos se
acostumbran a su presencia y la van olvidando; pero, mientras tanto, las historias
de conejos surgen solas, inexorablemente. (42)
Aunque cabe la posibilidad —dentro de un universo
ficcional tan carnavalizado e ilógico—, de que este fragmento esté siendo
narrado por una araña, por Laura o por un conejo novelista, no deja de ser
cierta la conexión metaliteraria y la posibilidad de la invasión de la Historia
por un autor-narrador ficticio que está por encima de la persona intradiegética
(ya sea esta singular o plural). Lo más significativo, sin embargo, es que la
experiencia de la discontinuidad, las deliberadas singularidades y el flujo
metaficcional que aparece de tanto en tanto añaden fuerza a la mutación y a la
condición heteróclita del texto, que en conjunto aparenta estar siempre en un
proceso inminente de modificación. En este sentido, Caza de conejos cuenta con una pieza clave, designada con la
numeración romana LXVII, que a mi entender compendia no solo la metapoética de
la narración y el acto de construcción del artefacto escritural sino también la
eterna mutación de la forma y el significado:
Se dice, de los textos aquí presentados bajo el título de «Caza de
conejos», que se trata en realidad de una fina alegoría que describe paso a
paso el penoso procedimiento para la obtención de la Piedra filosofal; que,
ordenados de una manera diferente a la que aquí se expone, resultan una novela
romántica, de argumento lineal y contenido intrascendente; que es un texto
didáctico, sin otra finalidad que la de inculcar a los niños en forma
subliminal el interés por los números romanos; que no es otra cosa que la
recopilación desordenada de textos de diversos autores de todos los tiempos,
acerca de los conejos; que es un trabajo político, de carácter subversivo,
donde las instrucciones para los conspiradores son dadas veladamente, mediante
una clave preestablecida; que el autor sólo busca autobiografiarse a través de
símbolos; que los nombres de los personajes son anagramas de los integrantes de
una secta misteriosa; que ordenando convenientemente los fragmentos, con la
primera sílaba de cada párrafo se forma una frase de dudoso gusto, dirigida
contra el clero; que leído en voz alta y grabado en una cinta magnetofónica, al
pasar esta cinta al revés se obtiene la versión original de la Biblia; que
traducida al sánscrito, el sonido musical de esta obra coincide notablemente
con un cuarteto de Vivaldi; que pasando sus hojas por una máquina de picar
carne se obtiene un fino polvillo, como el de las alas de las mariposas; que
son instrucciones secretas para hacer pajaritas de papel con forma de conejo;
que toda la obra no es más que una gran trampa verbal para atrapar conejos; que
toda la obra no es más que una gran trampa verbal de los conejos, para atrapar
definitivamente a los hombres. Etcétera. (Levrero 37)
Esta relación de probabilidades y apariencias múltiples alude
al cambio, a la posibilidad del etcétera y a una estrategia mutacional. Se
trata de un texto que puede transformarse y en esa subversión discontinua y sin
sentido lógico convertirse en discurso acerca de la variabilidad de la
escritura, proponiendo otra manera de contar y representar. Esta forma
alternativa de narración permite, en definitiva, el sincretismo de las formas y
la existencia de un híbrido genérico y mutante, distanciado del relato
aristotélico en el cual los lectores suelen resguardarse para eludir la
incertidumbre suscitada por la desfamiliarización.
Según Pablo Fuentes, las particularidades de la obra de
Levrero pueden entenderse desde el concepto de la desigualdad: “es una
narrativa definida por y desde la asimetría, temática y estructural” (318).
Esta asimetría, desigual porque cambia y destotaliza, propone transformaciones
de lo típico para abrir un espacio de resistencia, donde inclusive las
convenciones del propio texto tienden a la mutación (algo ejemplificado en toda
la serie y sobre todo en la absurda enumeración de posibilidades del fragmento
LXVII). Dicha interpretación queda sin duda manifiesta en el Epílogo de Caza de conejos, una mutación del
Prólogo que al reutilizar imágenes ya conocidas por el lector crea nuevas
imágenes, nuevas proyecciones ilógicas que parten del extrañamiento de la
narración:
En total éramos muchos, y nadie pensaba cumplir las órdenes. Había
cazadores solitarios y había grupos de dos, de tres o de quince. Todos los
detalles habían sido previstos. Teníamos un plan completo. Llegados al bosque
inmenso, el idiota levantó una mano y dio la orden de dispersarnos. Laura iba
desnuda. Otros llevaban las manos vacías. Y escopetas, puñales, ametralladoras,
cañones y tanques. Teníamos sombreros rojos. Era una expedición bien organizada
que capitaneaba el idiota. Fuimos a cazar conejos. (Levrero 48)
La mutación y la desmitificación del relato “conocido”
por el lector, así como la dislocación de la cadena causal, que en el Epílogo además
rompe la supuesta verosimilitud del Prólogo, propone en Caza de conejos un texto “en transformación” y una poética
metaficcional que se resume en la tesis de la reconfiguración morfológica constante
(el extrañamiento de las convenciones narrativas, la resistencia a un molde
tradicional en Occidente). Es por esta razón que algunos críticos han sugerido
la carencia de argumento en el libro, ya que por medio de la estrategia del
absurdo y la variación de la “forma” a través de discontinuidades, el tiempo y
la acción natural en Caza de conejos aparentan
haber sido omitidos. Ambos conceptos, sin embargo, persisten en la obra, pero ya
no como se plantearían en una narración de estructura convencional, sino como
una mutación del relato aristotélico y a la vez como una metapoética narratológica
extremadamente consciente. En este texto atípico, Mario Levrero parece señalar
que la desfamiliarización en el arte implica no solo otra forma de representar
la realidad, sino también una manera alternativa de fabricar y construir
internamente artefactos de representación.
Notas
(2). Montoya Juárez ha resaltado una lista de relaciones
en la que figuran autores uruguayos nacidos en los 70 como Inés Bortagaray,
Fernanda Trías y Ramiro Sanchiz (“El lugar de Mario Levrero”). Para el resto del mundo hispánico valdría la
pena subrayar la importancia que tiene Levrero, desplazando a algunos autores
canónicos del Boom, en una selección como la incluida en la antología Asamblea portátil. Muestrario de narradores
iberoamericanos (2009).
(3). La vigencia de Cortázar como un autor que continúa
influyendo en la desarticulación del concepto de lo “real” a través de la
interferencia de la incertidumbre y la ruptura de las leyes naturales puede
verse en la actualidad tanto en libros de cuentos de Alberto Chimal (México),
Solange Rodríguez Pappe (Ecuador), Alexis Iparraguirre (Perú), Gabriela Arciniegas
(Colombia) o Marina Perezagua (España) como en el reciente volumen de crónicas
y ensayos Cortázar sampleado. 32 lecturas
iberoamericanas (2014), compilado por Pablo Brescia.
(4). Este rasgo humorístico, según Laura Flores, “oficia
de válvula de drenaje de la angustia y el sinsentido” (1210).
(5). Aunque no es parte de la antología, Levrero, junto a
autores como Felisberto Hernández, Marosa Di Giorgio y Armonía Somers, comparte
aquella “rareza” planteada por Ángel Rama en el compendio Aquí
cien años de raros, donde se resalta la manera en que ciertos narradores
uruguayos se desprenden en sus obras de “las leyes de la causalidad [y] trata[n] de enriquecerse con ingredientes
insólitos” (9).
(6). Por “mutacional”
entendemos aquellos principios estéticos e ideológicos provocados por un afán
de variación, donde la desjerarquización de las verdades fijas y los discursos
dominantes se plantea a partir de la fluidez de la transformación del “cuerpo”
textual (Raggio 25-30).
(7). Como señala Verani, “la posmodernidad designa una
estética pluralista que pretende derribar todo tipo de fronteras
convencionalmente aceptadas […] trae, además, un cambio fundamental de actitud,
redescubre la diversidad cultural” (129).
(8). A partir de la década del 90 la obra de Levrero se
interna en lo que De Rosso ha llamado una “literatura del yo” (16), Montoya
Juárez “lo testimonial ficcionalizado” (“El lugar de Mario Levrero”) y Jorge
Olivera “discurso autobiográfico” (343), distanciándose de lo fantástico, el
extrañamiento y el humorismo absurdo para dar paso a una suerte de realismo
experimental donde el referente concreto es su propia vida. Obras como Diario de un canalla (1986-1991), El portero y el otro (1992), El discurso
vacío (1996) y el volumen póstumo La novela luminosa (2005) son parte de esta última etapa de su
producción.
(9). La literatura de Mario Benedetti sería uno de los
ejemplos más populares de la promoción que precede al autor de Caza de conejos. Cabe resaltar asimismo
que hacia fines de los años 60 el escritor Elvio Gandolfo ya había elogiado en
la revista El lagrimal trifurca el
relato largo de Levrero “Gelatina” (1968), siendo uno de los primeros en
subrayar en el autor la tensión entre lo cotidiano y lo absurdo. Pensando, por
otro lado, en una hipótesis que explique la falta de crítica académica acerca
de Levrero, se podría suponer que la preocupación que hubo por la denominada
“generación fantasma,” que Mabel Moraña entiende como de “expresividad
autocensurada” (11) debido a la hiperpolitización y a los actos de lesa
humanidad provocados por el gobierno cívico-militar de 1973, desplazó el
estudió de un autor atípico como Levrero, quien además solía ser visto por los
críticos como un simple representante de subgéneros “menores” como el policial
o la ciencia ficción.
(10). El cine surrealista de René Clair y Luis Buñuel,
así como la neovanguardia francesa de los años 60, practica este tipo de
discontinuidad, experimentando constantemente con el montaje y proponiendo su
propia teoría acerca de la narración. La conexión de Levrero con el cine, en
todo caso, no se basa en una simple suposición sino en sus propias
declaraciones. En el autoreportaje “Entrevista imaginaria con Mario Levrero,”
Levrero señala que “no cultiv[a] las letras, sino las imágenes” (1174) y
resalta también que es un “error buscar fuentes exclusivamente literarias para
la literatura, como si un fabricante de quesos tuviera que alimentarse
exclusivamente de quesos. Antes de escribir traté de hacer cine, hasta que me
di cuenta de que en Uruguay era imposible. Terminé escribiendo porque era mucho
más barato […] creo que el cine, la música, los amigos, las mujeres, las
hormigas, el mar, y etcétera, me han influido tanto o más que los libros”
(1175).
(11). Premisa similar a la de la película de ciencia ficción The Blob (La mancha voraz, 1958).
(12). Intersimone ha señalado que “topológicamente [Caza de conejos] forma arborescencias y
ramificaciones laterales. No hay en verdad progreso en la trama porque no hay
trama. No hay centro ni una línea argumental que guíe al autor” (277). Aunque
puede considerarse verdadero el hecho de que el texto remite a la formación de
“arborescencias,” creemos también que Caza
de conejos no carece precisamente de una trama, sino que plantea otra manera de desarrollarla. Esta obra
en realidad subvierte el concepto de fábula
–entendida desde el punto de vista aristotélico: hechos o episodios vinculados
por relaciones de causalidad y de continuidad–, pero la trama, la secuencia y los
detalles que el narrador o narradores cuentan, sí está presente, aunque de una
manera extremadamente desfamiliarizada. Del mismo modo, queda claro también que
el discurso implícito de la obra versa sobre el texto literario como cuerpo
metaficcional y mutante.
(13). El motivo del conejo, más allá de las referencias
conocidas universalmente, ha sido abordado también en textos iberoamericanos
como “Carta a una señorita en París” (1951) de Julio Cortázar, “La liebre
dorada” (1959) de Silvina Ocampo y más recientemente en la novela corta Conejo ciego en Surinam (2013) de Miguel
Antonio Chávez.
(14). Para crear esta oposición Levrero regresa a los
cuentos folklóricos de la tradición europea, recordándonos la imagen del
castillo en la cima de un monte y la naturaleza misteriosa que encierra un
bosque inhóspito y virgen. En Caza de
conejos, no obstante, el bosque tiene una connotación sexual muy recargada,
pues es la localización del desenfreno de Laura, de la cópula de los conejos y
de los actos de masturbación de aquel personaje conocido como el idiota.
(15). El humorismo y la relación de la obra de Levrero
con el cine y otros textos de carácter audiovisual, cuyos elementos
constitutivos son las imágenes, quedan manifestados definitivamente en el
fragmento XCIII, muy similar a una de las clásicas caricaturas animadas de Bugs
Bunny. En este fragmento, un cazador comenta acerca de algunos procedimientos
para asfixiar conejos y de cómo en tiempos recientes la artimaña ha dejado de
tener éxito debido a la astucia de las presas, que trepan a un árbol para
sorprender al cazador y “desde allá arriba le dejan caer en la cabeza una
pesada bocha o una roca, o una bala de cañón” (45).
(16). Las ilustraciones de Pulido, sin embargo, no dejan
de invocar el carnaval. Si las acuarelas de González se basan en un carnaval
“deforme” y “oscuro,” los dibujos de Pulido, con trazos limpios, colores vivos
y mayor simetría, denotan un espectáculo angustiante y absurdo a través de una
línea depurada que elimina los efectos de luz y sombra; en ese sentido, las
ilustraciones de Pulido nos recuerdan a la estética clara de ciertas
historietas y dibujos animados europeos.
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