Asimetrías
literarias transatlánticas: un balance del cambio de siglo
Universidad de Sevilla
La relación
transatlántica
Desde la llegada de Rubén Darío en 1892 (y aun antes, con la
olvidada presencia en España del mexicano Francisco A. de Icaza), la literatura
española y la latinoamericana han tenido una relación compleja y fluctuante, no
siempre libre de malentendidos, recelos y estigmas coloniales, aunque hayan
ofrecido asimismo momentos de esplendor y solidaridad, sobre todo en difíciles
contextos políticos. En especial, en estos últimos veinte años se ha producido
una importante confluencia de factores de muy diverso tipo que han contribuido
a una revitalización general de lo transatlántico dentro de la constelación de
los fenómenos transnacionales contemporáneos, y el alcance de esa confluencia
puede ser considerado hegemónico en algunos aspectos (por ejemplo, en el
mercado novelístico, donde el poder de las editoriales españolas ha tenido evidentes y conocidas consecuencias). Aun
admitiendo que es evidentemente arriesgado tratar de historiar tiempos muy
inmediatos, en este trabajo intentaremos un balance del que ha sido, hasta
ahora, el último de los diversos e irregulares intentos históricos de
panhispanismo literario; es decir, el último
intento de lo que podríamos llamar concentración de energías entre sistemas
literarios de lengua española a ambos lados del océano, y que fuera iniciada durante la década de los noventa del pasado
siglo. Creemos que esa específica relación de fuerzas editoriales entre España
y América Latina de estas últimas dos décadas ha generado, en ambos sistemas
literarios, importantes y nada desdeñables dividendos económicos y simbólicos
que no se pueden pasar por alto, y que tienen protagonismo literario aunque sea
compartido con otros procesos actuales: por ejemplo, la importancia creciente
de los escritores latinoamericanos que viven en Estados Unidos y trabajan en el
mundo universitario, o las nuevas estrategias editoriales e institucionales
generadas de forma original en la propia América Latina sin injerencia española,
temas éstos que quedan fuera de las posibilidades de este trabajo. (1)
Nos interesa realizar un balance desprejuiciado que reinterprete datos y discuta algunas características de ese hispanismo transatlántico, para calibrar mejor la magnitud de la coyuntura específica y crear un nuevo relato del proceso de intercambio cultural, que está marcado, como veremos, por la existencia de una serie de asimetrías muy claras entre los sistemas en juego. Y entendemos precisamente que ahora es un buen momento para empezar ese nuevo relato, porque hay también, como esperamos demostrar, importantes indicios de que algo está cambiando o, mejor aún, de que una etapa concreta ha concluido ya a estas alturas de siglo -especialmente en España y en sus instituciones culturales-, lo que está afectando al intercambio. Por supuesto, ese tipo de estudio no es fácil, porque el corpus es extensísimo y la metodología de trabajo compleja, y porque se requieren análisis sistémicos externos a los textos literarios que definan las interferencias entre campos o sistemas y las diferentes posiciones que se establecen para los escritores y las instituciones. (2)
La importancia de
Alfaguara
El proceso de intercambio transatlántico en el final de siglo XX
tiene una cronología bastante fácil de determinar: cabría situar el inicio en
1993, con el nacimiento de Alfaguara Global -bajo el liderazgo inicial del
periodista y también novelista Juan Cruz-, que abrió una nueva etapa en las relaciones
editoriales entre España y América Latina que luego han seguido con mayor o
menor fortuna otras editoriales. Recordemos que en los años ochenta, acabada la
convulsión del boom, hay una
reestructuración del mercado editorial en España, que vuelve a apostar por
autores españoles (el caso más evidente es Anagrama) y a buscar una narrativa a
menudo posmoderna y poco política que encaje bien con la ansiedad de europeísmo
recién satisfecha política y económicamente. Estamos hablando de los años de
consolidación de la llamada Cultura de la Transición, que nace con la derrota
de los movimientos radicales de los setenta en España y se caracteriza por ser
básicamente consensual, desproblematizadora y despolitizadora (Fernández
Savater 38), y que además ha ejercido un monopolio de la palabra y de la
memoria que sólo en los últimos años se está empezando a criticar de forma
efectiva después de gozar de un importante respaldo, incluso
académico.
En los
noventa, el poder económico español, cómodamente favorecido por esa cultura y
por el Estado cómplice de ambos, inició una estrategia de expansión hacia el
mercado de lengua española, y no sólo en el terreno editorial, como es bien
conocido. Después del V Centenario, el descubrimiento de que España tenía una
ventaja estratégica frente al resto de países de la Unión Europea llevó a
algunas empresas españolas, con apoyo del poder político, a invertir en América
Latina, lo que a su vez supuso un primer impacto globalizador.
Ahí entró
el grupo Planeta, adquiriendo importantes editoriales latinoamericanas, pero
también el grupo PRISA, propietario entonces de Alfaguara y del diario El país, que puso en marcha el que según
Juan Cruz fue “un delicadísimo engranaje latinoamericano”, apoyado en la
decisión común de apostar por la escritura latinoamericana del siglo XX. La
apuesta se inició con la “idea primitiva de los cuentos completos de escritores
latinoamericanos como Mario Benedetti, Julio Cortázar o Juan Carlos Onetti, y
el lanzamiento global de la obra de Pérez-Reverte y Cortázar” (Cruz Egos 223). Cruz le concede un papel
decisivo en ese proyecto a un escritor modélicamente cosmopolita como Carlos
Fuentes, al que considera primer impulsor, y recuerda que el autor de Terra Nostra le llamó por teléfono para
decirle: “el porvenir es otra vez latinoamericano” (Egos 465) y darle una lista de autores que Cruz no ha hecho pública
pero que deducimos que fueron publicados por Alfaguara en esos primeros años
(podrían ser Ángeles Mastretta, Carmen Boullosa o Héctor Aguilar Camín, que publicaron
en 1994 en la editorial madrileña).
Las memorias de Cruz, Egos revueltos, son un perfecto ejemplo socioliterario acerca de cómo se consigue capital social externo al campo literario para influir dentro del campo, y cómo ese capital social fortalece una determinada red literaria que en muchos aspectos se acabó institucionalizando (Real Academia, por ejemplo). Además, la toma de posición de Cruz se vuelve más reveladora si la contrastamos con los testimonios de otros editores españoles, también interesados en los últimos tiempos en el mercado latinoamericano, como Jorge Herralde, de Anagrama, o Manuel Borrás, de Pre-Textos. Es cierto que esas declaraciones suelen tener siempre un sesgo heroico y autoindulgente, y que pasan por alto los aspectos más peliagudos de la cuestión editorial, normalmente contractuales; pero describen de forma eficaz algunas motivaciones editoriales que han contribuido a perfilar el mapa literario latinoamericano y español de los últimos tiempos.
Hay que reconocer que tanto Cruz como Herralde y Borrás tienen siempre un respeto profundo a la riqueza cultural latinoamericana, pero también hay matices muy diversos: Herralde, señala en Por orden alfabético, que, a pesar de su temprano conocimiento de Sergio Pitol, tardó bastante en incorporar ampliamente a escritores latinoamericanos, después de haber impulsado la narrativa española y las traducciones de literatura de lengua inglesa; Cruz, por su parte, enemistado en alguna ocasión con Herralde (Egos 168-169), defiende sin dudarlo que los criterios empresariales tienen a la larga beneficios culturales y que la literatura en lengua española debe entrar sin complejos en la competitividad de la economía global, mientras que Borrás, desde Pre-Textos, ha trabajado con mucha menos visibilidad y poder industrial, con un concepto aparentemente menos mercantil y más estético, incorporando pocos autores superventas, a partir de una inagotable curiosidad estética:
Nadie ignora América, pero bastantes de
nosotros no hemos sabido de la existencia de mucho y de lo mejor que se
escribía por esas latitudes. Como editor me pareció que todo estaba demasiado
entomologado, demasiado unánime y canónicamente concluido, cuando sin cesar se
me estaban descubriendo nuevos continentes literarios inexplorados en un
continente donde parecía ya todo peinado, editorialmente hablando. En la
edición española había olvidos injustificados de mucha de la mejor poesía que
se había escrito en español en la otra orilla. Sí Borges, sí Octavio Paz,
también, si queréis, Mario Benedetti, pero asimismo otros que quedaban fuera
del objetivo ya no sólo de los editores españoles, sino también de numerosos
poetas, que sólo eran capaces de hablar de oídas y a veces en voz baja y a
hurtadillas de sus preferencias no consensuadas (Borrás 3).
Parece
obvio que Cruz, Herralde y Borrás muestran tres actitudes comerciales
diferentes, y sin duda es Cruz el que más claramente pone de manifiesto las
directrices comerciales de sus políticas editoriales. Así, aunque en 1997
declaraba en una entrevista: “yo no soy capitalista, creo en el socialismo,
creo en la atemperación de ciertas actitudes del capitalismo por otras vías”
(Cruz “No tener” 21), más de una vez ha demostrado una profunda lealtad al
conglomerado empresarial de PRISA, hasta el punto de defenderse de “la manía
persecutoria” llevada a cabo en esos años desde medios de la competencia (Cruz Egos 169-170).
En
realidad, habría que resolver la aparente contradicción precisando que Juan
Cruz no es estrictamente socialista, sino en todo caso socialdemócrata, que es
algo bastante distinto hoy, y que su tarea en Alfaguara fue una parte
significativa más de la profunda hegemonía cultural socialdemócrata en España,
originada en 1982 con la nueva actitud del gobierno de Felipe González en relación
con la cultura. Los contactos del campo del poder con el campo literario
español en los años ochenta y noventa son muchos y
muy evidentes, desde la llamada “poesía de la experiencia” convertida en una
nueva “Norma” poética de la democracia (Mora 36), hasta la temprana conversión
en académicos de la lengua de Antonio Muñoz Molina o Arturo Pérez-Reverte. La
expansión en el mercado latinoamericano en los noventa, que ya desde 2002 se
bautizó como “alfaguarización de la literatura hispanoamericana” (Barrera Enderle),
se incluye también dentro de una estrategia general de exportación del modelo
de desarrollo económico español, basado en la renuncia a cualquier residuo
marxista y en la confianza casi ilimitada en los
beneficios del libre mercado, todo ello robustecido por una cultura dócil y
homogénea, bastante afín al poder político. Es decir, como demuestra Cruz, un
neoliberalismo económico envuelto y bien disimulado en una cierta moralidad
socialdemócrata que mantuviera valores opuestos a una derecha española todavía
demasiado reaccionaria en bastantes aspectos. Esta ambivalencia explica muchos
aspectos de la literatura española de la democracia, y por extensión, de la
latinoamericana que ha entrado en contacto.
Los premios y la mercadotecnia
El camino
abierto por Alfaguara (y, seguidamente, por otras
editoriales de gran consumo como Planeta) marcó una primera asimetría en
términos editoriales, pero también tuvo otras consecuencias que sirven para la
cronología del proceso: entre ellas, destaca el crecimiento cuantitativo de los
premios literarios españoles concedidos a escritores latinoamericanos, a partir
sobre todo de 1997, en un ciclo ascendente que culmina en 2002 (Pohl 17-19). Al
nacimiento del premio Alfaguara y el renacimiento del Biblioteca Breve con En busca de Klingsor, habría que sumar
el caso del premio Herralde y aun el caso del Planeta, de menos importancia
simbólica pero de más importancia económica.
Los premios literarios tienen en España, desde hace mucho, una
especial utilidad para la difusión de los escritores latinoamericanos y suelen
contener siempre una evocación explícita o implícita al boom, que en ciertos aspectos sigue siendo el mayor impacto de la
cultura latinoamericana en España y que aún funciona como paradigma e incluso
como alquimia ideal del mercado literario. De hecho, el sistema de premios
literarios ha sido extraordinariamente profuso en los últimos años, y no sólo
en narrativa, sino también en poesía, a lo que habría que añadir los premios
oficiales ofrecidos por altas instituciones políticas, como el Reina Sofía o el
Príncipe de Asturias. Los premios establecen así diversas correspondencias
significativas que definen de forma bastante objetiva la posición social de los
escritores y las redes, informales o institucionales, en las que se mueven.
Además, los premios han sido parte visible y decisiva de una serie de
estrategias transnacionales llevadas a cabo por editoriales, siempre españolas,
que han contribuido a perfilar decisivamente las relaciones de poder dentro del
intercambio cultural.
Por
supuesto, convertir los premios literarios en calas decisivas de la historia
literaria implica una cierta claudicación ante la mercantilización literaria,
pero a nadie se le escapa la importancia socioliteraria del premio Biblioteca
Breve a Jorge Volpi, y, sobre todo, la importancia del descubrimiento de Bolaño
con Los detectives salvajes, premio
Herralde de 1998, un año antes del premio a Volpi. Podría decirse que el
fenómeno Bolaño, con la conexión Jorge Herralde-Ignacio Echevarría es, con
mucha diferencia, la mayor aportación propiciada desde España al campo
literario latinoamericano del nuevo siglo, por encima de la consagración de
Fernando Vallejo a través de Alfaguara, de
Abilio Estévez o de Leonardo Padura a través de Tusquets o la promoción de los narradores
del congreso de Sevilla de 2003 que dio lugar al volumen Palabra de América. Bolaño no sólo se ha consagrado como referencia
de muchos nuevos narradores (cuyo comportamiento socioliterario, por cierto, no
imita en absoluto el aura romántica de la experiencia del escritor chileno),
sino que ha impuesto un cierto modelo de éxito literario y de vinculación
sólida con un editor, en este caso Herralde. Si queremos abusar de la
comparación, podríamos decir que guarda ciertas similitudes con el caso Vargas
Llosa-Seix Barral de los sesenta.
Sin
embargo, habría que precisar aquí para decir que la equiparación entre boom de los sesenta y de los noventa no
da para mucho más, a pesar de que sea frecuente y tentadora, sobre todo a la
hora de tratar el asunto de los premios literarios. En ese sentido, hoy ya
podemos diagnosticar algunos errores de apreciación y algunas hipérboles, como
cuando Tomás Eloy Martínez en 1998 hablaba de un “tercer descubrimiento” de
Latinoamérica a propósito del renacido premio Alfaguara (Pohl 15). Si el caso
Bolaño ha sido determinante en la jerarquía actual de valores novelísticos,
poco se puede decir de la mayoría de ganadores del premio Alfaguara. Tampoco
está nada claro que algunas de las iniciativas más aparentemente innovadoras de
la mercadotecnia literaria haya acabado teniendo las repercusiones auguradas
con bastante énfasis: nos referimos, por ejemplo, a la aventura de El boomeran(g),
blogs de autores latinoamericanos y españoles de la editorial Alfaguara, que,
sin embargo, no ha sido demasiado productivo salvo como altavoz o caja de
resonancia de los propios textos impresos.
Del mismo
modo, la distancia temporal también quizá nos debería permitir reevaluar con
más prudencia las nuevas poéticas aparentemente heréticas o transgresoras que
el mercado editorial español, con su poder asimétrico, contribuyó a respaldar y
legitimar a finales del siglo XX, especialmente con premios literarios, como el
Biblioteca Breve o el Primavera: nos referimos, por ejemplo, a la antología McOndo y al grupo del Crack, que fueron
muy rápidamente aceptados y promocionados, con inmediatez periodística (3),
y que quizá deban ser reconsiderados desde una perspectiva historiográfica.
Algunos críticos (Beverley 160, Fornet 14) han relacionado estos movimientos
con un neoliberalismo literario latinoamericano, y su promoción desde España
vendría a reforzar la idea de que el sistema literario español ha privilegiado
nuevos modelos culturales más o menos neoliberales y sobre todo posutópicos frente
a cualquier forma de agresividad crítica en literatura, viniera del otro del
océano (por ejemplo, con autores más realistas, como Heriberto Yépez en México,
u Óscar Colchado en el Perú) o de este lado, puesto que tampoco la narrativa
española de finales de siglo ha destacado por su combatividad política, salvo
excepciones como Belén Gopegui. En ese sentido, podría percibirse una cierta
coincidencia entre esa vertiente de la literatura latinoamericana y la
literatura española desproblematizadora -“formas culturales de perfil bajo”,
según Mora (37)- de la Transición.
Otras formas de asimetría
Volveremos más adelante sobre la cuestión nada fácil de las expectativas ideológicas, pero antes debemos completar el mapa de la relación entre sistemas literarios a partir de otros datos. La asimetría de la industria editorial, con una clara superioridad de España sobre América Latina, ha sido, como vemos, un rasgo esencial de la relación entre sistemas literarios transatlánticos del cambio de siglo, pero no debe pasarse por alto que la relación varía levemente si hablamos de los diferentes sistemas nacionales latinoamericanos, lo que merecería un estudio más extenso y pormenorizado que es inviable aquí. Por ejemplo, podríamos decir que quizá la literatura mexicana ha sentido menos que otras literaturas, como la cubana o la argentina, la expansión editorial española del cambio de siglo, en parte por su particular estructura de profesionalización estatal de los escritores, muy distinta a la española gracias sobre todo a la existencia del sistema de becas para escritores del FONCA (4). En cambio, la crisis argentina de principios de siglo y la particular situación cubana han reforzado la posición hegemónica de las editoriales españolas. Con bastante honestidad, el cubano Leonardo Padura ha explicado la importancia que para muchos escritores de dentro de la isla ha tenido el mercado español: “acceder al catálogo de una editorial española de primer nivel fue el sueño de casi todo escritor cubano y, sin excepción, de todos los novelistas en activo en la década de 1990” (Padura 238).
Lo que no se suele señalar habitualmente porque parece menos relevante es que ese flujo editorial no es bidireccional, porque muy pocos escritores españoles publican en América Latina. Esa circunstancia ha provocado también alguna queja minoritaria, como la del biógrafo de Cortázar y también novelista, Miguel Dalmau, que en un durísimo ensayo reciente se quejaba abiertamente de que la presencia de escritores latinoamericanos en los catálogos de editoriales españolas perjudica a los escritores de la península. Afirma Dalmau, poniendo el dedo en la llaga sobre otra asimetría: “no he conocido a ningún autor español que haya sido descubierto en Latinoamérica ni a ningún editor de allá que se la haya jugado por un autor nuestro inédito o poco conocido en España” (Dalmau 81). El juicio es sin duda muy tajante y no entra en el fondo del problema, que es la vulnerabilidad de la industria editorial latinoamericana, pero pone de manifiesto, una vez más, la importancia de las asimetrías en la relación transatlántica y de lo que podríamos denominar cierta falta de reciprocidad en el flujo que, sin duda, tiene que ver en última instancia con la mayor fuerza de un sistema literario sobre los otros, al menos en términos industriales y de diferencia económica entre países.
El tema de las asimetrías puede continuarse fácilmente: otra muy conocida es la del premio Cervantes, pero, en conjunto, la más relevante quizá sería la que tiene lugar entre lo que España exporta a América Latina frente a las importaciones. Es un desajuste económico que también es demográfico y que difícilmente puede fomentar cualquier proyecto utópico panhispánico que supere los imperativos más evidentes de la lógica capitalista. Antes de la crisis económica española de 2010, España importaba de América Latina casi diez veces menos libros de los que exportaba, según algún estudio (Escalante Gozalbo 279). El desajuste tiene finalmente también consecuencias literarias, al propiciar o privilegiar determinadas expectativas que son españolas (por ejemplo, el entretenimiento propio del consumismo por encima de la complejidad estética o la representatividad sociopolítica) y que no necesariamente son compartidas por los lectores latinoamericanos.
Frente a esas
asimetrías y esas arbitrariedades, hay que reconocer que el hispanismo
transatlántico desde España ha tratado de compensar denodadamente los
desajustes históricos en la comprensión peninsular de la cultura
latinoamericana, a base sobre todo de congresos y publicaciones (5), y
que su esfuerzo es meritorio y productivo. No se trata de una cuestión menor,
dados los errores de percepción y las simplificaciones que, incluso en la
esfera pública española, se dan de manera muy habitual cuando se habla de
América Latina, y que históricamente han sido fuente de controversias, desde la
polémica del “meridiano intelectual” de 1927 hasta los recelos provocados en
los años más intensos del boom, por
no hablar de las intensas polémicas que la izquierda latinoamericana (sobre
todo con el caso de Venezuela) ha provocado involuntariamente en el debate
político español en los últimos años.
Pero
incluso aquí no habría tampoco que olvidar algunos otros datos menores que un
análisis amplio del tema debe incluir, porque también son reveladores de las
relaciones entre sistemas literarios de ambos lados del océano: pensemos, por
ejemplo, en cómo las universidades españolas han dado visibilidad a
determinados escritores latinoamericanos residentes en España, contribuyendo en
mayor o menor medida a su canonización, cuando la motivación básica muchas
veces para seleccionar a esos escritores y no a otros es muy simple: las
dificultades presupuestarias para financiar viajes transatlánticos. Las
universidades españolas han optado muchas veces por estrategias modestas que
sin embargo han podido ser muy beneficiosas para escritores residentes en
España como Fernando Iwasaki o Andrés Neuman, como puede demostrar cualquier
pesquisa bibliográfica.
En este
punto, un balance transatlántico con aspiraciones comprehensivas debería
también considerar la casuística del nuevo escritor migrante latinoamericano,
que presenta una notable heterogeneidad, en la que afortunadamente el exilio
político tiene cada vez menos incidencia. La migración hacia España es otro
fenómeno asimétrico significativo del nuevo siglo, aunque, como ya sucedió en
los tiempos del boom, la presencia
física de estos escritores no ha supuesto un especial interés narrativo por la
realidad española (6). Incluso dentro de los escritores latinoamericanos
hay muchas variables, entre un Fernando Iwasaki que vive en Sevilla, o Abilio
Estévez, Santiago Roncagliolo o Rodrigo Fresán, instalados todos ellos en
Barcelona, y casos especiales como el de Jordi Soler, que es mexicano de origen
catalán y reside desde hace años en Barcelona.
Ese interés
por instalarse en España no es nuevo, evidentemente, pero refuerza la
importancia de una específica situación de prosperidad económica peninsular, la
de un país convertido en potencia económica de la eurozona, que, como vemos, es
decisiva en el predominio español del fenómeno transatlántico, porque ha
tentado al escritor latinoamericano con el sueño de la profesionalización. Sin
embargo, aunque el poder editorial español parece claro, cabría preguntarse si
ese poder comporta también algún grado de influencia estética de un sistema
sobre otro y, en definitiva, cuál ha sido el papel que la propia literatura
española ha cumplido dentro de la conexión entre sistemas literarios.
Tendencias y modelos literarios
En el
ámbito del repertorio de opciones estéticas, aunque es un asunto evidentemente
muy complejo, no se observa una asimetría similar, sino que la relación es más
equilibrada, sin fuertes desigualdades simbólicas (como sí hubo en otras
épocas, como el Modernismo o el boom).
Roberto Bolaño es admirado a uno y otro lado del océano, pero también se puede
constatar que buena parte de la literatura española de la democracia ha
obtenido prestigio y reconocimiento al otro lado del océano: Javier Marías,
Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas o Enrique Vila-Matas tal vez no lleguen a
cumplir una función de modelos literarios para los escritores latinoamericanos,
pero dos de ellos han sido ganadores del premio
Rómulo Gallegos y todos son usualmente mencionados como las más valiosas
referencias de la literatura española actual para los pares del otro lado del
océano. (7)
Habría que
preguntarse si ese prestigio no guarda alguna relación también con la
estrategia expansiva del mercado editorial español. Es, evidentemente, muy
difícil de demostrar, pero podría decirse que, si en los años sesenta América
Latina influyó en el sistema literario español con su conocida doble
renovación, política y literaria (8) en los años noventa España fomentó,
con cierto éxito, una influencia de signo muy distinto, incluso inverso. Si los
escritores del boom ilusionaban con
la doble utopía literaria y política, la España de fin de siglo ofreció
pragmatismo y libre mercado, una racionalidad liberal y europeísta representada
por sus escritores, editores e intelectuales hegemónicos. No olvidemos, por
ejemplo, que todos los escritores españoles mencionados antes colaboran o han
colaborado asiduamente en el periódico El
país y nunca, o muy pocas veces, han sido
críticos con la línea ideológica de sus editoriales.
Frente a la
pasión subversiva de otras épocas, la literatura española hegemónica de la
democracia ha promocionado una nueva conciencia literaria, posutópica,
convencida de que ampliar la base social de los lectores no es ya un delito moral
y que en todo caso, como claudicación estética, es aceptable por el nivel de
confort que el escritor ha conseguido como productor de cultura. Esa visión
posutópica no está tan lejos de lo que defiende buena parte de esa literatura
latinoamericana promocionada desde España, como McOndo o el Crack, y ayudaría a explicar la convivencia de todos en
el panorama editorial.
A partir de
ahí, tenemos un importante nuevo terreno para reflexionar sobre las
correlaciones del mercado transatlántico y el reparto del repertorio de
posibilidades literarias entre españoles y latinoamericanos en el mercado
global. Algunas evidencias de ese reparto son bastante obvias, como la
prioridad que determinadas formas narrativas de la violencia latinoamericana
han recibido por parte de algunos editores españoles. Pensemos en la literatura
del narcotráfico o en otras variantes más policiacas, como la de Leonardo
Padura. Podríamos contrastarlo observando cómo en la narrativa española, en
cambio, ha escaseado hasta hace sólo unos pocos años la literatura sobre la
violencia estructural del capitalismo, e incluso sobre la violencia del
terrorismo etarra. La canonización de Rafael Chirbes parece ya irreversible,
pero la impugnación que el novelista hace de muchos comportamientos de la España
democrática no ha sido en absoluto la dominante literaria en el país.
Del mismo
modo, valdría la pena reflexionar sobre cómo la narrativa latinoamericana del
siglo XX más consagrada parece que se define por la desterritorialización o el
nomadismo (9) y, sin embargo, ese fenómeno parece escaso en lo que
respecta a España, salvo quizá en la anglofilia de la “generación Nocilla”.
¿Está más globalizada la narrativa latinoamericana que la española? Parecería
que sí, al menos si tomamos en cuenta a los narradores nacidos después de 1960.
Hay excepciones, claro, y no es igual el caso de Horacio Castellanos Moya o
Yuri Herrera al de Jorge Volpi o Edmundo Paz Soldán. Una respuesta fácil sería
asumir que se trata de sistemas completamente diferentes y que por tanto no hay
que forzar la comparación. Pero el mercado que comparten contradice en buena medida esa teoría y nos lleva a plantear una
nueva hipótesis, por la cual la desterritorialización no es una fatalidad
universal, sino que es una exigencia que ha repercutido más en un sistema que
en otro porque no existe efectivamente la igualdad. Volveríamos así a
establecer una posible relación de fuerzas por
la cual el sistema español (y quizá la academia estadounidense) estaría
forzando algunas prioridades en la narrativa latinoamericana que, en cambio, no
fuerzan en la literatura propia. El mercado español, en pocas palabras, exige a
los escritores latinoamericanos una opción estética que no les exige a los
españoles, todavía a menudo obsesionados por el revisionismo histórico de la
propia España antes que por cualquier nomadismo.
No hay que
incurrir, desde luego, en una explicación puramente mecanicista que reduzca la
narrativa actual a la presión editorial, pero no nos parece descabellado pensar
que algunas posibilidades de signo neoliberal (caso de autores como Ignacio
Padilla o Fernando Iwasaki) han sido más favorecidas que otras desde España. En
cambio, habría escasa comunicación entre los discursos contestatarios y
antihegemónicos a ambos lados del océano, incluso a la hora de ser publicados:
el español Isaac Rosa ganó también, y con polémica, el premio Rómulo Gallegos,
pero ni él ni la izquierda literaria española afín han establecido redes de
comunicación o mutuo reconocimiento con los diversos movimientos de la izquierda
cultural latinoamericana, muy poco conocidos en España, incluso en los medios
académicos.
El tema es,
evidentemente, difícil de resumir en estas páginas, pero no cabe duda que la
construcción de una vanguardia de lengua española en los últimos veinte años se
ha podido conseguir gracias no tanto a criterios de innovación estética como a
una cierta laxitud ideológica cómoda para funcionar en el mercado
transnacional, lo que vale tanto para Marías como para Paz Soldán, dos
creadores, por otro lado, muy diferentes desde el punto de vista de sus estilos
y poéticas. Por todo ello, y a la espera de análisis más exhaustivos que siguen
pendientes, podemos afirmar que estas dos décadas han supuesto una
reestructuración importante y significativa de la narrativa en español en la
que probablemente España ha impuesto más las reglas que América Latina. Habrá
que ver si en el futuro se mantiene la relación de fuerzas. Lo único que es hoy
seguro es que los cambios del mercado editorial son acelerados y profundos, y que
la nueva cultura digital reestablecerá posiciones y hegemonías de un modo
difícil de prever.
Perspectivas de futuro
La profunda
crisis económica y política española desde 2010 ha producido una serie
importante de cambios ya visibles; en especial, la crisis del grupo PRISA ha supuesto un reajuste importante, por el
debilitamiento del gran aparato mediático de la socialdemocracia española. No
se trata sólo de la venta de Alfaguara a Random House Mondadori, sino de algo
más profundo: de una pérdida general en el campo del poder, que explica en
buena medida el auge en España de un nuevo partido, Podemos, que le está
usurpando al Partido Socialista Obrero Español el liderazgo de la izquierda
gracias, entre otras cosas, a su eficiente manejo de las redes sociales. Ese
vaciado de poder (para algunos propiciado por la revuelta del 15-M), no puede
desligarse del declive de su órgano fundamental de hegemonía cultural y esa
situación nos propone nuevas perspectivas interesantísimas, porque aún no está
claro cuál va a ser la literatura que representará los valores y las
estrategias de Podemos y su conexión, si la hay, con la realidad y la cultura
latinoamericanas. El caso es que, igual que el modelo político de la democracia
española se ha tambaleado profundamente en estos años de crisis económica y
depresión social, la literatura hegemónica de la democracia puede que esté
empezando a ser sustituida por nuevos parricidas que quizá se expresen en otros
espacios y con nuevos criterios.
La revisión
y autocrítica de esa España expansiva que confiaba ciegamente en el libre
mercado y que ahora está tomando conciencia de su propia debilidad puede crear
igualmente nuevos lectores y nuevos valores literarios, y ello acabará
forzosamente repercutiendo a los escritores latinoamericanos que comparten ese mercado. El panorama es muy conjetural, desde luego,
pero hay otros cambios que también se están dando ahora mismo y que son
verificables: por ejemplo, la jubilación de un editor tan importante para
España y América Latina como Jorge Herralde y el consecuente cambio de
estrategia comercial de Anagrama. Es cierto que editoriales pequeñas como
Periférica y otras pueden ocupar, u ocupan ya, ese lugar dentro de la edición
más o menos independiente, pero el fin de la era Anagrama (algo parecido podría
decirse de Tusquets) coincide con otros aspectos también visibles, como que
Barcelona, en varios sentidos, está perdiendo su magnetismo: la Agencia Carmen
Balcells ha entrado también en una crisis conocida, y el auge del nacionalismo
catalanista está debilitando la imagen cosmopolita de la ciudad, lo que afecta
directamente a la atracción histórica que Barcelona ha ejercido sobre tantos
escritores latinoamericanos y que tan importante ha sido en términos
estrictamente editoriales desde la edición barcelonesa de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma.
Hace no mucho el peruano Santiago Roncagliolo (10) por ejemplo, expresaba
en la prensa su preocupación por ese proceso nacionalista catalán y por el
alejamiento que implica hacia América Latina.
Si sumamos todos
estos indicios, tendremos una conclusión bastante evidente: buena parte de los
poderes literarios españoles de las últimas décadas están en fase de cambio o
de decadencia, y no hace falta jugar a ser profeta para predecir que ese fenómeno,
para bien o para mal, tendrá consecuencias a ambos lados del océano. Muchos
novelistas, seguramente, mantendrán su status y parece difícil que se unifiquen
los criterios ideológicos, que incluso desde la vertiente izquierdista son cada
vez más borrosos, por lo que el mercado, con sus leyes, seguirá teniendo la
última palabra. Pero hay motivos objetivos para pensar que la crisis del modelo
español desde 2010 (en todos los órdenes) supone un cambio de ciclo y un cierre
con respecto al periodo expansivo abierto, como hemos visto, en 1993. Habrá que
ver si los nuevos ajustes propician un reequilibrio de la relación
transatlántica, o, como ha sucedido históricamente otras veces, un repliegue
interior hacia los sistemas propios.
Notas
(1). Sobre la aparición de
nuevas instituciones en el campo literario latinoamericana actual, véase
Montaldo. Sobre cuestiones más específicamente editoriales, véase Padilla.
(2). Hay panoramas útiles en
Pohl y Sánchez.
(3). Volpi recuerda, en su
“Postmanifiesto del Crack”, la “discreta apoteosis española” del grupo después
de los premios Biblioteca Breve y Primavera concedidos a él y a Ignacio
Padilla, respectivamente.
(4). Sobre la singularidad del
FONCA, véase Sánchez Prado.
(5). Podríamos
destacar aquí los centros de investigación de las universidades de Salamanca y
Granada.
(6). La excepción más curiosa
serían posiblemente las divertidas japonerías de Fernando Iwasaki en España, aparta de mí estos premios,
donde parodia de manera ingeniosa la epidemia española de premios literarios.
(7). Jorge
Volpi, por ejemplo, nombra “miembros honorarios del Crack” a tres novelistas españoles: Juan Goytisolo, Javier Marías y
Antonio Muñoz Molina (Volpi 179), a lo que podríamos sumar ejemplos de otros
escritores latinoamericanos (Gamboa 83).
(9). Véase, por ejemplo,
Ainsa.
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