La India y “la linda criolla”: Representaciones de Cuba durante la guerra de independencia (1868-1878).

 
Jorge Camacho

University of South Carolina-Columbia

 

Los ojos de la india (pues no pretendemos disputarla este nombre) se encontraron con los de la linda criolla.

Gertrudis Gómez de Avellaneda, Sab (1841)

 

El 10 de octubre de 1868, casi medio siglo después que el resto de los países latinoamericanos alcanzaron su independencia, estalló la guerra de liberación en Cuba, la cual duró diez años. En esta guerra se enfrentaron dos ejércitos, el peninsular y el separatista, y no se disputó únicamente en el terreno militar, sino también en la literatura y las imágenes visuales que se intercambiaron. En sus discursos a favor de España, las autoridades y sus partidarios llamaban a la lealtad de los cubanos contra los “hijos ingratos” que se habían revelado contra la “madre generosa,” que se lo había dado todo. Como dice Gelpí y Ferro en Álbum histórico fotográfico, el capitán general de la Isla en aquel entonces, Don Domingo Dulce, arengaba a los voluntarios españoles con frases como “España, nuestra madre España, en el difícil y peligroso trance de una regeneración inevitable, os lo agradece." "No me falte vuestra confianza, y la bandera española, terminada que sea esta lucha de hijos ingratos contra una madre generosa, tremolará más brillante y esclarecida" (213, énfasis nuestro). Por esta razón, los cubanos que aspiraban a liberarse del régimen colonial tenían que empezar por desligarse de estas metáforas cargadas de españolismo, y justificaciones coloniales, y crearse otros símbolos que los representaran. Uno de estos símbolos fue el del indígena, el de la raza “candorosa y pura,” que como ya había hecho notar José María Heredia en uno de sus poemas, era acosada por el “hierro furibundo” del español, “y como niebla al sol, desaparece.” (Poesías, 213). Heredia que se había exiliado en México después de fracasar la conspiración de “Rayos y Soles de Bolívar” en Cuba, fustiga con este poema a España, el “vencedor,” uniendo su propia experiencia de expatriado con la de los antiguos aborígenes de Cuba (Poesías, 213). Lo mismo hará Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien tuvo como maestro a Heredia en Cuba, cuando cita estos mismos versos al inicio del capítulo IX de su novela antiesclavista Sab (1841). En esta novela, la Avellaneda crea una alianza ideológica-familiar entre la vieja Martina, de ascendencia indígena, y el mulato esclavo, porque como dice “los hombres negros serán los terribles vengadores de los hombres cobrizos” (Sab, 93). De modo que una y otra vez, en los textos que hablan de Cuba y antes incluso del estallido de la guerra de independencia, se unen el pasado y el presente, se critica a España, se crean alianzas entre las razas espoleadas, y se habla de “venganza” contra la metrópoli.

Después de Heredia, las voces principales del indigenismo en Cuba serán la misma Tula, José Fornaris, Santacilia, Joaquín Luaces y Nápoles Fajardo, quienes a mediados del s. XIX recrearon en sus versos la vida de los originarios que menciona Bartolomé de las Casas en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), razón por la cual tuvieron que exiliarse o fueron criticados por las autoridades del Gobierno colonial. No por gusto, el historiador español, Justo Zaragoza haciendo un repaso de los principales motivos que llevaron a la guerra en su libro Las insurrecciones en Cuba, decía que los jóvenes cubanos habían hecho héroes, “en su mayoría imaginarios” a los primeros habitantes de Cuba, y que, en sus escritos, personajes como Hatuey representaban “la independencia” y eran las “víctimas de la tiranía de los conquistadores” (I: 493). Y agregaba Zaragoza, que “aquella juventud, que gran parte de ella no la componían más que los descendientes de los que mataron al deslenguado Hatuey […] no querían descender ni de indios ni de negros,” por lo cual ni por su origen ni palabra podían aspirar a representarlos (I: 493). Su dilema, decía Zaragoza, podía resumirse en la contestación que dio un indio mexicano a un criollo, “que por ser hijo de la tierra reclamaba la propiedad de ciertos territorios, diciéndole “si tu padre no, tú ¿por qué?” (I: 494, énfasis en el original).

En efecto, al recuperar el pasado indígena para criticar a los españoles, los “siboneyistas” no hacían más que utilizar la historia como un arma de lucha, para “inventarse” una identidad que los diferenciara de España. Uno de los críticos más severos de los “siboneyistas,” fue Juan Martínez Villergas, el editor del periódico satírico El Moro Muza que tenía como dibujante a Víctor Patricio de Landaluze (1830-1889). En una de las caricaturas de El Moro Muza, del 7 de noviembre de 1869, Landaluze muestra a Carlos Manuel de Céspedes, el líder de la Guerra de los Diez Años, con un carcaj lleno de flechas y montado sobre el vagón de un tren que llevaba el nombre de “Hatuey 2º” y debajo hay unas letras “PDDO” cuya pronunciación es “pedo” (44). A pesar de todo, los poemas de José Fornaris se hicieron tan populares que su libro Cantos del Siboney (1855), pasó por varias ediciones y los periódicos satíricos extremaron sus burlas contra él. Lo pintaban con plumas en la cabeza y en medio de la selva rodeado de caciques indígenas. Pero Fornaris, no fue el único que lo hizo tampoco. Otro escritor que no estaba asociado al movimiento siboneyista, Luis Victoriano Betancourt, escribió en la misma manigua revolucionaria, la leyenda que se titula “La Luz de Yara” que apareció en el periódico independentista La Estrella Solitaria (1869-1877) de Camagüey, el 10 de octubre de 1875.

La narración está basada en un suceso del periodo de la Conquista que cuenta Bartolomé de las Casas en su libro y ha devenido desde entonces uno de las historias fundacionales de la nación. Según Las Casas, los soldados españoles tomaron prisionero al indio Hatuey, que había venido de La Española para alertar a los indígenas cubanos del verdadero propósito de los españoles. Hatuey, dice Las Casas, fue condenado a morir en la hoguera, pero antes de morir el Padre le pidió que se convirtiera al cristianismo para que fuera al cielo, a lo que Hatuey respondió que, si los españoles también iban al cielo, él no quería ir “allá, sino al infierno, por no estar donde estuviesen y por no ver tan cruel gente” (36). Coincidentemente, el suceso que cuenta Las Casas ocurrió en una localidad llamada igual a la que sirvió de centro del alzamiento en 1868: Yara. No eran los mismos lugares porque Céspedes tenía su ingenio en Manzanillo, y Hatuey fue quemado vivo en Baracoa. No obstante, el discurso independentista hace coincidir ambos lugares, y por eso, la narración de Betancourt convierte a Hatuey en “el primer mártir de la independencia de Cuba,” que los españoles “el tirano invasor” habían conquistado y esclavizado (223). En aquel lugar, según Betancourt:

Tres siglos pasaron. Una noche la luz errante se detuvo sobre el mismo sitio en que se había alzado la hoguera de Hatuey. Y en aquel momento, las palmas de Cuba, esos espectros silenciosos de los indios, sacudieron violentamente sus fantásticos plumeros. Y el éter se iluminó con una claridad pura y brillante. . .  / Era la luz de Yara que iba a cumplir su venganza. /Era la cuna de Hatuey que se convertía en cuna de la independencia. / Era el Diez de Octubre. (“La Luz de Yara,” 223-24).

 

La importancia de esta “leyenda” radica en la capacidad y la necesidad que tenían los revolucionarios de recordar y apelar a la historia cubana para fundamentar su causa. No por casualidad, como dice Benedict Anderson en “El efecto tranquilizador del fratricidio” la Historia como disciplina académica cobró importancia a principios del s. XIX, cuando se crearon las principales cátedras en Universidades europeas como la de Berlín (1810) y la Sorbona (1812), y surgieron los grandes historiadores en este continente como Leopold von Ranke (1795–1886), y Jules Michelet (1798–1874). Como dice Anderson, Michelet se veía a sí mismo como intérprete de los acontecimientos, los actores, y los sacrificios del pasado.  “Exhumaba” los muertos olvidados de la historia para demostrar la “aparición consciente de la nación francesa,” aun si estos sacrificios no fueron percibidos de esta forma por ellos (“El efecto,” 95). Nadie como Martí encarnó el ideal de “exhumar” los restos de los indígenas para que contribuyeran también a la causa de la independencia. En un artículo sobre su amigo, el doctor Fermín Valdés Domínguez, en Patria, lo felicita por encontrar sus huesos en una cueva cubana, y por eso lo llama:

el explorador enérgico [que] en lo más hondo y viejo de nuestro país, con ojo de hermano compasivo descubrió en las cuevas elocuentes, como si hablasen desde sus cuencas desdentadas, los cráneos de nuestra raza primitiva, que revive en sus restos leales y hermosos, y será fuerza y poesía de la patria venidera. (OC IV, 470)

 

Era necesario darle un cuerpo a la patria, exhumar sus huesos para que aun después de muertos fueran útiles. En consecuencia, en otro artículo que escribió sobre Valdés Domínguez para el periódico La Lucha de La Habana, para reconocer su tarea de hacerle justicia a los estudiantes de medicina fusilados injustamente por los voluntarios españoles, decía el cubano: “¡pero los muertos son las raíces de los pueblos, y abonada con ellos la tierra el aire nos los devuelve y nutre de ellos” (OC IV, 357). ¿No podríamos esperar que Betancourt y otros hicieran lo mismo con los indígenas? Después de todo, en 1884 Manuel P. Delgado fundó en Cayo Hueso el periódico separatista La Voz de Hatuey en que los cubanos literalmente hablaban por su boca.

Luis Victoriano Betancourt organiza, por tanto, la historia en una serie de eslabones encadenados por un mismo propósito y recupera al cacique para la causa independentista. Para él era tan importante como para Martí que los indios hablaran a través de sus acciones, y fijaran para la memoria de las generaciones venideras aquel acontecimiento fundacional. Para ambos la patria es un continuum, que tiene su raíz y sus muertos. Ambos habían tenido que sufrir la “destrucción” del “tirano invasor,” y Yara había sido el origen de los dos acontecimientos. Y se entiende que así sea, ya que el origen es el mito que obsesiona a todos los republicanos desde la fundación de la antigua Roma como dice James Smith en Politics & Remembrance (27). El pueblo de Yara, en este caso tendría la misma importancia simbólica que Roma. Ejemplificaría el inicio sagrado de la lucha de los cubanos contra los españoles al estar destinados ellos a “cumplir [la] venganza” de los nativos. Para realizar esta venganza los independentistas requerían de una memoria que no se dejara vencer por el perdón, ni el olvido. Tenían que religar el presente con el pasado, los cubanos con los antiguos siboneyes para incitar a todos a la lucha.

Las referencias a la antigua raza aborigen en el discurso independentista de la guerra, no se limita, sin embargo, a la literatura y las caricaturas satíricas. Algunos mambises creyeron incluso que el nombre “mambí” provenía de la antigua lengua aborigen. Según el soldado español Antonio del Rosal, quien estuvo 56 días prisionero de las fuerzas rebeldes en 1874, en su libro En la manigua, durante el tiempo que estuvo con los cubanos escuchó varias explicaciones de este nombre y entre todas, la que más se aproximaba a la verdad, según decía, era la que le dio el teniente coronel del Ejército Libertador, Saladriga. “Mambí,” decía Saladriga,

es la palabra india con que en los antiguos tiempos se designaba a los que se rebelaban contra sus caciques. Aquellos insurrectos, a semejanza de los actuales, se refugiaban en lo más espeso de los bosques, donde permanecían constantemente ocultos, sin dejarse ver más que cuando intentaban alguna fechoría. (cit. en Rosal, En la manigua, 248)

 

De este modo, “mambí” era una palabra que reflejaba su identidad, pero también la estrategia que ambos grupos usaban para luchar contra los caciques y los soldados españoles. Y agregaba Del Rosal que esta palabra fue la misma que le dieron los españoles a los rebeldes dominicanos y mexicanos durante las guerras de independencia en aquellos países (En la manigua, 248). En efecto, como dice Richard Gott en Cuba, a new history, los españoles blancos apodaron a los rebeldes dominicanos negros con el nombre de mambís, derivado de mbi, en referencia a su origen africano, que usaron para sugerir que todos eran criminales y bandidos, pero durante la guerra de independencia de Cuba los negros la adoptaron como un signo de distinción (73). En consecuencia, no era la palabra “india” como pensaba Saladriga. No obstante, al estallar la guerra de 1868 los partidarios del régimen español, críticos de los separatistas, hicieron referencia también a los cubanos a través de símbolos que mostraban a Cuba como una india bajo la custodia o el cuidado de España. Al hacerlo, no hacían más que retomar la misma imagen que habían recreado los poetas cubanos, re-contextualizándola ahora de forma radical, para justificar el poder y el derecho de la metrópoli a mantener a Cuba bajo su mando. Este es el caso de la foto de la Galería Varela y Suárez aparecida en el Álbum histórico fotográfico de la guerra de Cuba (ilustración 1).

 

La foto pertenece al archivo de la guerra, y muestra el interés de los cubanos por la fotografía. En 1868, el mismo año que comenzó el conflicto bélico, se hizo la primera exhibición fotográfica en Cuba (Retter, “Cuba,” 353), y Leopoldo Varela y Solís es uno de los fotógrafos que trabaja en La Habana en aquella época en el establecimiento C.D. Fredericks y Daries. En diciembre de 1870, Leopoldo Varela anuncia que abre un establecimiento con el nombre de “Gran Galería de Varela, Suárez y Cp” (Sarmiento, “La cotidianidad” 154), y estas son las fotos que aparecen en el Albúm de Gelpí y Ferro. En este libro se hace un recuento de la historia de Cuba y de la guerra que todavía se estaba desarrollando desde una perspectiva aliada con el gobierno. En su forma el álbum es similar a otros que se publicaron en este tiempo en Hispanoamérica, que recogían las fotos de figuras principales del gobierno, casi siempre vestidas de militar, junto con una explicación de su participación en conflictos bélicos. Cuatro años después, en 1876, José Juaquín Ribó publicó una Historia de los voluntarios cubanos, en dos volúmenes, que también recoge las fotografías de este cuerpo militar en la Isla, pero no hay fotos artísticas, solo fotos de militares de cuerpo entero posando con seriedad ante la cámara. En el Álbum fotográfico de Gelpí y Ferro, sin embargo, sí aparecen varias fotos tomadas en estudio, y en una de ellas hay dos mujeres que representan a España y a Cuba. Una joven india representa a Cuba, y otra mayor representa a la Madre Patria. Esta última está vestida con un lujoso traje, capa larga al estilo imperial, y armadura guerrera, y a su izquierda, aparece la india con una saya de piel, un cintillo, una pluma en la cabeza y sin zapatos. Su única arma es una lanza, que aparece rota a sus pies. Ambas mujeres aparecen en el centro de la fotografía, encima de un promontorio hecho con símbolos de la metrópoli (el escudo y el león español) y de Cuba (el tinajón de agua). ¿Qué nos dice esta foto?

Primeramente, todos los símbolos que la conforman tienen la intención de mostrar la superioridad de España sobre la Isla. Ambas están paradas sobre un montículo, donde España ocupa el lugar más alto y Cuba solo tiene puesto un pie. Este posicionamiento establece las diferencias de edad y poder entre ellas, y crea un espacio de comunión, a condición de que se respete la subordinación de una a la otra. La indígena sirve así para resaltar la distancia que había entre Cuba y España, y la necesidad que tenía una de la otra. No es la primera vez que un conjunto alegórico similar represente la unión entre ambos países, ni que la indígena represente a la América en el discurso colonial.

Esta imagen era precisamente la que acompañó la Conquista y procede del archivo europeo del s. XVI, como aparece en los grabados de Marten de Vos (1532–1603) y Adriaen Collaert (1560–1618), en donde la América es una india salvaje, semidesnuda, que lleva un carcaj de flechas, un arco sobre la espalda y plumas en la cabeza. Estas alegorías muestran, por consiguiente, a esa misma joven montada sobre el lomo de animales exóticos y salvajes como el armadillo, los caimanes, y los delfines, que remiten a un mundo de monstruos, caníbales y bestias medievales. Más tarde, con la independencia, los revolucionarios echaron mano de esta representación de la india y la pusieron junto con héroes como Bolívar para mostrar la identidad latinoamericana. Este es el caso del cuadro del pintor neogranadino Pedro José de Figueroa (1770-1836) titulado precisamente “Bolívar con la América India” (1819) (Chicangana-Bayona, “La india de la libertad”). En la Cuba colonial, esta misma representación aparece en el conjunto escultórico conocido por el nombre de “La fuente de la India,” erigido en 1837, por los reformistas cubanos, es decir, antes incluso de que los “siboneyistas” comenzaran a escribir sus poemas. En este caso, y por ser Cuba todavía una colonia de España, Cuba-India aparece sola o junto con la reina de España como en el grabado de Víctor de Landaluze para el Álbum Regio (1855) de Vicente Díaz de Comas (ilustración 2).

 

Landaluze pudo haberse inspirado en la escultura de Giuseppe Gaggini, el autor de “La noble Habana,” para hacer su dibujo, o pudo haberse inspirado en cualquiera de las otras imágenes que aparecieron de la América-India desde el siglo XVI. No obstante, la característica principal de “La noble Habana” es el escudo de armas de la ciudad que sujeta con la mano derecha y le da su identidad local y cubana, un escudo que, sin embargo, en el dibujo de Landaluze para el Álbum regio se sustituye por el de España. Asimismo, en la misma ilustración de Landaluze, la india en lugar de estar acompañada por delfines, otro de los símbolos asociados con la Isla que aparece incluso en el escudo de armas de Cuba publicado por Vicente Díaz de Comas en su libro, ahora está acompañada de un enorme león, símbolo del imperio español y el poder colonial, el que mira de reojo a la muchacha.

Estas alegorías de Cuba, subrayo, tienen puntos de coincidencias, y diferencias entre ellas, de acuerdo a quienes la representan, y qué les hacen decir. Anterior a la escultura de “La noble Habana”, incluso, la Corona española le había concedido a Cuba un escudo en 1516, publicado luego en el Mapa histórico Moderno, donde la unión entre ambos territorios se construye a través de símbolos religiosos, y de la conquista, representados por una virgen española, la ciudad y el conquistador, símbolos todos que representaban la ley y la civilización europea. Por eso en aquel caso, la Isla es representada como otra joven blanca que lleva en una mano el arado y en la otra el instrumento para cortar el trigo. De su lado, eso sí, aparecen los atributos tradicionalmente asociados con la América:  la naturaleza, la flora y la fauna autóctona como el cocodrilo, la serpiente, y los frutos que yacen a sus pies. Animales y frutos que reaparecerán en representaciones posteriores, en forma de cornucopias, y que fueron algunas de las tantas posesiones que obtuvo la Corona durante la Conquista que todavía en aquella fecha se estaba llevando a cabo. Esta alegoría, al igual que las que aparecen en las obras que tratan de la guerra, enfatizan por consiguiente, el pacto y el balance de poderes entre ambos territorios, y dan una idea clara de la “comunidad imaginada” que deseaban crear los partidarios de la metrópoli en Cuba.

Pero en 1872 en que aparece el conjunto fotográfico de Varela y Suárez, titulado “Cuba siempre Española,” se había proclamado la extinción de los indígenas cubanos, los historiadores no los mencionaban como pertenecientes a la realidad de la Isla, y quien representaba este papel en la fotografía seguramente era una joven disfrazada que posaba ante el lente. Esta ausencia de los indios en la vida real, empero, es lo que hace posible que se conviertan en un significante vacío, y su “recuerdo” sea utilizado como arma ideológica en el combate en contra y a favor de la independencia.

En la imagen del Álbum histórico fotográfico de la guerra de Cuba, España está tomando del brazo a la joven, lo cual indica su resolución de mantenerla sujeta y de no soltarla, más aún cuando aparece rodeada de soldados españoles quienes alzan los brazos haciendo señales de triunfo y recibiendo la mirada cómplice de ella, que para más muestra de lealtad sostiene en su mano la bandera española. En el lado opuesto de la fotografía aparecen en el piso cuatro criollos, enemigos de España, a quienes Cuba-india no mira, ni compadece, y que supuestamente han sido matados en combate por estos mismos soldados peninsulares. Hay también balas de cañón, una lanza rota, y detrás, en retirada, una caballería mambisa, lo que hace que esta composición esté estructurada en forma tripartita, dejando un espacio entre los enemigos separados por la guerra. Este simbolismo se refuerza, además, con el título de la fotografía que aparece justamente en medio del cuadro, encima de las cabezas de ambas mujeres, título que homologa y declara a perpetuidad el derecho de una sobre la otra, ya que como afirma el autor en el Álbum histórico fotográfico, esta era la única opción válida que tenían los cubanos, porque si la Isla se separaba de España regresaría a la “barbarie” como había ocurrido en Santo Domingo (8-9). En cambio, “Cuba siempre Española” era todo lo que podía alcanzar un pueblo “civilizado”: la paz, la felicidad pública, la religión católica y el progreso (10). Con esto se entendía que de ganar la independencia los cubanos, la Isla sería dominada no por indios salvajes, que ya no había, sino por los esclavos africanos que pondrían patas arriba la estructura social de Cuba, y como decía el poeta español Francisco Comprodrón (1816-1870), en Patria-Fe-Amor. Colección de Poesías castellanas y catalanas (1871), les arrebatarían a los criollos sus mujeres blancas (5). Este énfasis en la barbarie de los revolucionarios se repetirá en otros lugares del libro y será uno de los topos recurrentes en la literatura del momento, como ocurre en la novela de Francisco Fontanilles y Quintanilla Autonosuya, curiosa novela político-burlesca (1886). 

En la narrativa del Álbum histórico fotográfico, Gelpí y Ferro recalca este miedo cuando nota la distribución étnica que existía en el país, o cuando habla de la Revolución haitiana y de los descendientes de los franceses que escaparon a Cuba, y recordaban “las horribles escenas que habían oído contar en el seno de sus familias” (48). No en vano, el autor, que también era el principal gacetillero del periódico integrista La Prensa, criticaba a los estados del Norte de la Unión americana por no permitirle al Sur mantener el régimen que quería (la esclavitud), y decía que al tomar Ulysses Grant la presidencia, quienes más interesados estaban en lo que iba a suceder no eran los mismos norteamericanos, era “la pequeña fracción de hijos espúreos de la Isla de Cuba, que han concebido en mala hora y puesto en vía de ejecución el criminal proyecto de destruir todos los elementos de civilización y de progreso creados y fomentados en las Antillas españolas por la Madre Patria a costa de tres siglos de sacrificios!” (Gelpí y Ferro, Álbum, 200). Una y otra vez, por tanto, la guerra se entiende en términos de lealtad, civilización, barbarie y deuda, y por esta razón hay que ver el conjunto alegórico de Varela y Suárez, como un comentario indirecto sobre los negros y la “barbarie” del otro, contra la cual se destacan los blancos y los valores de la “civilización” que habían traído los españoles a América. No por gusto, todos los que combaten por la “india” son blancos, y los atributos que sobresalen en este cuadro son los del imperio español. Por eso, esta fotografía contrasta tanto con la imagen que popularizaron los cubanos rebeldes durante la Guerra de los Diez Años, donde lo que sobresale es la lucha sin cuartel contra la metrópoli, la iglesia en favor del estado colonial, y el acto magnánimo de darles la libertad a los esclavos.

El cuadro al que me refiero se titula “La República cubana,” fue impreso en 1875 (Zéndegui, Ámbito, 33) y ha sido escasamente comentado (ilustración 3).

 

Este cuadro establece algunas semejanzas con la fotografía de la Galería de Varela y Suárez aunque lo que sobresale en él son las diferencias. ¿Cuáles son éstas? En ambas imágenes la escenografía y la disposición de los actores son las mismas: un cielo oscurecido por la guerra y bandos opuestos que luchan a cada lado. De forma contraria a como aparece en la composición fotográfica, este cuadro pone en primer plano a una criolla blanca y no a una india semidesnuda junto con la reina. La criolla está vestida a la usanza greco-romana, con una toga, sandalias, llevando en una mano el escudo nacional y en la otra la bandera cubana. A semejanza también de la foto anterior, es otra mujer quien representa la Isla. Está subida en una roca y está pisando la cabeza de un león, el otro símbolo de España que aparece en la fotografía. Al lado izquierdo del cuadro aparecen las tropas mambisas, no en retirada o dándole la espalda al público como en la composición anterior, sino yendo al ataque e incendiando un fuerte del ejército colonial. A la derecha, como en la fotografía de Varela y Suárez, están los soldados españoles quienes, amparados por la Iglesia católica, ejecutan con garrote vil a un revolucionario. 

Estas similitudes y diferencias nos hacen creer que la alegoría de la “República cubana” tuvo como referente directo la foto del Álbum fotográfico de Gelpí y Ferro, y que el pintor se propuso responder o criticar con ella la composición pro-española. No obstante, aclaro, varias de las composiciones y litografías de la época sobre la guerra siguen esta distribución tripartita, donde ya sea la reina de España o una representación similar, ocupa el lugar central de la imagen visual y a cada lado de ella aparecen diversos símbolos u actores sociales que representan bandos e ideologías opuestas. Un ejemplo es la litografía de Muguer y Galán, que aparece en el libro de Eleuterio Llofríu y Segrera Historia de la insurrección y guerra de la Isla de Cuba (1872) (ilustración 4).

 

En esta imagen el lugar central lo ocupa España, que sujeta también con su mano derecha a la adolescente indígena (Cuba), que la mira como una hija, mientras la reina pisa con sus pies los emblemas revolucionarios: la tea incendiaria y la bandera rebelde. En esta litografía, como contraposición a la indígena, aparecen delante de la reina los símbolos con los cuales la metrópoli quería que la identificaran: los emblemas de las ciencias, la educación, el comercio y las artes, representadas por el caduceo, el compás, la palestra con los pinceles y el libro, superponiendo de esta forma nuevamente dos visiones distintas del legado colonial. Si estos últimos emblemas representaban a España y la “civilización,” los objetos que aparecen al lado de la joven remiten a la naturaleza, a la abundancia productiva de las colonias y a la barbarie.

En esta imagen, aparece sobre el mismo lado en que se apoya la india el busto de Cristóbal Colón, una de las carabelas del Descubrimiento, y el sol de un nuevo día. Al igual que ocurre con la fotografía de la Galería de Varela y Suárez, no importa que ya no existieran indígenas en Cuba, ni conquistadores en esta época. Ni que estas imágenes representaran hechos ocurridos hacía más de tres siglos. El tiempo, las razas y los géneros son los tres discursos centrales del s. XIX, que utilizarán estos artistas para resaltar las diferencias, las distancias temporales entre los dos países y los derechos que tenía España para retener a Cuba. No es un bando, sino los dos los que recurren a este archivo histórico, si se quiere anacrónico. En el caso de la alegoría de la foto de Varela y Suárez, la diversidad de tiempos o las anacronías de las figuras se nota en la misma joven vestida de india, con sus armas primitivas, y en el caso de la “República cubana”, en la vestimenta greco-romana que lleva. Si la intención de una era demostrar que la Isla le debía a España todo de lo que podía vanagloriarse (su progreso, su religión, su ciencia y su cultura), la intención de la otra era manifestar su rechazo al sistema monárquico, a la esclavitud de los negros y su deseo de establecer una república independiente como ocurrió en el resto de los países latinoamericanos. En ambos casos son alegorías de la patria, que en el de la república cubana buscaba equiparar sus ideales con las de las antiguas repúblicas atenienses y romanas. Tomar aquellas como ejemplo, igual que hicieron los filósofos de la Ilustración en cuyos escritos se apoyaron Simón Bolívar, Vicente Rocafuerte, y Manuel Lorenzo Vidaurre y otros. Es una referencia que escoge ciertos aspectos de la república clásica en la que había siervos, razón por la cual el propio Bolívar, Céspedes, y Martí se ven como “esclavos” de España. Esto mismo habían hecho los revolucionarios franceses de 1789, quienes incluso adaptaron su moda en el vestido y el peinado a las de los antiguos griegos. Este cúmulo de ideas, por consiguiente, contrastan con las que apoyan las imágenes de Varela y Suárez, o la de Muguer y Galbán, cuyas “indias” son un recordatorio de la deuda de gratitud que los cubanos le debían a España, un recuerdo y una acción endeudante que utiliza el pasado (la memoria), para obtener un beneficio en el presente. Especialmente el segundo, en cuyo grabado paternalista queda claro que España le había enseñado a la india-niña-Cuba todo lo que sabía, y le había puesto en sus manos un pergamino para que firmara un acuerdo de perpetuidad con la “Madre Patria.” Tal mensaje se repetirá de una u otra forma en otras imágenes y narraciones de la guerra. En caricaturas y poemas en los cuales se pone en movimiento una serie de símbolos que el espectador debe interpretar y según esta interpretación compartir o rechazar la visión de los autores. En algunos casos es un comentario burlesco sobre la situación política de la Isla y los revolucionarios después de haber comenzado la guerra. En otros casos como en el Álbum Regio y la foto de Varela y Suárez, son formas de mostrar la subordinación de la Isla-indígena, hermosa y tímida, a la Corona española. Su objetivo era resaltar el dominio que aún tenía España sobre la más grande y próspera de las Antillas, y mostrar la otredad radical de los cubanos frente a los españoles, el cuerpo oscuro frente al blanco, Europa frente América, y la civilización frente a la barbarie. Al identificar, por consiguiente, a Cuba con una indígena estas representaciones equiparan la Cuba precolombina con un tiempo primordial, con la naturaleza, y la sexualidad que deben ser defendidas o conquistadas con las armas.

En la fotografía del Álbum fotográfico de Gil Gelpí y Ferro, la representación de Cuba como india es más dramática que en las otras por la simple razón de que es una imagen de salón o de estudio, donde se distinguen mejor las tonalidades y participan personas de carne y hueso, vestidas con trajes “típicos” de cada época. Es una composición donde cada detalle está pensado para trasmitir una idea, incluyendo dentro de ella símbolos que diferenciaban a ambos países o daban más valor a una parte que a la otra. Así, por ejemplo, la luz puesta sobre ambos modelos, y la bandera española que ocupa el mismo centro de la foto, como una especie de axis mundi imperial, sugiere las escenas de alumbramiento, victoria y revelación que eran tan comunes de encontrar en los cuadros y los poemas románticos, o sea, el lugar donde era posible la comunicación entre el cielo y la tierra, o entre Dios y sus adoradores, el primero de estos representado por la misma reina.

En la alegoría de “La República cubana,” por otro lado, la luz también viene del cielo, pero le da de costado a la patria, y se distribuye entre el martirio de un revolucionario, a quien un ángel pone un nimbo de santidad sobre la cabeza, y una familia de esclavos africanos que dan gracias a la República por haberlos liberado. La luz alumbra la patria, y a los siervos al mismo tiempo, que mientras alzan los brazos tienen a sus pies las armas que empuñarán para luchar junto con sus antiguos amos contra España. No obstante, al igual que ocurre en la fotografía del Álbum fotográfico los esclavos están situados en un plano más bajo que el de la República / Corona, y los otros que participan en la guerra. Sus formas agigantadas aparecen primero para resaltar la importancia del acto magnánimo que tuvieron los independentistas con ellos, acto que se convirtió en el más importante en la historia de Cuba y que se repite con insistencia en la literatura de la guerra para recordar la solidaridad entre las razas o la “fraternidad racial” en la cual se fundó la nación. Esta imagen representa, por tanto, y le recordará al espectador quiénes eran ellos y por qué luchaban. Es otra memoria endeudante, por lo cual reaparecerá más tarde en el discurso político de la guerra de 1895 cuando incluso ya España haya abolido la esclavitud en Cuba (1886). Asimismo, la joven criolla en el centro del cuadro de la República será la heroína de varias narraciones literarias, entre ellas la de la obra de teatro “Dos cuadros de la insurrección cubana” escrita por Francisco Víctor y Valdés en Charleston, Carolina del Sur, y dedicada a la “Junta de Señoras de Nueva York.” En esta obra, Carolina, es una joven cubana que decide partir para la guerra, y al igual que la joven que sirve de modelo de la República en el cuadro, dice que llevará la bandera en el combate, e imitará a las “heroínas de Roma” y las damas “espartanas” en su valor. Afirma:

Yo llevaré la bandera

de nuestra querida Cuba

porque libre y feliz suba

a la celestial esfera.

Ya que nuestra aurora asoma

las armas empuñaremos

y en valor imitaremos

Las heroínas de Roma.

Con eso dirá la historia

que ya las damas cubanas

han sido otras espartanas

y se han cubierto de gloria.    (“Dos cuadros,” 174)

 

Es posible que Francisco Víctor y Valdés se haya inspirado en la misma historia de la hija de Perucho Figueredo, el autor del himno nacional de Cuba, Candelaria Figueredo, para hacer esta representación, ya que a pedido del padre, Candelaria llevó la bandera cubana en el famoso combate de Bayamo en 1868 vestida de blanco y con “un gorro frigio punzó” en la cabeza (Candelaria, 16-17). Un traje que era también una convención de la época, ya que de igual forma se representaba a la mujer como un símbolo de la libertad en los Estados Unidos, España y Francia (de donde viene el modelo) y las repúblicas hispanoamericanas. Existe, no obstante, una diferencia entre el gorro “frigio punzó,” que dice Candelaria que llevaba en la cabeza el día de la toma de Bayamo, y el “gorro pílio”, que es el que realmente aparece en las representaciones de la libertad en estas imágenes, en el cuadro de la República cubana y en el escudo nacional. Ambos eran rojos y significaban la libertad, pero el frigio tenía unas orejeras y el pílio no (Couceiro, “Apuntes”). El gorro pílio lo usaban los libertos y los esclavos manumitidos de la antigua Roma, y es el que aparece en el cuadro de Delacroix “la libertad guiando al pueblo”. Este gorro aparece también en otros emblemas nacionales de las repúblicas hispanoamericanas (Argentina, Bolivia, Nicaragua), y en el de Cuba lleva una estrella solitaria.

Valga también decir ahora, que tanto en la fotografía que aparece en el Álbum fotográfico de Gelpí y Ferro como en el cuadro de la República cubana, el observador ve las escenas desde abajo, ya que ambas están subidas sobre un promontorio lo cual le da más importancia a la escena. En el caso de la imagen de la República, hay un camino que lleva al observador directamente hasta la mujer /República / patria. El promontorio sobre el que está subida se extiende desde la misma base del cuadro hasta ella lo que permite que el que mira esta imagen se sienta incluido dentro de la escena, especialmente si consideramos que este cuadro –del que solamente nos queda hoy en día una reproducción pequeña—, era mucho más grande y estaba colgado en las paredes de los clubes revolucionarios cubanos de los Estados Unidos e Hispanoamérica (Zéndegui, Ámbito, 33). De este modo, entre el observador y la República queda solamente un camino donde con lo primero que se topa es con los esclavos y las armas que yacen a sus pies.  Así, quien estuviera viendo este cuadro debió sentir la figura imponente de la patria /mujer /república que domina la composición y mira con gesto marcial y desafiante a sus enemigos. 

Para resumir y concluir, entonces, en la guerra de independencia de Cuba se enfrentan dos formas de imaginar la Patria. Por un lado, la forma integrista que ponía énfasis en la subordinación de Cuba a España, y por otro, la separatista que defendía la independencia. Las imágenes integristas hacen énfasis en la “Cuba-India” heredada de la iconografía colonial, y los independentistas utilizan como símbolo a la joven criolla ya que en ninguna de las obras de teatro mambí aparece tampoco la joven nativa representando la futura nación. Al rechazar el primer tipo de representación, los independentistas estarían desidentificándose con la Cuba del “homo silvestris” o “femina silvestris,” que pusieron en boga los grabados coloniales. En su lugar estarían favoreciendo una representación “criolla” y blanca de la patria. Si la foto del Álbum histórico fotográfico reduce a Cuba al cuerpo, a la naturaleza y lo animal, formas típicas de representar la América desde el siglo XVI hasta el siglo XIX, los cubanos aspiraban a incluir sus propias ideas republicanas, y rasgos culturales que heredaron de los españoles. No se veían como antagónicos de la modernidad, ni del progreso. No obstante, también ellos recurrieron al archivo indigenista para encontrar argumentos de tipo afectivo o sentimental para combatir a España, y diferenciarse así de los peninsulares. La leyenda de Luis Victoriano de Betancourt es un ejemplo de cómo se sentían las víctimas del poder colonial los cubanos. Las metamorfosis de la India-Cuba-América-criolla se corresponderá, por consiguiente, con los intereses e ideologías que defendían quienes la representaban. En los años que siguieron a la independencia en 1902, por eso, esta figura con gorro rojo, toga greco-romana, y el escudo nacional representando la naturaleza de la Isla, se convertirá en la representación de la República de Cuba. Esta representación estará basada en la imagen de 1875 de la “linda criolla”, que aparece en las ilustraciones de revistas como El Fígaro y que sirvió finalmente de modelo a la estatua de la república que hoy día adorna el Capitolio Nacional en La Habana.

 

Obras citadas

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