Habituarse al
hábito:
propiedad,
igualdad y comunidad en las Constituciones
teresianas
Temple University
/ Università di Bologna / Georgia College & State University
Jamás ha de haver espejo ni cosa curiosa,
sino todo descuido de sí.
Constituciones 3.7
Pervive aún hoy en lengua española un
refrán registrado paradigmáticamente en el Guzmán
de Alfarache de Mateo Alemán, “Y aunque de pícaro, cree que todos somos
hombres y tenemos entendimiento. Que el hábito no hace al monje; demás
que en todo voy con tu corrección” (283-84; cursiva mía). Entendido normalmente
como un sinónimo de otra paremia, “las apariencias engañan”, este dicho resurge
en un momento clave de las Moradas donde
Santa Teresa reflexiona: “Parecernos ha que las que tenemos hábito de religión
y le tomamos de nuestra voluntad y dejamos todas las cosas del mundo y lo que
teníamos por Él … que ya está todo hecho” (Moradas
III.I.8). No sólo no se conforma con la
primera impresión, sino que cuestiona la de Ávila la actitud de quienes piensan
que el hábito basta para hacer a la monja. Es una “buena disposición”, pero no
basta. Es un primer paso pero, por decirlo más estrictamente, sólo el hábito
hace el hábito. Mas, ¿qué es el hábito del que habla Santa Teresa?
Mucho más que un tipo de vestimenta
monacal, el hábito ha suscitado desde el siglo XIX una enérgica discusión
teórica. El debate moderno sobre el concepto es en gran medida originado por Die Protestantische Ethik und der Geist des
Kapitalismus (La ética protestante y
el espíritu del capitalismo), obra en la que Max Weber atisba la
descripción de un conjunto de fenómenos que en comentarios ulteriores subsumirá
bajo el taxón del habitus. La
elección de un término de clara impronta religiosa no es en el caso de Weber un
acto azaroso. ¿A qué se refiere, pues, cuando habla del hábito?
Introducido como uno de los elementos que conforman la identidad nacional en el capítulo cuarto de Wirtschaft und Gesellschaft (Economía y Sociedad) (1), el término permanece abierto a definición hasta que en el décimo capítulo, dedicado a “Die Erlösungswege und ihr Einfluß auf die Lebensführung”, esto es, “Los caminos de salvación y su influjo en los modos de vida” clarifica:
El habitus total religioso, calificado positivamente, puede ser
una pura donación de la gracia divina, cuya existencia se manifiesta en esa
orientación general hacia lo religiosamente exigido, en un modo de vida llevado
metódicamente en forma unitaria. O puede ser, por el contrario, adquirible
en principio ‘ejercitándose’ en el bien. Pero este mismo ‘ejercicio’ puede dar
sus frutos mediante una dirección metódica racional de toda la vida y no
en virtud de acciones aisladas en conexión entre sí. (Economía y sociedad X.2, 424) (2)
En la obra weberiana el hábito evoca
también, de modo análogo al sentimiento colectivo nacional, la voluntad de los
credos por diferenciarse no sólo en las creencias, sino también en los aspectos
estéticos más ostensibles de su cosmovisión: cánones de representación, actitud
iconográfica, relación con las artes y, en el plano personal, vestimenta
entendida como arquitectura del yo (3). El fenómeno religioso constituye
un promontorio privilegiado para observar el hábito porque los prosélitos
abrazan deliberadamente un hábito, vida y vestimenta que al mismo tiempo los
diferencia del otro y los define como
uno. Como las murallas de la polis
griega, el hábito (túnica, vello facial, velo, tonsura, calzado…) demarca las
fronteras entre lo que se es y lo que no se es, constituyendo la identidad de
quienes habitan –nótese la etimología– la ciudad en oposición a los forasteros
extramuros (4). Más aún, muralla y hábito exaltan los aspectos comunes
de quienes lo comparten: habitar es ser la polis.
En tanto que producción de entidades
colectivas, el habitus encarna la
identidad en el sentido lógico de id-entidad. La racionalización de la vida
según el hábito reconoce la individualidad de los integrantes, pero supera las
diferencias del mundo terrenal (las riquezas, los dones, la belleza…) en pos de
una igualdad radical. Por su función niveladora, el hábito deja atrás los
desequilibrios del siglo y, desde una renovada igualdad, la conjuga en una
entidad que vale más que la suma de las mónadas componentes. Del mismo modo que
la polis es más que la enumeración de todos los ciudadanos (y no ciudadanos)
atenienses, la comunidad conseguida por el hábito hace que, según avisa Santa
Teresa, “quedará
bien pagado el dejar el gusto de la soledad” (Fundaciones V.13, 692) 5.
Si compartidas, las prácticas vitales que el habitus entraña son fuente de subjetividad transpersonal, de
comunidad.
Más
aún que el weberiano, el trabajo conceptual de Pierre Bourdieu eleva el habitus a la categoría de herramienta
teórica indispensable para los estudios sociológicos contemporáneos (de ahí que
gran parte de los ensayos recientes partan de un diálogo con sus postulados,
como hacen La
Corte, McMillan, Schäffer, Swartz o Wacuant).
Por concentrar en un único descriptor las dimensiones interna y externa de la
vida, la noción de hábito de la tradición francesa permite a Bourdieu contestar
a Claude Lévi-Strauss y expandir la discusión foucaultiana sobre los ejercicios
vitales llevando la idea de prácticas constituyentes más allá del ámbito de la
vida regulada –literalmente, por la Regla religiosa– hacia las existencias
reguladas y autorreguladas de las sociedades biopolitizadas. Transgrediendo el
originario ámbito cenobítico de la regla explícita –y conscientemente buscada–,
Bourdieu abre la puerta al estudio de aquéllos hábitos que, pese a carecer de
regla visible, están tan o más regulados que los monacales:
Los
condicionamientos asociados a una clase particular de condiciones de existencia
producen habitus, sistemas de disposiciones duraderas y
transferibles, estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como
estructuras estructurantes, es decir, como principios generadores y
organizadores de prácticas y de representaciones que pueden ser objetivamente
adaptadas a su meta sin suponer el propósito consciente de ciertos fines ni el
dominio expreso de las operaciones necesarias para alcanzarlos, objetivamente
‘reguladas’ y ‘regulares’ sin ser para nada el producto de la obediencia a
determinadas reglas, y, por todo ello, colectivamente orquestadas sin ser el
producto de la acción organizadora de un director de orquesta. (El sentido práctico 86) (6)
Un reseñable aspecto de la
labor de Weber y Bourdieu es que su modernización del concepto incorpora la tensión
semántica del étimo desarrollada en el mundo clásico. “Latin habitus, noun of action (u-stem),
<habēre to have, (reflexive) to be constituted, to be”, en
palabras del Oxford English Dictionary
(voz “habit”). Complementariamente, el Oxford Latin Dictionary recoge de modo
exhaustivo su uso clásico en las obras de Cicerón, Plinio o Quintiliano:
habitus-us,
m. [habeo + -tvs]
1 State of being, condition: a (of the body). b
(of other material things). c (of non-material or abstract things,
circumstances, etc.).
2 Expression, demeanour, manner, bearing. b
physical attitude, posture.
3 Style of dress, toilet, etc., ‘get-up’ (esp.
proper to a particular class or occasion).
4 Physical character. b character, constitution
(of non-physical things).
5 Physical make-up, build, form (with emphasis on visual
aspect). (OLD, 782-83).
Este plexo de acepciones evidencia la
proliferación de sentidos derivados del étimo griego que habitus vierte, ἕξις
(gr. héxis, “posesión”, “estado”, “hábito”),
el cual es en gran medida legado a través de las categorías de la Lógica aristotélica. En el libro I
define Aristóteles el octavo de sus predicamentos precisando los tipos de
cualidad decibles, entre las que “una especie de la cualidad podría llamarse estado
[héxis] y disposición. El estado difiere de la disposición
por ser más estable y duradero: tales son los conocimientos y las virtudes … se
tiende a llamar estado a aquellas cosas que son más duraderas e
inamovibles” (Lógica I, 8b28-9a13).
Evidenciando la vigencia del pensamiento aristotélico, Santa Teresa conectaría
de nuevo las ideas de hábito y virtud avisando en sus Moradas: “Y creedme que no está el negocio en tener hábito de religión o no,
sino en procurar ejercitar las virtudes” (III.II.6).
El hábito es el ejercicio de las virtudes, y sin ese componente práctico no se
puede apropiadamente hablar de hábito. En el tratado aristotélico la
intercambiabilidad entre los sentidos de “estado”, “costumbre” y “posesión” se
expresa particularmente en la sección 11b17-11b23, contribuyendo al fondo común
que propició la traducción latina como habitus.
Percibiéndolo juiciosamente, en su
rigurosa edición de la Lógica
aristotélica para Gredos Miguel Candel Sanmartín anota: “héxis, tradicionalmente
traducido por ‘hábito’. El sentido de
este término en Aristóteles parece ser el de ‘actividad que forma parte del ser
de quien la ejerce’, es decir, de naturaleza más intrínseca” (Lógica II, 435, nota 295).
O, por emplear la expresión de Bourdieu, un “habitus générateur” (La sense pratique 21). El hábito es,
pues, la generación de realidad mediante la práctica.
Partiendo del sustrato aristotélico, cada
una de las aproximaciones modernas enfatiza diversas vetas ya presentes en la
etimología grecolatina. Por un lado, la perspectiva weberiana subraya, como las
acepciones 1 y 5 del Oxford Latin
Dictionary, el isomorfismo entre lo interno y lo externo. Del otro, las
acepciones 2, 3 y 4 legitiman un análisis basado en la corporalidad y la
naturalización de posturas, ejercicios y costumbres. Sobre todo desde la
incursión de las teorías biopolíticas, el habitus
se entiende no como la expresión conductista de la esencia, sino como la
producción de vida(s) mediante la conducta. Este sentido casi sartreano de
existencia precediendo a la esencia –aunque el resultado no sea, en el caso
biopolítico, una esencia– es precisamente la razón de ser principal del más
influyente tipo de hábito: el monacal. Y es justo a éste al que Giorgio Agamben
dedica su obra Altissima povertà.
Regole monastiche e forma di vita.
Tomando la expresión de Wittgenstein en
las Philosophische Untersuchungen (Investigaciones filosóficas), Agamben
estudia el poder constitutivo de las prácticas o formas de vida –Lebensformen– en el contexto religioso.
Más precisamente, se preocupa por la capacidad del hábito para producir vidas.
Centrándose en la voluntad de renuncia nuclear a la cosmovisión franciscana,
Agamben denota el modo en el que lo interno y lo externo, la apariencia y el
ser, y el vestido y la persona se interdeterminan. El contexto cenobítico le
resulta, además, de particular interés por tratarse las comunidades cristianas
primitivas de movimientos que al mismo tiempo subvierten el orden terrenal
establecido y fundan una nueva colectividad con reglas propias en la que todo
miembro vale exactamente lo mismo que los demás. Y es justo eso lo que sus
émulos medievales en la forma de las órdenes religiosas construyen.
Fascina a Agamben el hecho de que, nacido como un movimiento en los márgenes, el Cristianismo busque desde sus comienzos la manera de diferenciarse de los otros credos y en cierto modo abstraer a sus fieles de la vida imperial. La constitución de esta alteridad interior se apoya en una nueva forma de vida que conforma ritos –bautismo, comunión, sacramentos…–, prácticas –comunidades y en ocasiones compartición de bienes según el ejemplo de Hch 4, 22-27…– y expresiones –lingüísticas, pero también estéticas e indumentarias–. Especialmente durante sus primeros cuatro siglos de existencia, el Cristianismo se define mediante identidad –lo que sus partícipes desean tener en común– y diferencia –lo que a diferencia de los otros, son y dejan de ser–. La máxima expresión de este proceso son los desarrollos en el dogma teológico y el surgimiento de las comunidades religiosas en el siglo IV, constituyendo éstas la primera manifestación regulada del hábito cristiano. Apunta Agamben al respecto:
In the context of the
monastic life, the term habitus
–which originally signified ‘a way of being or acting’ and, among the Stoics,
became synonymous with virtue (habitum
appellamus animi aut corporis constantem et absolutam aliqua in re perfectionem,
‘By habit we mean a stable and absolute constitution of mind or body’; Cicero, De invention 1.25.36)– seems more and
more to designate the way of dressing. It is significant that, when this
concrete meaning of the word begins to be affirmed in the post-Augustan age, it
is not always easy to distinguish it from the more general sense, all the more
so in that habitus was closely
associated with dress, which was in some way a necessary part of the ‘way to
conduct oneself’. (13) (7)
To inhabit together thus
meant for the monks to share, not simply a place or a style of dress, but first
of all a habitus. The monk is in this
sense a man who lives in the mode of ‘inhabiting,’ according to a rule and a
form of life. It is certain, nevertheless, that cenoby represents the attempt
to make habit and form of life coincide in an absolute and total habitus, in which it would not be
possible to distinguish between dress and way of life. The distance that
separates the two meanings of the term habitus
will never completely disappear, however, and will durably mark the definition
of the monastic condition with its ambiguity. (16)
(8)
Uno de los aspectos más llamativos,
señala Agamben, es el hecho de que el ideal monástico, que comienza como un
gesto de aislamiento individual respecto al mundo, produzca desde su misma
concepción formas colectivistas de vida (Altissima
povertà 19). San Basilio, San Pacomio y Santa Sinclética sientan las bases
no sólo de una reclusión compartida sino, más aún, de una vida cuya finalidad
primordial es la superación del individuo en favor de la unión. Formulada por
los padres griegos de la Iglesia como una extensión de la polis, esta unión o koinonía es entendida como la creación
de una comunidad de iguales que ya no necesita de una frontera física para
definirse: superando los vicios y debilidades individuales, el hábito
conventual vuelca la existencia terrenal al servicio del otro, del
co-habitante.
Justo en el mismo momento en el que se
teorizan la soberbia y el egocentrismo como pecados capitales y, en el fondo,
el signo de Satanás, los cenobitas imaginan un modo de vida en el que la
realización personal sólo se obtiene mediante la negación de lo propio y la
desinteresada entrega al otro. La vida, la co-habitación bajo el hábito común,
sirve además como mecanismo de control mutuo; como garante de que ninguna de
las hermanas o hermanos incurra en la satisfacción egoísta de la soberbia.
Hábito significa vivir juntos, pero también vivir para el otro. De ahí que,
comentando la Regla de los Cuatro Padres de Pricoco, afirme Agamben que “Communal
habitation is the necessary foundation of monasticism. Nevertheless, in the
earliest rules, the term habitation
seems to indicate not so much a simple fact as, rather, a virtue and a
spiritual condition … not only a factual situation, but a way of life” (250 (9).
Es justo en el marco del debate sobre este habitar
común cuando Santa Teresa de Jesús produce y construye su obra, cambiando
irremisiblemente el curso del habitus
de la representativa orden carmelita, que por mediación de los hermanos menores
descalzos –también una producción castellana– tanto comparten con la tradición
teresiana.
Los tres episodios
más decisivos para el desarrollo de la orden carmelita están marcados por
análogos debates en torno a las formas cenobítica –comunitaria– y anacorética
–aislada– de vida religiosa y laica. Si el siglo IV marca el nacimiento de las
primeras comunidades en Egipto y, en el caso del Monte Carmelo, Siria, el siglo
XIII lo define la legislación del hábito carmelita por medio de la Regla de (San) Alberto Avogadro de 1214
y su canonización de manos de Inocencio IV en 1247. El siguiente gran punto de
inflexión es la reforma carmelita de manos de Santa Teresa de Jesús, quien en
1562 fundó la Ordo Fratrum Discalceatorum Beatissimae Mariae Virginis de
Monte Carmelo como invectiva contra la laxitud individualista de su
presente. Frente al hedonismo y el egoísmo que percibe en las “comunidades”
religiosas del XV y principios del XVI, Teresa exalta la vida simple en el
Monte Carmelo y la regla originaria de Alberto Avogadro como vía para recuperar
el habitus de humildad y simpleza
ejemplarizado por San Brocardo como vida despegada de sí y dedicada por entero
al otro. (10)
Entre 1209 y 1214, Alberto Avogadro
legisla el hábito carmelita participando de una longeva tradición propia del
género de las regulae consistente en
reglar el uso y tipo de vestimenta mediante una descripción literaria de la
misma. En concreto, la Norma carmelita
primitiva detalla el hábito carmelita siguiendo el topos del miles christianus, esto es, del soldado
cristiano. Amonesta así a las hermanas a:
poneros las armas
que Dios os da para poder resistir a las estratagemas del diablo (Ef 6,11).
Abrochaos el ceñidor de la castidad
(Ef 6,14). Protegeos con el peto de
piadosas consideraciones [. . .] Por coraza
vestíos la justicia (Ef 6,14) [. . .] Tened siempre embrazado el escudo de la fe [. . .] Tomad por casco la salvación (Ef 6,17) [. . .] Que
la espada del Espíritu, toda palabra
de Dios (Ef 6,17) [. . .] Y cuanto hagáis, realizadlo por la palabra del Señor (Col 3,17; 1Co 10,31).
(§16; cursiva mía)
En lo más alto de
esta escala del hábito cabe subrayar que la “palabra” aparece como un elemento
indumentario más, sugiriendo que el verbo y el Verbo son tanto espíritu como
carne, tanto idea como práctica. Esto es relevante porque junto al resurgir
neoplatónico, los motivos agonísticos –siempre deudores de la Psychomachia de Prudencio– son
reformulados con motivo del auge templario en la era carolingia y recuperados
en el contexto de las Guerras Europeas de Religión. Dentro y fuera del
monasterio, el hábito religioso es el de la permanente doble batalla contra el
enemigo exterior y, sobre todo, el interior: “Porque una persona siempre
recogida [en soledad], por santa que a su parecer sea, no sabe si tiene
paciencia ni humildad, ni tiene cómo lo saber. Como si un hombre fuese muy
esforzado, ¿cómo se ha de entender, si no se ha visto en batalla?” (Santa
Teresa, Fundaciones V.15, 692). Este
aviso de Teresa remite directamente a las admoniciones de San Basilio en su Asketikon,
para quien la vida en soledad tiene más de jactancia que de verdadera renuncia,
debiendo librarse la batalla contra el ego siempre en comunidad.
El hábito, para Santa Teresa,
forma comunidad. Inscribiéndose en el legado del Carmen que anhela reavivar, el
vestido se ofrece en el Siglo de Oro español como un sustituto de la sangre.
Acompañando a la crisis nobiliaria ya perceptible en los albores de la Era
Moderna, la nobleza no es transmitida por la sangre, sino merecida por el
ejercicio de la virtud (11). Frente al exclusivismo de una ordenación
social basada en la condición natalicia, Santa Teresa defiende la capacidad de
toda alma para, mediante la adopción del hábito correcto, ganarse la
inmortalidad. Dentro del convento, no hay noblezas ni riquezas, mejores ni
peores, sino iguales pugnando por obtener un fin mismo y compartido:
todas las que traemos este hábito sagrado del Carmen somos llamadas
a la oración y contemplación (porque éste fue nuestro principio, de esta casta venimos, de aquellos santos Padres
nuestros del Monte Carmelo, que en tan gran soledad y con tanto desprecio del
mundo buscaban este tesoro. (Moradas
V.1.3; cursiva mía)
El vestido sea de jerga u sayal negro sin tintura, y échese el menos
sayal que se pueda para ser hábito;
la manga angosta no más en la boca que en el principio; sin repliegue, redondo,
no más largo detrás que delante, y que llegue hasta los pies. Y el escapulario
de lo mesmo, cuatro dedos más alto que el hábito. La capa de coro de la misma
jerga blanca en igual del escapulario, y que lleve la menos jerga que ser
pueda, atento siempre a lo necesario
y no a lo superfluo. El escapulario
trayan siempre sobre las tocas. Sean las tocas de sedeña y no plegadas. Túnicas
de estameña y sábanas de lo mismo. El calzado, alpargatas, y por la honestidad,
calzas de sayal u de estopa. Almohadas de estameña, salvo con necesidad, que
podrán traer lienzo. Las camas sin ningún colchón, sino con jergones de paja [.
. .] En vestido ni en cama jamás haya cosa de color, aunque sea cosa tan poca
como una faja. Nunca ha de haver zamorros; y si alguna estuviere enferma podrá
traer del mesmo sayal un ropón. Han de traer cortado el cabello, por no gastar tiempo en peinarle. (Constituciones 3 3-7; cursiva mía).
El habitus concebido por Santa Teresa no es
un mero ingenio teórico, sino una serie de medidas que regularon y regulan las
vidas de las hermanas y hermanos en comunidad. Su cuidadosa confección de
elementos indumentarios y prácticas vitales tiene como fin principal la supresión
de las diferencias terrenales y la asistencia desde el plano material al alma
en su pugna contra las bajas pasiones y los vicios humanos, complementando así
a la lectura y la oración. Si los pioneros ascetas eligieron en el siglo IV los
desiertos norafricanos para minimizar los riesgos terrenales, Teresa hace de
cada hábito un desierto desde el que cada hermana puede combatir el mal, su mal
interior, en mayor igualdad de oportunidades. Y, a diferencia de los desiertos sabulosos,
exhorta a las sórores –ahora iguales– a luchar juntas por un fin común: “Mas
bien sabe Su Majestad que sólo puedo presumir de su misericordia, y ya que no
puedo dejar de ser la que he sido, no tengo otro remedio, sino llegarme a ella
y confiar en los méritos de su Hijo y de la Virgen, madre suya, cuyo hábito
indignamente traigo y traéis vosotras” (Moradas
III.1.3). Entendido como su propia versión de la imitatio Christi, Teresa diseña su hábito de acuerdo a la imagen
presente de su madre celeste. Frente a la nobleza de sangre requerida por
Porete y Hildegarda, la de Ávila invita a toda alma a dignificarse mediante la
adopción del hábito mariano. En este caso, llevar el hábito es imitar la
negación de sí y la incondicional entrega de María al otro.
Como las murallas de
la polis griega, el hábito iguala, diferencia y construye identidad. Mientras
la sencillez, la abnegación, la mesura y la dignidad son rasgos comunes a los
proyectos religiosos desde los orígenes del Cristianismo, el particular momento
en el que Santa Teresa escribe impele a decantarse entre dos proyectos vitales,
entre dos hábitos, el más bien comunitarista y el más bien individualista. Pese
a la importancia de figuras reformistas como Casiodoro de Reina y Cipriano de
Valera o el erasmismo estudiado por Marcel Bataillon, el caso hispánico
evidencia una vehemente defensa del hábito entendido como renuncia a la
voluntad individual en favor de la comunitaria. El hábito como renuncia de sí.
De un modo análogo a
los debates polemicista y apologista de los primeros siglos de nuestra era, el
contexto de las Guerras de Religión durante el nacimiento de la Era Moderna
permite observar el modo en el que, por atravesar una fase de honda
redefinición interna similar a la del siglo IV, se reaviva el debate entre el habitus individualista y el
colectivista. Más importante aún: no son el vestido y las costumbres meros
reflejos del debate teológico y político temprano-moderno, sino elementos
centrales del mismo. De hecho, una aproximación desde la noción de habitus muestra que el modo en el que
protestantes y católicos entienden las formas de vida religiosas –el doble
hábito como apariencia y conducta– determina el curso espiritual y político de
Occidente. ¿Debe el hábito individualizar u homogeneizar? ¿Integrar en lo
secular o aislar del mundo? ¿Cuál ha de ser el hábito de los seglares? Y,
avanzado el conflicto, ¿de qué modo debe el hábito de protestantes y católicos
expresar su excluyente posesión de la verdad?
El desarrollo de la
idea de hábito puede explicarse apelando únicamente a un momento muy
específico: la defensa oral –die Verteidigungsrede,
o apología– pronunciada por Lutero el 18 de abril de 1521 en la Dieta de Worms
(13). Convocado ante Carlos V y los grandes oficiales de la Iglesia, Martín
Lutero respondió a las acusaciones diciendo:
Unless I am convinced by
the testimony of the Scriptures or
by clear reason (for I do not
trust either in the pope or in councils alone, since it is well known that they
have often erred and contradicted themselves), I am bound by the Scriptures I
have quoted and my conscience is
captive to the Word of God. I cannot and will not recant anything, since it is
neither safe nor right to go against conscience. May God help me. Amen. (Verteidigungsrede
auf dem Reichstag zu Worms) (14)
Cuando
Lutero reclama que sólo las escrituras y “mi conciencia” le bastan para
acercarse al Verbo divino, el tribunal de Worms percibe una consecuencia
inaceptable: la relación inmediata entre infinitud y finitud minimiza el valor
de la vida como camino hacia el Bien, como también mitiga el rol de la
comunidad –tradicional y presente– en la construcción de una ciudad celeste en
la Tierra. Pero lo que sin duda no
pudieron aceptar fueron las palabras de Lutero en su Comentarios a los salmos: “in his enim, quae sunt fidei, quilibet
Christianus est sibi papa et Ecclesia” o
“in
these matters of faith, to be sure, each Christian is for himself Pope and
Church” (Kritische Gesamtausgabe 5:407,
“Psalmus tertius decimus” 35). Lo fascinante es que tanto protestantes como
católicos claman ser los herederos directos del magisterio y hábito patrístico.
El conflicto se debe a la diferente interpretación que unos y otros hacen del
contenido doctrinal, pero también al peso histórico atribuido a las doctrinas
añadidas por los Padres de la Iglesia. Desde el punto de vista de Roma, la
práctica vital y teórica de los primeros cristianos deviene precisamente un
hábito compartido, esto es, las costumbres con las que se teje la tradición
eclesiástica. Por contra, el luteranismo ve en este tejido de costumbres un
denso manto que oculta y distorsiona la auténtica figura de la doctrina
bíblica. De este modo, los divergentes
sentidos de tradición resultan en dos tipos de hábito, el que vincula al
individuo directamente con la Biblia y el que toma como modelo exegético y
vital las primeras comunidades cristianas (15). La discusión exegética
es la más visible, pero la colisión entre estas dos cosmovisiones puede
estudiarse también a través de los enfrentados modelos de habitus, de forma de vida, que reformistas y católicos desean para
la cristiandad.
Pese
a que estudios más mesurados como The
Shape of Sola Scriptura de Keith Mathison subrayen la existencia de una
vocación comunitaria –no individualista– en Lutero, lo cierto es que tanto Roma
como los propios luteranos y calvinistas que vinieron después articulan sus
posturas en torno a la exaltación (o refutación, en el caso católico) del poder
del individuo aislado para aprehender las enseñanzas bíblicas. El hábito de
lectura es aquí anverso del hábito personal. Dentro del mundo de la Reforma la
llamada de Lutero a la exégesis autónoma da lugar a modelos incrementalmente
más individualistas a los que intérpretes menos polemicistas como Michael G.
Baylor se refieren como la “Reforma Radical”. Mientras Lutero retrocede a los
orígenes para buscar un ejemplo de hermenéutico basado en la interpretación
cenobítica, individual y aislada, de los textos, los católicos del siglo XVI
persiguen un modo vital que anhela ser una sistematización urbana y moderna del
primitivo colectivismo de los apóstoles (16). Coherentemente con el la
voluntad pública de Trento, el trabajo plasmado por Santa Teresa en sus Constituciones, Moradas y Fundaciones
deja claro que, frente a las teorías del sujeto como autoafirmación triunfantes
en el norte –Lutero, y más adelante Descartes, Locke o Fichte…–, Teresa
propugna un modo de realización de sí que pasa por la negación de lo propio.
Por la superación de la individualidad mediante la negación de la misma. Pese a
ser su mística de cariz íntimo y personal, su ideal de hábito es, ante todo,
comunitario –productor de koinonia–.
Veamos el modo en el que el habitus
teresiano es vía de negación de sí.
Mediante
una sugerente expresión, Santa Teresa de Jesús exige para sus conventos que
“Jamás ha de haver espejo ni cosa curiosa, sino todo descuido de sí” (Constituciones 3 3-7). Narciso es su
gran enemigo, y la propia imagen algo a superar, pues sólo en manos del otro
adquiere valor el yo. Privándolas de espejos, Teresa recuerda constantemente a
sus sórores que el campo visual del ojo humano es la parte del plan divino
mediante la que el Creador les recuerda a quién hay que atender, valorar y
servir. En un modelo ideal, el ser humano no debería conocer su propia imagen,
que sólo causa vanidad, egoísmo y olvido del prójimo.
Coherentemente,
siguiendo el magisterio de San Pacomio y San Basilio, Teresa se cuida de no
enfatizar innecesariamente el valor personal, algo muy visible en las bien
estudiadas técnicas místicas de autodegradación y captatio benevolentiae. De ahí que, paradójicamente, su vestimenta
sea ante todo una de desnudez, de negación del hábito mismo: “no hay duda sino
que si persevera en esta desnudez y dejamiento de todo, que alcanzará lo que
pretende” (Moradas III.I.8). Es obvio
que el necesario pudor y humildad de las religiosas no permitirían una desnudez
total entendida como ausencia de ropajes, pero la fijación de Santa Teresa por el
desprendimiento permite entender de un modo renovado las decisiones
indumentarias tomadas por los carmelitas, representando el color pardo al mismo
tiempo el yermo desierto y la negación del ornamento, la piel sobre la piel
misma. En la misma línea que Aristóteles y Agamben, el hábito carmelita es una
herramienta para desprenderse del ego y entregarse a una vida virtuosa centrada
en el otro: “Por éstas entenderéis si estáis bien desnudas de lo que dejasteis;
porque cosillas se ofrecen, aunque no de esta suerte, en que os podéis muy bien
probar y entender si estáis señoras de vuestras pasiones. Y creedme que no está
el negocio en tener hábito de religión o no, sino en procurar ejercitar las
virtudes” (Moradas III.II.6). Con el
fin de elevar esto del plano individual del castillo interior al interpersonal
del convento, Teresa explicita en sus Constituciones
el vínculo entre la regulación de la apariencia, la rutina y el sentido de la
existencia. Su teoría del habitus es
también una teoría política del alma.
En
oposición frontal a sus coetáneos, los carmelitas recuperan el principio
fundamental de la Regla agustiniana: “Et
non dicatis aliquid proprium, sed sint vobis omnia communia, et distribuatur
unicuique vestrum a praeposito vestro victus et tegumentum” (“Call nothing your
own, but let everything be yours in common. Food
and clothing shall be distributed to each of you by your superior” [Regula I 3]). El eco es incuestionable tanto en
la Regla primitiva como en las Constituciones teresianas. Requiere
aquélla: “Ningún hermano
considerará nada como suyo propio. Tenedlo todo en común” (Norma carmelita primitiva §10), y desarrolla Teresa: “En ninguna
manera posean las hermanas cosa en particular ni se les consienta, ni para el
comer, ni para el vestir, ni tengan arca, ni arquilla, ni cajón, ni alacena, si
no fueren las que tienen los oficios de la Comunidad, ni ninguna cosa en
particular, sino que todo sea en común” (Constituciones
III.3). Los textos públicos de Santa Teresa constituyen su esfuerzo más acabado
por formular una metafísica del alma que, por reconocer las innovaciones en
materia de subjetividad de los siglos XI y XII, ya no es puramente feudal, pero
se resiste a elevar al sujeto autónomo moderno a la categoría de sujeto
político incuestionable, como ocurrirá en el norte de Europa. Frente a esto,
Teresa funda y legisla unas comunidades en las que, mediante su meticulosa
confección de un hábito común, desarrolla la individualidad para superarla en
pos de la constitución de una unión humana superior: “Huya siempre la
singularidad cuanto le fuere posible, que es mal grande para la comunidad” (Avisos 859) (16). Con Agustín, sólo
cuando “todo sea en común” conocerá el ánima la unanimidad –la unidad de las
almas– que han sido llamadas a establecer como preludio de la unión celeste.
La atención prestada a la cuestión del
hábito se debe en última instancia al poder creador que la propia Biblia le
atribuye en
Eph 4, 24: “induite novum hominem qui secundum Deum creatus est in iustitia et
sanctitate veritatis” (“Y vestir el nuevo hombre que es criado conforme a Dios
en justicia y en santidad de verdad”). Unida
a su alto poder explicativo, tan longeva filiación justifica que el estudio del
habitus represente una constante en
los estudios políticos y sociológicos contemporáneos. En esta línea, el trabajo
de Agamben aspira a iluminar la raigambre religiosa del término para reivindicar el poder de las
comunidades espirituales para constituir formas originales de ordenación humana.
Su interés por los paradigmas alternativos de colectividad es satisfecho por el
caso franciscano que analiza, pero también lo sería por la enérgica labor
legisladora de Santa Teresa de Jesús, quien sistematiza el habitus vital más influyente de la tradición española.
Por representar la puesta en
práctica de los principios que oponen al mundo de Trento y al norte de Europa,
el modelo comunitarista de Santa Teresa tiene el valor de estar fundado sobre
una original formulación del sujeto moderno que, sin negar la individualidad,
la emplea como base para una igualdad impuesta sobre las diferencias de cuna.
Frente al determinismo social feudal, la de Ávila otorga las mismas
oportunidades a cada alma, responsabilizándolas a ellas de la obtención o no de
su unión con lo divino. Para nivelar las diferencias entre individuos y asistir
en esta pugna por la inmortalidad, la santa diseña un habitus –tanto indumentaria como relación de costumbres
reguladoras– que, en expresión de Bourdieu, genera formas de vida. Desde la más
pura materialidad del sayo y el calzado, el habitus
teresiano propicia una forma de vida, una κοινωνία, igualitaria y comunitaria que hace suyo el aviso de San Juan de la
Cruz: “Pues
no temes el caer a solas, ¿cómo presumes de levantarte a solas? / Mira que más
pueden dos juntos que uno solo” (Avisos 154).
Notas
(1). El
hábito condicionado aparece como cimiento privilegiado de los “sentimientos
colectivos”: “los sentimientos colectivos que se
designan con el nombre genérico de ‘nacionales’ no son unívocos, sino que
pueden ser nutridos por diferentes fuentes: pueden representar un papel
importante las diferencias en la articulación social y económica y en la
estructura interna del poder, con sus influencias sobre las costumbres, pero no
necesariamente [. . .]; los recuerdos políticos comunes, la confesión
religiosa, la comunidad de lenguaje y también el habitus condicionado
racionalmente” (Weber, Economía y sociedad IV.4, 326).
(2). El texto alemán dice: “Der religiös positiv qualifizierte Gesamthabitus kann dabei entweder reines göttliches Gnadengeschenk sein, dessen Existenz sich eben in jener generellen Gerichtetheit auf das religiös Geforderte: einer einheitlich methodisch orientierten Lebensführung äußern. Oder sie kann umgekehrt durch ‘Einübung’ des Guten im Prinzip erwerbbar sein. Auch diese Einübung kann aber naturgemäß nur durch rationale methodische Richtung der Gesamtlebensführung, nicht durch einzelne zusammenhangslose Handlungen erfolgen” (Wirtschaft und Gesellschaft X.2, 358)
(3). Weber dedica un iluminador párrafo a
los contrastes entre credos: “la palabra Beruf (‘vocación’, profesión,
oficio) y la valoración de la virtud profesional como forma única de vida
agradable a Dios es esencial al luteranismo desde un principio. Pero las ‘obras’
no entran en consideración a título de base real de la salvación del alma, como
en el catolicismo, ni a título de razón de conocimiento del ‘renacimiento’,
como en el protestantismo ascético; y como, en general, el habitus afectivo
de saberse albergado en la bondad y gracia del Señor siguió siendo la forma
dominante de la certeza de salvación, así también la actitud respecto al mundo
fue un paciente ‘acomodarse’ a sus reglas, en marcada oposición con todas
aquellas formas del protestantismo que exigían una prueba para la certeza de
salvación (en los pietistas, fides efficax; en los charidschidas islámicos,
amal) en obras buenas, o un modo específicamente metódico de llevar la
vida” (Economía y sociedad X, 447-48).
(4). En “Pólis y Caos. El
espacio de lo político”, Jesús Ezquerra Gómez elabora un análisis
brillante: “La pólis, no es sólo una mera cantidad (numerable) de
ciudadanos, una multitud; es también una unidad, un todo. Esa unidad se
denomina en griego koinonía, comunidad. ‘Toda pólis’ —leemos en la Política aristotélica—
‘es una cierta comunidad’. Pero ¿qué es lo común (tò koinón)
que funda la co-munidad (koinonía)? Según Aristóteles, aquella acción
(prâxis) que une a los elementos actores de la misma
con los que la padecen” (22).
(5). Acaso la más capital disquisición sobre
identidad y diferencia como elementos definitorios sea la del quinto libro de
la Metafísica aristotélica, donde
explica el filósofo: “la identidad es una especie de unidad de ser, unidad de
muchos objetos, o de uno solo tomado como muchos; ejemplo: cuando se dice: una
cosa es idéntica a sí misma, la misma cosa es considerada como dos.
Se
llaman heterogéneas las cosas que tienen pluralidad de forma, de materia, o de
definición; y en general la heterogeneidad es lo opuesto a la identidad.
Diferente se dice de las cosas heterogéneas que son idénticas desde algún punto
de vista, no cuando lo son bajo el del número, sino cuando lo son bajo el de la
fortuna, o del género, o de la analogía. Se dice también de lo que pertenece a
géneros diferentes de los contrarios, y de todo lo que tiene en la esencia
alguna diversidad” (V.IX 208-11). Curiosamente, los términos empleados por
Aristóteles para introducir en el libro previo el concepto de identidad son
“vestido” y traje”, taxones que le permiten discutir sobre las relaciones de
homonimia, identidad y sinonimia: “Si hombre y no-hombre no significasen cosas
diferentes, no ser hombre no tendría evidentemente un sentido diferente de ser
hombre. Y así, ser hombre sería no ser hombre, y habría entre ambas cosas
identidad, porque esta doble expresión que representa una noción única,
significa un objeto único, lo mismo que vestido y traje. Y si hay identidad,
ser hombre y no
ser hombre significan un objeto único; pero hemos
demostrado antes que estas dos expresiones tienen un sentido diferente” (IV.II
157 y Lógica I, 1a1-1a16).
(6). El texto francés
original de 1980 dice: “Les conditionnements associés à une classe particulière
de conditions d’existence produisent des habitus,
systèmes de dispositions durables et
transposables, structures structurées prédisposées à fonctionner comme
structures structurantes, c’est-à-dire en tant que principes générateurs et
organisateurs de pratiques et de représentations qui peuvent être
objective-ment adaptées à leur but sans supposer la visée consciente de fins et
la maîtrise expresse des opérations nécessaires pour les atteindre,
objectivement ‘réglées’ et ‘régulières’ sans être en rien le produit de
l’obéissance à des règles, et, étant tout cela, collectivement orchestrées sans
être le produit de l’action organisatrice d’un chef d’orchestre” (La sense pratique 88).
(7). El
original italiano permite apreciar la fructífera apropiación de fuentes y
terminologías clásicas, como en el caso de su célebre “homo sacer”: “È
nel contesto della vita monastica, che il termine habitus, che significa
in origine ‘modo di essere o di agire’ e, nella Stoa, diventa sinonimo di virtù
(habitum appellamus animi aut corporis constantem et absolutam aliqua in re
perfectionem Cic., Inv, 25,
36), tende sempre più a designare il modo di vestire. È significativo che,
quando questa accezione concreta del termine comincia ad affermarsi in era
postaugustea, non sia sempre facile distinguerla dal senso più generale, tanto
più che l’habitus era spesso accostato alla veste, che era parte in
qualche modo necessaria del ‘modo di atteggiarsi’”(25).
(8). “Abitare insieme significa dunque per i
monaci condividere non semplicemente un luogo e una veste, ma innanzitutto
degli habitus; e
il monaco è, in questo senso, un uomo che vive sul modo dell’’abitare’, cioè
seguendo una regola e una forma di vita. È certo, tuttavia, che il cenobio
rappresenta il tentativo di far coincidere abito e forma di vita in un habitus
assoluto e integrale, in cui non fosse possibile distinguere fra veste e
modo di vita. La distanza che divide i due significaci del termine habitus non
scomparirà, però, mai completamente e segnera durevolmente con la sua ambiguità
la definizione della condizione monastica” (27)
(9). “L’abitazione comune è il
fondamento necessario del monachesimo. Tuttavia nelle regole più antiche, il
termine habitatio sembra indicare non tanto un semplice facto, quanta
piuttosto una virtù e una condizione spirituale” (24). Con sus formas de vida,
Agamben reformula la idea wittgensteiniana de las Philosophische Untersuchungen
(Investigaciones filosóficas): “Puede imaginarse fácilmente un lenguaje que
conste sólo de órdenes y partes de batalla.— O un lenguaje que conste sólo de
preguntas y de expresiones de afirmación y de negación. E innumerables otros. —
E imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida” (19); “La
expresión «juego de lenguaje» debe poner de relieve aquí que hablar el lenguaje
forma parte de una actividad o de una forma de vida” (23); “Verdadero y falso
es lo que los hombres dicen; y los hombres concuerdan en el lenguaje. Ésta no
es una concordancia de opiniones, sino de forma de vida” (241).
(10). En El peso de la Iglesia, Enrique Martínez
enfatiza que la proliferación de órdenes religiosas reformistas en los siglos
XIV y XV debe entenderse como una reacción frente a la relajación de las reglas
en la Baja Edad Media. La intención sería constante: regresar al modo de vida
paleocristiano, recuperar el sentido primigenio de la regla y constituir a cabo
un hábito vital de dignidad apostólica.
(11). Como tantas otras cosas, debo esta apreciación
al trabajo de Víctor Pueyo Zoco. Al respecto de esta problemática destacan: “Las Coplas
a la muerte de su padre de Jorge Manrique: una lectura marxista” y Góngora: hacia una
poética histórica.
(12). Así lo critica
Tenxwind von Andernach a Hildegard von Bingen en una carta de 1148 donde
muestra su descontento por el elitismo del convento, incompatible con el
universalismo cristiano: “Würden nur Frauen aus angesehenem und adligem
Geschlecht in Eure Gemeinschaft aufgenommen [. . .] sind wir sehr bestürzt und
von der Ungewissheit großen Zweifels verunsichert, wenn wir schweigend im
Geiste erwägen, dass der Herr in der Urkirche bescheidene und arme Fischer
erwählt hat” (“Only women from a respectable and noble family would be accepted
into your fellowship … We are greatly disturbed by the uncertainty of great
doubt, when we quietly think in our minds that the Lord chose humble and poor
fishermen in the early Church” [Letter
to Hildegard in ca.1148 ]. Y en el caso de
Marguerite Porete son sus propias palabras en Le miroir des âmes simples et
anéanties: “Ceste Ame a
son lot de franchise affinee … Elle ne respont a nully, se elle ne
veult, se il n’est de son lignage; car ung gentilhomme na daigneroit respondre
a ung vilain” (“The Soul has her allowance of pure freeness … She responds to
no one if she does not wish to, if he is not of her lineage. For a gentleman
would not deign to respond to a peasant” [85 6-10]). Max Weber dedica algunas frases muy vehementes
contra la idea del exclusivismo universalista: “La predestinación otorga al
‘agraciado’ la medida más alta de certeza de salvación, una vez que está
seguro de pertenecer a la aristocracia de los elegidos” (Economía y sociedad X, 450).
(13). Frente a ello, el Concilio de Trento, y sobre todo
la bula Circa
pastoralis, de Pío V en 1566 respondieron
de modo que “Se exigió a los superiores la observancia de la vida comunitaria”
(Enrique Martínez Ruiz, El peso de la
Iglesia 251).
(14). “Wenn ich nicht mit Zeugnissen der Schrift oder mit offenbaren Vernunftgründen besiegt
werde, so bleibe ich von den Schriftstellen besiegt, die ich angeführt habe,
und mein Gewissen bleibt
gefangen in Gottes Wort. Denn ich glaube weder dem Papst noch den Konzilien
allein, weil es offenkundig ist, daß sie öfters geirrt und sich selbst
widersprochen haben. Widerrufen kann und will ich nichts, weil es weder sicher
noch geraten ist, etwas gegen sein Gewissen zu tun. Gott helfe mir, Amen” (Verteidigungsrede).
(15). En el marco del debate sobre las quinque solae, el principio sola
scriptura –la Biblia como fuente única, perspicua y suficiente de
revelación– enfrenta a luteranos, para quienes las doctrinas extrabíblicas no
añaden nada sustancial, y romanos, que defienden el poder revelador de la
dogmática patrística y eclesiástica.
(16). San Basilio es el
autor de la más vehemente defensa del comunitarismo cristiano, el Asketikon:
“Community life offers more blessings than can be fully and easily enumerated
[. . .] If anyone says that the teaching of
the Holy Scripture is sufficient for the amendment of his ways, he resembles a
man who learns carpentry without ever actually doing carpenter’s work or a man
who is instructed in metal-working but will not reduce theory to practice. To
such one the Apostle would say: ‘Not the hearers of the law are just before
God, but the doers of the law shall be justified’ (Rom 2:13). Consider,
further, that the Lord by reason of His excessive love for man was not content
with merely teaching the word, but, so as to transmit us clearly and exactly
the example of humility in the perfection of charity, girded Himself and washed
the feet of the disciples (John 13:5). Whom, therefore, will you wash? To whom
will you minister? In comparison with whom will you be the lowest, if you live
alone? [. . .] So it is an arena for the combat, a good path of progress,
continual discipline, and a practicing of the Lord’s commandments, when
brethren dwell together in community [. . .] It maintains also the practice
characteristic of the saints, of whom it is recorded in the Acts: ‘And all they
that believed were together and had all things in common’ (Acts 2:44) and
again: ‘And the multitude of believers had but one heart and one soul; neither
did anyone say that aught of the things which he possessed was his own, but all
things were in common unto them’ (Acts 4:32)” (Ascetical Works, “The Long Rules” Q7.341-351).
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